Por su sacerdocio, debe el
hombre convertir toda su vida, los días de trabajo como los de descanso, la vida
privada como la pública, en servicio divino, en acto de religión. Éste es un
deber nunca realizado a la plena perfección. El estado en que sí se realizará
está aún por venir. "La nueva Jerusalén" que aquí
edificamos ahora, pero que sólo podrá ser perfecta cuando baje del cielo, será
la "santa ciudad de Dios", en la que ya no será necesario
ningún templo, porque "el Dios omnipotente y el Cordero será su
templo". "La ciudad no ha menester de sol ni de luna que
la iluminen. Su lumbrera es el Cordero" (Apoc 21, 22 s). Será el
estado de la perfección en que el eterno servicio del templo, la eterna
adoración, la pompa impecable del amor lo llenará todo. "Allí no hay noche" (Apoc
21, 26; 22, 4). Allá no hay quien cometa mentira ni crimen, ni quien pronuncie
maldición (Apoc 21, 27; 22, 3).
3. Santificación del trabajo por el descanso y las celebraciones del culto
Pero ahora, mientras vivirnos en el tiempo, sí
existe lo profano y lo contaminado por el pecado. Aún el cristiano está en
continuo peligro de sumergirse en lo profano — o sea, en lo que no se ordena al
culto, en lo que no está animado por la virtud de religión — y en lo pecaminoso.
Por eso en el ritmo de su existencia deben girar también horas y días santos.
El cristiano tiene que hacer de
todas sus obras y trabajos un ejercicio de religión; pero este ideal será del
todo irrealizable si no hay tiempos sagrados y santas festividades y días de
descanso cultual que encuadren y penetren esa existencia.
En su estado actual, mucho le falta al mundo para ser
"santo", para estar totalmente orientado a la gloria de Dios,
la cual, sin embargo, constituye su último fin. Hay que empezar por introducirlo
en el culto divino, estableciendo los
lugares sagrados (casas de Dios), que no
han de considerarse solamente como "santos retiros", sino, sobre todo, como
puntos de convergencia o de partida, o como puertas por las que se irrumpe a la
conquista del mundo para gloria de Dios. Cuando las viviendas y cortijos, los
pueblos y las ciudades no se agrupan en torno a la casa de Dios y no se han
integrado en la parroquia, carecen de un punto de gravedad santo, y giran en
torno a lo profano. Apuntando al cielo, las torres asocian las viviendas que a
su sombra se cobijan al sursum corda de la divina alabanza.
Dios abraza el tiempo en su totalidad,
desde el momento en que principió su continua sucesión y desde que Cristo
apareció en la "plenitud de los tiempos". Todas las épocas
de la historia han de orientarse hacia "el fin de los tiempos",
cuando volverá Cristo a recoger todo lo que en el tiempo ha fijado sus ojos en
Él. La finalidad del domingo y el año eclesiástico no es otra que la de
transformar todos los tiempos desde el punto de vista de estas verdades
angulares, introduciendo en ellos la levadura sagrada. Aquí tratamos el día del
Señor ante todo como la continuación del misterio pascual, la vía
dolorosa recorrida por el Señor hasta su resurrección. En la medida en que este
misterio se nos haga realidad domingo tras domingo, nuestra existencia estará
presidida por la gozosa
expectación del nuevo advenimiento de Cristo.
El punto central de todos los lugares es
el Gólgota con su cruz, y el altar,
donde el Gólgota se reactualiza; y la cumbre de la
religión y de la santificación del mundo es el sacrificio de la cruz y su
perpetua renovación en la santa misa. Es de aquí de
donde irradia toda santidad sobre los tiempos y sobre la sociedad, es aquí donde
pueden asociarse al canto de
adoración a Dios. Los santos sacramentos y los sacramentales de la Iglesia, como
también los usos sagrados que son como la continuación de aquéllos, son
irradiaciones del sacrificio de la cruz — y de la misa
que llevan por el camino de la santificación a cada hombre,
a cada sociedad, y aun a cada criatura.
El domingo, con la celebración y audición de la santa misa
es, ante todo, la inmersión del cristiano, con
todos sus padecimientos y trabajos, en la pasión
y muerte de Cristo, es asimismo el descanso de todo trabajo, en la gloria de
Cristo, de la que participamos ya y que se debe mostrar en nosotros también en
compensación de nuestras labores y sufrimientos.
1. Origen y sentido
del día del Señor
El domingo cristiano es algo esencialmente
distinto del sábado judío, aunque en él se perfeccione todo lo que el
sábado anunciaba. El domingo no es, en primera línea, un día de descanso, aunque
nos libere en medida aún mayor que el sábado de todo "trabajo servil", es decir,
del pecado y de la peligrosa implicación en lo terreno, y venga a ofrecernos un
anticipo de la eterna participación en el venturoso descanso del Señor,
participación que podemos esperar con plena confianza. Lo que hace del domingo
el día del Señor es la eucaristía, la presencia entre nosotros del
Resucitado en la conmemoración de su muerte. El domingo, el "día después
del sábado", ha quedado marcado para siempre por la resurrección de Cristo (Mc
16, 9; Mt 28, 1).
Desde el tiempo de los apóstoles los cristianos se reunían
"el primer día. de la semana", "para la fracción del pan" (Act 20, 7) y para
celebrar el día en la comunión de caridad, en el banquete del amor (cf. 1 Cor
16, 2). La conmemoración de la muerte del Señor la celebraban ya las primeras
comunidades cristianas, no el jueves, o sea el día señalado por la institución
de la eucaristía, sino el' domingo, "el día del Señor"; pues en la celebración
eucarística de su muerte el Resucitado está entre nosotros, "hasta que Él venga"
(1 Cor 11, 26). La eucaristía es "el banquete del Señor" (1 Cor 11, 20). Cuando
san Pablo dice "Señor", se refiere siempre al que resplandece en la gloria de su
resurrección y está sentado a la diestra del Padre.
No es natural que los apóstoles, recordando que el Señor
después de su resurrección se manifestó "a nosotros, que comimos y bebimos con
Él" (Act 10, 4 1; cf. 1, 4; Mc 16, 14; Lc 24, 42), celebraran el misterio
pascual de la muerte y de la resurrección "en el primer (lía de la semana"? El
evangelista san Juan destaca expresamente que Jesús se apareció a los apóstoles
el día. de la resurrección, "el primer día de la semana" (Iob 20, 19). Una
semana más tarde (Ioh 20, 26) se les volvió a aparecer en aquel mismo día, en
presencia también de Tomás. Diríase, pues, que el
propio Jesús ha fijado, o al menos insinuado, el ritmo de su reaparición
dominical para la celebración de su resurrección.
El Espíritu Santo descendió también en domingo. Entonces se
cumplió la promesa del jueves santo. "No os dejaré huérfanos; vendré a
vosotros... Vosotros me veréis... El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, ése os lo enseñará todo" (Ioh 14, 18-26). Aquel
domingo de Pentecostés comprendieron los
apóstoles, como nunca lo habían comprendido, lo que la resurrección del Señor
significaba para el mundo, y cómo Él, en el tiempo que mediara hasta su retorno,
está presente entre nosotros. Entonces se acordaron de las palabras que el Señor
había dicho al hacerles la promesa de la eucaristía : "¿ Pues qué sería si
vierais al Hijo del Hombre subir allí donde estaba antes? El espíritu es el que
da vida, la carne no aprovecha para nada" (Ioh 6, 62 s).
Por el tiempo en que san Juan escribía el
Apocalipsis, la celebración del "día del Señor" estaba ya definitivamente
implantada. Dice san Juan : "Fui arrebatado en espíritu el día del Señor"
(Apoc 1, 10). Apareciósele el Resucitado en todo el esplendor de su gloria y le
dijo: "No temas, yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y
ahora vivo por los siglos de los siglos" (Apoc 1, 18). Esta aparición viene a
ser como una confirmación de la elección del domingo hecha por los apóstoles. El
domingo quedará para siempre como el día en que se celebra con el Resucitado su
inmolación y su victoria, "hasta que vuelva", y en el que le invocamos con
anhelo : ¡ Ven, Señor Jesús!" (1 Cor 16, 22; Apoc 22, 20).
En la Iglesia .primitiva aparecía muy claramente
destacado el carácter que tiene el domingo de ser el día de la resurrección.
TERTULIANO le llama simplemente "el día de la resurrección del Señor"
216. Los padres griegos usan este mismo término,
"día de la resurrección" (anastasimos), para designar tanto la Pascua
como el domingo. San JERÓNIMO dice, siguiendo una tradición que no fue
interrumpida desde el tiempo apostólico : "Todos los días fueron creados por el
Señor, pero los demás días pueden pertenecer a los judíos, a los herejes y hasta
a los gentiles. Nuestro día es el domingo, el día de la resurrección. Se
le llama día del Señor, porque en este día el Señor volvió triunfante" 217.
Análogamente dice SAN AGUSTÍN: "El día del Señor no fue revelado a los judíos,
sino a los cristianos, por medio de la resurrección de Cristo. Por esto lo
celebramos" 218.
Siendo, de suyo, el domingo una celebración de la
resurrección de Cristo y de nuestra participación en ella a través del bautismo,
su rasgo característico y fundamental es la
alegría. "Pasamos en alegría el día octavo,
aquel en que resucitó el Señor" 219. "Peca
quien en este día está triste" 220. Para subrayar el
carácter gozoso del domingo, la antigua Iglesia había prohibido, que
en este día los fieles se arrodillaran en sus oraciones. "Celebramos el día del
Señor como un día de alegría, pues en este día resucitó Cristo; y así se nos ha
enseñado que este día no debemos arrodillarnos" 221.
Aunque la designación usual del domingo en los padres
griegos era "día de la resurrección" o "día del Señor", y aunque los padres de
la Iglesia latina usaban normalmente esta última denominación,
dominica dies, que es la que se ha
perpetuado en las lenguas romances, también
216 TERTULIANO, De oratione 23, PL, 1,
1191.
217 SAN JERÓNIMO, De die dom. paschae, Analecta Mared. III, pág. 418.
218 SAN AGUSTIN, Epist. ad Ianuarium, PL, 33, 215.
219 Carta de Bernabé 15, 9.
220 Didascalia 21.
221 PEDRO DE ALEJANDRÍA, Epist. canonica, PG 18, 508.
217 SAN JERÓNIMO, De die dom. paschae, Analecta Mared. III, pág. 418.
218 SAN AGUSTIN, Epist. ad Ianuarium, PL, 33, 215.
219 Carta de Bernabé 15, 9.
220 Didascalia 21.
221 PEDRO DE ALEJANDRÍA, Epist. canonica, PG 18, 508.
se encuentra a veces en los padres el nombre,
corriente entre los paganos, de "día del Sol" (de donde viene el nombre que se
le da en las lenguas germánicas, Sonntag, sunday, etc.), para asociar con
él el recuerdo de la resurrección. Así dice, por ejemplo, MÁXIMO DE TURÍN: "El
domingo merece respeto y celebración; pues en este día nuestro Redentor se
remontó brillando como el sol en el resplandor de la resurrección, después de
haber ahuyentado las tinieblas del infierno. De ahí que entre los hijos de este
mundo dicho día lleve el nombre de día del sol ; pues lo ilumina Cristo, el
Resucitado, el sol de la justicia" 222
SANTO TOMÁS resume
en breves palabras la tradición: "La Iglesia ha señalado este día; pues quería
que conserváramos fielmente el recuerdo de la resurrección de Cristo, a la cual
debemos conformar nuestra vida" 223
Los cristianos no celebran el domingo como una simple
conmemoración de un suceso pasado. Para ellos la resurrección es, en la
celebración común de la misa, un acontecimiento salvífico presente. En la
misa, donde muy especialmente nos percatamos de la unidad del cuerpo de Cristo,
el Resucitado está entre nosotros. Cristo no sólo ha glorificado en la
resurrección su cuerpo que sacrificó por nuestra causa, sino que ha aceptado a
la Iglesia como cuerpo suyo, y como a tal la conduce a la grande y solemne
asamblea de la Jerusalén celeste. La Iglesia glorifica a Cristo en su día, sobre
todo, dando testimonio de su unidad. Ya los Hechos de los Apóstoles dicen
(20, 6) que en el primer día de la semana los cristianos se reunían para
la fracción del pan. Los padres de la Iglesia, empezando por SAN IGNACIO, el
discípulo del apóstol san Juan, no se cansaban de exhortar a los fieles a la
unidad y a reunirse regularmente. La Didakhé ordena : "Reunidos cada día
del Señor, romped el pan y dad gracias, después de haber confesado vuestros
pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro" 224. La
Didascalia da gran relieve a este precepto : "Ordena y exhorta al pueblo a
que se reúna fielmente, para que nadie menoscabe la unidad de la Iglesia, para
que nadie se abstenga y prive así al cuerpo de Cristo de uno de sus miembros"
225. Por la renuncia al pecado y por la unidad y comunión en
la celebración de la muerte de Cristo participamos en el gozo del Resucitado y
esperamos confiadamente en la resurrección de los muertos y en la vida del siglo
futuro (Credo).
