Dentro del amplio mundo del derecho, se conoce el derecho penal como
la rama del derecho que estudia los delitos y las penas. Es sabido que
en la Iglesia existe un derecho penal. Lo cual parece que sea
contradictorio con el espíritu de caridad y comprensión que debe
caractarizar a la sociedad eclesiástica. Parece, por lo tanto, legítimo preguntarse por el sentido del derecho penal en la Iglesia,
y más aún, la razón por la que la Iglesia tiene la potestad de imponer
penas, que pueden llegar nada menos que a la expulsión de su seno del
delincuente, pues básicamente en eso consiste la La pena de excomunión en el derecho canónico.
Se puede decir que desde los tiempos apostólicos la Iglesia ha ejercido potestad penal: así vemos en Hechos 8, 20, que Pedro expulsa de la Iglesia a Simón el Mago, porque había intentado comprar la potestad de comunicar el Espíritu Santo, inaugurando por así decirlo el delito de simonía, que por él lleva este nombre. San Pablo indicó a los corintios que expulsaran de su Iglesia local al incestuoso (cfr. 1 Cor 5, 5 y 5, 13); afortunadamente el delincuente se enmendó y volvió a la Iglesia (cfr. 2 Cor 2, 7-8). También excomulgó a Himeneo y Alejandro "para que aprendan a no blasfemar" (cfr. 1 Tim 1, 20). Pero ni San Pedro ni San Pablo actuaban por propia iniciativa: el Señor dio indicaciones a los Apóstoles sobre el modo de expulsar de la Iglesia (cfr. Mt, 18, 15-17). De modo que no se puede alegar que el derecho penal, o la pena de excomunión, sea una innovación de la Iglesia Católica en épocas modernas: ya hemos visto que los Apóstoles aplicaban la pena de excomunión, siguiendo indicaciones del Maestro.
La Iglesia, y más en particular el derecho canónico, es consciente de la finalidad pastoral de sus actuaciones: cualquier acto de la Iglesia debe estar regido por el principio de la salus animarum (salvación de las almas): cfr. al respecto el canon 1752. Tal finalidad también está presente en el derecho penal. Y se debe recordar, aunque no es este el objetivo del presente artículo, que la finalidad pastoral pone en juego la virtud de la caridad, con las demás virtudes anejas: la tolerancia, la moderación, la solicitud, etc., pero también es pastoral la justicia. La justicia no debe ser fría y calculadora, pero desde luego no es pastoral olvidarse de ella: en definitiva, no es pastoral ser injustos, ni tampoco permitir que entre el lobo en el rebaño y disperse las ovejas (cfr. Jn 10, 12). Y la misma autoridad eclesiástica que debe velar por la enmienda de un delincuente, también debe procurar la salud espiritual de toda la sociedad eclesiástica.
Hay que recordar, en primer lugar, cuál es el sentido de la pena. La pena es la privación de un bien jurídico impuesto por la autoridad legítima, para corrección del delincuente y castigo del delito (cfr. canon 2215 del Código de derecho canónico de 1917). Los estudiosos del derecho penal, tanto civil como canónico, suelen distinguir tres fines en las penas:
Que las penas eclesiásticas tienen un sentido de prevención parece claro: la prevención general -advertencia a la sociedad de la pena que acarrea determinada conducta- parece que esté además mejor regulada en el derecho de la Iglesia, mediante la institución de la contumacia, peculiar del derecho canónico, por la cual el delincuente no incurre en la pena si no ha sido previamente amonestado (cfr. canon 1347). También en el caso de la prevención especial, pues está previsto por el derecho que se agoten los medios pastorales para procurar la enmienda del reo (cfr. canon 1341). Pero se debe examinar con más atención la finalidad de la retribución.
