Pocos
días antes de apagarse, el cardenal Pietro Gasparri leyó una
comunicación en el Congreso Jurídico Internacional que se celebró en
Roma en noviembre de 1934, un verdadero canto de cisne, sobre la génesis
y el papel que había tenido en la codificación del derecho canónico:
fue un discurso admirable, doblemente elocuente, revelador. Quienquiera
que, «incluso sin haber tenido nunca noticia de él, hubiera ido a
escucharlo» –escribió Filippo Crispolti en el eficaz retrato de Gasparri
que introducirá en su afortunado Corone e porpore de 1937– «habría
podido no solamente entender profundamente el tema desarrollado, sino
también hacerse una idea del hombre que lo desarrollaba. Incluso en
páginas estrictamente histórico-jurídicas el cardenal había dejado la
señal de su índole especial, en la que tanta parte tenía su desprecio
por todo lo convencional. Cuando dijo que pese a los grandes méritos de
León XIII, bajo este último la gran empresa no se hubiera podido llevar a
cabo, se vio claro que no quería que le pusieran los usuales obstáculos
a su franco juicio ni la púrpura, ni el breve tiempo desde la muerte de
tal Papa. Cuando refirió que un insigne canonista, el eminentísimo
Gennari, al sugerirle a Pío X que le encargara la gravísima tarea de
dirección al propio Gasparri, añadía que de ese modo la gran labor
estaría en excelentes manos, se vio claro que la modestia, en sus formas
estereotipadas y desacreditadas, no era para él».
En el trasfondo, la Basílica de San Pedro y el Vaticano en una foto de
los años 20; debajo, de izquierda a derecha, un retrato del cardenal
Pietro Gasparri , una imagen de la Primera Guerra Mundial
Pero hay también otra anotación de Crispolti, célebre escritor
periodista que había conocido personalmente al cardenal, que merece ser
referida, como si fuera una introducción y epígrafe al breve perfil que
vamos a delinear del cardenal: «Que su aplaudidísimo discurso in
articulo mortis le hubiera considerado como codificador del derecho
canónico y no como secretario de Estado de dos pontífices fue cosa
arcanamente lógica. En la posteridad», terminaba diciendo, «su gloria
más segura y más clara será aquella».
Era una intuición agudísima, que quedaría confirmada en los años futuros
por todo lo escrito en torno a la figura de Gasparri.
Pietro Gasparri procedía de una familia patriarcal de Ussita (Las
Marcas), acomodada, dedicada al pastoreo: «Yo nací el 4 de mayo de 1852,
en Capovallazza, uno de los pueblos que forman el municipio de Ussita,
situado en la provincia de Macerata, diócesis de Norcia, en medio de los
montes Sibillini, a unos 750 metros sobre el nivel del mar. Aire
saludable, encantadoras vistas de montaña, población sana, trabajadora,
honrada; familia numerosa y especialmente numerosas las familias
Gasparri», escribe él en sus Memorias, sin ocultar un orgulloso apego a
su tierra y a sus orígenes.
Se formó en el Seminario romano del Apolinar, donde tuvo como maestros
de Derecho canónico a Filippo De Angelis y a Francesco Santi, luego
auditor de la Rota, dos de los mejores canonistas italianos de aquel
tiempo.
Entró en él en septiembre de 1870 –presentado por el ecónomo, un
beneficiado de San Pedro, monseñor Giovanni Moroni, que veraneaba en
Ussita– tras estudiar, sólo pocos años, en el Seminario de Nepi, «lugar
que recordó siempre con cariño», según testimonio de Giuseppe De Luca,
que oyó y recogió directamente del cardenal confidencias y recuerdos
para una biografía que, pese a las peticiones e insistencias de peso,
nunca escribiría. (Pero le dedicará dos artículos en la Nuova Antologia:
Memoria di Pietro Gasparri y Discorrendo col cardinal Gasparri (1930),
en 1934 y 1936 respectivamente).
