El hombre quiere la felicidad, a la que llama vida, paz,
gozo, reposo, bendición, salvación. Todos estos bienes están diversamente
incluidos en la fórmula por la que se declara a alguien feliz o desgraciado.
Cuando el «sabio» proclama: «¡Dichosos los pobres! ¡Desgraciados los ricos!», no
quiere pronunciar ni una bendición que proporcione la felicidad, ni una
maldición que produzca la infelicidad, sino exhortar en nombre de su
experiencia de felicidad, a seguir los caminos que conducen a ella.
Para comprender el alcance y el significado de
numerosas máximas de sabiduría que parecen rastreras, hay que situarlas en el
clima religioso en que fueron enunciadas. En efecto, si bien la bienaventuranza
supone siempre que su fuente está en Dios, conoce, no obstante, una evolución
lenta que va de lo terrenal a lo celestial.
1. Felicidad y gloria en Dios.
A diferencia de los dioses griegos, saludados
ordinariamente con el título de «bienaventurados» porque encarnan el sueño del
hombre, la Biblia no se detiene en la felicidad de Dios 1Tim 1,11 6,15,
que no tiene punto de comparación con la felicidad a que ella aspira. Dios es,
en cambio, un Dios de gloria, lo cual sugiere una segunda diferencia: mientras
que los dioses griegos gozan de su felicidad sin preocuparse especialmente por
la suerte de los humanos, Yahveh se inclina con solicitud hacia todos los
hombres, especialmente hacia su pueblo; la bienaventuranza del hombre deriva de
la gracia divina, es participación de su gloria.
2. La bienaventuranza es Dios mismo.
A través de las proclamaciones que abundan en
la literatura sapiencial, el lector de la Biblia descubre en qué consiste la
verdadera felicidad y por qué debe buscarla. Dichoso el que teme a Yahveh: será
poderoso, bendecido Sal 112,1s, tendrá numerosos hijos Sal 128,1ss. Si
quiere procurarse vida, salvación, bendición, riqueza Prov 3,10, debe seguir
los caminos divinos Sal 1,1, caminar en la ley Sal 119,1, escuchar la
sabiduría Prov 8,34s, hallarla Prov 3,13s, ejercitarse en ella Eclo 14,20,
cuidarse del pobre Sal 41,2, en una palabra, ser justo.Por estos motivos invita el sabio a los caminos de la verdadera felicidad; sin embargo, no limita su horizonte a la retribución deseada, o más bien muestra que la recompensa esperada es Dios en persona. La lógica del sabio cede entonces ante la experiencia del fiel piadoso que ha comprendido que con Dios lo tiene todo y puede vivir en una confianza sin límites: no se expresa ningún motivo, sino una simple afirmación. «Dichosos los que esperan en él» Is 30,18. «Dichoso el hombre que confía en ti» Sal 84,13 Sal 2,12 65,5 146,5. Si, pues, el israelita teme a Dios, observa su ley, escucha la sabiduría, es que espera la felicidad como recompensa, pero en definitiva lo que espera es a Dios en persona Sal 73,25.
Así se precisa el ápice divino de la bienaventuranza.
Sin embargo, no por eso debemos desconocer los caminos que conducen a ella:
esto sería ignorar la mentalidad tanto del hombre en general como de Israel.
Para descubrir que sólo Dios realiza la felicidad se requiere a veces upa
decepción Sal 118,8s 146,3s; ordinariamente supone esto una lenta depuración
del deseo.
1. La bienaventuranza terrena.
La felicidad es la vida, una vida que durante mucho tiempo se identificó con la
vida terrena. Ésta es la felicidad del pueblo que tiene por Dios a Yahveh: tener
hijos de buena estatura, hijas hermosas, graneros llenos, numerosos rebaños,
finalmente la paz Sal 144,12-15. Y las bienaventuranzas detallan estos bienes
del hombre en la esfera nacional, familiar o personal. Tener un rey digno de
este nombre Eclo 10,16s, una esposa sensata Eclo 25,8, excelente 26,1,
gran fortuna, adquirida debidamente y sin hacerse esclavo de ella 31,8; ser prudente 25,9, no pecar con la lengua 14,1, tener compasión de los
desgraciados Prov 14,21, no tener nada que reprocharse Eclo 14,2. En una
palabra, llevar una vida digna de este nombre y para ello ser educado por Dios
mismo Sal 94,12. Desde luego, está bien lamentarse por el que acaba de morir;
pero los llantos no deben durar demasiado, pues un pesar funesto impediría gozar
bien de la ventura terrenal Eclo 38,16-23.
