DIÁLOGO ENTRE LAS CULTURAS PARA UNA CIVILIZACIÓN DEL AMOR Y LA PAZ
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz.
1Enero 2001
3. Por eso, me ha parecido urgente invitar a los creyentes en Cristo, y con ellos a todos los hombres de buena voluntad, a reflexionar sobre el diálogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los pueblos, indicando así el camino necesario para la construcción de un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro. Se trata de un tema decisivo para las perspectivas de la paz. Me complace que también la Organización de las Naciones Unidas haya acogido y propuesto esta urgencia, declarando el año 2001 «Año internacional del diálogo entre las civilizaciones».
Naturalmente no pienso que, sobre un problema como éste, se puedan ofrecer soluciones fáciles, de inmediata aplicación. Es complicado el mero análisis de la situación, que evoluciona continuamente, ya que escapa a esquemas prefijados. A esto hay que añadir la dificultad de conjugar principios y valores que, siendo incluso idealmente compatibles, pueden manifestar concretamente elementos de tensión que no facilitan la síntesis. Está además, en la base, la dificultad que deriva del compromiso ético de cada ser humano llevado a enfrentarse con el propio egoísmo y los propios límites.
Pero precisamente por esto considero útil una reflexión común sobre esta problemática. Para este objetivo me limito aquí a ofrecer algunos principios orientadores en la escucha de lo que el Espíritu de Dios dice a las Iglesias (cf. Ap 2,7) y a toda la humanidad en este decisivo período de su historia.
El hombre y sus diferentes culturas4. Considerando todas las vicisitudes de la humanidad, uno se queda asombrado frente a las manifestaciones complejas y varias de las culturas humanas. Cada una de ellas se diferencia de las otras por su específico itinerario histórico y por los consiguientes rasgos característicos que la hacen única, original y orgánica en su propia estructura. La cultura es expresión cualificada del hombre y de sus vicisitudes históricas, tanto a nivel individual como colectivo. En efecto, la inteligencia y la voluntad le mueven incesantemente a «cultivar los bienes y los valores de la naturaleza»(1), plasmando en unas síntesis culturales cada vez más altas y sistemáticas los conocimientos fundamentales que se refieren a todos los aspectos de la vida y, en particular, los que atañen a su convivencia social y política, a la seguridad y al desarrollo económico, a la elaboración de los valores y significados existenciales, sobre todo de naturaleza religiosa, que permiten a su situación individual y comunitaria desarrollarse según modalidades auténticamente humanas.(2)
5. Las culturas se caracterizan siempre por algunos elementos estables y duraderos y por otros dinámicos y contingentes. En un primer momento, la consideración de una cultura ofrece sobre todo los aspectos característicos que la diferencian de la cultura del observador, asegurándole un carácter típico en el cual convergen elementos de la más diversa naturaleza. En la mayor parte de los casos las culturas se desarrollan sobre territorios concretos, cuyos elementos geográficos, históricos y étnicos se entrelazan de modo original e irrepetible. Este «carácter típico» de cada cultura se refleja, de modo más o menos relevante, en las personas que la tienen, en un dinamismo continuo de influjos en cada uno de los sujetos humanos y de las aportaciones que éstos, según su capacidad y su genio, dan a la propia cultura. En cualquier caso, ser hombre significa necesariamente existir en una determinada cultura. Cada persona está marcada por la cultura que respira a través de la familia y los grupos humanos con los que entra en contacto, por medio de los procesos educativos y las influencias ambientales más diversas y de la misma relación fundamental que tiene con el territorio en el que vive. En todo esto no hay ningún determinismo, sino una constante dialéctica entre la fuerza de los condicionamientos y el dinamismo de la libertad.
Formación humana y pertenencia cultural6. La acogida de la propia cultura como elemento configurador de la personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un dato de experiencia universal, cuya importancia no se debe infravalorar. Sin este enraizamiento en un humus definido, la persona misma correría el riego de verse expuesta, en edad aún temprana, a un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían el desarrollo sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con los propios «orígenes» —a nivel familiar, pero también territorial, social y cultural— es donde se desarrolla en las personas el sentido de la «patria», y la cultura tiende a asumir, unas veces más y otras menos, una configuración «nacional». El mismo Hijo de Dios, haciéndose hombre, recibió, con una familia humana, también una «patria». Él es para siempre Jesús de Nazaret, el Nazareno (cf. Mc 10,47; Lc 18,37; Jn 1,45; 19,19). Se trata de un proceso natural en el cual las instancias sociológicas y psicológicas actúan entre sí, con efectos normalmente positivos y constructivos. El amor patriótico es, por eso, un valor a cultivar, pero sin restricciones de espíritu, amando juntos a toda la familia humana(3) y evitando las manifestaciones patológicas que se dan cuando el sentido de pertenencia asume tonos de autoexaltación y de exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas, racistas y xenófobas.
7. Si por esto es importante, por un lado, saber apreciar los valores de la propia cultura, por otro es preciso tomar conciencia de que cada cultura, siendo un producto típicamente humano e históricamente condicionado, también implica necesariamente unos límites. Para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, un antídoto eficaz es el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas. Por lo demás, en un análisis atento y riguroso, frecuentemente las culturas muestran, por encima de sus manifestaciones más externas, elementos comunes significativos. Esto se puede ver también en la sucesión histórica de culturas y civilizaciones. La Iglesia, mirando a Cristo, que revela el hombre al hombre(4), y apoyada en la experiencia alcanzada en dos mil años de historia, está convencida de que «por encima de todos los cambios, hay muchas cosas que no cambian »(5). Esta continuidad está basada en características esenciales y universales del proyecto de Dios sobre el hombre. Las diferencias culturales han de ser comprendidas desde la perspectiva fundamental de la unidad del género humano, dato histórico y ontológico primario, a la luz del cual es posible entender el significado profundo de las mismas diferencias. En realidad, sólo la visión de conjunto tanto de los elementos de unidad como de las diferencias hace posible la comprensión y la interpretación de la verdad plena de toda cultura humana.(6)
Diversidad de culturas y respeto recíproco8. En el pasado las diferencias entre las culturas han sido a menudo fuente de incomprensiones entre los pueblos y motivo de conflictos y guerras. Pero todavía hoy, por desgracia, en diversas partes del mundo constatamos, con creciente aprensión, la polémica consolidación de algunas identidades culturales contra otras culturas. Este fenómeno puede, a largo plazo, desembocar en tensiones y choques funestos, y por lo menos hace difícil la condición de algunas minorías étnicas y culturales, que viven en un contexto de mayorías culturalmente diversas, propensas a actitudes y comportamientos hostiles y racistas.