«Gasparri llegó a Roma», escribe Vittorio De Marco en su interesante
Contributo alla biografia del cardinal P. Gasparri, «apenas dos meses
después de la caída de Porta Pia, en un clima, pues, muy agitado. […] La
ofensa a Pío IX era muy reciente […] Roma no era ya del Papa […]. La
“Cuestión romana”, que se presentaba ya como gran problema tras el
nacimiento del Reino de Italia, asumía ahora una dimensión totalmente
nueva y más grave en cuanto que una “revolución liberal” había
atropellado el corazón mismo de la catolicidad destrozando el cetro
temporal del sucesor de Pedro. El joven Gasparri nunca habría podido
imaginar que, con otro Pío, iba a ser precisamente él, casi sesenta años
después, quien cerraría definitiva y formalmente la Cuestión romana».
«El problema de la Cuestión romana», sigue diciendo De Marco, «lo
arrastrará Gasparri, conscientemente o no, durante más de cincuenta
años, habiendo asistido personalmente a sus primeros vagidos. Su actitud
no será nunca de intransigencia gratuita, solo porque todos,
eclesiásticos y católicos, tenían que serlo; le ayudó en esto su
inteligencia jurídica y su sentido, por así decir, de la Realpolitik que
formaba ya probablemente parte de su carácter y que las
responsabilidades diplomáticas siguientes iban a poner mayormente en
evidencia».
Hasta qué punto fue estimado Gasparri en el Seminario romano, donde tuvo
como compañeros a los futuros cardenales Domenico Svampa, Gaetano De
Lai, G. B. Callegari y Benedetto Lorenzelli, lo demuestra el cargo de
profesor suplente de Teología Sacramentaria –la misma cátedra que
pertenecería, algunos decenios después, a Domenico Tardini, también él
futuro secretario de Estado– y de Historia Eclesiástica, que se le
otorgó aún antes de terminar los estudios: pero cuando consiga la
licenciatura in utroque iure, con la máxima puntuación, el 11 de agosto
de 1879, era ya sacerdote, habiendo sido ordenado el 31 de marzo de 1877
en la Basílica Lateranense por el cardenal vicario Raffaele Monaco La
Valletta.
Algunos años después Gasparri comenzará su período de casi veinte años
como profesor de Derecho Canónico en la Facultad de Teología del
Institut Catholique de Paris, pero hay que recordar el precedente
período transcurrido junto al cardenal Teodulfo Mertel, el último
purpurado que nunca había recibido la ordenación sacerdotal, hijo de un
panadero alemán venido al Estado Pontificio, a Allumiere, y que se había
casado con una joven del lugar: Mertel fue primero auditor de Rota,
luego ministro del Estado pontificio y en fin cardenal prefecto de la
Signatura apostólica, y tuvo al joven Gasparri como secretario y
capellán inmediatamente después de su ordenación sacerdotal: esto
representó sin duda alguna una experiencia importante en su maduración
jurídica y política.
«Yo en todo pensaba», escribe Gasparri en sus Memorias, «menos en el
Instituto Católico de París, cuando en los primeros meses del verano de
1879 llegó a Roma el cardenal Langelieux, arzobispo de Reims, uno de los
principales fundadores del Instituto. Mandó a decirme que quería hablar
conmigo; yo fui y me ofreció la cátedra de Derecho canónico…».
Gasparri tuvo que superar no pocas dudas, y no le agradaba la idea de
tener que irse de Roma. Además «el recuerdo de la Comuna de París era
fresco, yo no conocía una palabra de francés y nunca había salido de mi
pequeño entorno».
