Del Catecismo:
1830 La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo.
Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2).
Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben.
Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las
inspiraciones divinas.
Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm
8,14.17)
Los dones del Espíritu Santo son hábitos
sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma para
recibir y secundar con facilidad las mociones del propio Espíritu Santo
al modo divino o sobrehumano.
Los
dones son infundidos por Dios. El alma no podría adquirir los dones por
sus propias fuerzas ya que transcienden infinitamente todo el orden
puramente natural. Los dones los poseen en algún grado todas las almas en gracia. Es incompatible con el pecado mortal.
El
Espíritu Santo actúa los dones directa e inmediatamente como causa
motora y principal, a diferencia de las virtudes infusas que son movidas
o actuadas por el mismo hombre como causa motora y principal, aunque
siempre bajo la previa moción de una gracia actual.
Los dones perfeccionan el acto sobrenatural de las las virtudes infusas.
Por
la moción divina de los dones, el Espíritu Santo, inhabitante en el
alma, rige y gobierna inmediatamente nuestra vida sobrenatural. Ya no es
la razón humana la que manda y gobierna; es el Espíritu Santo mismo,
que actúa como regla, motor y causa principal única de nuestros actos
virtuosos, poniendo en movimiento todo el organismo de nuestra vida
sobrenatural hasta llevarlo a su pleno desarrollo.
Número de dones: La interpretación unánime de los Padres y la enseñanza de la Iglesia enumera siete dones del Espíritu.
Sabiduría: gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios. El primero y mayor de los siete dones.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 9-IV-89
La
sabiduría "es la luz que se recibe de lo alto: es una participación
especial en ese conocimiento misterioso y sumo, que es propio de Dios...
Esta sabiduría superior es la raíz de un conocimiento nuevo, un conocimiento impregnado por la caridad, gracias al cual el alma adquiere familiaridad, por así decirlo, con las cosas divinas y prueba gusto en ellas. ... "Un cierto sabor de Dios" (Sto Tomás), por lo que el verdadero sabio no es simplemente el que sabe las cosas de Dios, sino el que las experimenta y las vive "
Además, el conocimiento sapiencial nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo: nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios.
Ejemplo: "Cántico de las criaturas" de San Francisco de Asís... En todas estas almas se repiten las "grandes cosas" realizadas en María
por el Espíritu. Ella, a quien la piedad tradicional venera como "Sedes
Sapientiae", nos lleve a cada uno de nosotros a gustar interiormente
las cosas celestes.
Gracias
a este don toda la vida del cristiano con sus acontecimientos, sus
aspiraciones, sus proyectos, sus realizaciones, llega a ser alcanzada
por el soplo del Espíritu, que la impregna con la luz "que viene de lo
Alto", como lo han testificado tantas almas escogidas también en
nuestros tiempos... En todas estas almas se repiten las "grandes cosas"
realizadas en María por el Espíritu Santo. Ella, a quien la piedad
tradicional venera como "Sede Sapientiae", nos lleve a cada uno de
nosotros a gustar interiormente las cosas celestes.
"La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza" Sb 7:7-8.
Por
la sabiduría juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas por sus
últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S., que nos
las hace saborear por cierta connaturlidad y simpatía. Es inseparable de
la caridad.
Inteligencia (Entendimiento): Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 16-IV-89
La fe es adhesión a Dios en el claroscuro del misterio; sin embargo es también búsqueda
con el deseo de conocer más y mejor la verdad revelada. Ahora bien,
este impulso interior nos viene del Espíritu, que juntamente con ella
concede precisamente este don especial de inteligencia y casi de
intuición de la verdad divina.
La palabra "inteligencia" deriva del latín intus legere, que significa "leer dentro", penetrar, comprender a fondo.
Mediante este don el Espíritu Santo, que "escruta las profundidades de
Dios" (1 Cor 2,10), comunica al creyente una chispa de capacidad
penetrante que le abre el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios.