Ante esta situación, todo hombre de buena voluntad debe interrogarse sobre las orientaciones éticas fundamentales que caracterizan la experiencia cultural de una determinada comunidad. En efecto, las culturas, igual que el hombre que es su autor, están marcadas por el «misterio de iniquidad» que actúa en la historia humana (cf. 2 Ts 2,7) y tienen también necesidad de purificación y salvación. La autenticidad de cada cultura humana, el valor del ethos que lleva consigo, o sea, la solidez de su orientación moral, se pueden medir de alguna manera por su razón de ser en favor del hombre y en la promoción de su dignidad a cualquier nivel y en cualquier contexto.
9. Si tan preocupante es la radicalización de las identidades culturales que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso, no es menos arriesgada la servil aceptación de las culturas, o de algunos de sus importantes aspectos, como modelos culturales del mundo occidental que, ya desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran en una concepción secularizada y prácticamente atea de la vida y en formas de individualismo radical. Se trata de un fenómeno de vastas proporciones, sostenido por poderosas campañas de los medios de comunicación social, que tienden a proponer estilos de vida, proyectos sociales y económicos y, en definitiva, una visión general de la realidad, que erosiona internamente organizaciones culturales distintas y civilizaciones nobilísimas. Por su destacado carácter científico y técnico, los modelos culturales de Occidente son fascinantes y atrayentes, pero muestran, por desgracia y siempre con mayor evidencia, un progresivo empobrecimiento humanístico, espiritual y moral. La cultura que los produce está marcada por la dramática pretensión de querer realizar el bien del hombre prescindiendo de Dios, supremo Bien. Pero «sin el Creador —ha advertido el Concilio Vaticano II— la criatura se diluye »(7).Una cultura que rechaza referirse a Dios pierde la propia alma y se desorienta transformándose en una cultura de muerte, como atestiguan los trágicos acontecimientos del siglo XX y como demuestran los efectos nihilistas actualmente presentes en importantes ámbitos del mundo occidental.
Diálogo entre las culturas10. De manera análoga a lo que sucede en la persona, que se realiza a través de la apertura acogedora al otro y la generosa donación de sí misma, las culturas, elaboradas por los hombres y al servicio de los hombres, se modelan también con los dinamismos típicos del diálogo y de la comunión, sobre la base de la originaria y fundamental unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios, que « creó, de un solo principio todo el linaje humano » (Hch 17,26).
Desde este punto de vista, el diálogo entre las culturas, tema del presente Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma del hombre y de la cultura. Como expresiones históricas diversas y geniales de la unidad originaria de la familia humana, las culturas encuentran en el diálogo la salvaguardia de su carácter peculiar y de la recíproca comprensión y comunión. El concepto de comunión, que en la revelación cristiana tiene su origen y modelo sublime en Dios uno y trino (cf. Jn 17,11.21), no supone un anularse en la uniformidad o una forzada homologación o asimilación; es más bien expresión de la convergencia de una multiforme variedad, y por ello se convierte en signo de riqueza y promesa de desarrollo.
El diálogo lleva a reconocer la riqueza de la diversidad y dispone los ánimos a la recíproca aceptación, en la perspectiva de una auténtica colaboración, que responde a la originaria vocación a la unidad de toda la familia humana. Como tal, el diálogo es un instrumento eminente para realizar la civilización del amor y de la paz, que mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, indicó como el ideal en el que había que inspirar la vida cultural, social, política y económica de nuestro tiempo. Al inicio del tercer milenio es urgente proponer de nuevo la vía del diálogo a un mundo marcado por tantos conflictos y violencias, desalentado a veces e incapaz de escrutar los horizontes de la esperanza y de la paz.
Potencialidades y riesgos de la comunicación global11. El diálogo entre las culturas se ve hoy particularmente necesario si se considera el impacto de las nuevas tecnologías de la comunicación en la vida de las personas y de los pueblos. Vivimos en la era de la comunicación global, que está plasmando la sociedad según nuevos modelos culturales, más o menos extraños a los modelos del pasado. La información precisa y actualizada es, al menos en línea de principio, prácticamente accesible a todos, en cualquier parte del mundo.
El libre aluvión de imágenes y palabras a escala mundial está transformando no sólo las relaciones entre los pueblos a nivel político y económico, sino también la misma comprensión del mundo. Este fenómeno ofrece múltiples potencialidades en otro tiempo impensables, pero presenta también algunos aspectos negativos y peligrosos. El hecho de que un número reducido de Países detente el monopolio de las «industrias» culturales, distribuyendo sus productos en cualquier lugar de la tierra a un público cada vez mayor, puede ser un potente factor de erosión de las características culturales. Son productos que contienen y transmiten sistemas implícitos de valor y por tanto pueden provocar en los receptores unos efectos de expropiación y pérdida de identidad.
Desafío de las migraciones12. El estilo y la cultura del diálogo son particularmente significativos respecto a la compleja problemática de las migraciones, importante fenómeno social de nuestro tiempo. El éxodo de grandes masas de una región a otra del planeta, que es a menudo una dramática odisea humana para quienes se ven implicados, tiene como consecuencia la mezcla de tradiciones y costumbres diferentes, con notables repercusiones en los Países de origen y en los de llegada. La acogida reservada a los migrantes por parte de los Países que los reciben y su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente humano representan otras tantas medidas para valorar la calidad del diálogo entre las diferentes culturas.