En París se quedó hasta 1897, pero la enseñanza, en la que, según el
unánime reconocimiento de sus contemporáneos y biógrafos, se aplicó
extraordinariamente, y que le valió gran fama de canonista abierto a las
novedades, no le absorbió completamente: fue colaborador, si bien no
asiduo, de la revista Le Canoniste contemporaine; en cambio mostró
constante interés por la Obra de asistencia de los emigrantes italianos,
llegando a ser su director y asegurando un servicio pastoral puntual,
que le permitió dar prueba de auténtico celo sacerdotal; participó
activamente en los círculos de la Academia de San Raimundo de Peñafort,
señal de su interés por la promoción del conocimiento y el estudio del
Derecho canónico; en fin, participó en la conocida y vivaz controversia
teológico-canónica surgida en torno al valor de las ordenaciones
sagradas realizadas según el Ordinal anglicano, para la cual escribió y
publicó un opúsculo, muy poco conocido, De la valeur des ordinations
anglicanes (París, 1895). «En línea con su Tractatus canonicus de sacra
ordinatione de 1893, Gasparri sostiene que Jesucristo ha instituido el
sacramento del orden no solo en general sino también in specie, al
determinar tanto la materia como la forma sacramental; comprobada la
conformidad de los ritos quoad substantiam, resultan ser todos, en
principio, suficientes para la ordenación; sin embargo, examinando de
hecho el Ordinal anglicano Gasparri lo considera defectuoso con respecto
a la intención e insuficiente con respecto a los ritos». Así se expresa
Carlo Fantappié en el Dizionario biografico degli Italiani, ad vocem.
Sobre la cuestión de las ordenaciones anglicanas, en realidad Gasparri
parecía en un primer momento decantarse por su validez. Modificó su
actitud tras profundizar en la parte historiográfica. León XIII con la
encíclica Ad Anglos de 1895 puso fin a la cuestión, declarando su no
validez.
Pero Gasparri sobre todo se dedicó a la publicación de tratados de
derecho canónico fundamentales. En 1891 publicó el De matrimonio
–honorado por una carta gratulatoria latina del papa Pecci– «el más
importante y el más afortunado porque tuvo cuatro ediciones sucesivas y
ofreció, sustancialmente, el plan de redacción de la materia para el
futuro Codex iuris canonici; siguió con el De sacra ordinatione y se
cerró con el De Sanctissima Eucharistia en 1897. En todas estas obras
Gasparri ofrece una exposición lo más completa y cuidada posible,
especialmente en lo concerniente a la actualización de las decisiones y
las sentencias de las congregaciones y los tribunales de la Curia,
valiéndose de materiales recogidos por él mismo durante sus estancias
veraniegas en Roma. Aunque estaban basadas en el texto de los cursos,
estas obras amplificaban, reorganizaban y, sobre todo, introducían una
nueva y distinta concepción en el modo de tratar la disciplina.
Abandonado el tradicional orden de las Decretales, seguido hasta
entonces por él mismo en sus clases, Gasparri pasaba a un orden lógico
que, siguiendo el modelo de la teología escolástica, le permitía tanto
presentar la compleja y variada materia jurídica de manera unitaria y
suficientemente orgánica dentro del esquema monográfico, como buscar la
solución de los distintos puntos aún controvertidos mediante su
constante encuadre en su articulación sistemática. Se trató de una
decisión metodológica que, por su preferencia por el “sistema” y la
“técnica jurídica” como punto de unión, se apoyaba en una rigurosa
concepción ideológica de tipo fuertemente tridentino y excluía todo tipo
de contaminación histórica» (Paolo Grossi).
El De Sanctissima Eucharistia acababa de publicarse cuando el cardenal
Rampolla le comunicó que León XIII le había promovido a la Iglesia
titular arzobispal de Cesarea de Palestina, nombrándolo delegado
apostólico y enviado extraordinario en las tres repúblicas sudamericanas
de Perú, Bolivia y Ecuador. El 6 de marzo de 1897, en París, fue
ordenado obispo por el cardenal Richard, amigo y estimador suyo.
Gasparri era llamado a desarrollar una misión nada fácil por la especial
situación política y religiosa en la que tuvo que actuar.
Fue una experiencia breve, de apenas tres años, aunque intensa, que le
permitió poner en evidencia notables e innatas capacidades diplomáticas
–expresión de su mente jurídica, además de su buen sentido congénito–
que le valieron a su regreso el nombramiento como secretario de la
Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, cuya tarea era
ocuparse de las relaciones de la Iglesia con los Estados (abril de
1901).