Se renueva entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, los
cuales, tras haber reconocido al Resucitado en la fracción del pan, se
decían uno a otro: "¿No ardía nuestro corazón mientras hablaba con
nosotros en el camino, explicándonos las Escrituras?" (Lc 24:32)
Esta inteligencia sobrenatural se da no sólo a cada uno, sino también a la comunidad: a los Pastores que, como sucesores de los Apóstoles, son herederos de la promesa específica que Cristo les hizo (cfr Jn 14:26; 16:13) y a los fieles que, gracias a la "unción" del Espíritu (cfr 1 Jn 2:20 y 27) poseen un especial "sentido de la fe" (sensus fidei) que les guía en las opciones concretas.
Efectivamente,
la luz del Espíritu, al mismo tiempo que agudiza la inteligencia de las
cosas divinas, hace también mas límpida y penetrante la mirada sobre
las cosas humanas. Gracias a ella se ven mejor los numerosos signos de
Dios que están inscritos en la creación. Se descubre así la dimensión no
puramente terrena de los acontecimientos, de los que está tejida la
historia humana. Y se puede lograr hasta descifrar proféticamente el
tiempo presente y el futuro. "¡signos de los tiempos, signos de Dios!".
Queridísimos
fieles, dirijámonos al Espíritu Santo con las palabras de la liturgia:
"Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo" (Secuencia de
Pentecostés).
Invoquemoslo por intercesión
de Maria Santísima, la Virgen de la Escucha, que a la luz del Espíritu
supo escrutar sin cansarse el sentido profundo de los misterios
realizados en Ella por el Todopoderoso (cfr Lc 2, 19 y 51). La
contemplación de las maravillas de Dios será también en nosotros fuente
de alegría inagotable: "Proclama mi alma la grandeza del Señor, se
alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Lc 1, 46 s).
Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 7-V-89
2.
Continuando la reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, hoy
tomamos en consideración el don de consejo. Se da al cristiano para
iluminar la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone.
Una
necesidad que se siente mucho en nuestro tiempo, turbado por no pocos
motivos de crisis y por una incertidumbre difundida acerca de los
verdaderos valores, es la que se denomina «reconstrucción de las conciencias».
Es decir, se advierte la necesidad de neutralizar algunos factores
destructivos que fácilmente se insinúan en el espíritu humano, cuando
está agitado por las pasiones, y la de introducir en ellas elementos
sanos y positivos.
En este
empeño de recuperación moral la Iglesia debe estar y está en primera
línea: de aquí la invocación que brota del corazón de sus miembros -de
todos nosotros para obtener ante todo la ayuda de una luz de lo Alto. El
Espíritu de Dios sale al encuentro de esta súplica mediante el don de
consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la
prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe
hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes (por ejemplo, de dar respuesta a la vocación), o de un camino que recorrer entre dificultades y obstáculos.
Y en realidad la experiencia confirma que «los pensamientos de los
mortales son tímidos e inseguras nuestras ideas», como dice el Libro de
la Sabiduría (9, 14).
3. El don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma (cfr San Buenaventura, Collationes de septem don is Spiritus Sancti, VII, 5). La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano»
del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva
pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en
una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil.
El cristiano, ayudado por este don, penetra en el verdadero sentido de
los valores evangélicos, en especial de los que manifiesta el sermón de
la montaña (cfr Mt 5-7).
Por
tanto, pidamos el don de consejo. Pidámoslo para nosotros y, de modo
particular, para los Pastores de la Iglesia, llamados tan a menudo, en
virtud de su deber, a tomar decisiones arduas y penosas.
Pidámoslo por intercesión de Aquella a quien saludamos en las letanías como Mater Boni Consilii, la Madre del Buen Consejo.
Fortaleza: Fuerza
sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza. Para obrar
valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las
contrariedades de la vida. Para resistir las instigaciones de las
pasiones internas y las presiones del ambiente. Supera la timidez y la
agresividad.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 14-V-89
1.
