Un espantoso infanticidio en 1910
Día 25/09/2014 - 18.00h
Lo que vamos a contar a propósito de la fotografía de hoy es espantoso. Es la muestra de que el mal existe, y está entre nosotros. Miren las caras de estos hombres y verán el rostro del Mal. Sin paliativos.
Empezaremos con un resumen suave del crimen que dio origen a la expresión «El Hombre del Saco» y «El Sacamantecas». Imaginen un pequeño pueblo de Almería en 1910. Francisco Ortega, alias «El Moruno» padece una tuberculosis que le carcome. Una curandera le pone en contacto con un sujeto que entre otras fechorías se hace pasar por curandero. La cura es sencilla: «El Moruno» debe beber la sangre de un niño y untarse el pecho con las entrañas calientes de la criatura.
Los sujetos salen de «caza» y atrapan a una pobre criatura de siete añitos, Bernardo González Parra, que juega a las afueras del pueblo. Le introducen boca abajo en un saco y se lo llevan. Le desangran con un cuchillo y le extraen, aún con vida, las entrañas, para untar el pecho del tuberculoso. Leona murió en la cárcel antes de poder recibir el garrote vil. «El Moruno» y la curandera fueron ejecutados.
Esta es la narración suave de los hechos. A continuación reproducimos la crónica de ABC del 11 de agosto de 1910. Les advertimos que narra con todo lujo de detalles el crimen espantoso del pobre Bernardo.
«Gádor es un pueblo de unos 800 vecinos, estación en la línea férrea de Linares a Almería, a 15 kilómetros de esta última ciudad. Un poco más abajo de Gádor está Rioja, otro pueblo de 400 vecinos. En este pueblo, y en una cueva, vivía, miserablemente un matrimonio con su hijo Bernardo González, hermoso niño de siete años.
En Gádor vivía Francisco Leona, de setenta años, viudo, con hijos y nietos y sujeto de muy pésimos antecedentes.
En dos cortijos próximos viven dos familias. Una de ellas, compuesta de Pedro Hernández y Agustina Rodríguez y sus hijos, José y Julio. La otra la componen Francisco Ortega, el Moruno, y su mujer, Antonia López, con varios hijos.
El crimen
El Moruno está enfermo. Es un tuberculoso que ha sufrido varios ataques de disnea. El viejo Leona, además de su fama de hombre malo, la tiene de curandero. La familia del Moruno le consultó sobre la enfermedad de éste.
-El remedio es sencillo para acabar con esos «ajogos»—parece que dijo;—con que beba la sangre caliente de un niño y con que le pongáis después- las mantecas del propio niño sobre la tapa del pecho, ya está curado.
Y a aquellos salvajes se les ocurrió poner inmediatamente en práctica aquel terrible plan curativo.
La víctima fue el niño Bernardo González, de quien antes hemos hablado. Francisco Leona y Julio, provistos de un saco, marcharon en busca del niño. Estaba bañándose con otros dos niños de su edad próximamente en las cercanías de Rioja, cuando llegaron los feroces criminales, diciéndole que iban a coger brevas y albaricoques y que lo llevaban al cortijo de Araoz, donde estaba su hermano; el muchacho los acompañó voluntariamente algún trayecto; mas, bien por instinto, bien porque el feroz semblante de los que habían de ser sus asesinos llevase retratados los miserables y monstruosos propósitos que les animaban, Bernardo quiso retroceder, y furioso el Leona lo cogió, al propio tiempo que ordenaba a Julio que abriera el saco, metiendo en él, con la cabeza para abajo, al inocente niño.
Dadas las vueltas al saco que Julio decía, para que la misma tela sirviera de mordaza, carga el salvaje con el niño al hombro, atravesando barrancos y parrales, hasta llegar donde la repulsiva vieja Agustina Rodríguez los esperaba. También esperaba el Moruno provisto de una olla de porcelana, con la paciencia de un tigre, la hora en que había de ser sacrificada la existencia de un niño que aquellos malvados habían de inmolar.
A las nueve de la noche llegó José Hernández a su casa, donde esperaban los cuatro asesinos, y procedieron al sacrificio del pobre niño. Entre Julio Hernández, su hermano Tose y su infame madre Agustina sujetaron a la desdichada criatura, en tanto que el miserable verdugo, el monstruoso Leona, provisto de una navaja de hoja y filo finísimos, abrió una ancha herida en la parte alta del costado, cortándole las arterias que afluyen al corazón, en tanto que el salvaje Moruno I sostenía junto al borde de la herida la olla donde recogía la sangre de su víctima, que bebió momentos después, como el elixir que había de salvarle la vida.
Terminada la monstruosa operación, y, quizá, con vida todavía el pobre niño, pusiéronse a discutir quién había de trasladarlo a la sepultura eme de antemano habían buscado.
El tío Leona, director de aquella banda de asesinos sin entrañas, quien en la extracción de la sangre tuvo un poderoso auxiliar, puesto que el derramamiento que había de existir al abrir el cuerpo del niño era infinitamente menor, armado de una navaja barbera, llamada vulgarmente verduguillo, abrió aquel cuerpo infantil con la ayuda de Julio, que para mayor comodidad del empedernido criminal sostenía los bordes de la atroz herida, extrajo las substancias que según su bestial ciencia habían de hacerle recuperar al Moruno la salud perdida.
Y ante aquel horripilante cuadro, ante tan atroz espectáculo, que puede ofrecer el cuerpo de un niño abierto en canal, Francisco Ortega se colocó en el pecho un emplasto de aquellas mantecas.
Nueva infamia
Los sanguinarios Leona, Julio, José y seguramente Agustina, hecha la operación, trasladaron al niño Bernardo al barranco del Jalbo.
Los criminales pensaron, sin duda en desfigurar la cara del muchacho, y colocando el cadáver en un hoyo, y sin el menor respeto para el cadáver de su víctima, le machacaron la cabeza atrozmente, dejando pegada a las piedras la masa encefálica de aquella cabeza rubita, que tantos mimos recibiera en vida de sus desgraciados padres.
Todos los procesados, a excepción del Francisco el Moruno, están ya convictos y confesos, y, por lo tanto, se ha desvanecido el temor que el público abrigaba al principio de que el odioso crimen quedara impune.
La vieja Agustina no ha puesto todavía de manifiesto la cantidad recibida de Antonio López, mujer de el Moruno, a cambio del terrible sacrificio, porque sobre ello hace mostrado hasta aquí impenetrable; pero, según Julio, el precio de su hazaña ha sido la cantidad de tres mil reales, que son los que han servido de pago a estos feroces sicarios, después de la perpetración de su delito infame, de su delito espantoso, que no se justifica ni por todo el oro del universo»
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