(Martirio
de Policarpo)
La Iglesia
de Dios que reside en Esmirna a la Iglesia de Dios que
reside en Filomelio, y a todas las fraternidades de la santa
y universal Iglesia que reside en todo lugar, misericordia y
paz y amor de Dios el Padre y nuestro Señor Jesucristo os
sean multiplicados.
I.
Os escribimos, hermanos, un relato de lo que sucedió a los
que sufrieron martirio, y en especial al bienaventurado
Policarpo, que puso fin a la persecución, habiendo puesto
sobre ella, por así decirlo, el sello de su martirio.
Porque casi todos los sucesos antes mencionados acaecieron
para que el Señor pudiera mostrarnos una vez más un
ejemplo de martirio que es conforme al Evangelio. Porque fue
demorándolo para que pudiera ser entregado, como hizo el Señor,
con miras a que nosotros también pudiéramos ser imitadores
suyos, no mirando sólo a lo que nos afecta a
nosotros, sino también a lo que afecta a nuestros prójimos.
Porque incumbe al amor verdadero y firme no sólo desear
ser uno salvado, sino también que lo sean los hermanos.
II.
Benditos y nobles son, pues, todos los martirios que tienen
lugar según la voluntad de Dios (porque nos corresponde ser
muy escrupulosos y asignar a Dios el poder sobre todas las
cosas). Porque, ¿quién podría dejar de admirar su nobleza
y resistencia paciente y lealtad al Señor, siendo así que
cuando eran desgarrados por los azotes, de modo que el
interior de su carne quedaba visible incluso hasta las venas
y arterias de dentro, lo soportaban con paciencia, de modo
que los mismos que lo contemplaban tenían compasión y
lloraban; en tanto que ellos mismos alcanzaban un grado tal
de valor que ninguno de ellos lanzó un grito o un gemido,
mostrándonos con ello a todos que en aquella hora los mártires
de Cristo que eran torturados estaban ausentes de la carne,
o, mejor dicho, que el Señor estaba presente y en comunión
con ellos? Y prestando atención a la gracia de Cristo,
despreciaban las torturas del mundo, comprando al coste de
una hora el ser librados de un castigo eterno. Y hallaron
que el fuego de sus inhumanos verdugos era frío: porque tenían
puestos los ojos en el hecho de ser librados del fuego
eterno que nunca se apaga; en tanto que los ojos de sus
corazones contemplaban las buenas cosas que están
reservadas para aquellos que soportan con paciencia cosas que
no oyó ningún oído o ha visto ojo alguno, y que nunca han
entrado en el corazón del hombre, pero que les fueron
mostradas a ellos porque ya no eran hombres, sino ángeles.
Y de la misma manera también los que fueron condenados a
las fieras soportaron castigos espantosos, ya que les
hicieron echar sobre conchas aguzadas y sufrir otras formas
de torturas diversas, para que el diablo pudiera conseguir
que se retractaran, de ser posible, por la persistencia del
castigo; pues el diablo intentó muchas añagazas contra
ellos.
III.
Pero, gracias a Dios, El prevaleció contra todo. Porque el
noble Germánico animó la pusilanimidad de ellos por medio
de la constancia que había en él; y luché con las fieras
en una forma destacada. Porque cuando el procónsul deseaba
prevalecer sobre él y le mandó que tuviera compasión de
su juventud, él, haciendo uso de violencia, arrastró a la
fiera hacia él, deseando conseguir más rápidamente ser
librado de su vida injusta y arbitraria. De modo que después
de esto la multitud, asombrada del valor de los cristianos
amados de Dios y temerosos de Dios, levantó un clamor: «Fuera
los ateos; que vayan a buscar a Policarpo.»
IV.
Pero un hombre, que se llamaba Quinto, un frigio llegado
recientemente de Frigia, cuando vio las fieras se acobardó.
Fue él que se había forzado a sí mismo y a otros a
presentarse por su propia y libre voluntad. De éste el procónsul,
con muchos ruegos, consiguió que hiciera el juramento y
ofreciera incienso. Por esta causa, pues, hermanos, no
alabamos a los que se entregan ellos mismos, puesto que el
Evangelio no nos enseña esto.
V.
Ahora bien, el glorioso Policarpo, al principio, cuando
lo oyó, lejos de desanimarse, tenía deseos de permanecer
en la ciudad; pero la mayoría le persuadieron a que se
retirara. Así que se retiró a una casa de campo no lejos
de la ciudad; y allí se quedó con unos pocos compañeros,
no haciendo otra cosa noche y día que orar por todos los
hombres y por las iglesias por todo el mundo; porque ésta
era su costumbre constante. Y mientras estaba orando tuvo
una visión tres días antes de su captura; y vio que su
almohada estaba ardiendo. Y se volvió y dijo a los que
estaban con él: «Es menester que sea quemado vivo.»