En realidad, sobre el tema de la integración cultural, tan debatido actualmente, no es fácil encontrar organizaciones y ordenamientos que garanticen, de manera equilibrada y ecuánime, los derechos y deberes, tanto de quien acoge como de quien es acogido. Históricamente, los procesos migratorios han tenido lugar de maneras muy distintas y con resultados diversos. Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrados no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres. Lamentablemente perduran también situaciones en las que las dificultades de encuentro entre las diversas culturas no se han solucionado nunca y las tensiones han sido causa de conflictos periódicos.
13. En una materia tan compleja, no hay fórmulas «mágicas»; no obstante, es preciso indicar algunos principios éticos de fondo a los que hacer referencia. Como primero entre todos se ha recordar el principio según el cual los emigrantes han de ser tratados siempre con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. A este principio ha de supeditarse incluso la debida consideración al bien común cuando se trata de regular los flujos inmigratorios. Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los nuevos llegados. Por lo que se refiere a las características culturales que los emigrantes llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, ínsitos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales.
Respeto de las culturas y «fisonomía cultural» del territorio14. Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos. La solución de este problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la valoración concreta del bien común en un determinado momento histórico y en una situación territorial y social concreta. Mucho depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones en favor de la identidad y del diálogo.
Por otro lado, como he indicado antes, se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más delicadas. Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto «equilibrio cultural», en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada «fisonomía cultural», o sea, del patrimonio fundamental de lengua, tradiciones y valores que generalmente se asocian a la experiencia de la nación y al sentido de la «patria».
15. Es evidente que esta exigencia de «equilibrio», respecto a la «fisonomía cultural» de un territorio, no se puede lograr satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar naturalmente, cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.
En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo. Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas. «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas»(8).
Conciencia de los valores comunes16. El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona. En tales valores la humanidad expresa sus rasgos más auténticos e importantes. Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo. También las diferentes religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este sentido. La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con representantes de otras religiones —recuerdo en particular el encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro de 1999— me confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.
El valor de la solidaridad17. Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer valor que se debe promover y difundir cada vez más en las conciencias es ciertamente el de la solidaridad. Toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por ámbitos relacionales cada vez más amplios —desde la familia y los demás grupos sociales intermedios— hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal. A su vez, los Estados no pueden prescindir de entrar en relación unos con otros. La actual situación de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad.
A este respecto, sin embargo, se debe notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los recursos naturales. Tales desigualdades y diferencias sociales han ido aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres hacia una deriva imparable.
Una auténtica cultura de la solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción de la justicia. No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de «ayudar a pueblos enteros —que están excluidos o marginados— a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»(9).
El valor de la paz18. La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional. Sin embargo, en el camino hacia un mejor acuerdo entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables. El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.
El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles armas químicas y biológicas.¿Y cómo olvidar el riesgo permanente de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones internacionales y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para afrontar? Ante tales amenazas, todos tienen que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres.
El valor de la vida19. Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida. La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo. No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No se puede invocar la paz y despreciar la vida. Nuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal. Se trata de una trágica espiral de muerte que abarca homicidios, suicidios, abortos, eutanasia, como también mutilaciones, torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta, encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta de mujeres y niños. A esta relación se han de añadir prácticas irresponsables de ingeniería genética, como la clonación y la utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano. Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona, de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada. Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre.
El valor de la educación20. Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.
El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.
El perdón y la reconciliación21. Durante el Gran Jubileo, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la Iglesia ha vivido con particular intensidad la llamada exigente de la reconciliación. Es también una invitación significativa en el marco de la compleja temática del diálogo entre las culturas. En efecto, el diálogo es a menudo difícil, porque sobre él pesa la hipoteca de trágicas herencias de guerras, conflictos, violencias y odios, que la memoria sigue fomentando. Para superar las barreras de la incomunicabilidad, el camino a recorrer es el del perdón y la reconciliación. Muchos, en nombre de un realismo desengañado, consideran este camino utópico e ingenuo. En cambio, en la perspectiva cristiana, ésta es la única vía para alcanzar la meta de la paz.
La mirada de los creyentes se detiene a contemplar el icono del Crucificado. Poco antes de morir Jesús exclama: «Padre perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El malhechor crucificado a su derecha, oyendo estas últimas palabras del Redentor moribundo, se abre a la gracia de la conversión, acoge el Evangelio del perdón y recibe la promesa de la felicidad eterna. El ejemplo de Cristo nos confirma que realmente se pueden derribar tantos muros que bloquean la comunicación y el diálogo entre los hombres. La mirada al Crucificado nos infunde la confianza de que el perdón y la reconciliación pueden ser una praxis normal de la vida cotidiana y de toda cultura y, por tanto, una oportunidad concreta para construir la paz y el futuro de la humanidad.
Recordando la significativa experiencia jubilar de la purificación de la memoria, deseo dirigir a los cristianos una invitación particular, a fin de que sean testigos y misioneros de perdón y reconciliación, apresurando, con la incesante invocación al Dios de la paz, la realización de la espléndida profecía de Isaías, que se puede extender a todos los pueblos de la tierra: «Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues la bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo: "Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel"» (Is 19,23-25).
Una llamada a los jóvenes22. Deseo concluir este Mensaje de paz con una invitación especial a vosotros, jóvenes de todo el mundo, que sois el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. Conservo en el corazón el recuerdo de los encuentros llenos de emoción y de esperanza que he tenido con vosotros durante la reciente Jornada Mundial de la Juventud en Roma. Vuestra adhesión ha sido gozosa, convencida y prometedora. En vuestra energía y vitalidad, y en vuestro amor a Cristo, he vislumbrado un porvenir más sereno y humano para el mundo.
Al sentiros cerca, percibía dentro de mí un sentimiento profundo de gratitud al Señor, que me concedía la gracia de contemplar, a través del variopinto mosaico de vuestras diversas lenguas, culturas, costumbres y mentalidades, el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad. Por medio de vosotros he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad, como expresión elocuente de la espléndida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano(10). El Evangelio os llama a reconstruir aquella originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Queridos jóvenes de cualquier lengua y cultura, os espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos. ¡Sed artífices de una nueva humanidad, donde hermanos y hermanas, miembros todos de una misma familia, puedan vivir finalmente en la paz!