La Secretaría de Estado estaba dirigida por el cardenal Rampolla, y
Giacomo della Chiesa era en aquel tiempo sustituto para los Asuntos
Generales; Gasparri llamaría como colaborador a Eugenio Pacelli.
Ya eran evidentes en Gasparri dos orientaciones de fondo que inspirarían
la acción del futuro secretario de Estado: la adhesión a la línea de la
neutralidad política, es decir, la voluntad y el esfuerzo por
presentarse a los gobernantes como «independiente de los partidos
políticos y enemigo de la guerra civil en nombre de la religión» por una
parte; por la otra, la decidida preferencia por la política
concordataria como instrumento ideal para garantizar la acción
espiritual de la Iglesia y limitar las pretensiones de los Estados.
La subida de Pío X al trono pontificio (1903) no dejó de significar un
cambio fisiológico de orientaciones –que en realidad la crisis
modernista agudizó y en algunos momentos hasta dramatizó– y el
consiguiente cambio en las altas esferas de la Secretaría de Estado, al
frente de la cual, como hemos recordado, había estado hasta aquel
momento el cardenal Rampolla.
Escribe Fantappiè que «la distancia de posiciones, a veces verdadero
contraste, entre el planteamiento de Gasparri, heredero de la visión
política leonina y rampolliana de apertura de la Iglesia a las
cuestiones internacionales y sociales, y el planteamiento fuertemente
intransigente y de repliegue interior adoptado muy pronto por Pío X y
por su secretario de Estado Merry del Val» quizá no hubieran podido
tener otras consecuencias.
¿Tuvo, además, simpatías modernistas? Algunos llegaron a pensarlo, y en
el cónclave que seguirá a la muerte de Benedicto XV, del que saldría
elegido Pío XI, la sospecha de los cardenales De Lai y Merry del Val,
probablemente, pesaría contra Gasparri, contribuyendo a cerrarle las
puertas a una posible elección. Fue conocida la relación de amistad que
le ligó a Ernesto Buonaiuti, de la que nunca se retractó, y para algunos
era la prueba de que la sospecha no carecía de fundamento. De todos
modos es cierto que Gasparri no compartía las ideas de los modernistas,
como tampoco compartió todos los métodos adoptados para luchar contra el
modernismo. Llegó a decirlo abiertamente, aun sabiendo que ello
comportaba inevitablemente que le miraran con sospecha, como sostiene
Silvio Tramontin en su estudio La repressione del modernismo.
Así pues, si el decenio 1904-1914 fue un período de relativo
aislamiento, éste resultó muy fecundo, enteramente dedicado a la obra de
redacción del Código de Derecho Canónico que sigue siendo, dentro de
una actividad vasta y compleja, rica en méritos, su mérito mayor.
Ya durante el Concilio Vaticano I, treinta y tres obispos habían
formulado a Pío IX la petición de comenzar la codificación. En la
instancia le escribían: «Opus sane arduum; sed quo plus difficultatis
habet, eo magis est tanto Pontifice dignum». Pero fue Pío X –que ya como
canciller episcopal de Treviso había demostrado gran interés por el
Derecho canónico, y también como patriarca de Venecia– quien dio vida a
una empresa que algunos consideraban irrealizable o no oportuna. Se
sabe, en efecto, de la existencia de dos escuelas canonistas de parecer
contrario sobre la posibilidad de la codificación: por una parte
–queriendo simplificar las posiciones y dar solo algunos de los nombres
más emblemáticos– tenemos a los jesuitas de la Gregoriana (Wernz,
Ojetti) que propugnaban el mantenimiento del orden de las Decretales, y
por la otra la escuela del Apolinar (Sebastianelli, luego decano de la
Rota, Lombardi, Latini) que, siguiendo la escuela jurídica laica,
sostenía la urgencia de llegar a una codificación moderna que superara
la fragmentariedad de la legislación, con todos los problemas
hermenéuticos que conllevaba. El Corpus iuris canonici, en efecto,
estaba compuesto por el conjunto de las colecciones oficiales (Decretum
Gratiani, Liber Extra, Liber VI, Clementinae, Extravagantes Ioannis
XXII, Extravagantes communes) y se había ido enriqueciendo con otras
intervenciones normativas de fuente pontificia y conciliar, así como de
decretos de las Congregaciones romanas y de la jurisprudencia de la
Rota. Realmente «immensum aliarum super alias coacervatarum legum
cumulum», escribiría Gasparri en el prefacio al Código repitiendo a
Livio, Obruimur legibus. Esto iba a resolverse con un código copiado del
modelo napoleónico, auténtico porque lo promulgaba el Supremo
Legislador, único, sistemático, universal, abstracto.