Junto a la gozosa celebración de la resurrección de Cristo
y junto al misterio de la unidad y caridad expresado en la reunión festiva, la
tradición destaca una y otra vez la orientación escatológica del domingo.
En este sentido es típica la conocida frase de san AGUSTÍN : "La séptima edad es
nuestro sábado, que no conoce noche sino el día del Señor, este eterno octavo
día, santificado por la resurrección de Cristo y anticipo del eterno descanso
del espíritu y del cuerpo. Allí seremos libres y amaremos y entonaremos nuestros
cánticos de amor. Éste es el fin sin fin. Pues, ¿ qué otra cosa es nuestra meta
y fin, sino alcanzar el reino que no conoce fin ?"
226
222 MÁXIMO DE TURÍN, Homilía prima Pentecost.,
Pl, 57, 371.
223 SANTO TOMÁS DE AQUINO, III Sent. d. 37 q. 1 a. 5 sol. 3 ad 3.
224 Didakhé 14, 1.
225 Didascalia 13.
226 SAN AGUSTfN, De civitate Dei 22 cap. 30, 5 Pl, 41, 804.
223 SANTO TOMÁS DE AQUINO, III Sent. d. 37 q. 1 a. 5 sol. 3 ad 3.
224 Didakhé 14, 1.
225 Didascalia 13.
226 SAN AGUSTfN, De civitate Dei 22 cap. 30, 5 Pl, 41, 804.
2. Santificación de
la vida entera por el sacrificio
de Cristo y de la Iglesia
de Cristo y de la Iglesia
a) Significación
del sacrificio de la cruz
para la vida cristiana
para la vida cristiana
El sacrificio es la más perfecta expresión de la virtud de
religión, la más válida expresión del reconocimiento y la adoración de Dios como
a supremo señor y creador. El hombre que, con plena conciencia del sentido de su
acto, ofrece su sacrificio, descubre, como e1. un relámpago, el último sentido
de su vida, que no es sino la adoración de Dios, la entrega de todo cuanto
tiene, de cuanto hace y de cuanto es para glorificación de aquel que todo se lo
dio.
El acto visible de la ofrenda
tiene sentido y valor por cuanto
expresa los sentimientos interiores de donación e
inmolación de la persona misma.
En todos los pueblos primitivos existió originariamente la
costumbre de ofrecer las primicias en sacrificio. Esta ofrenda de los primeros y
mejores dones de Dios expresaba que tanto aquello que se ofrecía como todo lo
demás era don suyo, y que, por lo mismo, todo se le debía devolver, ya en forma
de sacrificio, ya en forma de agradecimiento. El don con que la criatura debía
corresponder, tenía que ser la adoración y el amor.
Además, en los sacrificios de todos los pueblos, pero en
especial en los del pueblo israelita, late el pensamiento de la reparación.
El hombre que gime bajo el peso del pecado reconoce que, por su
culpabilidad, sería merecedor de la misma muerte, de la que sólo se ve libre
porque Dios, en atención a su sacrificio, a la humilde confesión de su falta y
al deseo de reparar, lo mira con piedad y le otorga su perdón. Éste era el
sentido de la ofrenda total de las víctimas, que entre los paganos podían ser
incluso humanas.
Todos los sentimientos y deseos que impulsaban a los
pueblos a ofrecer sacrificios, han encontrado su perfecta realización en el
sacrificio que Cristo ofreció de sí mismo en la cruz. En él se apuran
divinamente todas las posibilidades religiosas y morales de la criatura, en
fuerza y razón de la divina "agape", de la divina caridad, porque
"tanto amó Dios al mundo que fue hasta entregar a su Unigénito" (Ioh 3, 16).
Aquí se ofrece al Padre celestial, por parte de la creación, el don más sublime
del amor de Dios, la divina "agape"
en la persona de su Hijo amadísimo. Ofrécese Cristo a sí mismo en
representación de toda la humanidad, para presentar a Dios uno y trino el himno
de la adoración agradecida, la condigna satisfacción por todos los pecados y la
súplica más grata y poderosa en demanda de los dones sobrenaturales para la
salvación del género humano y para que éste pueda nuevamente elevar un himno
grato a su Creador y Padre.
Por el sacrificio de la cruz, Cristo ofrece y
manda al mismo tiempo el amor ilimitado a Dios y al prójimo, aunque sea el
último de los pecadores. En el sacrificio de Cristo en la cruz se muestra el
amor nuevo, que es al mismo tiempo una manifestación del amor soberano de
Dios y una respuesta del hombre. Aquí la "nueva ley" del amor ilimitado, al
mismo tiempo que hace añicos la ley de la justicia meramente humana, establece
la divina justicia por un acto de inaudita misericordia, de obediencia y de amor
desbordante. El sacrificio de la cruz es el punto culminante de la vida de
Cristo, porque es entonces cuando por amor y obediencia ofrece el sacrificio de
su vida para gloria de Dios y salvación de sus hermanos.
Por este sacrificio se ofrece al hombre la
posibilidad más radical de seguir a Cristo, pues por él queda redimido del
estado de enemistad con Dios y galardonado con la filiación adoptiva, por él
se le ofrece la fuerza del amor, que conquista todo corazón sensible, en él
se le ofrece el ejemplo más elocuente del Maestro divino. En él está la
fuente profunda que da al seguimiento de Cristo su ser, su fuerza y su
valor.
El sacrificio de Cristo
nos enseña cuáles son los sentimientos
propios de su imitación y el camino que ha de seguirse: la vida cristiana
consiste en seguir al Crucificado, en seguirlo con el trabajo, el
sufrimiento y la humillación. "Quien quiera ser mi discípulo, abrace su cruz y
sígame" (Mt 16, 24; cf. 10, 38). En el centro de la moralidad cristiana hay que
colocar la seria y definitiva amistad con la cruz, en compañía de Cristo. Pero
si la vida cristiana hunde sus raíces en el sacrificio de la cruz, es para
florecer con el esplendor y dignidad sacerdotales: porque al incorporarnos
al Crucificado, nos incorporamos asimismo a su sacerdocio, cuyo acto más solemne
fue el sacrificio de la cruz. El requisito para seguir por el
camino sacerdotal que lleva al
Crucificado es inyectarse, por
el santo bautismo, la grandeza y las energías y virtualidades de su sacrificio.
El bautizado, al abrazar resueltamente su cruz cotidiana, tiene que
compenetrarse de los sentimientos de sacrificio que agitaban el corazón del sumo
sacerdote, Jesucristo, para poder realizar la misión sacerdotal que se desprende
de su semejanza con Él (gracias especialmente al carácter que imprime el
bautismo, la confirmación y el orden).
Quien participa del sacrificio de la cruz,
renuncia radicalmente al pecado. Cristo murió para el pecado de una vez por
todas; asimismo, quienes, por el bautismo, se asocian a esta gran realidad para
tener nueva vida, tienen que decirle un "no" rotundo y definitivo al
pecado (Rom 6).
Pero el seguimiento de Cristo, considerado a la
luz del sacrificio de la cruz, se revela también como disposición a reparar
no sólo los propios pecados, sino aún los de los demás, llevando por ellos
la cruz cotidiana (cf. Col 1, 24). Ante el sacrificio de la cruz comprende el
cristiano la tremenda gravedad del pecado y el imperio que ejerce sobre el
mundo, y ve que sólo puede superarse muriendo con Cristo.
Seguir a Cristo y participar de su sacerdocio es
sumergirse en el río de la divina justicia y en el torrente del divino amor (agape),
para entregarse a la reparación y crecer continuamente en un amor que
fructifique.
El seguimiento de Cristo es un camino
sacerdotal, un camino de la cruz, un camino de amor ; pues el Maestro es el
sumo sacerdote que oficia desde la cruz, es el amor crucificado.
Incorporarse cultualmente en Cristo significa ser
sacerdote y víctima con Cristo, sumo sacerdote y cordero sacrificado, significa
disponerse a sacrificarse como Cristo y a dejarse inmolar en testimonio de
divina caridad por sus hermanos.
Siendo, pues, el sacrificio de la cruz el punto
culminante de la vida de Cristo y la fuente profunda de donde brota la gracia
para seguirlo, preciso es contemplar y organizar la vida cristiana toda entera
en conformidad con él. Cristo
dio comienzo a su vida con este introito al sacrificio de la cruz : "Me has
preparado un cuerpo... Heme aquí que vengo, para hacer, oh Dios, tu voluntad"
(Hebr 10, 5-9). El último aliento de su vida fue para hacer oblación de sí
mismo. La vida del discípulo debe orientarse, pues, como la del Maestro: hacia
la muerte, en constante disposición a sacrificarse a sí mismo, para vivir sólo
para Dios y para sus hermanos.
Si se comprende y
se vive la moralidad cristiana en conformidad con el sacrificio de Cristo, no
será una moralidad de autoperfección, sino de autodonación, un culto a Dios,
una glorificación de Dios. En el lenguaje simbólico del oferente nada hay que
sepa a frío utilitarismo ; todo allí se eleva hacia Dios, todo es entrega de sí
mismo, todo se postra en adoración y alabanza. Las mismas súplicas que acompañan
el sacrificio expresan el an' elo de una vida santa, sostenida por el poder de
Dios, vivida para gloria de Dios en unión con el Resucitado.
El sacrificio de su
vida para gloria del Padre fue el camino que condujo a Cristo a la cumbre de su
gloria; el cristiano no ha de buscar otro camino que el de la abnegación y la
entrega; el cristiano vive con la mirada puesta en la muerte, pero sostenido por
la radiante seguridad que da la esperanza, fundada en la muerte v resurrección
de Cristo.
b) Relación entre la
misa, renovación del sacrificio del Calvario, y el seguimiento de Cristo
El divino
sacrificio de la cruz es no sólo el ejemplo que dicta las obligaciones del
verdadero cristiano, sino también el hontanar de donde brota la fuerza para
seguir a Cristo. Esa fuerza mana incesantemente de la santa misa y de los
sacramentos. Son éstos como otros tantos focos luminosos que dan calor a la
moralidad cristiana y puntos de convergencia de la misma. La santa misa es la
fuente perenhe de la asimilación a Cristo. Sólo por su eficacia y por la
participación viviente en su drama, penetra íntimamente el cristianó en la vida,
muerte y resurrección de Cristo.