En nuestro tiempo muchos ensalzan la fuerza física, llegando incluso a
aprobar las manifestaciones extremas de la violencia. En realidad, el
hombre cada día experimenta la propia debilidad, especialmente en el
campo espiritual y moral, cediendo a los impulsos de las pasiones
internas y a las presiones que sobre el ejerce el ambiente circundante.
2. Precisamente para resistir a estas múltiples instigaciones es necesaria la virtud de la fortaleza, que es una de las cuatro virtudes cardinales sobre las que se apoya todo el edificio de la vida moral: la fortaleza es la virtud de quien no se aviene a componendas en el cumplimiento del propio deber.
Esta
virtud encuentra poco espacio en una sociedad en la que está difundida
la práctica tanto del ceder y del acomodarse como la del atropello y la
dureza en las relaciones económicas, sociales y políticas. La timidez y la agresividad son dos formas de falta de fortaleza
que, a menudo, se encuentran en el comportamiento humano, con la
consiguiente repetición del entristecedor espectáculo de quien es débil y
vil con los poderosos, petulante y prepotente con los indefensos.
3. Quizá nunca como hoy, la virtud moral de la fortaleza tiene necesidad de ser sostenida por el homónimo don del Espíritu Santo. El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural, que da
vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino
también en las habituales condiciones de dificultad: en la lucha por
permanecer coherentes con los propios principios; en el soportar ofensas
y ataques injustos; en la perseverancia valiente, incluso entre
incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad y de la
honradez.
Cuando experimentamos, como Jesus en Getsemani, «la
debilidad de la carne» (cfr Mt 26, 41; Mc 14, 38), es decir, de la
naturaleza humana sometida a las enfermedades físicas y psíquicas,
tenemos que invocar del Espíritu Santo el don de la fortaleza para
permanecer firmes y decididos en el camino del bien. Entonces podremos
repetir con San Pablo: «Me complazco en mis flaquezas, en las injurias,
en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por
Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor
12, 10).
4. Son muchos los seguidores de Cristo -Pastores y
fieles, sacerdotes, religiosos y laicos, comprometidos en todo campo del
apostolado y de la vida social- que, en todos los tiempos y también en
nuestro tiempo, han conocido y conocen el martirio del cuerpo y del
alma, en íntima unión con la Mater Dolorosa junto la Cruz. ¡Ellos lo han
superado todo gracias a este don del Espíritu!
Pidamos a Maria, a
la que ahora saludamos como Regina caeli, nos obtenga el don de la
fortaleza en todas las vicisitudes de la vida y en la hora de la muerte.
Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 23-IV-89
1.
La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo, que hemos comenzado en
los domingos anteriores, nos lleva hoy a hablar de otro don: el de
ciencia, gracias al cual se nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el Creador.
Sabemos
que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de
las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una
interpretación naturalista del mundo; ante la multiforme riqueza de las
cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de
absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin
supremo de su misma vida. Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las
riquezas, del placer, del poder que precisamente se pueden derivar de
las cosas materiales. Estos son los ídolos principales, ante los que el
mundo se postra demasiado a menudo.
2.
Para resistir esa tentación sutil y para remediar las consecuencias
nefastas a las que puede llevar, he aquí que el Espíritu Santo socorre
al hombre con el don de la ciencia. Es esta la que le ayuda a valorar
rectamente las cosas en su dependencia esencial del Creador. Gracias a
ella -como escribe Santo Tomás-, el hombre no estima las criaturas más
de lo que valen y no pone en ellas, sino en Dios, el fin de su propia
vida (cfr S. Th., 11-II, q. 9, a. 4).