No se debe considerar la finalidad de las penas de retribución como una mera venganza. Sería demasiado burda tal consideración y totalmente inexacta, además de no ser evangélica: el Señor ha dejado claro que la ley del talión debe sustituirse por la misericordia y la comprensión (cfr. Mt, 6, 38-42). Por retribución penal se debe considerar, más que la simple venganza, lo que tiene de justicia; pues en esta finalidad de la pena se incluye también la necesidad de devolver la sociedad a la situación social anterior a la comisión del delito, en la medida que es posible. Así, es importante en la configuración del derecho penal la reparación del escándalo, que los pastores no deben dejar de exigir para la cesación de la pena (cfr. canon 1347 § 2).
El actual código de derecho canónico trata desde luego con un nuevo talante el derecho penal, como consecuencia de que actualmente se ha querido dejar más patente la subordinación a la salus animarum, que ya se ha comentado. Pero eso no exime a los pastores, por supuesto, de preservar el bien común de la sociedad eclesiástica, lo cual parece que también debe incluir el señalar las conductas que más gravemente apartan de la Iglesia. Por el bien de todos los fieles se deben señalar esas conductas, y eso se hace a través del derecho penal. Difícilmente se podría defender el bien común si no se articula un sistema para indicar los actos más graves.
Se ve que la aplicación exacta del derecho penal no es una manifestación de rigorismo o una falta contra el espíritu del Evangelio. Como dijo Juan Pablo II a los confesores, "os exhorto a considerar atentamente que la disciplina canónica relativa a las censuras, a las irregularidades y a otras determinaciones de índole penal o cautelar, no es efecto de legalismo formalista. Al contrario, es ejercicio de misericordia hacia los penitentes para curarlos en el espíritu y por esto las censuras son denominadas medicinales" (Juan Pablo II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica de 1990, 15 de marzo de 1990.
Se puede concluir, por lo tanto, que la Iglesia usa legítimamente una potestad recibida del Señor cuando sanciona con penas las conductas más graves.
Se puede decir que desde los tiempos apostólicos la Iglesia ha ejercido potestad penal: así vemos en Hechos 8, 20, que Pedro expulsa de la Iglesia a Simón el Mago, porque había intentado comprar la potestad de comunicar el Espíritu Santo, inaugurando por así decirlo el delito de simonía, que por él lleva este nombre. San Pablo indicó a los corintios que expulsaran de su Iglesia local al incestuoso (cfr. 1 Cor 5, 5 y 5, 13); afortunadamente el delincuente se enmendó y volvió a la Iglesia (cfr. 2 Cor 2, 7-8). También excomulgó a Himeneo y Alejandro "para que aprendan a no blasfemar" (cfr. 1 Tim 1, 20). Pero ni San Pedro ni San Pablo actuaban por propia iniciativa: el Señor dio indicaciones a los Apóstoles sobre el modo de expulsar de la Iglesia (cfr. Mt, 18, 15-17). De modo que no se puede alegar que el derecho penal, o la pena de excomunión, sea una innovación de la Iglesia Católica en épocas modernas: ya hemos visto que los Apóstoles aplicaban la pena de excomunión, siguiendo indicaciones del Maestro.
La Iglesia, y más en particular el derecho canónico, es consciente de la finalidad pastoral de sus actuaciones: cualquier acto de la Iglesia debe estar regido por el principio de la salus animarum (salvación de las almas): cfr. al respecto el canon 1752. Tal finalidad también está presente en el derecho penal. Y se debe recordar, aunque no es este el objetivo del presente artículo, que la finalidad pastoral pone en juego la virtud de la caridad, con las demás virtudes anejas: la tolerancia, la moderación, la solicitud, etc., pero también es pastoral la justicia. La justicia no debe ser fría y calculadora, pero desde luego no es pastoral olvidarse de ella: en definitiva, no es pastoral ser injustos, ni tampoco permitir que entre el lobo en el rebaño y disperse las ovejas (cfr. Jn 10, 12). Y la misma autoridad eclesiástica que debe velar por la enmienda de un delincuente, también debe procurar la salud espiritual de toda la sociedad eclesiástica.