En el domingo, la
celebración del misterio pascual del amor de Cristo, que se sacrifica y triunfa,
nos revela en forma singular nuestra
situación de itinerantes. Nuestra mirada
alcanza desde el día de Pascua hasta el retorno de Cristo, pero siempre pasando
por la "conmemoración" de la muerte de Cristo. Nuestro culto consiste
en la ofrenda del viernes santo y en el júbilo del domingo de Pascua. De las
fuerzas que este culto encierra sacamos nosotros nuestra prontitud al sacrificio
y la confianza en la victoria de nuestra empresa, que es la de santificar todas
las esferas de la vida llevándolas a la glorificación de Dios. Construimos sobre
la base del Cristo victorioso, por cuanto entramos en el santuario de su muerte,
nos bañamos en la sangre derramada en la cruz y decimos un "sí" adorante a los
sacrificios que nos están reservados.
Hemos sido
bautizados en la muerte de Cristo, en su resurrección y también para la espera
gozosa del gran día del Señor ; pero aún no exultamos en la anticipación del
venturoso descanso : la resurrección de Cristo, nuestro bautismo, la celebración
del domingo son para nosotros comienzo y prenda, si domingo tras domingo
"predicamos la muerte del Señor" (1 Cor 11, 26) y en virtud de su muerte y de su
resurrección día tras día morimos para el viejo Adán y anunciamos la suprema
realeza de Dios y del Cordero.
En la
celebración del domingo resuena el júbilo pascual de los bautizados, la
esperanza de la cristiandad en la victoria, la esperanza anhelosa de la
perfección postrera. Pero es también un gracioso mandato de Dios y el "sí"
que la cristiandad da a configurar la vida sobre el patrón de estos
salvíficos misterios.
La inagotable riqueza de los misterios salvíficos que
celebramos en la santa misa, es expuesta ante nuestros ojos en los solemnes
misterios del año eclesiástico. Todos los días señalados por Cristo, todas las
fiestas de la Iglesia son una celebración del sacrificio de Cristo en la cruz,
sacrificio que desemboca en la resurrección y en el gran día del Señor. El santo
sacrificio de la misa encierra en sí la plenitud de todas las conmemoraciones,
tanto las dolorosas como las gozosas. Todos los misterios quedan sumidos en el
sacrificio que presta Cristo como sumo sacerdote, y que empieza con su oración
en la encarnación: "He aquí que vengo para hacer tu voluntad" (Hebr 10, 9) y se
consuma cuando todo lo entrega al Padre, para que Dios lo sea todo en todo. La
significación del sábado veterotestamentario se extendía en un grandioso arco
desde la mañana de la creación hasta el bienaventurado descanso en Dios, que al
final debe cumplirse y en el sábado tiene su prenda; de un modo análogo, la
celebración del sacrificio en cada domingo y siguiendo el ritmo del año
eclesiástico, nos introduce de un modo no por misterioso menos real, en el
proceso salvador en Cristo y la Iglesia, que ha de terminar con la revelación
definitiva.
Pero partiendo del domingo, también el día laborable del
cristiano debería llegar a ser más y más un día santo, una feria. La
santificación del día laborable con
la asistencia a la santa misa y la recepción de la eucaristía, es signo de una
vida realmente entendida desde el punto de vista de la santificación. Pero, sea
o no posible la asistencia a la misa en
los días laborables, el domingo y su salvífica celebración
del sacrificio debe constituir como el alma de nuestra cotidianidad con todas
sus tareas.
Una y otra vez hemos insistido en cómo la nueva ley de la
vida en Cristo se expresa de preferencia en los dones de la gracia y en el
mandato de los sacramentos. Como sea que todos
los sacramentos tienen su fuente en el sacrificio
de la cruz y, por tanto, están centrados en torno a la misa, convendrá que, al
menos en forma resu nida, mostremos cómo por medio de los sacramentos la vida
entera del cristiano debe configurarse a partir de este centro.
El hombre sacramental, en su piedad y en la
configuración de su vida, vive por entero de la santa misa y para la santa
misa, puesto que ésta constituye el centro de todo sacramento y de toda
acción sobrenatural.
La eucaristía nos muestra la caridad de la víctima que se
entrega por nosotros, al tiempo que nos une íntimamente a los sentimientos
sacerdotales de Cristo que se inmola por nuestro amor, y nos infunde la voluntad
de entregarnos hasta morir con Él y de ponernos a discreción de esa "fuerza
transformadora de Cristo", de suerte que por este sacramento se realice la
palabra de san Pablo : "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gral 2, 20).
Jesucristo estableció el santo sacrificio de la misa para
que fuese nuestro sacrificio, el de toda la Iglesia.
Pero la santa misa sólo será realmente nuestra
eucaristía (es decir, nuestro himno de alabanza, nuestra
adoración, nuestra acción de gracias, nuestra reparación) si
vive en nosotros el que es la Eucaristía misma.
En el bautismo, junto con su vida, nos imprimió
Cristo la marca de su sacerdocio; en la confirmación, al corroborar esa
vida, ahondó el carácter sacerdotal, comprometiéndonos a una decidida acción
apostólica; en la mesa eucarística, al mismo tiempo que alimenta nuestra
vida sobrenatural, nos inyecta su amor al sacrificio, para que, permaneciendo
siempre unidos con Él, mostremos siempre que somos víctimas y sacerdotes.
Es cierto que sólo el sacerdote consagrado, obrando en nombre y persona de
Cristo, puede ofrecer el sacrificio, por la consagración de los dones del
pueblo. Pero también todo el linaje sacerdotal que es el pueblo cristiano,
"el sacerdocio santo", "el sacerdocio real", "la nación santa" (1 Petr 2, 5)
está llamada a ofrecer en "sacrificios espirituales, aceptos a Dios por
Jesucristo" (ibid.) y por una colaboración activa, no sólo los dones
que han de consagrarse, sino también el Cordero de Dios, y, junto con Él, todo
lo que es y tiene. Los bautizados, y más que ellos los confirmados, son los
únicos que pueden coofrecer realmente en la santa misa el cáliz de la sangre de
Cristo y por esta ofrenda todas sus buenas obras pueden alcanzar el valor de
sacrificios espirituales".
Cuando la santa misa llegue realmente a ser el centro de la
vida cristiana, podremos decir que el bautismo, la confirmación y
el orden sagrado han alcanzado plenamente su finalidad; sólo entonces se
tributará al santísimo sacramento de la eucaristía la gloria que merece y
producirá ella todos sus frutos; sólo entonces nuestra vida y nuestra acción,
levantándose por encima de la estrechez y pequeñez de nuestro yo, llegará a ser
perfecta alabanza de Dios y santo sacrificio.
La misma enfermedad y la muerte cristianas sacarán entonces
del sacramento de la extremaunción sus más profundas virtualidades y su
más alto brillo ; la unción del Espíritu Santo, que consagra el sufrimiento y la
muerte, los incorpora al tesoro sacerdotal de la muerte de Cristo.
El cristiano que lleva vida sacramental alimenta su
piedad y toda su vida religiosa y moral con la santa misa, vive de ella,
puesto que cada uno de los sacramentos y todo acto sobrenatural encuentra en
ella realmente su centro.
Añadamos que no son únicamente los sacramentos que
confieren una "consagración" los que han de considerarse en función del
sacrificio; en iguales condiciones está la
penitencia. Quien no mira el
sacramento de la penitencia desde el punto de vista del sacrificio de la cruz y
como ordenado a la santa misa, no puede comprender su conmovedora profundidad ni
el gozo religioso que difunde. En la penitencia está la virtud reparadora del
sacrificio cruento; y cuando el cristiano la recibe dignamente pronuncia el "no"
rotundo al pecado y le declara una guerra tan seria como la de Cristo, que fue
hasta morir para destruirlo; entonces sí se libera de toda iniquidad y puede
ofrecer a Dios su vida sin ser rechazado, uniéndose al divino sacrificio.
"¡La misa, centro de la vida cristiana!":
ideal que imprime a la vida el sello de la "Teología de la cruz"
y lleva al cristiano a declarar al pecado una guerra sin cuartel ; pero al mismo
tiempo irrumpe en su existencia el júbilo de la liturgia celestial, hacia
el cual la cruz nos orienta y conduce.
Si la misa es el centro de la vida, ésta será
vida con la Iglesia, pues el punto central de la vida de ésta es el
sacrificio de la misa, que siendo sacrificio de Cristo es también sacrificio de
su esposa. Para "sentire cum ecclesia" (pensar y
trabajar con ella y para ella) es preciso beber del torrente vital que la
alimenta: y ese torrente corre en la santa misa como por lecho propio.
La asistencia a la santa misa y la recepción de los
sacramentos no se ordenan a una santificación meramente privada, a una "autosantificación",
sino a una santificación por Dios y para Dios, a una santificación para la
comunidad, pues por el bautismo adquiere la Iglesia un miembro santificado,
por la confirmación un "apóstol seglar" y por el orden un liturgo oficial. Así
como la santa misa es el sacrificio de la Iglesia, así también los sacramentos
le han sido confiados para bien y provecho de la comunidad.
El matrimonio y la familia (la más pequeña,
pero más importante comunidad) son santificados por un sacramento propio y
elevados así al honor de albergar a Cristo en su seno y de ser dentro de la
Iglesia como una "iglesia en pequeño". Y como la firmeza y santidad del
matrimonio cristiano mana del sacrificio de Cristo en la cruz, también la
familia ha de hacer de la santa misa el punto central de su vida, para poder
consagrarla al servicio de la Iglesia y a la gloria de Dios, por Cristo.
c) Día de la fracción del pan en comunidad
No sin motivo celebramos el sacrificio del Señor en forma
de un banquete, que es al propio tiempo símbolo de vida y de
unidad.
Jesús se ofreció como hostia en la cruz "para reunir en uno
todos los hijos de Dios, que están dispersos" (Ioh 11, 52). Se sacrificó para
levantar las barreras del pecado, y resucitó para nuestra justificación (Rom 4,
25), para. reconciliarnos con el Padre, para reunirnos en una gran
familia, "para hacer en sí mismo de los dos un solo hombre nuevo y estableciendo
la paz" (Eph 2, 15 s). Esta unidad y comunión es obra del Espíritu
Santo, que el Resucitado nos envía (Eph 2, 18 y 22). El banquete del sacrificio
nos une con el cuerpo del Resucitado. De ahí que sea un principio esencial de la
unidad, y el domingo es el día de la unidad y de la comunión. Es el día de la
"comunión en la fracción del pan" (Act 2, 42; 20, 7).
La celebración de la misa, con el banquete en común, es el
signo con que la Iglesia expresa y funda la comunión de sus miembros. "Al
constituir la esencial reunión de la comunidad cristiana, la misa exige y
perfecciona la unidad que Cristo ha querido y ha obtenido".
"El
pan, que partimos, no es la comunión del cuerpo de Cristo. Porque el pan es uno,
somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1 Cor
10, ,17). Así como la antigua alianza estaba fundada en la sangre de los
sacrificios (Hebr 9, 18 s), también el sacrificio cruento de Cristo, el banquete
eucarístico, es el verdadero lazo que une la santa comunión de la nueva alianza.
Los padres de
la Iglesia y los grandes teólogos no se cansan de destacar esta gracia y este
mandato de la fiesta eucarística. De ahí que esta fiesta haya venido a ser
designada con el nombre de "comunión", o sea, comunidad. Citemos aquí sólo a los
dos teólogos mayores. Qué dichosa experiencia de la fe y de una liturgia viva se
expresa en las palabras de san AGUSTÍN : "i Oh misterio de la piedad ! ¡ Oh
signo de la unidad !. No menos expresivo es santo TOMÁS DE AQUINO con su sobrio
lenguaje teológico: "Lo que el sacramento significa y obra inmediatamente es la
unidad del cuerpo místico... esto es el amor".
Los sacramentos significan lo que obran, y obran lo que
significan. Pero, puesto que el fin inmediato y el simbolismo sacramental de la
eucaristía no es otro que la unidad y comunidad del cuerpo de Cristo, o,
como dicen otros teólogos, "la unidad del pueblo creyente", el primer cuidado
debe ser celebrar la santa misa de modo que destaque en primer plano este don
que ella aporta y este mandato que le es esencial.