Así logra
descubrir el sentido teológico de lo creado, viendo las cosas como
manifestaciones verdaderas y reales, aunque limitadas, de la verdad, de
la belleza, del amor infinito que es Dios, y como consecuencia, se
siente impulsado a traducir este descubrimiento en alabanza, cantos,
oración, acción de gracias. Esto es lo que tantas veces y de
múltiples modos nos sugiere el Libro de los Salmos. ¿Quien no se acuerda
de alguna de dichas manifestaciones? "El cielo proclama la gloria de
Dios y el firmamento pregona la obra de sus manos" (Sal 18/19, 2; cfr
Sal 8, 2); "Alabad al Señor en el cielo, alabadlo en su fuerte
firmamento... Alabadlo sol y Luna, alabadlo estrellas radiantes" (Sal
148, 1. 3).
3. El hombre,
iluminado por el don de la ciencia, descubre al mismo tiempo la infinita
distancia que separa a las cosas del Creador, su intrínseca limitación,
la insidia que pueden constituir, cuando, al pecar, hace de ellas mal
uso. Es un descubrimiento que le lleva a advertir con pena su miseria y
le empuja a volverse con mayor Ímpetu y confianza a Aquel que es el
único que puede apagar plenamente la necesidad de infinito que le acosa.
Esta
ha sido la experiencia de los Santos... Pero de forma absolutamente
singular esta experiencia fue vivida por la Virgen que, con el ejemplo
de su itinerario personal de fe, nos enseria a caminar "para que en
medio de las vicisitudes del mundo, nuestros corazones estén firmes en
la verdadera alegria" (Oración del domingo XXI del tiempo ordinario).
Piedad:
Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para
con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo
Padre. Clamar ¡Abba, Padre!
Un
hábito sobrenatural infundido con la gracia santificante para excitar
en la voluntad, por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios
considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para
con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre.
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 28-V-1989.
1.
La reflexión sobre los dones del Espíritu Santo nos lleva, hoy, a
hablar de otro insigne don: la piedad. Mediante este, el Espíritu sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos.
La ternura,
como actitud sinceramente filial para con Dios, se expresa en la
oración. La experiencia de la propia pobreza existencial, del vació que
las cosas terrenas dejan en el alma, suscita en el hombre la necesidad
de recurrir a Dios para obtener gracia, ayuda y perdón. El don de la
piedad orienta y alimenta dicha exigencia, enriqueciéndola con
sentimientos de profunda confianza para con Dios, experimentado
como Padre providente y bueno. En este sentido escribía San Pablo:
«Envió Dios a su Hijo..., para que recibiéramos la filiación adoptiva.
La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo...» (Gal 4, 4-7; cfr Rom 8, 15).
2. La ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos,
haciendo su Corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre
del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los
demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de
Dios, que es la Iglesia. Por esto el se siente impulsado a tratarlos con
la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El don de la piedad, además,
extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son
la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos
de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la civilización del amor.
3. Invoquemos del Espíritu Santo una renovada efusión de este don, confiando nuestra súplica a la intercesión de Maria, modelo sublime de ferviente oración y de dulzura materna. Ella, a quien la Iglesia en las Letanías lauretanas Saluda como Vas insignae devotionis,
nos ensetie a adorar a Dios «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23) y a
abrirnos, con corazón manso y acogedor, a cuantos son sus hijos y, por
tanto, nuestros hermanos. Se lo pedimos con las palabras de la «Salve
Regina»: «i... 0 clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria!».
Temor de Dios: Espíritu
contrito ante Dios, concientes de las culpas y del castigo divino, pero
dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios,
humildemente reconociendo nuestra debilidad. Sobre
todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se preocupa de no
disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de
"permanecer" y de crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
S.S. Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo, 11 -VI-1989.
1.
Hoy deseo completar con vosotros la reflexión sobre los dones del
Espíritu Santo. El Ultimo, en el orden de enumeración de estos dones, es
el don de temor de Dios.