VI.
Y como los que le estaban buscando persistían, él se fue a
otra casa de campo; y al poco llegaron allí los que le
buscaban, y como no le hallaron, echaron mano de dos
muchachos esclavos, uno de los cuales confesó bajo tortura;
porque le era imposible permanecer escondido cuando las
mismas personas que le habían delatado eran gente de su
propia casa. Y el capitán de los gendarmes, que resulté
precisamente llamarse Herodes, tenía muchos deseos de
llevarle al estadio. (Esto sucedió para que pudiera cumplir
su suerte designada, o sea, el ser hecho participante con
Cristo, en tanto que ellos —los que le traicionaban—
sufrían el mismo castigo de Judas.
VII.
Así que llevándose al muchacho con ellos, en viernes,
hacia la hora de la cena, los gendarmes y jinetes se
dirigieron con sus armas acostumbradas, apresurándose como
contra un ladrón. Y llegando todos ellos tarde al
anochecer, hallaron al hombre echado en cama en un aposento
alto de cierta cabaña; y aunque él podría haberse ido a
otro lugar, no quiso, diciendo: Sea hecha la voluntad de
Dios. Así que cuando oyó que venían, se dirigió
hacia abajo y conversó con ellos, en tanto que los
presentes se maravillaban de su edad y de su constancia,
preguntándose cómo podía haber tanta ansia para
aprehender a un anciano como él. Con lo cual,
inmediatamente dio orden de que se dispusiera una mesa para
ellos, para que comieran y bebieran en aquella hora tanto
como desearan. Y les persuadió a concederle una hora para
que pudiera orar sin ser molestado; y cuando ellos
consintieron, él se levantó y oró, estando tan lleno de
la gracia de Dios, que durante dos horas no pudo callar, y
todos los que le oían estaban asombrados, y muchos se
arrepentían de haber acudido contra un anciano tan
venerable.
VIII.
Pero cuando finalmente puso fin a su oración, después de
recordar a todos los que en. un momento u otro habían
estado en contacto con él, pequeños y grandes, altos y
bajos, y a toda la Iglesia universal por todo el mundo, llegó
la hora de partir, y le sentaron sobre un asno y le llevaron
a la ciudad, y era un gran sábado. Y fue recibido por
Herodes, el capitán de la policía y por su padre Nicetes,
los cuales le hicieron bajar de su montura y subir a su
carruaje, y procuraron convencerle, sentándose ellos a su
lado y diciéndole: «~,Qué mal hay en decir César es Señor,
y en ofrecerle incienso», añadiendo a esto «y con ello
salvarte?» Pero él al principio no les dio respuesta. Sin
embargo, cuando ellos persistieron, les dijo: «No voy a
hacer lo que me aconsejáis.» Entonces ellos, viendo que no
podían persuadirle, hicieron uso de amenazas y le hicieron
bajar rápidamente, de modo que se hirió en la espinilla
cuando bajaba del carruaje. Y sin volverse tan sólo, siguió
su camino al punto y rápidamente, como si nada le hubiera
sucedido, y fue llevado al estadio; y había en el estadio
un tumulto tal que no era posible oír la voz de ninguno al
hablar.
IX.
Pero cuando Policarpo entró en el estadio le llegó una voz
del cielo: «Mantente firme, Policarpo, y sé un hombre.» Y
nadie vio al que hablaba, pero los que son de los nuestros
que estaban presentes oyeron la voz. Y al final, cuando fue
traído, hubo un gran tumulto, porque oyeron que habían
capturado a Policarpo. Así pues, cuando lo presentaron
delante del procónsul, éste inquirió si él era el
hombre. Y al confesar que lo era, intentó persuadirle a que
se retractara, diciendo: «Ten respeto a tu edad», y otras
cosas apropiadas, como acostumbran decir: «Jura por el
genio de César; y retráctate y di: Fuera los ateos.»
Entonces Policarpo, con mirada solemne, contemplé toda la
multitud de paganos impíos que había en el estadio, y les
hizo señas con la mano; y gimiendo y mirando al cielo,
dijo: «Fuera los ateos.» Pero cuando el magistrado insistió
y le dijo: «Jura, y te soltaré; insulta a Cristo»,
Policarpo dijo: «Durante ochenta y seis años he sido su
siervo, y no me ha hecho mal alguno. ¿Cómo puedo ahora
blasfemar de mi Rey que me ha salvado?»