Hay que recordar, en primer lugar, cuál es el sentido de la pena. La pena es la privación de un bien jurídico impuesto por la autoridad legítima, para corrección del delincuente y castigo del delito (cfr. canon 2215 del Código de derecho canónico de 1917). Los estudiosos del derecho penal, tanto civil como canónico, suelen distinguir tres fines en las penas:
Finalidad vindicativa o retributiva: la pena tiene un sentido de devolver al delincuente, al menos parcialmente, el mal que ha causado a la sociedad.
Finalidad de prevención general:
la pena tiene la finalidad de prevenir la comisión de más delitos, pues
funciona como advertencia ante la sociedad. Cualquier fiel queda
advertido de la gravedad de determinada conducta, al ver la pena que
lleva aneja.
Finalidad de prevención especial:
también previene delitos, mediante la enmienda del delincuente. Cada
vez más la doctrina penalista resalta esta finalidad, y exhorta a que se
arbitren medios para la reintegración en la sociedad del delincuente.
Los estudiosos civiles del derecho penal insisten en que el periodo de
cumplimiento de la pena sirva para la reeducación social.
El derecho canónico recoge estas tres finalidades de modo indirecto
en el canon 1341, que pide a los obispos que agoten los medios
pastorales antes de imponer una sanción para "reparar el escándalo,
restablecer la justicia y conseguir la enmienda del reo".Que las penas eclesiásticas tienen un sentido de prevención parece claro: la prevención general -advertencia a la sociedad de la pena que acarrea determinada conducta- parece que esté además mejor regulada en el derecho de la Iglesia, mediante la institución de la contumacia, peculiar del derecho canónico, por la cual el delincuente no incurre en la pena si no ha sido previamente amonestado (cfr. canon 1347). También en el caso de la prevención especial, pues está previsto por el derecho que se agoten los medios pastorales para procurar la enmienda del reo (cfr. canon 1341). Pero se debe examinar con más atención la finalidad de la retribución.
No se debe considerar la finalidad de las penas de retribución como una mera venganza. Sería demasiado burda tal consideración y totalmente inexacta, además de no ser evangélica: el Señor ha dejado claro que la ley del talión debe sustituirse por la misericordia y la comprensión (cfr. Mt, 6, 38-42). Por retribución penal se debe considerar, más que la simple venganza, lo que tiene de justicia; pues en esta finalidad de la pena se incluye también la necesidad de devolver la sociedad a la situación social anterior a la comisión del delito, en la medida que es posible. Así, es importante en la configuración del derecho penal la reparación del escándalo, que los pastores no deben dejar de exigir para la cesación de la pena (cfr. canon 1347 § 2).
El actual código de derecho canónico trata desde luego con un nuevo talante el derecho penal, como consecuencia de que actualmente se ha querido dejar más patente la subordinación a la salus animarum, que ya se ha comentado. Pero eso no exime a los pastores, por supuesto, de preservar el bien común de la sociedad eclesiástica, lo cual parece que también debe incluir el señalar las conductas que más gravemente apartan de la Iglesia. Por el bien de todos los fieles se deben señalar esas conductas, y eso se hace a través del derecho penal. Difícilmente se podría defender el bien común si no se articula un sistema para indicar los actos más graves.
Se ve que la aplicación exacta del derecho penal no es una manifestación de rigorismo o una falta contra el espíritu del Evangelio. Como dijo Juan Pablo II a los confesores, "os exhorto a considerar atentamente que la disciplina canónica relativa a las censuras, a las irregularidades y a otras determinaciones de índole penal o cautelar, no es efecto de legalismo formalista. Al contrario, es ejercicio de misericordia hacia los penitentes para curarlos en el espíritu y por esto las censuras son denominadas medicinales" (Juan Pablo II, Discurso a la Penitenciaría Apostólica de 1990, 15 de marzo de 1990.
Se puede concluir, por lo tanto, que la Iglesia usa legítimamente una potestad recibida del Señor cuando sanciona con penas las conductas más graves.
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