Pero,
sin duda, lo más conocido de Felipe II en relación al ocultismo es lo
que se conoce como el Círculo de El Escorial, un grupo constituido en
torno a 1580 por médicos, espagíricos, alquimistas y astrólogos que se
reunían en torno al monarca. Entre los nombres que integraron este
círculo aparece Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial.
No
solo se reunían por el gran afán del monarca de obtener conocimiento y
saber, sino para experimentar con el rey y su mala salud, y es que
Felipe II fue un hombre de constitución y salud débil, una situación que
con la edad se fue acrecentando, por lo que era intervenido
continuamente con purgas y sangrías. Tanta purga, tanta sangría y el
atiborramiento a diuréticos dejaban a Felipe II más muerto que vivo, así
que aconsejado por ese círculo de sabios, empezó a utilizar otros
productos mucho más misteriosos: cuernos de unicornio -que eran de
narval-, piedras bezoares -que eran del riñón-, pezuña de gran bestia
-que era de alce-, todas las piedras preciosas habidas y por haber o
piedras del águila -limonita-. Y por supuestos cientos de miles de
bálsamos, frutos y hierbas. Al final de su vida, cuando ya estaba a
punto de morir en su cama, se volvió aún más paranoico: no permitía que
nadie le tocase sus amuletos. Además, mandó poner a todos los lados de
la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes. Entre
dichas imágenes hubo una enorme colección del Bosco: la Mesa de los pecados capitales o El Jardín de las Delicias.
Tuvo
también encima de la cama el crucifico con el que murió su padre en las
manos, el emperador Carlos V, y pidió que tras su muerte se guardase en
un cajó a la espera de la muerte de su hijo y sucesor Felipe III. Eso
sí que era un reagalo.
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