Juan Pablo II
Vaticano, 8 de diciembre de 2000
Notas
1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 53.
2) Cf. Juan Pablo II, Discurso a las Naciones Unidas, 15 de octubre de 1995.
3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 75.
4) Cf. ibíd., 22.
5) Ibíd., 10.
6) Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, 6.
7) Const. past. Gaudium et spes, 36.
8) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.
9) Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 58.
10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
N.B.: Traducción difundida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.
Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz.
1Enero 2001
1.
Al inicio de un nuevo milenio, se hace más viva la esperanza de que las
relaciones entre los hombres se inspiren cada vez más en el ideal de
una fraternidad verdaderamente universal. Sin compartir este ideal no
podrá asegurarse de modo estable la paz. Muchos indicios llevan a pensar
que esta convicción está emergiendo con mayor fuerza en la conciencia
de la humanidad. El valor de la fraternidad está proclamado por las
grandes «cartas» de los derechos humanos; ha sido puesto de manifiesto
concretamente por grandes instituciones internacionales y, en
particular, por la Organización de las Naciones Unidas; y es requerido,
ahora más que nunca, por el proceso de globalización que une de modo
creciente los destinos de la economía, de la cultura y de la sociedad.
La misma reflexión de los creyentes, en la diversas religiones, tiende a
subrayar cómo la relación con el único Dios, Padre común de todos los
hombres, favorece el sentirse y vivir como hermanos. En la revelación de
Dios en Cristo, este principio está expresado con extrema radicalidad:
«Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Jn 4,8).
2.
Al mismo tiempo, sin embargo, no se puede ocultar que las señales
apenas evocadas han sido oscurecidas por vastas y densas sombras. La
humanidad empieza esta nueva etapa de su historia con heridas todavía
abiertas; está marcada en muchas regiones por duros y sangrientos
conflictos; conoce la dificultad de una solidaridad más difícil en las
relaciones entre los hombres de diferentes culturas y civilizaciones,
cada vez más cercanas e interactivas sobre los mismos territorios. Todos
conocen cuán difícil es conciliar las razones de los contendientes
cuando los ánimos están encendidos y exasperados a causa de antiguos
odios y de graves problemas que dificultan el encontrar solución. Pero
no menos peligrosa para el futuro de la paz sería la incapacidad de
afrontar con sabiduría los problemas suscitados por la nueva
organización que la humanidad, en muchos Países, va asumiendo debido a
la aceleración de los procesos migratorios y de la convivencia nueva que
surge entre personas de diversas culturas y civilizaciones.3. Por eso, me ha parecido urgente invitar a los creyentes en Cristo, y con ellos a todos los hombres de buena voluntad, a reflexionar sobre el diálogo entre las diferentes culturas y tradiciones de los pueblos, indicando así el camino necesario para la construcción de un mundo reconciliado, capaz de mirar con serenidad al propio futuro. Se trata de un tema decisivo para las perspectivas de la paz. Me complace que también la Organización de las Naciones Unidas haya acogido y propuesto esta urgencia, declarando el año 2001 «Año internacional del diálogo entre las civilizaciones».
Naturalmente no pienso que, sobre un problema como éste, se puedan ofrecer soluciones fáciles, de inmediata aplicación. Es complicado el mero análisis de la situación, que evoluciona continuamente, ya que escapa a esquemas prefijados. A esto hay que añadir la dificultad de conjugar principios y valores que, siendo incluso idealmente compatibles, pueden manifestar concretamente elementos de tensión que no facilitan la síntesis. Está además, en la base, la dificultad que deriva del compromiso ético de cada ser humano llevado a enfrentarse con el propio egoísmo y los propios límites.
Pero precisamente por esto considero útil una reflexión común sobre esta problemática. Para este objetivo me limito aquí a ofrecer algunos principios orientadores en la escucha de lo que el Espíritu de Dios dice a las Iglesias (cf. Ap 2,7) y a toda la humanidad en este decisivo período de su historia.
El hombre y sus diferentes culturas4. Considerando todas las vicisitudes de la humanidad, uno se queda asombrado frente a las manifestaciones complejas y varias de las culturas humanas. Cada una de ellas se diferencia de las otras por su específico itinerario histórico y por los consiguientes rasgos característicos que la hacen única, original y orgánica en su propia estructura. La cultura es expresión cualificada del hombre y de sus vicisitudes históricas, tanto a nivel individual como colectivo. En efecto, la inteligencia y la voluntad le mueven incesantemente a «cultivar los bienes y los valores de la naturaleza»(1), plasmando en unas síntesis culturales cada vez más altas y sistemáticas los conocimientos fundamentales que se refieren a todos los aspectos de la vida y, en particular, los que atañen a su convivencia social y política, a la seguridad y al desarrollo económico, a la elaboración de los valores y significados existenciales, sobre todo de naturaleza religiosa, que permiten a su situación individual y comunitaria desarrollarse según modalidades auténticamente humanas.(2)
5. Las culturas se caracterizan siempre por algunos elementos estables y duraderos y por otros dinámicos y contingentes. En un primer momento, la consideración de una cultura ofrece sobre todo los aspectos característicos que la diferencian de la cultura del observador, asegurándole un carácter típico en el cual convergen elementos de la más diversa naturaleza. En la mayor parte de los casos las culturas se desarrollan sobre territorios concretos, cuyos elementos geográficos, históricos y étnicos se entrelazan de modo original e irrepetible. Este «carácter típico» de cada cultura se refleja, de modo más o menos relevante, en las personas que la tienen, en un dinamismo continuo de influjos en cada uno de los sujetos humanos y de las aportaciones que éstos, según su capacidad y su genio, dan a la propia cultura. En cualquier caso, ser hombre significa necesariamente existir en una determinada cultura. Cada persona está marcada por la cultura que respira a través de la familia y los grupos humanos con los que entra en contacto, por medio de los procesos educativos y las influencias ambientales más diversas y de la misma relación fundamental que tiene con el territorio en el que vive. En todo esto no hay ningún determinismo, sino una constante dialéctica entre la fuerza de los condicionamientos y el dinamismo de la libertad.