Con el motu proprio Arduum sane munus se creó una comisión cardenalicia
“De Ecclesiae legibus in unum redigendis”, de la que Gasparri fue
nombrado secretario. Junto a ella había un grupo de consultores,
presidido por monseñor Gasparri. Para agilizar el trabajo el propio
Gasparri creó dos comisiones particulares para materias distintas, cada
una de las cuales contaba con una decena de miembros: una se reunía el
jueves por la mañana, la otra la mañana del domingo. Eugenio Pacelli
colaboraba con Gasparri, y cuando éste fue creado en 1907 cardenal por
Pío X, a la secretaría de la comisión cardenalicia llegaron
sucesivamente primero monseñor Scapinelli y luego el propio monseñor
Pacelli. Los consultores tenían como tarea examinar el texto de los
cánones propuestos por las dos comisiones particulares. Todo ello,
revisado por Gasparri, pasaba luego al examen de la comisión
cardenalicia. A propuesta de Gasparri el papa Sarto estableció en 1912
que todo el trabajo ya aprobado por la comisión cardenalicia se le
enviara a todos aquellos que normalmente son convocados en Concilio
ecuménico para que expresaran su opinión y sus observaciones.
Tras morir Pío X subió al trono pontificio Giacomo Della Chiesa, con el
nombre de Benedicto XV, viejo amigo y colega de Gasparri, perteneciente a
la misma generación leonina, que lo nombró secretario de Estado tras la
muerte del cardenal Domenico Ferrata, que estuvo en el cargo apenas un
mes. Era el 13 de octubre de 1914: tras completarse la redacción del
último libro del Codex iuris canonici –predispuesto por Gasparri el
borrador de su promulgación (prevista para el 1 de enero de 1915, aunque
como se sabe se retrasó hasta el 27 de mayo de 1917, con la
constitución apostólica Providentissima Mater Ecclesia, por varios
motivos, entre otras cosas por la guerra), por fin el opus sane arduum
se había concluido.
Desde 1923 a 1932 se ocupó de la publicación de los Fontes en
seis tomos, que luego completaría el cardenal Giustiniano Seredi,
primado de Hungría. De ahora en adelante, la dirección de la Secretaría
de Estado le tendrá ocupado más de quince años, puesto que el sucesor de
Benedicto XV le confirmará en su cargo el 6 de febrero de 1922. Se ha
escrito que durante los años de la guerra, aunque se podría decir lo
mismo sobre los años que siguieron y sobre todo el pontificado,
«Gasparri es fundamentalmente un fiel ejecutor de los deseos de
Benedicto XV, tanto los de carácter humanitario como los más
específicamente políticos» (Romeo Astorri). Y por otra parte, Pío XI,
plenamente satisfecho de la actuación de su secretario de Estado, no
dudará en llamarlo «el más fiel intérprete y realizador de su voluntad».
Ya Giuseppe De Luca, anticipando un juicio que será repetido varias
veces, incluso por la historiografía más reciente, en la Memoria di
Pietro Gasparri escribía: «De manera equivocada se le achacan
iniciativas que parecen ser personales de Pío X y Pío XI: dos papas que
quisieron ver con sus propios ojos, y actuar del mismo modo. El propio
Benedicto XV, en su trágica situación de padre a quien los hijos, en
armas, no sólo no escuchan sino que incluso le culpan de connivencias,
dio a su pontificado un carácter decididamente personal. Se exageraría,
por consiguiente, si se le quisieran dar […] al cardenal Gasparri
méritos y glorias que él mismo rechazaba con una humildad que no era
afectada, sino consciente y alta. Él», añadía, «fue ministro, realmente y
en todos los sentidos primer ministro de aquellos pontífices: ni quiso
ni fue nunca otra cosa. Pero en ello fue como pocos, y por eso su nombre
ganará, creo yo, con el tiempo; no menguará».
