Si hacemos un rápido repaso de los iconos religiosos de las viejas civilizaciones, la respuesta sería un rotundo sí.
Por lo visto hemos elevado a la categoría divina a perros, toros, halcones, cabras, ciervos, escorpiones, monos, escarabajos, gansos, hipopótamos, etc. Y eso sin contar a los híbridos: perros con cabeza humana (esfinges); toros, caballos, cabras y personas (ángeles) con alas; leones con cabeza de pájaro (grifos); dragones; serpientes emplumadas; quimeras; y muchos otros mestizos fantásticos. Sin embargo, es posible que todo este zoológico sagrado sóo fuera apariencia. Nadie en sus cabales se inclina ante un escarabajo como tal escarabajo, y cada vez más se afirma la idea de que estos bichos no se veían como dioses en sí mismos, sólo los representaban. Eran el símbolo del dios, el símbolo que había escogido la divinidad para manifestarse.
Animaladas divinas.
El porqué de ese aspecto concreto es algo con lo que seguiremos especulando toda la vida, aunque hay casos más evidentes que otros. Los ángeles que vemos pintados en las iglesias tienen alas porque las necesitan para flotar en el cielo. Si buscamos un símbolo que encamine y a la vez proteja, veremos esas condiciones en la figura de un perro. En el caso de Anuvis, encargado de guiar y proteger al espíritu difunto. Pero el perro también defiende. Para eso está Cerbero, el can que guarda la puerta del más allá. Horus es un halcón porque hay que imaginarlo como un poderoso pájaro que todo lo ve desde su privilegiada posición en lo más alto del cielo. Hoy recurrimos a esa misma metáfora (el ojo de halcón) para que dicte su oráculo en el juego del tenis. Deberíamos llamarlo ojo de Horus, porque si bien el aparato es nuestro, el concepto es suyo.
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