Introducción
Se
reúnen bajo el título de Cartas de la Cautividad las cuatro cartas
siguientes: Efesios, Filipenses, Colosenses, Filemón. Por casualidad las
cuatro cartas que nombramos se siguen; pero aunque fueron escritas por
Pablo prisionero, no son del mismo año ni escritas desde la misma
cárcel.
Pablo fue detenido varias veces (2Co 11,24; He 14,29
16,23), pero si se habla de un encarcelamiento, podría referirse a dos
ocasiones precisas, más una semi-prisión. La primera fue en Éfeso, con
toda probabilidad el año 56; entonces envió a los Filipenses una carta
sobre cuya autenticidad no han surgido dudas. Luego Pablo estuvo dos
años completos en la fortaleza de Cesarea (He 24-26), desde donde fue llevado a Roma. Allí se habla de una “semi-cautividad”, es decir, la detención en un domicilio privado (He 28,16). Al cabo de dos años, con toda probabilidad, Pablo fue absuelto.
Con bastante
exactitud se puede afirmar que Pablo fue ejecutado entre los años 64 y
66, con ocasión de la gran persecución de Nerón. Una mala interpretación
de 2Tim 1,17
llevó a pensar que había estado algún tiempo en prisión en Roma antes
de su ejecución. Descartada tal posibilidad, con mucha probabilidad se
puede concluir que Pablo escribió en Cesarea en los años 58-60 las
cartas a los Efesios, a los Colosenses y a Filemón.
Numerosos
biblistas ponen en tela de juicio que Pablo sea el autor de la carta a
los Efesios; algunos incluso quisieran negarle la carta a los
Colosenses. No faltan argumentos, pero las características de esas
cartas que abogan por su autenticidad son también numerosas, de tal
manera que las hipótesis que las atribuyen a un discípulo de Pablo de la
siguiente generación se han ido multiplicando a medida que se
descubrían sus contradicciones. Los mismos que atribuyen estas cartas a
un autor posterior no pueden comentarlas sin reconocer a cada momento
palabras e ideas características de Pablo. Algunos afirman que Pablo
responde a inquietudes de tiempos posteriores, pero nunca dieron pruebas
de ello.
Si decimos que Pablo dejó cierta libertad a un redactor de su confianza, embebido de su pensamiento, como pudo ser Timoteo (Col 1,1),
descartamos las objeciones y evitamos la dificultad enorme del
falsificador genial e incógnito que engañó con mentiras y santos
propósitos a una Iglesia de ingenuos. Porque ¿cómo un falsificador
convencería a la Iglesia de que recibiera estas cartas como obra de
Pablo, si las Iglesias de Éfeso y de Colosas, muy pronto informadas,
nunca las hubieran conocido?
Una nueva etapa
Es cierto que
estas cartas manifiestan una renovación de Pablo, pero ¿quién puede
afirmar que un hombre como él se haya encasillado jamás en un sistema
teológico y que la carta a los Romanos marcase para él un punto final?
El Pablo de la carta a los Romanos ya no era el de las cartas a los
Tesalonicenses. Y después de Romanos, dos cambios mayores le afectan.
Por una parte pone fin a los años de apostolado en Asia Menor y en
Grecia, y quiere evangelizar al Occidente, y por otra empiezan los años
de prisión.
Encarcelado en Cesarea, aunque fuera tratado con consideración (He 24,23),
no era una vida envidiable, y las cadenas pesaban sobre su actividad
apostólica. Pablo ahora mira con otros ojos tanto a las personas como a
las instituciones, y en esas circunstancias se produce, mucho más que
una revisión teológica, el acceso a una nueva conciencia espiritual.
Simplificando
un poco, se podría decir que hasta entonces Pablo había conservado el
vocabulario y las imágenes de Dios en el Antiguo Testamento: Dios
monarca y juez que recibe en el cielo o que envía a la condenación. En
el comentario a los Romanos hemos dicho que la justificación es ante
todo una renovación de la persona humana; no se puede por tanto negar el
aspecto jurídico de esta justificación. Ya se trate de las relaciones
entre Dios y la humanidad o de la lucha entre el bien y el mal, Pablo se
mueve en un universo jurídico. Además es muy notable la agresividad; en
1Tes 2,16 la violencia del lenguaje está a la medida de las persecuciones que Pablo sufre por parte de los judíos.
En este marco
legalista y judío (deberíamos añadir: bíblico) se ubicaron para Pablo el
descubrimiento de Dios Padre y las experiencias del Espíritu con su
creatividad y su presencia interior. Ablandaron en Pablo lo que podía
haber de austeridad en la religión del Dios soberano y juez, y la espera
del Señor estaba llena de alegría. Pero los sentimientos nuevos, frutos
del Espíritu, no habían desplazado las imágenes antiguas. La violencia,
que es más notable en 1Tes, se ve también en 2Co 11,13 y Gal 2,4.
El acceso a una plenitud
Dios es
espíritu, y Pablo lo sabía, pero le faltaba la toma de conciencia. En el
momento en que lograse descubrir que Dios no es “el que tiene derecho a
gobernar nuestras vidas” (como dicen algunos), comprendería mejor la
mirada del Padre sobre la humanidad entera. Parece ser que el encuentro
de Pablo con las religiones del Asia menor preparó esa conversión. Pablo
las denuncia, en especial en la Carta a los Colosenses, y retoma
algunos términos de esas especulaciones que cundían en la región de
Éfeso para cambiarles el sentido. Pero ¿sólo quiso combatirlas, o bien
le sugirieron una manera más amplia de concebir las relaciones de Dios y
del universo?
En
las doctrinas orientales la creación dependía de Dios y de los poderes
espirituales a la vez, y la parte que correspondía a Dios era un
derramamiento de la naturaleza divina más bien que una decisión
autoritaria. También estaba la intuición de que hemos salido de Dios y
volvemos a Dios. Pablo ha quedado ya liberado de su actividad misionera.
Mientras se alargan los plazos y se prolongan los días de su
cautividad, su experiencia espiritual le abre una visión nueva de la
existencia, del tiempo y de la redención. La eternidad es todo, a pesar
de que nuestro paso en la tierra le esté íntimamente unido: es nuestra
patria (Fil 3,20).
Eso mismo se lee de alguna manera en el hermoso himno de Ef 1,1-14: la alabanza eterna de la gracia divina es todo, y la predestinación, que figuraba ya en Rom 8,28,
se ha instalado en la naturaleza divina. Ante la eternidad Pablo se
aleja un poco de las discusiones dogmáticas, y prefiere contemplar la
obra de Dios como ya acabada (Ef 2,6). En Gálatas y 2Co 11,2 ardía de celo por la “virgen pura”, la Iglesia militante; en Ef 5,23
sólo ve el misterio eterno de la Iglesia. Pablo ahora sugiere un
misterio divino liberado de derechos, de obligaciones y de leyes. Dios
pierde su trono sin que su santidad salga disminuida, y más bien impone
su omnipresencia (Ef 3,14-20).
En esos años la
espera del “Día del Señor” estaba decayendo, y el Dios de Pablo se
situaría en una luz donde su Cólera no puede acompañarlo, donde se
quiere que todos los hombres se salven (Ef 3,8; 1Tim 2,4).
Cristo, más grande que nunca, asumía la larga historia que apenas había
comenzado, y Pablo se veía inmerso en una aventura cósmica en la que
él, tan pequeño, había sido necesario para la alabanza eterna. Pablo
prisionero entraba en el espesor de una redención en la que los
sufrimientos de Cristo se derraman sobre los que lo aman y hasta sobre
sus cadenas (Ef 4,1; Col 1,24).
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