El que desee que se actualice en la vida la caridad
cristiana y el espíritu de comunidad; el que desee que los cristianos
constituyan una comunidad cerrada en el apostolado y en la común resistencia
contra las fuerzas colectivas del antiespíritu; el que desee que la caridad
y la comunidad no sean un
seco e ineficaz imperativo, sino un mandato de la gracia entrañablemente
sentido, éste debe empeñar todas sus energías y todo su saber en dar a la misa
dominical toda su potencia expresiva como hecho salvífico de la comunidad, como
gozosa fiesta de la "comunión de la fracción del pan".
Una de las grandes
catástrofes que han ocurrido en el reino de la fe, es que el domingo del
cristiano haya descendido a ser el simple cumplimiento de un mandato : la
asistencia a la misa. Y no evitaremos este mal si permitimos que la misa se
entumezca en un muerto formalismo, o que la impregne un hálito de individualismo
y de independencia, o si nos limitamos a "entretener" al pueblo con barrocos
coros latinos. ' El domingo debe volver a ser el día de la "fracción del pan",
hecha con un gozoso espíritu de comunidad.
Verdad es que toda
misa, aun la que celebra en la soledad un sacerdote asistido por un solo
ministro, posee por esencia un inalienable carácter de acto de comunidad. Es
"comunión de los fieles con Cristo y de los cristianos entre sí". Pero está más
de acuerdo con el carácter de la eucaristía, "que es una imagen verdaderamente
viva y admirable de la unidad de la Iglesia", el que los fieles, unidos en
súplicas y oraciones comunes, participen en la celebración con
el sacerdote. En la celebración del banquete eucarístico la Iglesia "dirige a
todos sus hijos la invitación de Cristo : Tomadlo y comed todos... Haced esto en
memoria mía" (1 Cor 11, 24). De ahí que el concilio de Trento haya recomendado
con gran insistencia que en todas las misas los fieles asistentes participen de
la eucaristía, no sólo en el deseo, sino también por la recepción sacramental".
Pío xii, lo mismo que BENEDICTO XIV, señala como ideal el que los fieles
reciban las ofrendas que en la misa han sufrido la transustanciación, que "cocelebren"
con el sacerdote. Aunque la Iglesia permite también que, habiendo motivos
razonables y suficientes, la comunión se distribuya también fuera de la santa
misa, recomienda, sin embargo, a los fieles a que, de no mediar un motivo serio
y suficiente, "no desdeñen hacer realidad todo lo que contribuye a proclamar en
el altar la unidad viviente del cuerpo de Cristo".
¿
Será necesario aún, después de estas vehementes e
inequívocas declaraciones, decir que la comunidad cristiana tiene un positivo y
sagrado derecho a que en el festín eucarístico no sólo se "parta" el pan, sino
que le sea distribuido? ¿ Qué será de la "comunión de la fracción del pan", qué
será del domingo, si los pastores de almas consideran que el distribuir la santa
comunión viene a "perturbar" la misa parroquial?
Y si los fieles no
exigieran la observancia de este su derecho, porque no les ha sido explicado, ni
han hecho la experiencia de lo que significa este gran símbolo de la unidad y la
comunidad, por no haberlo visto celebrar como se debe, entonces poseen otro
derecho que viene a añadirse al primero: el de que se les instruya y conduzca
con amor y paciencia.
Pero el sacerdote
no se ha de contentar con distribuir los domingos el pan eucarístico, sino que
ha de repartir asimismo el pan de la divina palabra (Act 20, 7). El Verbo
de Dios en persona nos los dio ambos ; y si dijo que el hombre vive del pan
eucarístico (Ioh 6, 51), dijo también que vivía de toda palabra que procede de
la boca de Dios (Mt 4, 4). El oir en común la palabra de Dios crea un
sentimiento de comunidad y forma parte de la recta preparación para participar
activamente en el sacrificio de Cristo, que es la más viva profesión conjunta de
la fe (y debe serlo también en la manera como se celebra la misa). La fe, que es
el fundamento de la vida sobrenatural, viene a extinguirse si no se le da el
alimento de la palabra de vida; pues "la fe viene por la predicación"
(Rom 10, 17).
El domingo entero
debe quedar señalado por la "comunidad en la fracción del pan", convirtiéndose
en un día de amorosa comunión. San Pablo exhorta a los cristianos de Corinto a
que "el primer día de la semana", o sea el día en que celebran en común la
eucaristía, a que dejen un donativo para los necesitados (1 Cor 16, 2). En la
antigua Iglesia, el día de la fracción del pan era también el día del agape
de amor, en el que debían reunirse ricos y pobres. El amor cristiano ha
visto siempre en el domingo un día destinado a la caridad, en el que debía
practicarse la visita de enfermos y abandonados.
El domingo
cristiano ha de servir, sobre todo, para fomentar y desarrollar el espíritu de
familia. Las agradables reuniones familiares deben ser como una irradiación
de la asistencia en común a la santa misa y de la común participación en el
banquete del amor. Con esto nada decimos en contra de las comuniones colectivas,
inspiradas en otro criterio; pues ellas pueden y deben conducir a la comunión
familiar.
d) Delimitación
del deber de oir misa los domingos
Lo que notamos
acerca del descanso dominical, o sea que no se trata únicamente de un precepto
eclesiástico, ha de repetirse con mayor énfasis respecto del precepto de oir la
santa misa el
domingo. Aquí se
trata de una práctica que nos ha de mantener un idos al centro vital y que ha de
hacer cada día más íntima y manifiesta nuestra incorporación en Cristo, sumo
sacerdote, y en la santa comunidad de la Iglesia. Se trata de la más honrosa
invitación de nuestro amoroso Salvador y de la divina asamblea de la nueva
Jerusalén. "El que es de Dios" oye esta invitación de amor (cf. Ioh 8, 46; 1 Ioh
4, 6). Quien, en este punto, se pone a examinar qué es lo estrictamente
obligatorio para limitarse a ello, muestra ya con ello que "no oye" la
invitación. Con todo, hay que proceder a determinar ese
mínimum obligatorio:
1) Todo cristiano, cumplidos los siete años de edad,
está obligado a oír misa entera todos los domingos y
fiestas de guardar.
Esta obligación es
grave "ex genere suo".
Según opinión común de los teólogos, peca gravemente quien
por propia culpa omite alguna de las partes principales de la misa, como son el
ofertorio, la consagración o la comunión. No están de acuerdo los autores para
determinar si se quebranta gravemente el precepto omitiendo la antemisa con el
evangelio y el credo inclusive. No hay duda que es una indigna irreverencia
querer de propósito deliberado omitir aquellas oraciones e instrucciones que
preparan al augusto misterio del altar. Si la omisión no es premeditada, sino
que se debe a cierta negligencia, no parece justo tacharla de pecado grave.
Preciso es oir una misma misa y no partes de diversas
misas. Sin embargo, quien asiste a la consagración y comunión en una misma misa
y lo demás en otra no debe inquietarse, máxime si lo hace sólo por encontrarse
en alguna dificultad.
Para cumplir con el precepto basta oir la santa misa, sea
cual fuere el rito. El católico puede oir misa celebrada en rito oriental y
recibir la santa comunión bajo ambas especies .
2) Por "asistencia" hay que entender la
presencia corporal. Indudablemente que oír la misa por radio o por
televisión podrá ser muy útil, sobre todo para los enfermos, pero así no se
cumple el precepto de asistir a la santa misa, que requiere la
presencia visible en torno al altar.
Podrá haber ocasiones en que se puede preferir escuchar un
buen sermón por radio a una mediocre predicación en la iglesia, cuando ello
puede hacerse sin escandalizar a nadie. Efectivamente, no hay precepto estricto
de oír la predicación. Pero no se ha de olvidar que a la digna y perfecta
celebración del domingo corresponde el anuncio y predicación litúrgicos de la
palabra divina a toda la asamblea reunida.
Es evidente que los fieles que ostentosamente se quedan en
el atrio de la iglesia y allí se distraen no pueden pretender a la presencia
corporal, ni que asisten de veras a la celebración de la santa misa. Pero
cuando, por alguna causa justificada, no puede uno entrar en la iglesia
y desde fuera sigue la ceremonia con devoción, uniéndose a los movimientos de la
asamblea, es ello suficiente para la asistencia.
Siendo la santa
misa el oficio religioso del pueblo de Dios, es evidente que lo más
conforme con este carácter comunitario sería la celebración en la que sacerdote
y fieles se unieran al sumo sacerdote Jesucristo, mediante una cocelebración en
la que todos los fieles oraran, cantaran y respondieran al unísono y en la que
todos simultáneamente estuvieran de pie o de rodillas. Pero lo esencial es que
todos alimenten en sus corazones idénticos sentimientos de amor recíproco y
universal. "Todos vosotros no debéis formar sino un solo coro, para que la
melodía del canto divino, resonando en perfecta unidad, adore al Padre en una
sola voz, por Cristo Nuestro Señor" (SAN
IGNACIO DE ANTIOQUÍA).
Los excomulgados — los separados de la
comunidad—no tienen de por sí "ningún derecho" a asistir al gran misterio del
amor y de la unidad, sino sólo a escuchar la palabra de Dios
que los llama a penitencia. Con todo, si no se trata de excomulgadas
vitandos, se puede tolerar su asistencia en la santa misa, especialmente
cuando no se ha pronunciado aún ninguna sentencia contra ellos y son sólo
excomulgados "ipso facto". Es un principio de derecho eclesiástico que
los excomulgados no tienen ningún derecho de asistir a la celebración de la
santa misa; pero de ahí no se sigue que no tengan ninguna obligación. El
precepto de rendir culto a Dios, y muy especialmente el de asistir a la santa
misa, los obliga más fuertemente a pedir cuanto antes el levantamiento de la
excomunión.
3) El precepto de la asistencia a la santa misa y
más aún la misión cultual esencial a todo bautizado, exigen una asistencia llena
de piedad y devoción.
Todos los moralistas están de acuerdo en afirmar que no
cumple el precepto positivo de la Iglesia de oir la santa misa quien no pone la
debida atención exterior; esto es, quien no abandona toda ocupación
exterior incompatible con el oficio religioso. como sería el estudio, la lectura
de novelas, o el entregarse a la charla o al sueño.
Cuando los autores enseñan que, para cumplir con el
precepto eclesiástico, basta la atención exterior, no se ha de
entender esto como si la mera presencia corporal exteriormente recogida
fuera suficiente para cumplir con el precepto divino y para rendir a Dios el
"culto en espíritu y en verdad" (Ioh 4, 23), exigido por el carácter
bautismal. El establecer una distinción precisa entre obligación legal y
obligación moral y teológica, tiene justamente por finalidad hacer caer en la
cuenta de esta última, que es la más esencial. Por eso mejor sería siempre
considerar el asunto desde el punto de vista del amor pastoral de la Iglesia,
que determina la obligación del precepto divino, y sobre todo hacer ver al
cristiano lo que es la "nueva ley" y ponerle ante los ojos que la primera
y principal obligación es la de rendir culto a Dios "en espíritu y en verdad" y
sólo después pasar a señalar lo que la Iglesia ha determinado para que se cumpla
con ese deber.
El cristiano, cuya norma de conducta debe ser "la gracia y
no el régimen legal" (Rom 6, 14), debe saber que si sólo se limita a cumplir
exteriormente las leyes pastorales de la Iglesia, se encontrará siempre expuesto
al peligro de caer bajo el dominio mortífero de una ley que se le hace extraña.
Quien se guía por las normas de la "gracia", percibe, en las determinaciones que
del precepto divino hace la Iglesia, el mismo lenguaje de amor con que la gracia
del Espíritu Santo, su "nueva ley", le habla en su interior. Siguiendo las
mociones de este divino Espíritu, debe al menos esforzarse por captar bien
el
sentido del precepto eclesiástico.
