Tradicionalmente se ha vinculado esta expresión a la influencia religiosa cristiana en las relaciones sexuales. De modo tácito, pues no hay declaraciones explícitas al respecto, la doctrina moral habría considerado la del misionero -la más popular, sencilla y habitual de las posturas para hacer el amor- como la más correcta, la menos viciosa y la de mayor eficacia para lograr la procreación. Esto último no está falto de razón, pues en dicha posición, la cabeza del pene queda muy cerca del cuello del útero, por lo que la fecundación resulta efectivamente mucho más probable.
Varias de las historias más conocidas, entre las que elucubran sobre este origen de la expresión, aluden al aventurero británico James Cook cuando llevaba a cabo la conquista de Samoa. Al parecer fue allí donde por primera vez los misioneros anglicanos comprobaron con horror que los nativos no asociaban el coito con la reproducción, ya que el fenómeno de la concepción era atribuida a un espíritu totémico, y disfrutaban libremente del sexo. Por otro lado, se encontraron con que la posición más usada era la de mujer arriba o en cuclillas. Entonces intentaron enseñarles las virtudes del coito natural, que era el del varón arriba y cuya finalidad había de ser meramente reproductiva.
Otra versión, también muy común, sitúa parecidos relatos en la América de la conquista española. Y en realidad nadie niega del todo la interpretación más pedestre y menos literaria: se llama postura del misionero porque el hombre parece estar de rodillas y rezando.
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