Formación humana y pertenencia cultural6. La acogida de la propia cultura como elemento configurador de la personalidad, especialmente en la primera fase del crecimiento, es un dato de experiencia universal, cuya importancia no se debe infravalorar. Sin este enraizamiento en un humus definido, la persona misma correría el riego de verse expuesta, en edad aún temprana, a un exceso de estímulos contrastantes que no ayudarían el desarrollo sereno y equilibrado. Sobre la base de esta relación fundamental con los propios «orígenes» —a nivel familiar, pero también territorial, social y cultural— es donde se desarrolla en las personas el sentido de la «patria», y la cultura tiende a asumir, unas veces más y otras menos, una configuración «nacional». El mismo Hijo de Dios, haciéndose hombre, recibió, con una familia humana, también una «patria». Él es para siempre Jesús de Nazaret, el Nazareno (cf. Mc 10,47; Lc 18,37; Jn 1,45; 19,19). Se trata de un proceso natural en el cual las instancias sociológicas y psicológicas actúan entre sí, con efectos normalmente positivos y constructivos. El amor patriótico es, por eso, un valor a cultivar, pero sin restricciones de espíritu, amando juntos a toda la familia humana(3) y evitando las manifestaciones patológicas que se dan cuando el sentido de pertenencia asume tonos de autoexaltación y de exclusión de la diversidad, desarrollándose en formas nacionalistas, racistas y xenófobas.
7. Si por esto es importante, por un lado, saber apreciar los valores de la propia cultura, por otro es preciso tomar conciencia de que cada cultura, siendo un producto típicamente humano e históricamente condicionado, también implica necesariamente unos límites. Para que el sentido de pertenencia cultural no se transforme en cerrazón, un antídoto eficaz es el conocimiento sereno, no condicionado por prejuicios negativos, de las otras culturas. Por lo demás, en un análisis atento y riguroso, frecuentemente las culturas muestran, por encima de sus manifestaciones más externas, elementos comunes significativos. Esto se puede ver también en la sucesión histórica de culturas y civilizaciones. La Iglesia, mirando a Cristo, que revela el hombre al hombre(4), y apoyada en la experiencia alcanzada en dos mil años de historia, está convencida de que «por encima de todos los cambios, hay muchas cosas que no cambian »(5). Esta continuidad está basada en características esenciales y universales del proyecto de Dios sobre el hombre. Las diferencias culturales han de ser comprendidas desde la perspectiva fundamental de la unidad del género humano, dato histórico y ontológico primario, a la luz del cual es posible entender el significado profundo de las mismas diferencias. En realidad, sólo la visión de conjunto tanto de los elementos de unidad como de las diferencias hace posible la comprensión y la interpretación de la verdad plena de toda cultura humana.(6)
Diversidad de culturas y respeto recíproco8. En el pasado las diferencias entre las culturas han sido a menudo fuente de incomprensiones entre los pueblos y motivo de conflictos y guerras. Pero todavía hoy, por desgracia, en diversas partes del mundo constatamos, con creciente aprensión, la polémica consolidación de algunas identidades culturales contra otras culturas. Este fenómeno puede, a largo plazo, desembocar en tensiones y choques funestos, y por lo menos hace difícil la condición de algunas minorías étnicas y culturales, que viven en un contexto de mayorías culturalmente diversas, propensas a actitudes y comportamientos hostiles y racistas.
Ante esta situación, todo hombre de buena voluntad debe interrogarse sobre las orientaciones éticas fundamentales que caracterizan la experiencia cultural de una determinada comunidad. En efecto, las culturas, igual que el hombre que es su autor, están marcadas por el «misterio de iniquidad» que actúa en la historia humana (cf. 2 Ts 2,7) y tienen también necesidad de purificación y salvación. La autenticidad de cada cultura humana, el valor del ethos que lleva consigo, o sea, la solidez de su orientación moral, se pueden medir de alguna manera por su razón de ser en favor del hombre y en la promoción de su dignidad a cualquier nivel y en cualquier contexto.
9. Si tan preocupante es la radicalización de las identidades culturales que se vuelven impermeables a cualquier influjo externo beneficioso, no es menos arriesgada la servil aceptación de las culturas, o de algunos de sus importantes aspectos, como modelos culturales del mundo occidental que, ya desconectados de su ambiente cristiano, se inspiran en una concepción secularizada y prácticamente atea de la vida y en formas de individualismo radical. Se trata de un fenómeno de vastas proporciones, sostenido por poderosas campañas de los medios de comunicación social, que tienden a proponer estilos de vida, proyectos sociales y económicos y, en definitiva, una visión general de la realidad, que erosiona internamente organizaciones culturales distintas y civilizaciones nobilísimas. Por su destacado carácter científico y técnico, los modelos culturales de Occidente son fascinantes y atrayentes, pero muestran, por desgracia y siempre con mayor evidencia, un progresivo empobrecimiento humanístico, espiritual y moral. La cultura que los produce está marcada por la dramática pretensión de querer realizar el bien del hombre prescindiendo de Dios, supremo Bien. Pero «sin el Creador —ha advertido el Concilio Vaticano II— la criatura se diluye »(7).Una cultura que rechaza referirse a Dios pierde la propia alma y se desorienta transformándose en una cultura de muerte, como atestiguan los trágicos acontecimientos del siglo XX y como demuestran los efectos nihilistas actualmente presentes en importantes ámbitos del mundo occidental.
Diálogo entre las culturas10. De manera análoga a lo que sucede en la persona, que se realiza a través de la apertura acogedora al otro y la generosa donación de sí misma, las culturas, elaboradas por los hombres y al servicio de los hombres, se modelan también con los dinamismos típicos del diálogo y de la comunión, sobre la base de la originaria y fundamental unidad de la familia humana, salida de las manos de Dios, que « creó, de un solo principio todo el linaje humano » (Hch 17,26).
