Lat. Ego, yo, uno mismo), el nombre que se le da a aquellos sistemas éticos que sostienen que el amor propio es la fuente de toda acción racional y determina la conducta moral. En un sentido general del término, se puede llamar egoísta a cualquier sistema que obtiene algo bueno del ego, el final y motivo de una acción. El nombre, sin embargo, se ha adecuado por su uso a aquellos sistemas que hacen que el único fin de la conducta sea la felicidad, el placer o la mejora personal. De una u otra forma, y con varias modificaciones, el principio está presenta a través de las teorías de las escuelas cirenaica, epicúrea, utilitarista y evolucionaria; y, ligeramente oculto, está latente en el fondo del altruismo utilitarista. Su expresión típica se encuentra en Hobbes y Mandeville, mientras que Jeremy Bentham, combinándola con el otro principio afín, que el placer y el dolor son lo único bueno y malo, la expresa con exactitud en su carácter pleno como hedonismo egoísta. Dos de las afirmaciones de Bentham, cuando se toman juntas, exponen concisamente la doctrina egoísta.
“El placer, en sí, es bueno, de hecho, dejando a un lado la inmunidad del dolor, es lo único bueno. El dolor, en sí, es malo, y de hecho sin excepción, lo único malo; de lo contrario, las palabras bueno y malo no tienen significado.” (Principios de Moral y Legislación, cap. ix.)
“La búsqueda de motivos es una de las causas notables del desconcierto del hombre en la investigación de la cuestión de los morales. Pero ésta es una búsqueda en la que cada momento utilizado es un momento desperdiciado. Todos los motivos son absolutamente buenos, nunca nadie ha tenido, puede, o pudo haber tenido un motivo distinto a buscar el placer o huir al dolor.” (Deontología, vol. I, p. 126.)
El incuestionable hecho que los hombres sí experimentan sentimientos de benevolencia y realizan acciones desinteresadas, ofrece una dificultad obvia al egoísta. Hobbes busca evadirla al reducir impulsos altruistas a esperanzas y miedos personales. Los hedonistas posteriores, volviendo al principio de la asociación de ideas, sostienen que la virtud, la que al principio se busca sólo por el placer que trae consigo, viene después, a través de una confusión de medios y final, a buscarse por su valor en sí misma. Innumerables análisis han mostrado que el placer y el dolor no pueden medirse, y aún menos para estimar la cantidad de diferentes placeres al considerar sus variadas dimensiones—intensidad, duración, cercanía, certeza, pureza (estar libre del dolor), provecho—comúnmente se considera como un ejemplo de ridiculez.
Éste planteamiento fundamental de hedonismo egoísta es, por lo tanto, falaz. Pero un vicio más profundo y pernicioso del sistema se halla en su principio primordial que el interés propio es el único motivo de acción humana. Ésta doctrina reduce toda virtud a simple cálculo egoísta, viola nuestros sentimientos morales más vivos al reducir los impulsos más importantes y nobles a una búsqueda de placer personal. Decir que el hombre es incapaz de actuar por cualquier motivo que no sea el interés propio, es degradar la naturaleza humana. La humanidad, en general, entiende muy claramente que el interés propio es una cosa y la virtud otra muy distinta, que la abnegación y la devoción heroica sí existen, y no son vicio e inmoralidad; que una acción meritoria desafía nuestro beneplácito en proporción al desinterés del agente. Que se sepa que el héroe de lo que al principio consideramos un brillante acto de sacrificio propio, después de todo, no tenía otro motivo que conseguir algún provecho para sí mismo, e inmediatamente aparece no sino como un vulgar mercenario. Como dice Lecky, “Ningún epicúreo podría declarar, ante una audiencia popular, que el único propósito de su vida es la búsqueda de su felicidad propia sin un arranque de indignación y desacato, ningún hombre podría conscientemente hacer esto—lo que, de acuerdo a la teoría egoísta, es el único motivo racional y de hecho posible de acción—el objeto deliberado de todos sus compromisos sin que su carácter se vuelva despreciable y degradado.” (Morales Europeos, vol. I, p. 35). Además, si se hace que el impulso egoísta sea el único e inconquistable motivo de acción, es inútil hablar de obligación y deber. Ni puede el hedonista, consistentemente con su teoría, aseverar que él garantiza el preeminente valor de la virtud al reconocer que la felicidad que de ésta se deriva sea la forma más alta de placer. Porque, si un tipo de conducta produce éste placer, mientras que otro no lo hace, entonces evidentemente debe haber alguna diferencia esencial, no encontrada en las teorías egoísta y hedonista, entre la conducta correcta y equivocada, en virtud de la cual producen resultados opuestos de felicidad y dolor para el agente. Pero los juicios morales no se reducen a cálculos de interés propio; y si nos comprometemos a clasificar la conducta exclusivamente por las ventajas, en términos del placer y el dolor, que se obtendrán de ella, seremos forzados a valorar como inmorales aquellas acciones virtuosas que el juicio racional del hombre condena; mientras que, por otro lado, seremos obligados a tachar de erróneos actos de abnegación como, en toda la vida y la literatura, los que desafían el honor y reverencias más altas.
En el fondo de los errores del hedonismo egoísta, yace una verdad que éste sistema malinterpreta y corrompe. Por muy completos y desinteresados que seamos, nunca podemos quitarnos a uno mismo. La constitución de su naturaleza obliga al hombre a buscar su bien, sin importar que pueda errar en la elección intencional que hace entre los varios bienes que solicitan sus esfuerzos. El objetivo que Dios estableció para él es alcanzar ése bien mayor, el cual consiste en hacer realidad la perfección moral de su naturaleza. Éste bien se busca, porque sí, principalmente, y en su cadena sigue a la felicidad como, si se puede permitir la expresión, una consecuencia automática. Ésta realización propia no es egoísmo; porque el egoísmo hace que uno mismo sea el centro, el principio y el final de la acción. Por otro lado, el hombre justo se somete a la moral buena, lo que en el último análisis se identifica con Dios. En éste sentido, como lo señala Aristóteles, se puede decir que el hombre bueno se ama a sí mismo.
Porque se da a sí mismo lo que es de mayor honra, y los mejores bienes, gratifica la parte autoritativa de sí mismo, y le obedece en todo. Por lo tanto, debe amarse a sí mismo, de un modo diferente al de la persona a quien se le critica esto, y debe diferir en un grado tan grande como el vivir en obediencia a la razón difiere del vivir en obediencia a la pasión, y como difiere el desear lo honorable de desear lo que parece ser de provecho. (Ética Nicomáquea, Libro IX, cap. viii, 6, 7.)
Cuando Kant declaró que el deber tiene qué cumplirse exclusivamente por el interés del deber, haciendo caso omiso de todas las consideraciones de felicidad o bienestar, ignoró el hecho que, al anexar la felicidad como acompañante del bien que el Creador evidentemente pretende que podamos legítimamente aspirar a nuestra propia felicidad, siempre que no alteremos el orden que hace a la felicidad secundaria al bien. El deber no lo es todo ni la meta final... Es un medio para alcanzar nuestro objetivo y bien supremos.
JAMES J. FOX Transcrito por Rick McCarty Traducido por Leonel Antonio Orozco.
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