2. Hacia la bienaventuranza celestial.
A este retrato del justo
dichoso le falta todavía la dimensión de la vida eterna. Los valores se
mqdifican al ser ilustrados por ésta. La experiencia enseñaba ya que no había
que apreciar la felicidad de un hombre antes de la hora final Eclo 11,28; con
el libro de la Sabiduría, la virtud aventaja al gozo de tener posteridad por lo
que se refiere a la apreciación de la felicidad: se proclama dichosos a los
seres estériles si son justos Sab 3,13so. Así los sabios coinciden con lo que
los salmos de los pobres proclamaban ya cuando veían el bien absoluto en la
confianza en Yahveh (p.e., Sal 73,23-28).
Con la
venida de Cristo se dan virtualmente todos los bienes, puesto que en él halla
finalmente la bienaventuranza su realización; y por él se dará el Espíritu
Santo, suma de todos los bienes.
Jesús no es
sencillamente un sabio de gran experiencia, sino uno que vive plenamente la
bienaventuranza que propone.
1. Las «Bienaventuranzas», situadas en el
frontispicio del sermón inaugural de Jesús, ofrecen el programa
de la felicidad cristiana Mt 5,3-12 Lc 6,20-26. Jesús viene de parte de Dios
a decir un sí solemne a las promesas del AT; se da el reino de los cielos, se
suprimen las necesidades y las aflicciones, se otorga en Dios la misericordia y
la vida. En efecto, si bien ciertas bienaventuranzas se pronuncian en futuro, la
primera, que contiene virtualmente las otras, va a actualizarse desde ahora.
Pero hay más. Las
bienaventuranzas son un sí pronunciado por Dios en Jesús. Mientras que el AT
llegaba a identificar la bienaventuranza con Dios mismo, Jesús se presenta a su
vez como el que cumple y realiza la aspiración a la felicidad: el reino de los
cielos está presente en él. Más aún, Jesús quiso «encarnar» las bienaventuranzas
viviéndolas perfectamente, mostrándose «manso y
humilde de corazón»
Mt 11,29
2. Todas las demás proclamaciones evangélicas tienden igualmente a
mostrar que Jesús está en el centro de la bienaventuranza. Se «beatifica» a
María por haber dado a luz al Salvador Lc 1,48 11,27, por haber creído
1,45; con esto ella misma anuncia la bienaventuranza de todos los que,
escuchando la palabra de Dios 11,28, creerán sin haber visto Jn 20,29. ¡Ay
de los fariseos Mt 23,13-32, de Judas 26,24, de las ciudades incrédulas
11,21! ¡Dichoso Simón, al que el Padre reveló en Jesús al Hijo del Dios vivo Mt 16,17! ¡Dichosos los ojos que han visto a Jesús 13,16! ¡Dichosos sobre todo
los discípulos que, esperando el retorno del Señor, serán fieles, vigilantes Mt 24,46, dedicados completamente al servicio unos de otros Jn 13,17!
Mientras que el AT se esforzaba tímidamente por añadir a los valores
terrenos de la riqueza y del éxito, el valor de la justicia en la pobreza y en
el fracaso, Jesús adopta la posición contraria al deseo terrenal del hombre.
Desde ahora los dichosos de este mundo no son ya los ricos, los satisfechos, a
los que se halaga, sino los que tienen hambre y que lloran, los pobres y los
perseguidos 1Pe 3,14 4,14. Esta inversión de los valores era posible por
aquel que es todo valor.
Dos bienaventuranzas mayores comprenden todas las otras: la pobreza, con su cortejo de las obras de justicia, de humildad, de mansedumbre, de pureza, de misericordia, de solicitud por la paz; luego la persecución por amor de Cristo. Pero estos mismos valores no son nada sin Jesús que les da todo su sentido. Así sólo el que haya visto a Cristo en el centro de su fe puede oir las bienaventuranzas del Apocalipsis. Dichoso si las escucha Ap 1,3 22,7, si se mantiene vigilante 16,15, pues ese tal es llamado a las nupcias del cordero 19,9, para la resurrección 20,6. Incluso si debe dar su vida en testimonio, no debe perder los ánimos: «¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor!» 14,13.
Dos bienaventuranzas mayores comprenden todas las otras: la pobreza, con su cortejo de las obras de justicia, de humildad, de mansedumbre, de pureza, de misericordia, de solicitud por la paz; luego la persecución por amor de Cristo. Pero estos mismos valores no son nada sin Jesús que les da todo su sentido. Así sólo el que haya visto a Cristo en el centro de su fe puede oir las bienaventuranzas del Apocalipsis. Dichoso si las escucha Ap 1,3 22,7, si se mantiene vigilante 16,15, pues ese tal es llamado a las nupcias del cordero 19,9, para la resurrección 20,6. Incluso si debe dar su vida en testimonio, no debe perder los ánimos: «¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor!» 14,13.
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