El precepto eclesiástico se cumple por la verdadera buena
voluntad de asistir atenta y devotamente, aun
cuando esto no se logre a la perfección.
Las distracciones voluntarias durante la santa misa son,
por sí, faltas veniales, a no ser que conscientemente se extiendan a toda la
misa o a alguna de sus partes principales. Quien "asiste" a la celebración de la
santa misa sólo por el gusto de oír la música, o por cualquiera otra finalidad
mundana o profana, sin atender propiamente a la oración, no puede decir
realmente que ha cumplido con el deber sacerdotal que le impone su santo
bautismo, ni con lo que le pide la Iglesia en nombre del Salvador.
Es claro que cumplen con su "deber de oír misa" quienes
durante ella realizan algún servicio necesario para su celebración, como son los
organistas, directores del coro, quienes preparan el fuego para el incensario, o
colectan la limosna, etc., aun cuando por dicha ocupación les sea difícil
conservar el recogimiento interior.
El confesarse durante la santa misa no es, evidentemente,
la forma ideal de asistir a ella; pero si al menos se presta alguna atención a
las partes esenciales, puede decirse que la humilde confesión de sus culpas es
un himno de adoración rendido a la misericordia y justicia de Dios, que encaja
perfectamente en su significado con lo que se realiza en el altar. Sobre todo
para los fieles que fuera de este momento no tienen ocasión de confesarse, o les
es muy difícil hacerlo, se ha de considerar lícito el confesarse durante la misa
de obligación. Esto se desprende del elevado valor cultual que posee el
sacramento de la penitencia.
Sólo quien está en gracia puede adorar a Dios "en espíritu
y en verdad", por la digna participación y asistencia a la santa misa.
Con esto se indica que el que, se encuentra en pecado
mortal, si quiere cumplir perfectamente con sus santas obligaciones de culto, ha
de procurar volver a la gracia antes de la santa misa o durante ella.
El oír la santa misa con verdadera devoción y provecho es
mucho más que seguir simplemente su desarrollo en el altar, aun con la ayuda de
un misal. Lo que
verdaderamente importa es entrar por los sentimientos de Jesucristo víctima y
sumo sacerdote, decidiéndose a conformar la vida con el sacrificio de Cristo en
la cruz, a hacer de ella una santa misa.
4) En cuanto al lugar en que
se ha de oír la santa misa,
no existe hoy "presión parroquial", es decir, que
no hay obligación de oírla en la iglesia parroquial. Esto no quita que el ideal
sea asistir al oficio divino dominical en la parroquia o comunidad en la que se
vive y trabaja, pues la santificación de la parroquia fluye del altar alrededor
del cual se reúne la asamblea santa. Sobre todo la misa parroquial que se
aplica por el pueblo debe llevarse las preferencias.
Así pues, se cumple el precepto asistiendo a la
santa misa en cualquier iglesia u oratorio público o semipúblico, en las
capillas privadas de los cementerios o al aire libre, mas no en otros oratorios
privados, si la Santa Sede no ha concedido este privilegio. Esta última
particularidad pone de manifiesto que, según la voluntad de la Iglesia, el
servicio divino dominical debe aparecer aún exteriormente como es el lazo que
une a "toda la comunidad cristiana". Claro está que cuando hay motivo
proporcionado se puede válida y lícitamente oir la santa misa en un oratorio
privado.
5) Exención de la obligación de oir misa dominical. a)
Como de otros preceptos
positivos, exime de éste cualquier grave dificultad, esto es, aquella que causa
algún perjuicio superior a la habitual
molestia o gravosidad implicadas en el. cumplimiento del precepto
y que se consideran proporcionadas a la
importancia del mismo.
Conviene notar, además, que lo que puede ser razón
suficiente para eximirse una que otra vez, puede no serlo para una exención
general o prolongada ; pues el precepto eclesiástico se funda sobre un precepto
divino positivo y sobre el deber cultual, esencial al bautizado. Y cuando no se
puede asistir al santo sacrificio, ha de hacerse todo lo posible para permanecer
unido a él espiritualmente, ofreciendo personales y privados sacrificios.
Aquellos enfermos a quienes la asistencia corporal a
la iglesia perjudica o que pueden temer seriamente que les perjudique, quedan
exentos. Lo mismo en caso de duda, porque prevalece el precepto natural de
conservar la vida. Sin embargo, cuando se advierte serio peligro de perder la fe
o la unión vital con la comunidad de la Iglesia, debe uno arriesgarse a sufrir
algún daño en la salud, a trueque de conservar el bien superior del alma.
La demasiada distancia
exime por lo menos de la asistencia constante, mas no de toda asistencia.
Los autores estiman que el encontrarse a una
distancia de una hora y cuarto es suficiente para dispensar de la asistencia
continua. Pero hay otros considerandos, como son las relativas fuerzas
corporales, el estado del tiempo, los vestidos que se llevan. Sería insensato
atenerse a la distancia señalada por los antiguos moralistas allí donde existe
la posibilidad de asistir a misa — aun viviendo a grandes distancias de la
iglesia — gracias a los modernos medios de comunicación. Claro está que los
pobres no están obligados a asistir
cada domingo a misa, si para ello deben invertir sumas de dinero
relativamente considerables.
Un viaje inaplazable o la visita de un pariente
enfermo son también motivos que dispensan por una vez de la santa
misa, si de veras hacen imposible oírla. Otro tanto se puede decir en ciertos
casos de la falta de vestido conveniente.
b) También dispensan las
obras de misericordia inaplazables: cuidado de enfermos, ayuda en una
desgracia o en un peligro, evitar pecados o escándalos.
Los frecuentes y violentos accesos de asma, de tos y de
otras dolencias por el estilo que pudieran incomodar a los demás fieles y
perturbar notablemente el silencio y recogimiento de los divinos oficios,
excusan en la medida en que la delicadeza que se ha de guardar con el prójimo
impone mantenerse a distancia por algún tiempo.
c) Dispensan asimismo los servicios públicos u
oficiales, las funciones o trabajos inaplazables en las fábricas, los
turnos dominicales inevitables.
Cuando los trabajadores y sirvientes se ven privados alguna
que otra vez de la santa misa.por sus patronos, pueden quedarse
tranquilos; pero si tal injusticia se repite frecuente o regularmente, deben
buscar trabajo lo más pronto posible con patronos que les dejen cumplir con sus
deberes religiosos. Es conforme con la ley el que entre labradores y campesinos
alguno se quede cuidando la casa, establos y demás. Lo mismo la madre que tiene
que cuidar a los niños. Pero cuando hay varias misas deben hacer lo posible para
que asistan unos a una misa y los demás a la otra. Y si ello no se puede, que
unos vayan un domingo y los demás el siguiente.
d) Pueden presentarse otras razones que, de por sí, no
bastarían, pero que han establecido una
costumbre legítima. Así, en muchos lugares
existe el hábito de que las mujeres que van a ser madres no salen de casa
durante cierto tiempo ni antes ni después del alumbramiento, aunque no les sería
imposible ir a la iglesia. Semejante es también la costumbre que tienen los que
se han de casar de no asistir a la misa en que se corren sus amonestaciones.
e) Cuando los motivos no son suficientes para
eximir automáticamente conforme a lo que venimos diciendo, existe siempre el
recurso de la dispensa, para la que valen idénticas reglas que
para dispensar del descanso dominical.
Así, una razón de dispensa algo frecuente en la agitada
vida de las grandes ciudades sería una gran excursión en domingo que no dejara
tiempo para oír misa. Y si sucede que personas generalmente cuidadosas en sus
deberes se van de excursión sin pedir la dispensa correspondiente, puede haber
circunstancias que aconsejen no objetar a su proceder, con tal que eso no suceda
frecuentemente.
Es muy de aconsejar que cuando se ha tenido que omitir la
santa misa dominical por alguna justa causa, o con dispensa, se oiga en
compensación alguna misa durante la semana.
f) No existen ya
sanciones eclesiásticas contra quienes
quebrantan el precepto dominical, pero antiguamente la disciplina eclesiástica
era bastante severa en este particular. El concilio de Elvira (hacia 305), por
ejemplo, establecía excomunión temporal para quien hubiese omitido tres domingos
seguidos la santa misa sin causa justa.
El confesor tiene motivo para dudar de la buena disposición
de los penitentes que después de haber sido absueltos de sus omisiones
voluntarias y culpables de la asistencia a la misa y de la promesa de
enmendarse, recaen en la misma falta. En los casos más difíciles, si la
prudencia pastoral lo aconseja, será bueno diferir la absolución hasta que se
manifieste realmente la buena voluntad. No es regla, sin embargo, que pueda
aplicarse mecánicamente.
3. Santificación del trabajo por el descanso y las celebraciones del culto
Por lo general, la mayor parte de la vida del cristiano
está ocupada en el trabajo. Para la moral cristiana es, pues, de la mayor
importancia destacar el verdadero sentido religioso y ético del trabajo.
El mejor acceso a la comprensión del significado
cristiano del trabajo nos lo ofrece el descanso sabático, establecido por el
propio Dios Creador, y la celebración, en
cada domingo, de los trabajos, de la
pasión y de la resurrección de Cristo en la santa misa.
No es posible comprender el valor cristiano del trabajo,
sino refiriéndolo a estas primordiales realidades religiosas. A su luz se
distinguen, como el día de la noche, dos clases de trabajo: el trabajo
santificado, que es el comprendido y aceptado en función del descanso y las
fiestas cultuales, y el trabajo profano, que es el que no está animado
por el amor a Dios ni se encamina a su servicio, sino que pretende encontrar
todo su significado dentro de los simples valores mundanos y temporales.
Cuando seguidamente
decimos que la observancia del domingo decide a qué alturas eleva el trabajo o a
qué abismos precipita, no hacemos sino incluir bajo el concepto de santificación
del domingo todo cuanto puede contribuir a santificar el trabajo y todo cuanto
está implícito en el lema benedictino "ora et labora": la
audición de la santa misa, el descanso cultual (vacare Deo), el vivir con
la Iglesia por medio de los sacramentos y sacramentales, la motivación
religiosa, la oración cotidiana. Todo esto encuentra en el "domingo" su
expresión y su centro.
El domingo ha de poner, pues, en claro :
1) Si somos amos y señores de nuestro trabajo, como
conviene a quien participa de la gloria de Dios creador, o si, por el contrario,
al rechazar el culto, nos rebajamos a la condición de esclavos del trabajo y de
la técnica.
2) Si el trabajo semanal nos abruma como yugo esclavizarte
o nos resulta llevadero como "suave yugo de Cristo".
3) Si la
fatiga del trabajo es para nosotros maldición del pecado que no produce nunca
ningún fruto, o, por el contrario, es fatiga bendecida, porque vamos en
seguimiento de Cristo trabajador y portador de su cruz.
a) Amo o esclavo
Dios estableció al hombre corno servidor y corno dueño : el
hombre debe servir a Dios, dominando la creación. Al ejercer este dominio por el
trabajo, muestra el hombre que es imagen de Dios: "Dijo entonces Dios:
hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra, para que domine sobre los peces
del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados... Entonces los bendijo
Dios y les dijo: Henchid la tierra y sometéosla..." (Gen 1, 26, 28) "Tomó, pues,
Yahvé Dios al hombre y le puso en el jardín de Edén, para que los cultivase y
guardase" (Gen 2, 15). Así
pues, aun estando en el paraíso el hombre debía
trabajar. Trabajando, cultivando el jardín de Edén, para dominar la tierra,
debía mostrar su semejanza con Dios.