La
Sagrada Escritura afirma que "Principio del saber, es el temor de
Yahveh" (Sal 110/111, 10; Pr 1, 7). ¿Pero de que temor se trata? No ciertamente de ese «miedo de Dios» que impulsa a evitar pensar o acordarse de El, como de algo que turba e inquieta.
Ese fue el estado de ánimo que, según la Biblia, impulsó a nuestros
progenitores, después del pecado, a «ocultarse de la vista de Yahveh
Dios por entre los árboles del jardín» (Gen 3, 8); este fue también el
sentimiento del siervo infiel y malvado de la parábola evangélica, que
escondió bajo tierra el talento recibido (cfr Mt 25, 18. 26).
Pero
este concepto del temor-miedo no es el verdadero concepto del temor-don
del Espíritu. Aquí se trata de algo mucho más noble y sublime: es el
sentimiento sincero y trémulo que el hombre experimenta frente a la
tremenda malestas de Dios, especialmente cuando reflexiona sobre las
propias infidelidades y sobre el peligro de ser «encontrado falto de
peso» (Dn 5, 27) en el juicio eterno, del que nadie puede escapar. El
creyente se presenta y se pone ante Dios con el «espíritu contrito» y
con el «corazón humillado» (cfr Sal 50/51, 19), sabiendo bien que debe
atender a la propia salvación «con temor y temblor» (Flp, 12). Sin
embargo, esto no significa miedo irracional, sino sentido de
responsabilidad y de fidelidad a su ley.
2. El Espíritu Santo asume todo este conjunto y lo eleva con el don del temor de Dios. Ciertamente ello no
excluye la trepidación que nace de la conciencia de las culpas
cometidas y de la perspectiva del castigo divino, pero la suaviza con la
fe en la misericordia divina y con la certeza de la solicitud paterna
de Dios que quiere la salvación eterna de todos. Sin embargo, con este
don, el Espíritu Santo infunde en el alma sobre todo el temor filial,
que es el amor de Dios: el alma se preocupa entonces de no disgustar a
Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de "permanecer" y de
crecer en la caridad (cfr Jn 15, 4-7).
3. De este santo
y justo temor, conjugado en el alma con el amor de Dios, depende toda
la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad,
de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos.
Recordemos la exhortación del Apóstol Pablo a sus cristianos: "Queridos
míos, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu,
consumando la santificación en el temor de Dios» (2 Cor 7, 1).
Es
una advertencia para todos nosotros que, a veces, con tanta facilidad
transgredimos la ley de Dios, ignorando o desafiando sus castigos.
Invoquemos al Espíritu Santo a fin de que infunda largamente el don del
santo temor de Dios en los hombres de nuestro tiempo. Invoquémoslo por
intercesión de Aquella que, al anuncio del mensaje celeste o se
conturbó» (Lc 1, 29) y, aun trepidante por la inaudita responsabilidad
que se le confiaba, supo pronunciar el fiat» de la fe, de la obediencia y
del amor.
Mas sobre el temor de Dios >>>
Distinción entre las virtudes y los dones
Por: | El hombre: | En orden a los actos: |
la Virtud adquirida | se dispone para ser movido por la simple razón natural | naturalmente buenos. |
la Virtud infusa | se dispone para ser movido por la razón iluminada por la fe | sobrenaturales al modo humano. |
los Dones del Espíritu Santo | se connaturaliza con los actos a que es movido por el Espíritu Santo | sobrenaturales al modo divino o sobrehumano. |
Hay muchas similitudes entre las virtudes y los dones:Ambos
son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Ambos
buscan practicar el bien honesto y tienen el mismo fin remoto: la
perfección del hombre.
Pero hay diferencias:1: La causa motora: Las virtudes son movidas por la razón vs. Los dones del E.S. son movidos directamente el Espíritu Santo.
-Las
virtudes disponen para seguir el dictamen de la razón razón humana
(ilustrada por la fe si se trata de virtud infusa), bajo la previa
moción de Dios (gracia actual)
-Los dones son movidos por el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
2: El objeto formal. (virtudes) Actúan por razones humanas vs. (dones del ES) Actúan por razones divinas . Los dones del ES transcienden la esfera de la razón humana, aun de la razón iluminada por la fe.
