La Primera Carta a los Corintios describe una celebración espontánea;
san Pablo da instrucciones que aseguren el orden, pero todo se hace
siguiendo las iniciativas individuales:
"¿Qué concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras esté sentado, reciba una revelación, que se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz" (14,26-33).
La norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades a la expresión individual y colectiva; las experiencias cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol, aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera, después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la unanimidad.
Una celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento, redactados en la generación siguiente, como las cartas a Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos, a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración eucarística; san pablo reprocha precisamente a un inspirado que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar, por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).
Es instructivo comparar la celebración cristiana con la de los pueblos primitivos. Entre ellos, aunque hubiera un líder, el portador del ritual mágico era el grupo, pues para poner en movimiento a las fuerzas trascendentes pensaban que hacía falta un todo transpersonal. La unidad del grupo era, pues, creadora y estaba dirigida y abierta a lo numinoso.
Cambiando las categorías se puede aplicar este principio a la celebración cristiana: la manifestación divina tiene lugar en el grupo unido. Es secundario que algunos miembros ejerzan funciones especiales, necesarias o convenientes para la mayor eficacia; en este contexto, ni siquiera el carisma establece mérito particular. Dios mira a su pueblo, redimido con la sangre de Cristo, "pueblo santo y sin defecto en virtud del amor mutuo" (Ef 1,4). No son los dones particulares ni las funciones en el interior del grupo lo importante ante Dios, sino la unión de la caridad fraterna.
En los primitivos, la unión era casi física, a nivel de especie; entre los cristianos pasa a ser amor y hermandad, se hace a nivel libre, como respuesta personal a Dios que se revela. El único vínculo necesario para la celebración es el amor mutuo, y su centro no es ningún miembro particular del grupo, sino necesariamente Cristo mismo. La idea de los primitivos de que la unión del grupo desataba los dinamismos ultraterrenos era en cierto modo verdadera. El Espíritu actúa cuando la comunidad responde con la fe, Cristo está presente entre los que cumplen su mandamiento, y Dios se revela como Padre solamente en una comunidad de hermanos.
En el pasaje citado de san Pablo aparecía netamente la aportación de cada uno según el propio carisma. La celebración cristiana excluye el monopolio; no hay miembros pasivos en el grupo cristiano ni los dones se repiten; cada uno tiene el suyo particular y ha de contribuir con él, por modesto que sea.
Es san Ignacio de Antioquía y, por supuesto, del siglo IV en adelante, destaca la figura del presidente, que representa a Dios Padre (Ignacio) o a Cristo (más tarde). Al atribuir semejante representación a un miembro de la comunidad, la celebración se centra alrededor de él. La comunidad deja de ser un grupo homogéneo entrelazado por las diversas funciones y carismas, y uno de ellos está erigido en categoría aparte. La arquitectura muestra el cambio de mentalidad; en las basílicas se reserva una parte del local al obispo y presbíteros, y precisamente la parte que en las basílicas civiles ocupaba el representante del emperador o éste en persona. La organización central se infiltra en la iglesia. Como el magistrado ostentaba las insignias imperiales y el liber mandatorum, el obispo adoptará la cruz procesional y el volumen del evangelio; su calidad de líder toma un sesgo de funcionario. Para la celebración se insiste en la unión con el obispo; el centro de gravedad se desplaza, pasando de Cristo al que es considerado su representante. La teología paulina, que ponía a todos al servicio y dependencia mutuos, palidece; el único carisma visible es el de dirección. No se depende inmediatamente de Cristo-cabeza, sino el obispo-presidente.
En tiempo de san Pablo predicar era privilegio de todos; consecuencia de la nueva concepción fue reservarlo al obispo o a sus delegados. Las preocupaciones por la ortodoxia influyeron, sin duda alguna; no se trataba ya de una fe espontánea, amplia de horizontes, pero parca en formulaciones precisas y obligatorias; las polémicas y el afán de conceptualización disuadían de conceder la palabra a los no instruidos en la doctrina oficial. La expresión improvisada se reputa peligrosa; la fe se enuncia sólo con símbolos aprendidos que, de norma para la expresión, pasan a ser su límite.
Durante los tres primeros siglos el lugar de reunión solía ser una casa, con su aire de libertad, personalismo y familiariedad. La Primera carta a Timoteo recomienda que el obispo sea hospitalario, probablemente porque la eucaristía se celebraba en su domicilio. El local esra lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor; el templo es Cristo resucitado y la comunidad de los fieles. En estas celebraciones domésticas los grupos eran naturalmente pequeños y toda acción resultaba comunitaria; los detalles podían resolverse con practicidad, lo importante era la celebración misma.