Fabricando
el mundo, mostró Dios su absoluto y soberano
dominio. "Él lo llamó y existió". También el hombre, a su
semejanza, aunque a una distancia inmensa, debe ejercitar una actividad
creadora, trabajando y transformando el mundo. En la acción creadora del
espíritu humano, en el trabajo del hombre resplandece un rayo de la continua
acción creadora de Dios sobre el mundo.
Trabajar significa
"obrar con una finalidad y por propia determinación". Por el
trabajo no sólo conserva el hombre su existencia física, sino que desarrolla sus
energías corporales y espirituales. Jamás llegará el ser humano a ser "señor
de sí mismo" si no es por un trabajo reglamentado. Por el trabajo
cofporal y espiritual el hombre se realiza a sí mismo, poniendo siempre más de
relieve su semejanza esencial con Dios.
Actuando sobre la
creación, como agricultor, artesano o artista, imprime el hombre sobre las cosas
el sello de su espíritu, a semejanza del Creador.
El trabajo es el
título de propiedad más noble y primordial. Pero a su turno, la justa posesión
de la propiedad es manifestación de la semejanza con Dios.
Mas hay que tener
presente que el trabajo sólo ostenta y desarrolla la verdadera semejanza con
Dios, si el hombre se somete conscientemente al dominio soberano de su
Creador y Señor único. Deben, pues, alternar y combinarse en un ritmo
sagrado, el trabajo dominador del mundo y el culto de reconocimiento a la
soberanía de Dios.
Ya la natural
economía de fuerzas impone una alternancia rítmica de trabajo y descanso, de día
y de noche, y también la sucesión de una semana de trabajo y un día de descanso.
Este ritmo se santifica si el día de reposo lo es de reposo cultual (un
día festivo). Pero también el trabajo que entra en este ritmo queda santificado,
si, tanto en el descanso como en el trabajo, se reconoce la soberanía de Dios.
Por el descanso
cultual no solamente ofrece el hombre el homenaje de su trabajo a su único rey,
señor y creador, sino que adquiere y ostenta un nuevo modo de semejanza con
Dios, que rebasa con mucho a la que gana trabajando, y es su participación al
descanso beatífico de Dios.
Porque lo más
grande en Dios no es su acción en el mundo, sino su superioridad sobre el mundo,
su absoluta independencia de él. Dios sería Dios y beatísimo en sí mismo aunque
no hubiera creado el mundo, porque es el acto purísimo y la vida perfectísima
precisamente en el seno de su dichosa quietud. Dios no pasa en sí mismo de
posibilidades y realidades, de potencias a actos, porque no es una vida que
luche por aumentarse o prolongarse, siendo como es la vida perfecta y jubilosa.
De ahí se sigue que el eterno torrente de su vida es también el eterno descanso
de la beatitud. Aun sin la creación, celebra por eternidades sin fin la
celestial liturgia de su propio amor en el Espíritu santo. La creación no es más
que un eco, libremente formado por Dios, de este eterno júbilo y este reposo
eterno en la insuperable plenitud de su vida y de su amor.
El autor sagrado,
al colocar junto al precepto del trabajo, el del sábado (Gen 1-2), motiva el
sábado humano por el sábado divino, del mismo modo que presenta el trabajo
humanó como remedo del trabajo divino.
Digno es de notar
que a cada acto de la creación ("días") repite siempre: "y hubo tarde
y hubo mañana..." Pero al séptimo día dice con sencillez lapidaria: "Descansó
Dios el séptimo día de cuanto había hecho" (Gen 2, 2). La acción dé Dios es una
acción en el tiempo, entre "mañana y tarde" (categoría de
lo temporal). Pero su descanso no tiene ni principio ni fin, es un "día" sin
mañana ni tarde. Con ello Moisés puso al Dios Creador muy por
encima de los mitos de la creación vigentes entre los pueblos vecinos de Israel.
Conforme al mito babilonio de la creación, tanto el mundo como los hombres
resultan de un desdoblamiento, de una "decapitación" de los dioses, con lo que
éstos quedan sometidos al perpetuo movimiento y desasosiego del mundo. Para
ellos no hay "sábado sin mañana ni tarde", porque quedan absolutamente fundidos
con la creación. Son los "dioses de la naturaleza". Y a tal dios, tal hombre. El
hombre que no conoce más que los días de trabajo, sin descanso cultual, cae
fatalmente en la agitación e infelicidad del laborar mundano : es un trasunto de
los dioses babilonios Tiamat y Marduc, en vez de parecerse al Dios de la sagrada
Escritura, que crea el mundo sin salir de su descanso dichoso. Por el contrario,
el hombre que observa el "sábado", que considera el trabajo como una
misión dada por Dios, y que, por lo mismo, le pide bendiga su acción para
dominar el mundo, y aprovecha el momento
de descanso para rendirle el tributo de adoración,
domina la agitada lucha del trabajo y de los
cuidados. Sin duda no ha llegado aún a la fiesta del eterno sábado, pero estando
en el camino que allá conduce, comienza ya a participar de ella.
"Bienaventurado... el hombre que guarde el sábado sin profanarlo" (Is
56, 2).
El sábado, y aún
más claramente el domingo, tiene su nota escatológica : si no quiere el
hombre que desde ahora se le convierta en juicio de condenación, debe orientar
sus miradas hacia el destino final; el trabajo es camino y prueba, no término;
para ser siempre digno del hombre, debe encaminarse a la participación del
júbilo del eterno sábado, de la gloria de Cristo resucitado, que gozó de la
plenitud del descanso después de haber cumplido su obra.
Al reconocer el
hombre que sus derechos de amo sobre sus acciones son como un feudo recibido de
Dios, y al postrarse en adoración ante Él, participa de una manera todavía más
sublime de la gloria de Dios. Al observar el descanso dedicado al culto, se
coloca el hombre sobre la naturaleza material. Si, por el contrario, le niega a
Dios el tributo del séptimo día en agradecimiento por haber ennoblecido su
trabajo, entonces este día se vuelve contra él: semejante al dios babilonio,
quedará el hombre envuelto en la inestabilidad del mundo. El hombre que no tiene
un día para el descanso sagrado, se hace esclavo del trabajo.
El "hombre
robot" de nuestros tiempos considera que el orar y el celebrar
fiestas sagradas es perder inútilmente el tiempo, que se emplearía mejor en el
desarrollo de la cultura y en el dominio del mundo. La técnica lo ocupa sin
descanso. De hecho ha conseguido hacer saltar la fuerza secreta de los
elementos. Pero el descubrimiento de las fuerzas de la naturaleza no lo ha
puesto de rodillas ante el Creador. De ahí que en la intimidad de su alma sea un
desdichado. Y lo es precisamente por eso, porque en aras del trabajo y el
progreso ha desechado la llave que lo había de conducir a una semejanza más
íntima con el Creador y a una feliz participación de su dichoso descanso.
Además, falseó e idolatró la semejanza que con Dios da todo trabajo.
El esclavo de la fe en
el progreso se convirtió en imagen de la técnica, en máquina muerta.
El resultado más
manifiesto de este proceso son las inmensas multitudes de trabajadores,
arrastrados fuera de sus hogares, de sus cortijos y de sus familias, para
edificar el paraíso de los "sin sábado", de los que trabajan sin descanso.
¡Cuán diversa puede
ser la faz del trabajo! Puede ser un noble servicio a Dios y camino para llegar
a la perfecta participación, iniciada ya en este mundo, del descanso sabático
del Creador, que reina feliz sobre el mundo. Pero puede conducir también a la
titánica presunción de ser el amo absoluto de la tierra, a la denegación del
culto y a la esclavitud laboral.
b) El trabajo,
carga insoportable o suave yugo de Cristo
El trabajo,
aceptado en espíritu de adoración, conserva, aún después del pecado, el
sello que asimila a Dios. Pero no hay para qué ocultar que tiene algo de
oneroso, desde que Dios dijo al primer hombre: "Con trabajo
comerás de ella todo el tiempo de tu vida... Con el sudor de tu frente comerás
el pan" (Gen 3, 17 ss). Harto cuesta al hombre desde entonces arrancarle a la
tierra el pan cotidiano; para muchos es un trabajo agotador, que apenas les da
para sí y para su familia. Todo hombre está sometido a la ley del trabajo.
No decimos que todos estén obligados a trabajar corporal o materialmente.
Pero la ley del trabajo es ley individual", que obliga
a cuantos no están impedidos por la edad o la enfermedad (que es el trabajo del
sufrimiento).
Aquel a quien la
necesidad no obliga a trabajar para alimentarse a sí mismo y a su familia (Cf.
Prov. 6, 6-11), lo fuerza a ello la virtud de temperancia, de mortificación,
de penitencia o de reparación. "El hombre nació para trabajar como el ave
para volar" (Iob 5, 7 Vg.). "Que el que no quiera trabajar no coma" (2 Thes 3,
10). "Al trabajo manual o intelectual están obligados todos, sin exceptuar los
hombres o mujeres dados a la vida contemplativa, y no sólo por la ley natural
(Gen 2, 15 ; 3, 19; Iob 5, 7), sino también por penitencia y expiación
(Gen 3, 19). El trabajo es, además, un medio universal para preservar el
espíritu de los peligros y elevarlo a cosas superiores y un modo de contribuir,
én el orden natural y sobrenatural, a la acción de la divina providencia, y de
realizar obras de caridad fraternal".
Los efectos morales
que produce la falta de trabajo han mostrado que éste inculca la disciplina, sin
la cual el hombre caído no puede guardar el orden. Los sin trabajo están por
ello obligados a ocuparse lo mejor que puedan. En tiempo de paro, los que tienen
dinero superfluo tienen el deber moral de emplearlo en forma que asegure trabajo
a los sin empleo.
El trabajo es un castigo impuesto por Dios, con cuyo peso,
sin embargo, no quiere aplastarnos. Para el hombre manchado por el pecado
original que gime bajo el trabajo, el descanso cultual recibe un segundo
significado: hacerle más
llevadera su pena. El precepto sabático
entró en la legislación social de Dios en beneficio del hombre cargado con el
sufrimiento y el trabajo. Para darle un respiro, le quita la carga por lo menos
un día en la semana. Y mientras se rehacen las fuerzas corporales, deben también
las del espíritu renovarse en las festividades del culto divino, para poder
llevar mejor el peso del trabajo.
Lejos está el AT de desdeñar, como la sabiduría griega, el
trabajo corporal (cf. Eccli 7, 15 : No aborrezcas la labor, por trabajosa, ni la
agricultura, que es cosa del Altísimo) ; está, por el contrario, íntimamente
penetrado de la idea de que el hombre tiene que doblegarse ante la pesada carga
del trabajo. Es Dios mismo quien lo impone, aunque no sólo como pesada carga, y
es Él quien quiere hacerlo llevadero, sobre todo para los que ocupan el escalón
más bajo en la escala social, que son los más oprimidos. "Acuérdate del día
sábado para santificarlo. Seis días trabajarás y harás tus obras, pero el
séptimo día es día cíe descanso, consagrado a Yahvé, tu Dios, y no harás en él
trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero
que esté dentro de tus puertas..." (Ex 20, 8-10).
El punto de
vista social y humanitario está expresamente destacado en esta legislación
del reposo sabático : "Descansarás el séptimo día para que... se recobre también
el hijo de tu esclava y el extranjero" (Ex 23, 12). "Que tu siervo y tu sierva
descansen, como descansas tú. Acuérdate de que siervo fuiste en la tierra de
Egipto..." (Deut 5, 14 s). Este día de descanso humanitario ha de ser
también día de agradecimiento por la
liberación de la opresiva esclavitud.
La misma preocupación social ha llevado a la Iglesia a
prohibir en domingo los trabajos
serviles. La carga del trabajo no ha de aplastar a nadie, sobre todo no debe
impedir a nadie el goce de concurrir a la "sagrada asamblea"
(Lev 23, 3).