Desde este punto de vista, el diálogo entre las culturas, tema del presente Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, surge como una exigencia intrínseca de la naturaleza misma del hombre y de la cultura. Como expresiones históricas diversas y geniales de la unidad originaria de la familia humana, las culturas encuentran en el diálogo la salvaguardia de su carácter peculiar y de la recíproca comprensión y comunión. El concepto de comunión, que en la revelación cristiana tiene su origen y modelo sublime en Dios uno y trino (cf. Jn 17,11.21), no supone un anularse en la uniformidad o una forzada homologación o asimilación; es más bien expresión de la convergencia de una multiforme variedad, y por ello se convierte en signo de riqueza y promesa de desarrollo.
El diálogo lleva a reconocer la riqueza de la diversidad y dispone los ánimos a la recíproca aceptación, en la perspectiva de una auténtica colaboración, que responde a la originaria vocación a la unidad de toda la familia humana. Como tal, el diálogo es un instrumento eminente para realizar la civilización del amor y de la paz, que mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, indicó como el ideal en el que había que inspirar la vida cultural, social, política y económica de nuestro tiempo. Al inicio del tercer milenio es urgente proponer de nuevo la vía del diálogo a un mundo marcado por tantos conflictos y violencias, desalentado a veces e incapaz de escrutar los horizontes de la esperanza y de la paz.
Potencialidades y riesgos de la comunicación global11. El diálogo entre las culturas se ve hoy particularmente necesario si se considera el impacto de las nuevas tecnologías de la comunicación en la vida de las personas y de los pueblos. Vivimos en la era de la comunicación global, que está plasmando la sociedad según nuevos modelos culturales, más o menos extraños a los modelos del pasado. La información precisa y actualizada es, al menos en línea de principio, prácticamente accesible a todos, en cualquier parte del mundo.
El libre aluvión de imágenes y palabras a escala mundial está transformando no sólo las relaciones entre los pueblos a nivel político y económico, sino también la misma comprensión del mundo. Este fenómeno ofrece múltiples potencialidades en otro tiempo impensables, pero presenta también algunos aspectos negativos y peligrosos. El hecho de que un número reducido de Países detente el monopolio de las «industrias» culturales, distribuyendo sus productos en cualquier lugar de la tierra a un público cada vez mayor, puede ser un potente factor de erosión de las características culturales. Son productos que contienen y transmiten sistemas implícitos de valor y por tanto pueden provocar en los receptores unos efectos de expropiación y pérdida de identidad.
Desafío de las migraciones12. El estilo y la cultura del diálogo son particularmente significativos respecto a la compleja problemática de las migraciones, importante fenómeno social de nuestro tiempo. El éxodo de grandes masas de una región a otra del planeta, que es a menudo una dramática odisea humana para quienes se ven implicados, tiene como consecuencia la mezcla de tradiciones y costumbres diferentes, con notables repercusiones en los Países de origen y en los de llegada. La acogida reservada a los migrantes por parte de los Países que los reciben y su capacidad de integrarse en el nuevo ambiente humano representan otras tantas medidas para valorar la calidad del diálogo entre las diferentes culturas.
En realidad, sobre el tema de la integración cultural, tan debatido actualmente, no es fácil encontrar organizaciones y ordenamientos que garanticen, de manera equilibrada y ecuánime, los derechos y deberes, tanto de quien acoge como de quien es acogido. Históricamente, los procesos migratorios han tenido lugar de maneras muy distintas y con resultados diversos. Son muchas las civilizaciones que se han desarrollado y enriquecido precisamente por las aportaciones de la inmigración. En otros casos, las diferencias culturales de autóctonos e inmigrados no se han integrado, sino que han mostrado la capacidad de convivir, a través del respeto recíproco de las personas y de la aceptación o tolerancia de las diferentes costumbres. Lamentablemente perduran también situaciones en las que las dificultades de encuentro entre las diversas culturas no se han solucionado nunca y las tensiones han sido causa de conflictos periódicos.
13. En una materia tan compleja, no hay fórmulas «mágicas»; no obstante, es preciso indicar algunos principios éticos de fondo a los que hacer referencia. Como primero entre todos se ha recordar el principio según el cual los emigrantes han de ser tratados siempre con el respeto debido a la dignidad de toda persona humana. A este principio ha de supeditarse incluso la debida consideración al bien común cuando se trata de regular los flujos inmigratorios. Se trata, pues, de conjugar la acogida que se debe a todos los seres humanos, en especial si son indigentes, con la consideración sobre las condiciones indispensables para una vida decorosa y pacífica, tanto para los habitantes originarios como para los nuevos llegados. Por lo que se refiere a las características culturales que los emigrantes llevan consigo, han de ser respetadas y acogidas, en la medida en que no se contraponen a los valores éticos universales, ínsitos en la ley natural, y a los derechos humanos fundamentales.
Respeto de las culturas y «fisonomía cultural» del territorio14. Más difícil es determinar hasta dónde llega el derecho de los emigrantes al reconocimiento jurídico público de sus manifestaciones culturales específicas, cuando éstas no se acomodan fácilmente a las costumbres de la mayoría de los ciudadanos. La solución de este problema, en el marco de una sustancial apertura, está vinculada a la valoración concreta del bien común en un determinado momento histórico y en una situación territorial y social concreta. Mucho depende de que arraigue en todos una cultura de la acogida que, sin caer en la indiferencia sobre los valores, sepa conjugar las razones en favor de la identidad y del diálogo.
Por otro lado, como he indicado antes, se ha de valorar la importancia que tiene la cultura característica de un territorio para el crecimiento equilibrado de los que pertenecen a él por nacimiento, especialmente en sus fases evolutivas más delicadas. Desde este punto de vista, puede considerarse plausible una orientación que tienda a garantizar en un determinado territorio un cierto «equilibrio cultural», en correspondencia con la cultura predominante que lo ha caracterizado; un equilibrio que, aunque siempre abierto a las minorías y al respeto de sus derechos fundamentales, permita la permanencia y el desarrollo de una determinada «fisonomía cultural», o sea, del patrimonio fundamental de lengua, tradiciones y valores que generalmente se asocian a la experiencia de la nación y al sentido de la «patria».