X.
Pero cuando el procónsul persistió diciendo: «Jura por el
genio del César», él contestó: «Si supones, en vano,
que voy a jurar por el genio del César, como dices, y haces
ver que no sabes quién soy, te lo diré claramente: soy
cristiano. Pero si quieres aprender la doctrina del
Cristianismo, señala un día y escúchame.» El procónsul
dijo: «Convence al pueblo.» Pero Policarpo contestó: «En
cuanto a ti, he considerado que eres digno de hablarte;
porque se nos ha enseñado a rendir honor como es debido a
los príncipes y autoridades designadas por Dios, salvo que
no sea en nuestro perjuicio; pero en cuanto a éstos, no los
considero dignos de que tenga que defenderme delante de
ellos.»
XI.
Ante lo cual el procónsul dijo: «Tengo fieras aquí y te
echaré a ellas como no te retractes.» Pero él dijo: «Que
las traigan; porque el arrepentirse de lo mejor a lo peor es
un cambio que no nos es permitido; pero es noble el cambiar
de lo perverso a lo justo.» Entonces le dijo: «Haré que
ardas con fuego si desprecias las fieras, como no te
arrepientas.» Pero Policarpo dijo: «Tú me amenazas con
fuego que arde un rato y después se apaga; pero no sabes
nada del fuego del juicio futuro y del castigo eterno, que
está reservado a los impíos. ¿Por qué te demoras? Haz lo
que quieras.»
XII.
Diciendo estas y otras cosas, iba llenándose de valor y
gozo, y su rostro se henchía de gracia, de modo que no sólo
no se desmayó ante las cosas que le decían, sino que, al
contrario, el procónsul estaba asombrado y envió a su
propio heraldo a proclamar tres veces en medio del estadio:
«Policarpo ha confesado que es un cristiano.» cuando el
heraldo hubo proclamado esto, toda la multitud, tanto de
gentiles como de judíos que vivían en Esmirna, clamó con
ira incontenible y grandes gritos: «Éste es el maestro de
Asia, el padre de los cristianos, el que derriba nuestros
dioses y enseña a muchos a no sacrificar ni adorar.»
Diciendo estas cosas, a grandes gritos pidieron al asiarca
Felipe que soltara un león a Policarpo. Pero él dijo que
no podía hacerlo legalmente, puesto que ya había dado por
terminados los juegos. Entonces ellos decidieron gritar unánimes
que Policarpo debía ser quemado vivo. Porque era menester
que se cumpliera la visión que se le había mostrado con
respecto a su almohada, cuando la vio ardiendo mientras
oraba, y volviéndose dijo a los fieles que estaban con él:
«Es menester que sea quemado vivo.»
XIII.
Estas cosas sucedieron rápidamente, más aprisa de lo que
pueden contar las palabras, y la multitud empezó a recoger
en obradores y baños leña y haces, y los judíos en
especial ayudaron, según acostumbran. Pero cuando estuvo
listo el montón de leíia, él mismo se quitó las prendas
externas y se soltó la faja, esforzándose también en
quitarse los zapatos, aunque no tenía la costumbre de
hacerlo antes, porque todos los fieles en todo momento se
esforzaban por quién tocaría antes su carne. Porque había
sido tratado con todo honor toda su vida, incluso antes de
que le salieran canas. Al punto, los instrumentos que
estaban preparados para la hoguera fueron colocados a su
alrededor; y como iban también a clavarle a la estaca, él
dijo: «Dejadme como estoy; puesto que El me ha concedido
que pueda resistir el fuego, también me concederá que
pueda permanecer inmóvil en la hoguera, sin tener que ser
sujetado por los clavos.»
XIV.
Y ellos no le clavaron, pero le amarraron. Entonces él,
colocando las manos detrás y amarrado a la estaca como un
noble cordero del gran rebaño para ser como una ofrenda, un
holocausto preparado y aceptable a Dios, mirando al cielo
dijo: «Oh Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu amado y
bendito Hijo Jesucristo, por medio del cual hemos recibido
conocimiento de Ti, el Dios de ángeles y poderes, y de toda
creación y de toda la raza de los justos, que viven en tu
presencia; te bendigo porque me has concedido este día y
hora para que pueda recibir una porción entre el número de
los mártires en la copa de [tu] Cristo en la resurrección
de vida eterna, tanto del alma como del cuerpo, en la
incorruptibilidad del Espíritu Santo. Que pueda ser
recibido con ellos en tu presencia este día, como un
sacrificio rico y aceptable, que Tú has preparado y
revelado de antemano, y has realizado, Tú que eres el Dios
fiel y verdadero. Por esta causa, sí, y por todas las
cosas, te alabo, y bendigo, y glorifico, por medio del Sumo
Sacerdote eterno y celestial, Jesucristo, tu Hijo amado, por
medio del cual, con El y el Espíritu Santo, sea gloria
ahora y [siempre] y por todos los siglos. Amén.»