Quien, por la ley del descanso sagrado, se deja
quitar por Dios la carga del trabajo un día de la semana, recibirá de nuevo
animosamente el peso de la semana siguiente como una misión que Dios le
confiere desde el altar del sacrificio, como una porción de la carga que lleva
Cristo, como un yugo suave, como
una carga ligera (cf. Mt 11, 29 s). Todo esto se consigue por el amor a Cristo,
por la gracia de Cristo, que cargó también con el peso del trabajo y lo
santificó por su pasión y muerte. De ahí que la participación en el sacrificio
de la santa misa sea también una santificación del trabajo.
Las repercusiones
sociales de la observancia o quebrantamiento del precepto cultual se palpan hoy
con la mano, porque estamos presenciando cómo, junto con el domingo, se
sacrifica sin miramiento alguno al hombre en aras del lucro, de la locura
produccionista y de la carrera de los armamentos.
Tanto el trabajo como el santo descanso constituyen un
precepto social de Dios: sólo cuando
cada uno está dispuesto a llevar el peso de su
propio trabajo y aun el del prójimo, sólo cuando los más fuertes no buscan
cómo echar sobre los hombros de los socialmente más débiles su propia parte de
trabajo, sino que los hábiles procuran más bien llevar parte del peso de los que
lo son menos, para sostenerlos así y en ellos ayudar a Cristo sólo entonces
estará el hombre en condición de realizar su cometido de dominar el mundo sin ir
al fracaso, sólo entonces se conseguirá que el trabajo no sea causa de división
entre los hombres, como por desgracia se ha visto en el curso de la historia,
sino más bien causa de unión, por considerarlo como yugo de Cristo, que debe
pesar igualmente sobre todos y que se ha de llevar con igual amor.
La maldición que en el Antiguo Testamento amenaza al
transgresor del sábado cae particularmente sobre quien abusa de las fuerzas de
los débiles y les quita el día de descanso establecido por el mismo Dios en el
que celebramos el sacrificio de Cristo.
Es evidente que estos sentimientos cristianamente
humanitarios y la correspondiente legislación sobre el trabajo y el descanso,
sólo son posibles cuando trabajo y descanso se ordenan a Dios como a último fin,
cuando el día del trabajo es santificado por el día del descanso sagrado.
c) El trabajo,
maldición por el pecado o imitación de Cristo
crucificado que fructifica para la eternidad
crucificado que fructifica para la eternidad
El pecado hizo del
hombre no sólo un yugo pesado, aunque saludable, sino también una maldición :
"Maldita sea la tierra por tu causa... Espinas y abrojos te producirá" (Gen 3,
18).
Cierto es que
Cristo, por su trabajo y por su muerte, redimió en principio la tierra y el
trabajo de dicha maldición. Con todo, el individuo, como los pueblos, se
enfrenta con la siguiente alternativa: o un trabajo eternamente bendecido, por
realizarse en unión con el Crucificado, o la maldición que recae sobre un
trabajo autónomo, egoísta o cumplido a disgusto.
Maldito es el
esfuerzo y el trabajo que no conoce domingo de descanso, que es fin en sí mismo
y sólo sirve al egoísmo. El hombre que sólo piensa en trabajar, está en continuo
peligro de no pensar más que en sí mismo, haciéndose duro para los demás, y
convirtiendo su alma en un yermo. En cambio, el hombre fiel a la observancia del
domingo ofrece en el santo sacrificio de la misa, para gloria de Dios y sin
miras egoístas, el pan y el vino, ungidos con el sudor de su trabajo. Ya el
renunciar a la ganancia del trabajo para dedicarse al culto de Dios, tiene el
significado de una ofrenda. Cuando el hombre rehúsa ofrecer a la gloria de Dios
las primicias de su trabajo, o sea el primer día con sus dones, principia a
obrar la maldición que acompaña los sentimientos puramente terrenales : la
discordia en el campo del trabajo y la nulidad de muchos esfuerzos.
La más funesta
maldición del trabajo sería que éste condujese al olvido de Dios. El trabajo de
quien no guarda el domingo se convierte
en cadena que no le permite encontrar descanso,
porque, en realidad, no le dejará aspirar al
descanso en Dios. Sin embargo, el trabajo, que se soporta como un
yugo que hace gemir, no es tan maldito como el fanatismo capitalista del
trabajo, que, ofuscado por la fe ciega en el progreso y por la divinización
pagana de la técnica, no puede reconocer ni el valor del culto divino ni el
valor del trabajo humano; tanto, que Pío xl tuvo que exclamar: "Así el trabajo
corporal que estaba destinado por Dios, aun después del pecado original, a
labrar el bienestar material y espiritual del hombre se convierte a cada paso en
instrumento de perversión ; la materia inerte sale de la fábrica ennoblecida,
mientras el hombre en ella se corrompe y degrada"
"En definitiva, en
el trabajo no tiene el hombre sino dos alternativas: trabajar o para Dios o para
la criatura. Si trabaja para la criatura, está perdido; si para Dios, salvado.
El trabajo puramente materialista (el de la concepción del capitalismo) es
esencialmente arreligioso y asocial... Si el hombre sucumbe ante el ansia de
poseer, queda poseído a su turno y en la misma medida por el diablo del trabajo"
253. ¡Honor a los pueblos laboriosos! Pero sépase que
cuando, en aras del trabajo, se desprecia el domingo y no se respeta el descanso
sagrado, se pierde toda virtud. MAX SCHELZR considera que si el fanatismo
por el trabajo que distingue a los alemanes los ha colocado en primera fila en
el mundo, también ha trastornado su equilibrio y les ha merecido el odio de los
demás pueblos.
En nuestro siglo se
ha revelado en términos terribles cuán infructuoso, o mejor cuán maldito es el
trabajo de una humanidad que no busca en Dios su centro por medio del descanso
cultual. Inflaciones, multitudes de desocupados, guerras ferozmente destructoras
que, en acelerada sucesión, aniquilan los frutos de un trabajo puramente
mundano. "¡ Vanidad de vanidades !" ¡ Cuán bien se aplica esto al trabajo sin
descanso sabático!
En la parábola del
rico hacendado (Lc 12, 15 ss) mostró nuestro Señor la tremenda esterilidad del
trabajo convertido en fin de sí mismo (en ídolo). "¿Qué aprovecha al hombre
ganar todo el mundo si pierde el alma?" (Mt 16, 26). El ¡ay! que el Señor lanza
contra los ricos cae sobre los que están dominados por el ansia de poseer, pero
también sobre los que están poseídos por la fiebre del trabajo, y que por ello
no encuentran tiempo para rezar, ni para el descanso dominical.
El cristiano
suspira bajo el trabajo y bajo la inutilidad terrena
de muchas fatigas. Pero, detrás de todos los posibles fracasos temporales, está
la bendición de la cruz de Cristo, con sus frutos para la eternidad, con tal que
procure siempre estar unido al Crucificado. La santificación del domingo, la
asistencia a la santa misa cambia en bendición de Cristo la maldición del
trabajo. Entonces sí abraza el cristiano el trabajo como una obra de penitencia
y reparación, como una escuela en que día tras día se va transformando en imagen
de Cristo; y a ello contribuyen también las mismas fatigas y los fracasos en
el trabajo.
Pero el domingo sólo confiere valor al trabajo cuando es un
descanso santificado en Dios, cuando se aprovecha en "vacar para Dios"
(vacare Deo). El simple abandono del trabajo para ir a la caza de
distracciones y placeres no quita al trabajo su maldición, ni desencoge los
nervios del hombre esclavizado, sino que lo conduce a mayor cansancio. Algún
médico habla precisamente de la "neurosis dominical" como de una forma de la
huida de Dios y de sí mismo para aturdirse en las diversiones. Un domingo pasado
en diversiones puede acaso levantar un tanto las fuerzas físicas, pero no
"restablecer el equilibrio del
alma, ni conservar la salud espiritual" 255
Cuando, por el
contrario, el domingo se celebra auténticamente, el trabajo es aceptado como
una verdadera vocación en sentido religioso; esto es, el trabajo es recibido
de manos de Dios para ir en pos de Cristo crucificado y glorificar a Dios, es
aceptado como un don ungido en el misterio de la redención; en una palabra, el
trabajo queda santificado y convertido en fuente fecunda para el reino de
Dios y la salvación del alma. Y así como Cristo no abrazó el sufrimiento
solamente para sí, sino para todos los hombres, también el trabajo que se abraza
como una vocación (la de imitar a Cristo) exige una intención social. La
misma palabra "vocación" entendida en sentido religioso impone este requisito.
La auténtica profesión (munus, of ficium) consagra al servicio de la
comunidad, en virtud de una misión y llamamiento divino.
Fue indudablemente Lutero quien introdujo una
teología de la vocación profana, al mismo tiempo que rechazó expresamente la
existencia de vocaciones especiales a una vida conforme a los consejos
evangélicos. Los calvinistas desarrollaron y transformaron esa doctrina en forma
que influyó sobremanera en la economía subsiguiente. Pero tampoco se puede negar
que la Iglesia católica fomentó desde sus orígenes el aprecio por el trabajo
profesional como contribución al bienestar de la sociedad y como acto de
glorificación de Dios, conforme a los planes de la divina providencia. Sin
embargo, siempre manifestó su predilección por la vocación religiosa o clerical
en aras del Reino de Dios, asegurando con ella el equilibrio y la religiosidad.
El trabajo es, pues, para el cristiano una vocación y no un
simple quehacer, porque es un mandato divino que a todos afecta, porque
es expresión y manifestación de la semejanza con Dios, porque tiene que
ser imitación de Cristo trabajador y paciente, y porque el cristiano
considera que su trabajo le ha sido especialmente señalado a él en razón de las
necesidades de la sociedad y de los dones particulares (indicios
de vocación) que Dios le concede para realizarlo.
La celebración del séptimo día
traía sobre todo el pensamiento de que al fin de cada
semana y, por último, al fin de una vida laboriosa, Dios daría al trabajador su
parte de descanso y felicidad; ahora, la celebración del domingo, como primer
día de la semana, pone de relieve que el culto ha de pasar antes que el
trabajo. El domingo es, ante todo, la fiesta de la resurrección de Cristo,
del día de Pascua. Nuestra mirada debe dirigirse entonces también sobre
nuestra futura resurrección. Pero no olvidemos que si el domingo celebrarnos la
resurrección, el santo sacrificio de la misa de ese mismo día coloca en primer
término la pasión y muerte de Cristo corno camino para llegar a la resurrección
y ascensión a los cielos; por donde entendemos que la celebración del domingo no
ha de ocultar al cristiano el carácter penoso que lleva todo trabajo.
Celebrando el domingo con la asistencia a la santa misa,
pronuncia el cristiano su sí de aceptación santa de lo penoso del trabajo,
entendiendo que es por allí por donde ha de llegar a la gloria junto con Cristo
nuestro Señor.
El domingo es el
"octavo día", conclusión y coronamiento de la semana sabática, signo precursor
del gran día del porvenir, v al mismo tiempo "primer día", comienzo de la
victoria de Cristo sobre el pecado, la muerte y los padecimientos.
El trabajo del
cristiano queda santificado por el bautismo, pues por él se une
íntimamente a los dolores y a la muerte de Cristo. Esto no obstante, ha de
empeñarse siempre por dar testimonio de su incorporación a Cristo y por
robustecerla, pues, de lo contrario, el peso del mundo perverso le apartaría
fácilmente del gran ideal de la "vocación" y de la imitación de Cristo, y lo
empujaría por las vías de la independencia y del egoísmo. Por la celebración
constante del domingo, el cristiano se entrega a las fuerzas vencedoras del
divino Rey, cuya pasión y resurrección es una constante amonestación y
orientación para su existencia. Así, la maldición del trabajo y el fracaso de
muchos esfuerzos se truecan en santo servicio de amor y en camino bendito que
conduce a las eternas liturgias del cielo.
d) Delimitación del precepto divino y eclesiástico
sobre el descanso cultual
sobre el descanso cultual
Las relaciones naturales y sobrenaturales del hombre con
Dios exigen algún tiempo de reposo y descanso cultual. Una ley positiva imponía
en el Antiguo Testamento la santificación del séptimo día. La primera comunidad
cristiana guardó también el reposo sabático. Pero muy pronto, ya en los tiempos
apostólicos, el día del descanso cultual, en que se celebraba la muerte y
resurrección de Cristo, el "día del Señor" '(Apoc 1, 10),
el "día de la fracción del pan" y de la predicación, fue
el "primer día" (Act 20, 7). Ya san Pablo proclama que la ley
sabática no obliga a los cristianos (Col 2, 16).