Como hace notar finamente Pio Ciprotti, la mentalidad de jurista le
acompañó a Gasparri incluso en las actividades no directamente
jurídicas. Esto se deduce sobre todo de los Concordatos, en cuya
compilación –pese a derogar en algunas disposiciones el derecho canónico
general para acomodarse a las exigencias de los Estados, o para que las
posibles divergencias produjeran el menor daño posible a las almas–
Gasparri siempre formula afirmaciones de principio, incluso en puntos
sobre los que el Estado difícilmente podría estar de acuerdo.
Afirmaciones de principio que, así como enuncian puntos fundamentales de
la doctrina teológica, recuerdan también verdades que surgen del
derecho natural. «Tampoco la enunciación […] del principio posee solo
importancia doctrinal, de proposición filosófica y teológica, tiene un
alcance jurídico relevante, dado que es como la premisa de las normas
prácticas, es por consiguiente el punto de partida para su
interpretación, siendo éstas, como se ha dicho, nada más que
derogaciones del principio enunciado» (Ciprotti). En definitiva, fue un
jurista que tendía a lo concreto, pero nunca cedía a que el mero
pragmatismo predominara sobre los principios.
Es conocida la parte que Gasparri tuvo en los complejos acontecimientos
que precedieron y prepararon la definitiva solución de la añeja Cuestión
romana. Sin entrar en la puntual reconstrucción de aquellos
acontecimientos, ya hecha varias veces, podemos decir que, considerada
la abundante literatura sobre el tema, de manera casi definitiva, no
creemos alejarnos de la verdad diciendo que el papel de Gasparri fue sin
duda decisivo. Si la historiografía ha insistido en las circunstancias
políticas especiales que llevaron luego a los Pactos Lateranenses, puede
afirmarse sin lugar a dudas que resultó determinante para la
realización de la Conciliación la obra de paciente y concreto
entretejido del cardenal, y que la organicidad del Concordato y la
atención a la noción de soberanía llevan la impronta de aquella mens
iuridica que se valió de la colaboración de Francesco Pacelli, de
Domenico Barone, del jesuita Pietro Tacchi Venturi.
El cardenal Gasparri dejó la Secretaría de Estado el 11 de febrero de
1930. Hubo quienes –como Pietro Palazzini, luego cardenal, en el
artículo dedicado a Pietro Gasparri en la Enciclopedia Cattolica– no
dudó en hablar de divergencias personales con Pío XI. Le sucedió Eugenio
Pacelli, antiguo y apreciadísimo colaborador desde que juntos, en el
verano de 1905, en Ussita, redactaron el “Libro blanco” sobre la
situación de la Iglesia francesa.
Tras retirarse a la vida privada, vivió sus últimos años entre Roma y su
Ussita natal, ocupándose de la revisión y reescritura de algunas de sus
obras jurídicas y completando la redacción de un texto de catecismo, un
trabajo al que desde 1924 le había dedicado parte de su tiempo libre.
«Se quejaba siempre en aquellos últimos años de que la memoria ya no le
ayudaba. Decía que era el daño mayor que le había traído la vejez. Tanto
se afligía de haberla perdido como se alegraba de joven, y hasta hacía
pocos años, de tenerla meticulosa, tenaz, amplísima» (De Luca). El
hombre que había trabajado «sin prisas pero sin reposo, y con un ritmo
tan arrollador, en su exterior sencillez, que llegaba a agotar a quienes
colaboraban con él» (De Luca), murió a los ochenta y dos años en Roma
el 18 de noviembre de 1934.