15. Es evidente que esta exigencia de «equilibrio», respecto a la «fisonomía cultural» de un territorio, no se puede lograr satisfactoriamente sólo con instrumentos legislativos, puesto que éstos carecerían de eficacia si no estuvieran fundados en el ethos de la población y, sobre todo, estarían destinados a cambiar naturalmente, cuando una cultura perdiera de hecho su capacidad de animar un pueblo y un territorio, convirtiéndose en una simple herencia guardada en museos o monumentos artísticos y literarios.
En realidad, una cultura, en la medida en que es realmente vital, no tiene motivos para temer ser dominada, de igual manera que ninguna ley podrá mantenerla viva si ha muerto en el alma de un pueblo. Por lo demás, en el plano del diálogo entre las culturas, no se puede impedir a uno que proponga a otro los valores en que cree, con tal de que se haga de manera respetuosa de la libertad y de la conciencia de las personas. «La verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas»(8).
Conciencia de los valores comunes16. El diálogo entre las culturas, instrumento privilegiado para construir la civilización del amor, se apoya en la certeza de que hay valores comunes a todas las culturas, porque están arraigados en la naturaleza de la persona. En tales valores la humanidad expresa sus rasgos más auténticos e importantes. Hace falta cultivar en las almas la conciencia de estos valores, dejando de lado prejuicios ideológicos y egoísmos partidarios, para alimentar ese humus cultural, universal por naturaleza, que hace posible el desarrollo fecundo de un diálogo constructivo. También las diferentes religiones pueden y deben dar una contribución decisiva en este sentido. La experiencia que he tenido tantas veces en el encuentro con representantes de otras religiones —recuerdo en particular el encuentro de Asís de 1986 y el de la plaza San Pedro de 1999— me confirma en la confianza de que la recíproca apertura de los seguidores de las diversas religiones puede aportar muchos beneficios para la causa de la paz y del bien común de la humanidad.
El valor de la solidaridad17. Ante las crecientes desigualdades existentes en el mundo, el primer valor que se debe promover y difundir cada vez más en las conciencias es ciertamente el de la solidaridad. Toda sociedad se apoya sobre la base del vínculo originario de las personas entre sí, conformado por ámbitos relacionales cada vez más amplios —desde la familia y los demás grupos sociales intermedios— hasta los de la sociedad civil entera y de la comunidad estatal. A su vez, los Estados no pueden prescindir de entrar en relación unos con otros. La actual situación de interdependencia planetaria ayuda a percibir mejor el destino común de toda la familia humana, favoreciendo en toda persona reflexiva el aprecio por la virtud de la solidaridad.
A este respecto, sin embargo, se debe notar que la progresiva interdependencia ha contribuido a poner al descubierto múltiples desigualdades, como el desequilibrio entre Países ricos y Países pobres; la distancia social, dentro de cada País, entre quien vive en la opulencia y quien ve ofendida su dignidad, porque le falta incluso lo necesario; el deterioro ambiental y humano, provocado y acelerado por el empleo irresponsable de los recursos naturales. Tales desigualdades y diferencias sociales han ido aumentando en algunos casos, hasta llevar a los Países más pobres hacia una deriva imparable.
Una auténtica cultura de la solidaridad ha de tener, pues, como principal objetivo la promoción de la justicia. No se trata sólo de dar lo superfluo a quien está necesitado, sino de «ayudar a pueblos enteros —que están excluidos o marginados— a que entren en el círculo del desarrollo económico y humano. Esto será posible no sólo utilizando lo superfluo que nuestro mundo produce en abundancia, sino cambiando sobre todo los estilos de vida, los modelos de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy la sociedad»(9).
El valor de la paz18. La cultura de la solidaridad está estrechamente unida al valor de la paz, objetivo primordial de toda sociedad y de la convivencia nacional e internacional. Sin embargo, en el camino hacia un mejor acuerdo entre los pueblos son aún numerosos los desafíos que debe afrontar el mundo y que ponen a todos ante opciones inderogables. El preocupante aumento de los armamentos, mientras no acaba de consolidarse el compromiso por la no proliferación de las armas nucleares, tiene el riesgo de alimentar y difundir una cultura de la competencia y la conflictualidad, que no implica solamente a los Estados, sino también a entidades no institucionales, como grupos paramilitares y organizaciones terroristas.
El mundo sigue sufriendo aún las consecuencias de guerras pasadas y presentes, las tragedias provocadas por el uso de minas antipersonales y por el recurso a las horribles armas químicas y biológicas.¿Y cómo olvidar el riesgo permanente de conflictos entre las naciones, de guerras civiles dentro de algunos Estados y de una violencia extendida, que las organizaciones internacionales y los gobiernos nacionales se ven casi impotentes para afrontar? Ante tales amenazas, todos tienen que sentir el deber moral de adoptar medidas concretas y apropiadas para promover la causa de la paz y la comprensión entre los hombres.
El valor de la vida19. Un auténtico diálogo entre las culturas, además del sentimiento del mutuo respeto, no puede más que alimentar una viva sensibilidad por el valor de la vida. La vida humana no puede ser considerada como un objeto del cual disponer arbitrariamente, sino como la realidad más sagrada e intangible que está presente en el escenario del mundo. No puede haber paz cuando falta la defensa de este bien fundamental. No se puede invocar la paz y despreciar la vida. Nuestro tiempo es testigo de excelentes ejemplos de generosidad y entrega al servicio de la vida, pero también del triste escenario de millones de hombres entregados a la crueldad o a la indiferencia de un destino doloroso y brutal. Se trata de una trágica espiral de muerte que abarca homicidios, suicidios, abortos, eutanasia, como también mutilaciones, torturas físicas y psicológicas, formas de coacción injusta, encarcelamiento arbitrario, recurso absolutamente innecesario a la pena de muerte, deportaciones, esclavitud, prostitución, compra-venta de mujeres y niños. A esta relación se han de añadir prácticas irresponsables de ingeniería genética, como la clonación y la utilización de embriones humanos para la investigación, las cuales se quiere justificar con una ilegítima referencia a la libertad, al progreso de la cultura y a la promoción del desarrollo humano. Cuando los sujetos más frágiles e indefensos de la sociedad sufren tales atrocidades, la misma noción de familia humana, basada en los valores de la persona, de la confianza y del mutuo respeto y ayuda, es gravemente cercenada. Una civilización basada en el amor y la paz debe oponerse a estos experimentos indignos del hombre.