3: (virtudes) Modo humano vs. (dones del ES) modo divino
-Las
virtudes infusas tienen por motor al hombre y por norma la razón humana
iluminada por la fe. Se deduce que sus actos son a modo humano.
-En
cambio los dones tienen por causa motora y por norma el mismo Espíritu
Santo, sus actos son a modo divino o sobrehumano. De esto se deduce que
las virtudes infusas son imperfectas por la modalidad humana de su obrar
y es imprescindible que los dones del Espíritu Santo vengan en su ayuda
para proporcionarles su modalidad divina, sin la cual las virtudes no
podrán alcanzar su plena perfección.
4: (virtudes) Uso a nuestro arbitrio vs. (dones del ES) al arbitrio divino .
-Se
deduce de las diferencias anteriores que el hábito de las virtudes
infusas lo podemos usar cuando nos plazca -presupuesta la gracia actual,
que a nadie se niega-
-mientras que los dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos. Los dones de Espíritu no confieren al alma más que la facilidad para dejarse mover,
de manera conciente y libre, por el Espíritu Santo, quien es la única
causa motora de ellos. Nuestra parte es solo disponernos. Ej.:
refrenando el tumulto de las pasiones, afectos desordenados,
distracciones, etc.
"La
primera oración que sentí, a mi parecer, sobrenatural, que llamo yo lo
que con industria ni diligencia no se puede adquirir aunque mucho se
procure, aunque disponerse para ello sí y debe de hacer mucho al caso..." -Sta. Teresa de Avila, Relación Ira al P. Rodrigo 3
Dones en las Sagradas Escrituras
Sabemos de la existencia de los dones por la Biblia.
Según Sto. Tomás de Aquino, la sabiduría pagana desconocía los dones del Espíritu Santo.
Isaías menciona seis de los dones (falta el don de piedad)
Isaías 11:1-3Saldrá un vástago del tronco de Jesé,
y un retoño de sus raíces brotará.
Reposará sobre él el espíritu de Yahveh:
espíritu de sabiduría e inteligencia,
espíritu de consejo y fortaleza,
espíritu de ciencia y temor de Yahveh.
Este
texto es mesiánico. Se refiere propiamente al Mesías. No obstante, os
Santos Padres lo extienden también a los fieles de Cristo en virtud del
principio universal de la economía de la gracia que enuncia San Pablo
cuando dice: "Porque a los que de antes conoció, a ésos los predestinó a
ser conformes con la imagen de su Hijo" Rm 8:29.
San
Pablo describe el don de Piedad: "No habeis recibido el espíritu de
siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de
adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da
testimonio de que somos hijos de Dios" Rom 8:14-17
Otros textos que revelan los dones:
AT:
Gen 41:38; Ex 31:3; Num 24:2; Deut 34:9; Ps 31:8; 32:9; 118, 120;
142:10; Sap 7:28; 7:7; 7:22; 9:17; 10:10; Eccli 15:5; Is 11:2; 61:1;
Mich 3:8.
NT: Lc 12:12; 24:25; Jn 3:8; 14:17; 14:26; Hechos 2:2; 2:38; Rm 8:14; 8:26; 1 Cor 2:10; 12:8; Apoc 1:4; 3:1; 4:5; 5:6.
Padres de la IglesiaTanto
los Padres griegos como los latinos hablan con frecuencia de los dones
del Espíritu Santo, aunque con diversos nombres: dona, munera,
charismata, spiritus, virtutes, etc.
Editado por el Padre Jordi Rivero
Fuentes principales:
-Catecismo de la Iglesia Católica
-Juan Pablo II, Catequesis sobre el Credo
-Royo Marín, Teología de la Perfección#117s, BAC
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