Por lo que se refiere a la celebración del culto el
primer día de la semana, preciso es admitir un precepto apostólico y
aun tal vez uno positivo divino; pues los apóstoles que así lo
determinaron, son, junto con Cristo y subordinados a Él, "órganos de
la revelación".
No ignoramos los problemas que plantea el concebir la
determinación apostólica como una ley divina con carácter definitivamente
obligatorio. No se puede afirmar que la celebración del primer día de una
posible semana de ocho días sea del todo inconciliable con la disposición
apostólica.
Incumbe a !a Iglesia determinar positivamente los días
festivos y lo que se ha de observar en ellos en cuanto a descanso cultual y a
actos litúrgicos, ya que el precepto divino no lo precisa. Al interpretar el
alcance del precepto positivo de la Iglesia, se ha de cuidar sobre todo de no
menoscabar el alcance del precepto positivo divino, ni del deber que Dios impuso
al hombre, al crearlo, de rendirle culto. Los principios generales
que dispensan de una ley puramente eclesiástica pueden aplicarse al precepto
dominical, con tal, sin embargo, que quede a salvo la sustancia del precepto
cultual dado por Dios. Puesto que la Iglesia sólo ha intervenido para precisar
el precepto divino, los motivos para eximir del cumplimiento del descanso y de
los actos cultuales han de ser más urgentes y poderosos que si se tratara de
leyes positivas puramente eclesiásticas. Pero la exención en un caso particular
no afecta directamente al precepto divino, y no requiere, por lo mismo, motivos
tan graves como si se tratara de una dispensa de larga duración.
La ley del descanso dominical no estaba, en los primeros
siglos de la Iglesia, tan claramente determinada como
hoy. La pequeña comunidad perseguida no podía
urgir demasiado un precepto tan íntimamente ligado con las posibilidades
sociales y económicas de sus miembros. Se abandonaba el trabajo cuanto era
preciso para vacar a los actos del culto; éste fue, en principio, el descanso
dominical. Pero como la celebración del culto, que caía en domingo, exigía
necesariamente el descanso cultual, la práctica se fue desarrollando más o
menos de por si. Ya Constantino ordenó que
en todo el Imperio se guardase el domingo como día de descanso obligatorio.
La Iglesia ha .establecido otras fiestas, cuyo
número ha variado en el correr de los tiempos, equiparadas al domingo en cuanto
al descanso sagrado y la audición de la santa misa.
El precepto del descanso cultual obliga gravemente.
Piensan los
moralistas que un trabajo material prohibido por el precepto no sería más que
pecado venial, si no pasa de dos horas y no perturba el reposo cultual
público ni ocasiona escándalo grave.
1) Dias festivos
obligatorios según el Derecho canónico
Cinco fiestas del Señor: Navidad, Circuncisión del
Señor, Epifanía, Ascensión, Corpus; dos fiestas de la santísima Virgen María:
Inmaculada Concepción y Asunción a los cielos; y tres fiestas de santos: san
José, santos Pedro y Pablo y Todos los Santos.
Según el Derecho canónico (can. 1247 § 3), lo establecido
por esta ley universal no altera lo que habían establecido los derechos
particulares antes de 1918. Así, en el occidente de Alemania rige aún el derecho
francés allí establecido desde los tiempos de Napoleón, en lo referente a los
días festivos, con menor número de fiestas obligatorias.
Una legislación civil que estuviera en contradicción con la
ley eclesiástica sobre días festivos, no exime, por sí misma, de la obligación
de guardarlos. Lo que sí puede eximir es la imposibilidad moral en que coloca
muchas veces dicha legislación.
2) Trabajos
prohibidos el domingo y los días festivos
En tales días prohíbe la ley eclesiástica las obras
serviles, los negocios judiciales y
también los mercados públicos, las ferias y, en general, todas las
compras y ventas públicas, a no ser que las autorice alguna legítima
costumbre o algún indulto particular.
Así pues, la ley positiva eclesiástica sólo
prohibe las obras serviles, no las "artes liberales".
Para determinar qué cosa son obras serviles, es preciso tener en cuenta
diversos puntos de vista :
-
Según el criterio histórico y social, son trabajos serviles aquellos que, por lo general, eran desempeñados antiguamente por siervos o esclavos, esto es, los trabajos típicamente corporales; pero este criterio no es suficiente;
-
en la misma categoría hay que colocar los trabajos por los que se gana el sustento, los "trabajos asalariados";
-
desde el punto de vista de lo que pretende la ley, es decisivo determinar si el trabajo perturba el descanso público o cultual. Al descanso dominical se opone toda función que perturbe el culto.
A las "artes liberales", no prohibidas por este
mandamiento, pertenece todo
trabajo intelectual, encaminado más al cultivo del espíritu y a la cultura
intelectual que al fomento de los valores materiales. Dígase otro tanto del
trabajo. artístico, realizado sin
esfuerzo típicamente corporal, del deporte y de todo cuanto
tiene por fin principal el esparcimiento.
Pero ni el deporte, ni los ejercicios intelectuales pueden
ser tales que impidan el fin del descanso dominical, o sea, el estar libre para
vacar a Dios.
Por esta razón el
deporte bullicioso durante los actos religiosos va contra el precepto dominical,
sobre todo cuando se desarrolla en las inmediaciones del recinto sagrado, o
induce a faltar a ellos, aunque el derecho canónico no lo prohiba expresamente.
Para no caer en el rigorismo, en la interpretación del
precepto que prohíbe las obras serviles, preciso es tener presente la palabra
del Maestro: "El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado" (Mc
2, 27). La ley del descanso dominical no tiene, de por sí, gran importancia; la
tiene sólo porque está destinada a salvaguardar el destino esencial del hombre,
que es rendir culto a Dios.
Las
costumbres locales y la práctica de los cristianos concienzudos
proporcionan una buena interpretación
del precepto, aceptada por la Iglesia. No es dable, por lo mismo, establecer una
casuística que entre en todos los pormenores y sea aplicable en todas las
regiones y circunstancias. La conducta que observó nuestro Señor respecto al
sábado y a la interpretación de los fariseos, nos enseña que no viene al caso
una casuística minuciosa. Tal proceder no consigue más que provocar ansiedades y
oscurecer el sentido del precepto.
Pongamos por
ejemplo lo que traen notables manuales de teología moral. Distinguen sus autores
con admirable sutileza entre bordar y hacer calceta. Lo primero lo consideran
permitido, por ser obra artística, mientras que lo segundo sería obra prohibida.
Pues bien, pese a esta distinción y siguiendo precisamente las opiniones de
quienes la formulan, nada podemos objetar a la costumbre que tienen las señoras
de estar haciendo punto aun en domingo en sus reuniones sociales. De seguro que
el pueblo no alcanza a comprender tan sutiles distinciones.
Lo que sí importa es comprender rectamente el
sentido del descanso dominical y la formación de los buenos sentimientos
correspondientes, que a veces prohibirán lo que tolera el texto de la ley.
3) Trabajos corporales permitidos
a) Todos los trabajos domésticos y de corral
realmente necesarios están permitidos.
Lavar, remendar, coser son cosas permitidas, si no ha
habido tiempo de hacerlas durante la semana. Siempre lo son los pequeños
quehaceres domésticos de cualquier clase que sean. El obrero que tiene que
trabajar toda la semana fuera de casa, puede limpiar su jardincito aún el
domingo, si puede. hacerlo sin escandalizar. En cambio, será difícil aprobar la
costumbre de segar, cosechar o acarrear el forraje por la mañana del domingo.
b) Una necesidad o un peligro inminente de grave perjuicio
excusa siempre.
Tienen, pues, una legítima excusa para trabajar en domingo
los pobres que no podrían vivir, ni alimentar a su familia, sin el trabajo
dominical, los empleadcs a quienes se obliga a trabajar y no pueden romper el
contrato sin grave perjuicio, los que trabajan en fábricas o servicios que no
pueden cerrar sin grave perjuicio, como ferrocarriles, altos hornos. Para que no
se pierdan o dañen los frutos del campo, pueden los labradores entrar la cosecha
o regar las plantas que están para marchitarse.
c) No sólo la necesidad propia, sino _también la
ajena y urgente es a menudo razón
que no sólo permite el trabajo dominical, sino que
lo hace obligatorio.
Los médicos, enfermeros, boticarios deben estar
listos a servir aún los domingos.. Hasta el rigorismo farisaico había
comprendido que se podía auxiliar no sólo a las personas, sino aun a los
animales, en cualquier accidente (Cf. Mt 12, 11). También es generalmente
permitido reparar los vehículos para un viaje necesario o ya principiado, como
también la hechúra o compostura de una prenda de vestir urgente, ya para sí, ya
para otra persona. Mas no está permitido a los artesanos el aceptar tantos
encargos que se vean luego en la necesidad de trabajar aún el día festivo,
cuando tal vez otros están sin trabajo.
d) Una costumbre legítima puede autorizar
en domingo no sólo los mercados públicos, las compras y ventas públicas
sino también otros trabajos serviles. Pero
es evidente que nunca deben absorber
tanto que no deje tiempo para los actos religiosos y el descanso cultual.
En caso de duda acerca de la licitud de un trabajo o de la
existencia de motivos suficientes para eximirse del precepto, queda siempre el
recurso de la dispensa, con tal que asistan motivos plausibles.
No se necesita dispensa cuando es evidente la legitimidad
de la costumbre, la necesidad o el peligro de grave perjuicio. Cuando se duda de
si los motivos son suficientes, puede obtenerse la dispensa, no sólo del
descanso dominical, sino aun de la audición de la santa misa. Pero cuanto más
frecuente sea la dispensa, mayores deben ser las razones para no hacer peligrar
la esencia del precepto.
Los ordinarios de los lugares y los párrocos pueden
dispensar del precepto dominical a sus súbditos, y no sólo a los individuos en
particular, sino a toda una familia, y, dentro de su territorio, aun a los
extraños. Los superiores religiosos tienen la misma autoridad que los párrocos
para dispensar a sus súbditos, entre los cuales hay que contar a todos los que
habitan en las casas religiosas. Pero los susodichos no tienen poder para
dispensar a toda una comunidad, a una parroquia o a una diócesis.
En los casos de necesidad que afectase a toda una
parroquia, habría, por lo regular, razón suficiente para que toda ella quedase
automáticamente liberada de la obligación del descanso dominical. En tales casos
no hay propiamente lugar a dispensa, sino, a lo sumo, a declarar la exención
para tranquilidad de las conciencias. Por su parte, el párroco no tendría
derecho entonces a supeditara su decisión la licitud del trabajo, ni a obligar a
cada uno a solicitarle licencia. Hay que creer que el cristiano, ya consciente
de sus obligaciones y derechos, es capaz de dar por sí mismo con la solución
acertada en los casos particulares, tanto más que en las necesidades que afectan
a su existencia, está mejor informado que el mismo párroco. Así, por ejemplo, el
labrador conoce mucho mejor que un párroco letrado los tiempos propicios y los
trabajos inaplazables.
BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 844-887
LA LEY DE CRISTO I
Herder - Barcelona 1961
Págs. 844-887
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