XV.
Cuando hubo ofrecido el Amén y terminado su oración, el
verdugo encendió el fuego. Y cuando surgió la llama
poderosa, todos los que pudimos verlo, contemplamos un
portento, sí, y fuimos preservados para que pudiéramos
referir al resto lo que había sucedido. El fuego, formando
la apariencia de una bóveda, como la vela de un navío
llenada por el viento, formé una pared alrededor del cuerpo
del mártir; y estaba allí en medio, no como carne quemándose,
sino como [un pan en el horno o como] oro y plata refinados
en un horno. Porque percibimos un olor fragante, como si
desprendiera olor de incienso o de algún bálsamo precioso.
XVI.
Así que, finalmente, los impíos, viendo que su cuerpo no
podía ser consumido por el fuego, ordenaron al verdugo que
fuera y le apuñalara con una daga. Y cuando lo hubo hecho,
salió [una paloma y] una cantidad de sangre tal que
extinguió el fuego; y toda la multitud se maravillé de que
hubiera una diferencia tan grande entre los incrédulos y
los elegidos. En el número de éstos estaba este hombre, el
glorioso mártir Policarpo, que fue un maestro apostólico y
profético en nuestros propios días, un obispo de la santa
Iglesia que está en Esmirna. Porque cada palabra que
pronunció su boca se cumplió o bien se cumplirá.
XVII.
Pero el Maligno, celoso y envidioso, el adversario de la
familia de los justos, habiendo visto la grandeza de su
martirio y lo intachable de su vida desde el principio, y cómo
fue coronado con la corona de la inmortalidad, y hubo ganado
un premio que nadie puede desmentir, se las arregló para
que ni aun su pobre cuerpo fuera sacado y llevado por
nosotros, aunque muchos deseaban hacerlo y tocar su carne
santa. Así que hizo salir a Nicetes, el padre de Herodes y
hermano de Alce, para rogar al magistrado que no entregara
su cuerpo, según se dijo: «para que no abandonen al
crucificado y empiecen a adorar a este hombre»; lo cual fue
hecho por instigación y ruego apremiante de los judíos,
que también vigilaban cuando iban a sacarle del fuego, no
sabiendo que será imposible que nosotros abandonemos en
este tiempo al Cristo que sufrió por la salvación de todo
el mundo de los que son salvos —sufriendo por los
pecadores siendo El inocente—, ni adorar a otro. Porque a
Él, siendo el Hijo de Dios, le adoramos, pero a los mártires,
como discípulos e imitadores del Señor, los respetamos y
queremos como merecen, por su afecto incomparable hacia su
propio Rey y Maestro. Que nuestra suerte sea también ser
hallados copartícipes y condiscípulos de ellos.
XVIII.
El centurión, pues, viendo la oposición levantada por
parte de los judíos, le puso en medio y lo quemó según su
costumbre. Y así nosotros, después, recogimos sus huesos,
que son mucho más valiosos que piedras preciosas y que oro
refinado, y los pusimos en un lugar apropiado; donde el Señor
nos permitirá congregarnos, según podamos, en gozo y alegría,
y celebrar el aniversario de su martirio para la conmemoración
de todos los que ya han luchado en la contienda y para la
enseñanza y preparación de los que han de hacerlo más
adelante.
XIX.
Así ha sucedido que el bienaventurado Policarpo, habiendo
recibido el martirio en Esmirna con los de Filadelfia
—doce en conjunto—, es recordado de modo especial más
que los otros por todos, de manera que se habla de él
incluso entre los paganos en todas partes; porque mostró no
sólo que era un maestro notable, sino también un mártir
distinguido, cuyo martirio todos desean imitar, viendo que
fue según el modelo del Evangelio de Cristo. Habiendo
vencido con su sufrimiento al gobernante injusto en el
conflicto y recibido la corona de la inmortalidad, se
regocija en la compañía de los apóstoles y de los justos,
y glorifica al Dios y Padre Todopoderoso, y bendice a
nuestro Señor Jesucristo, el salvador de nuestras almas y
piloto de nuestros cuerpos y pastor de la Iglesia universal
que se halla por todo el mundo.