Con motivo del XXV aniversario de su muerte, en una solemne sesión
académica en la Universidad Lateranense, auspiciada por el rector de la
época, monseñor Antonio Piolanti, el abogado Raffaele Jervolino, antiguo
dirigente de Acción Católica, definió a Pietro Gasparri «hombre de
varias vidas».
Pero el secreto que unifica al jurista, al diplomático, al servidor de
la Sede Apostólica hay que buscarlo todo en que fue, enteramente,
siempre y de todos modos, sacerdote.
Desde los años en que celebraba misa para el cardenal diácono Mertel
hasta sus años parisinos en que, como apreciado docente, se hizo
“párroco” de los emigrantes italianos, fue sacerdote, y así en todos los
cargos que posteriormente tuvo.
«Tras vestir el hábito talar a los ocho años», afirma De Marco, «no lo
volvió a abandonar y sobre todo no abandonó aquel aspecto sobrio y
sereno del clérigo que luego será sacerdote y cardenal».
«Fue un cura bueno y sencillo», escribe don Giuseppe De Luca, «un
burlón, siempre dispuesto a la mentira inocente; y a la vez fue
dignatario eclesiástico tan alto que infundía respetuoso temor. Nadie,
aunque estuviera a la mesa con él, ni aunque él le hubiera tomado el
pelo familiarmente o hasta incluso provocado, nadie se hubiera atrevido a
tomarse ninguna confianza con él. Obedecía sin humillarse, y
precisamente por eso mandaba sin humillar. Nunca se obedece a una orden
como cuando el inferior se siente en el momento de la orden considerado y
respetado».
Una nota vibrante de su espíritu auténticamente sacerdotal, y a la vez
representativa de su peculiar forma de ser que le empujaba siempre a lo
concreto, la encontramos en la conclusión de su testamento, fechado el 4
de octubre de 1934: «Les recomiendo a todos que sean buenos, que
recuerden que la vida presente transcurre como un relámpago y que la
eternidad nos espera».
Presentando en 1932 su catecismo católico para niños, había escrito, sin
ocultar aquella fácil aunque no banal conmoción aprendida de su madre:
«Mi querido niño, te estás preparando para la primera Comunión… Yo soy
viejo, mi querido niño, y sobre mi cabeza y en mi corazón han ocurrido
muchos e importantes acontecimientos: y sin embargo recuerdo todavía con
conmoción e indecible dulzura el día de mi primera Comunión… y te pido
que encomiendes a Jesús, cuando se pose en tu corazón, al viejo amigo
que con paternal cariño te bendice».
Monseñor Giuseppe Sciacca, Auditor de la Rota
Selección:
José Gálvez Krüger
Bibliografía esencial
R. Astorri, Le leggi della Chiesa tra codificazione latina e
diritti particolari, Padua, 1992.
P. Ciprotti, “Il diplomático giurista”, en VV.AA., Il cardinale P.
Gasparri, Pontificia Università Lateranense, Roma, 1960.
F. Crispolti, Corone e porpore, Milán, 1937.
G. De Luca, “Memoria di P. Gasparri”, en La Nuova Antología, 1 dic.
1934; Id. “Discorrendo col card. Gasparri (1930)”, en ibidem, 16 nov.
1936, luego en VV.AA. Il cardinale P. Gasparri, cit.
V. De Marco, “Contributo alla biografia del cardinale P. Gasparri”, en
VV.AA., Amicitiae causa. Scritti in onore del vescovo A. M. Garsia, M.
Naro (ed.), Caltanissetta, 1999.
C. Fantappié, Dizionario biografico degli Italiani, ad vocem; Id.,
Introduzione storica al Diritto canonico, Bolonia, 1999.
P. Grossi, “Storia della canonistica moderna e storia della
codificazione canonica”, en Quaderni fiorentini, XIV (1985).
G. Spadolini, Il cardinale Gasparri e la Questione Romana (con brani
delle memorie inedite), Florencia, 1972.
S. Tramontin, “La repressione del modernismo”, en E. Guerriero y A.
Zambarbieri, La Chiesa e la società industriale, Milán, 1990.