El valor de la educación20. Para construir la civilización del amor, el diálogo entre las culturas debe tender a superar todo egoísmo etnocéntrico para conjugar la atención a la propia identidad con la comprensión de los demás y el respeto de la diversidad. Es fundamental, a este respecto, la responsabilidad de la educación. Ésta debe transmitir a los sujetos la conciencia de las propias raíces y ofrecerles puntos de referencia que les permitan encontrar su situación personal en el mundo. Al mismo tiempo debe esforzarse por enseñar el respeto a las otras culturas. Es necesario mirar más allá de la experiencia individual inmediata y aceptar las diferencias, descubriendo la riqueza de la historia de los demás y de sus valores.
El conocimiento de las otras culturas, llevado a cabo con el debido sentido crítico y con sólidos puntos de referencia ética, lleva a un mayor conocimiento de los valores y de los límites inherentes a la propia cultura y revela, a la vez, la existencia de una herencia común a todo el género humano. Precisamente por esta amplitud de miras, la educación tiene una función particular en la construcción de un mundo más solidario y pacífico. La educación puede contribuir a la consolidación del humanismo integral, abierto a la dimensión ética y religiosa, que atribuye la debida importancia al conocimiento y a la estima de las culturas y de los valores espirituales de las diversas civilizaciones.
El perdón y la reconciliación21. Durante el Gran Jubileo, dos mil años después del nacimiento de Jesús, la Iglesia ha vivido con particular intensidad la llamada exigente de la reconciliación. Es también una invitación significativa en el marco de la compleja temática del diálogo entre las culturas. En efecto, el diálogo es a menudo difícil, porque sobre él pesa la hipoteca de trágicas herencias de guerras, conflictos, violencias y odios, que la memoria sigue fomentando. Para superar las barreras de la incomunicabilidad, el camino a recorrer es el del perdón y la reconciliación. Muchos, en nombre de un realismo desengañado, consideran este camino utópico e ingenuo. En cambio, en la perspectiva cristiana, ésta es la única vía para alcanzar la meta de la paz.
La mirada de los creyentes se detiene a contemplar el icono del Crucificado. Poco antes de morir Jesús exclama: «Padre perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). El malhechor crucificado a su derecha, oyendo estas últimas palabras del Redentor moribundo, se abre a la gracia de la conversión, acoge el Evangelio del perdón y recibe la promesa de la felicidad eterna. El ejemplo de Cristo nos confirma que realmente se pueden derribar tantos muros que bloquean la comunicación y el diálogo entre los hombres. La mirada al Crucificado nos infunde la confianza de que el perdón y la reconciliación pueden ser una praxis normal de la vida cotidiana y de toda cultura y, por tanto, una oportunidad concreta para construir la paz y el futuro de la humanidad.
Recordando la significativa experiencia jubilar de la purificación de la memoria, deseo dirigir a los cristianos una invitación particular, a fin de que sean testigos y misioneros de perdón y reconciliación, apresurando, con la incesante invocación al Dios de la paz, la realización de la espléndida profecía de Isaías, que se puede extender a todos los pueblos de la tierra: «Aquel día habrá una calzada desde Egipto a Asiria. Vendrá Asur a Egipto y Egipto a Asiria, y Egipto servirá a Asur. Aquel día será Israel tercero con Egipto y Asur, objeto de bendición en medio de la tierra, pues la bendecirá el Señor de los ejércitos diciendo: "Bendito sea mi pueblo Egipto, la obra de mis manos Asur, y mi heredad Israel"» (Is 19,23-25).
Una llamada a los jóvenes22. Deseo concluir este Mensaje de paz con una invitación especial a vosotros, jóvenes de todo el mundo, que sois el futuro de la humanidad y las piedras vivas para construir la civilización del amor. Conservo en el corazón el recuerdo de los encuentros llenos de emoción y de esperanza que he tenido con vosotros durante la reciente Jornada Mundial de la Juventud en Roma. Vuestra adhesión ha sido gozosa, convencida y prometedora. En vuestra energía y vitalidad, y en vuestro amor a Cristo, he vislumbrado un porvenir más sereno y humano para el mundo.
Al sentiros cerca, percibía dentro de mí un sentimiento profundo de gratitud al Señor, que me concedía la gracia de contemplar, a través del variopinto mosaico de vuestras diversas lenguas, culturas, costumbres y mentalidades, el milagro de la universalidad de la Iglesia, de su catolicidad y de su unidad. Por medio de vosotros he admirado la maravillosa conjunción de la diversidad en la unidad de la misma fe, de la misma esperanza y de la misma caridad, como expresión elocuente de la espléndida realidad de la Iglesia, signo e instrumento de Cristo para la salvación del mundo y para la unidad del género humano(10). El Evangelio os llama a reconstruir aquella originaria unidad de la familia humana, que tiene su fuente en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Queridos jóvenes de cualquier lengua y cultura, os espera una tarea ardua y apasionante: ser hombres y mujeres capaces de solidaridad, de paz y de amor a la vida, en el respeto de todos. ¡Sed artífices de una nueva humanidad, donde hermanos y hermanas, miembros todos de una misma familia, puedan vivir finalmente en la paz!
Juan Pablo II
Vaticano, 8 de diciembre de 2000
Notas
1) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 53.
2) Cf. Juan Pablo II, Discurso a las Naciones Unidas, 15 de octubre de 1995.
3) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 75.
4) Cf. ibíd., 22.
5) Ibíd., 10.
6) Cf. Juan Pablo II, Discurso a la UNESCO, 2 de junio de 1980, 6.
7) Const. past. Gaudium et spes, 36.
8) Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.
9) Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus, 58.
10) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 1.
N.B.: Traducción difundida por la Sala de Prensa de la Santa Sede.
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