XX.
En verdad pedisteis que se os mostraran en gran detalle
todas las cosas que han sucedido; pero nosotros, hasta aquí,
os hemos mostrado cómo fue en un sumario por medio de
nuestro hermano Marciano. Cuando os hayáis enterado de
estas cosas, enviad la carta también a otros hermanos que
están más lejos, para que ellos también puedan glorificar
al Señor, que elige entre sus propios siervos. Ahora, al
que es poderoso para traernos a todos por su gracia y bondad
a su reino eterno, por medio de su Hijo unigénito
Jesucristo, sea gloria, honor, poder y grandeza para
siempre. Saludad a todos los santos. Los que están con
nosotros os saludan, y Evaresto, que escribió esta carta,
con toda su casa.
XXI.
El bienaventurado Policarpo sufrió el martirio el segundo día
de la primera parte del mes Xanticus, el séptimo día antes
de las calendas de marzo, en un gran sábado, a la hora
octava. Fue capturado por Herodes, cuando Felipe de Tralles
era sumo sacerdote, en el proconsulado de Statius Quadratus,
pero en el reino del Rey eterno Jesucristo. Al cual sea la
gloria, honor, grandeza y trono eterno, de generación en
generación. Amén.
XXII.
(1) Que Dios os sea propicio,
hermanos, en tanto que andáis en la palabra de Jesucristo
que es según el Evangelio; con quien sea la gloria de Dios
para salvación de sus santos elegidos; así como el
bienaventurado Policarpo sufrió el martirio, en cuyas
pisadas sea nuestra suene para ser hallados en el reino de
Jesucristo.
(2)
Este relato Gayo lo copió de los papeles de Ireneo, un discípulo
de Policarpo. Este mismo vivió también con Ireneo.
(3)
Y yo Sócrates los escribí en Corinto de la copia de Gayo.
La gracia sea con todos los hombres.
(4)
Y yo Pionio lo escribí de nuevo de la copia antes
mencionada, habiéndola buscado (según el bienaventurado
Policarpo me mostró en una revelación, como declararé en
la secuela), recogiéndola y juntándola cuando ya estaba
casi desgastada por la edad, para que el Señor Jesucristo
pueda recogerme también a mí con sus elegidos en su reino
celestial; al cual sea la gloria con el Padre y el Espíritu
Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Los tres párrafos
precedentes según se hallan en el manuscrito de Moscú
(2) Este
relato lo copió Gayo de los papeles de Ireneo. Este vivió
con Ireneo, que había sido un discípulo del santo
Policarpo. Porque este Ireneo, estando en Roma al tiempo del
martirio del obispo Policarpo, instruyó a muchos; y hay en
circulación muchos tratados ortodoxos y muy excelentes que
son suyos. En éstos hace mención de Policarpo, diciendo
que le había enseñado a él. Y fue capaz de refutar toda
herejía y entregar la regla católica de la Iglesia tal
como la había recibido del santo. Menciona este hecho también:
que cuando Marción, según el cual son llamados los
marcionitas, se encontró con el santo Policarpo en una
ocasión, y dijo: «Te reconozco, Policarpo», él respondió
a Marción: «Ciertamente, te reconozco como el primogénito
de Satanás.» La afirmación siguiente se hace también en
los escritos de Ireneo: que en el mismo día y hora en que
Policarpo era martirizado en Esmirna, Ireneo, estando en la
ciudad de Roma, oyó una voz como de una trompeta que decía:
«Policarpo está sufriendo el martirio.»
(3)
De estos papeles de Ireneo, pues, como ya se ha afirmado,
Gayo hizo una copia, y de la copia de Gayo, Isócrates hizo
otra en Corinto.
(4)
Y yo Pionio de nuevo escribo la copia de Isócrates, habiéndola
buscado en obediencia a una revelación del santo Policarpo,
juntándola, cuando ya estaba casi desgastada por los años,
para que el Señor Jesucristo pueda recogerme también a mí
con sus elegidos en su reino celestial; a quien sea la
gloria con el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo para
siempre jamás. Amén.
Fuente: Los
Padres Apostólicos, por J. B. Lightfoot. Editorial
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domingo, 23 de marzo de 2014
EPÍSTOLA DE LA IGLESIA DE ESMIRNA A LA DE FILOMELIO
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