Más tarde, sobre todo a partir del Siglo IV, empieza a asimilarse la antigua concepción del templo, judío o pagano, que suponía la sacralidad particular de ciertos objetos o personas. La basílica se convierte en un salón estructurado hieráticamente, con una parte reservada a la presidencia, y otra a los fieles. Excepto en las basílicas cimiteriales, sin embargo, el altar y el ambón no ocupaban todavía un lugar fijo.
En siglos más recientes se entra en la época de las catedrales, donde el vasto espacio y la suntuosidad perjudican a la interioridad y sencillez de la celebración. La grandiosidad del monumento anula en cierto modo al grupo e impide sentir la unión, pues la imponente sublimidad externa aparta la atención de los demás participantes. El centro no es ya siquiera la persona del presidente, sino un objeto, el altar. El obispo no oficia de cara al pueblo, sino cara al altar. con lo que el diálogo resulta imposible; el pueblo queda prácticamente pasivo, de todo se encarga el clero.
Para san Agustín, "iglesia es el lugar donde la iglesia se congrega"; esto dejó de ser verdad, y la iglesia pasó a ser casa de Dios, templo de Dios. Como el templo judío o pagano, se convirtió en centro simbólico de la religión. Considerándola como signo externo de la presencia del cristianismo en una ciudad, se le dio preeminencia sobre los otros edificios. Se había olvidado que la fe cristiana en el mundo actúa como el fermento.
En nuestros días muchos grupos prefieren volver a la sencillez primitiva, más cercana al evangelio; basta un local acogedor, humano y agradable, con la limpidez del Espíritu de Dios y la alegría del hombre nuevo.
"¿Qué concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras esté sentado, reciba una revelación, que se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz" (14,26-33).
La norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades a la expresión individual y colectiva; las experiencias cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol, aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera, después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la unanimidad.
Una celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento, redactados en la generación siguiente, como las cartas a Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos, a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración eucarística; san pablo reprocha precisamente a un inspirado que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar, por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).
Es instructivo comparar la celebración cristiana con la de los pueblos primitivos. Entre ellos, aunque hubiera un líder, el portador del ritual mágico era el grupo, pues para poner en movimiento a las fuerzas trascendentes pensaban que hacía falta un todo transpersonal. La unidad del grupo era, pues, creadora y estaba dirigida y abierta a lo numinoso.
Cambiando las categorías se puede aplicar este principio a la celebración cristiana: la manifestación divina tiene lugar en el grupo unido. Es secundario que algunos miembros ejerzan funciones especiales, necesarias o convenientes para la mayor eficacia; en este contexto, ni siquiera el carisma establece mérito particular. Dios mira a su pueblo, redimido con la sangre de Cristo, "pueblo santo y sin defecto en virtud del amor mutuo" (Ef 1,4). No son los dones particulares ni las funciones en el interior del grupo lo importante ante Dios, sino la unión de la caridad fraterna.
En los primitivos, la unión era casi física, a nivel de especie; entre los cristianos pasa a ser amor y hermandad, se hace a nivel libre, como respuesta personal a Dios que se revela. El único vínculo necesario para la celebración es el amor mutuo, y su centro no es ningún miembro particular del grupo, sino necesariamente Cristo mismo. La idea de los primitivos de que la unión del grupo desataba los dinamismos ultraterrenos era en cierto modo verdadera. El Espíritu actúa cuando la comunidad responde con la fe, Cristo está presente entre los que cumplen su mandamiento, y Dios se revela como Padre solamente en una comunidad de hermanos.
En el pasaje citado de san Pablo aparecía netamente la aportación de cada uno según el propio carisma. La celebración cristiana excluye el monopolio; no hay miembros pasivos en el grupo cristiano ni los dones se repiten; cada uno tiene el suyo particular y ha de contribuir con él, por modesto que sea.
Es san Ignacio de Antioquía y, por supuesto, del siglo IV en adelante, destaca la figura del presidente, que representa a Dios Padre (Ignacio) o a Cristo (más tarde). Al atribuir semejante representación a un miembro de la comunidad, la celebración se centra alrededor de él. La comunidad deja de ser un grupo homogéneo entrelazado por las diversas funciones y carismas, y uno de ellos está erigido en categoría aparte. La arquitectura muestra el cambio de mentalidad; en las basílicas se reserva una parte del local al obispo y presbíteros, y precisamente la parte que en las basílicas civiles ocupaba el representante del emperador o éste en persona. La organización central se infiltra en la iglesia. Como el magistrado ostentaba las insignias imperiales y el liber mandatorum, el obispo adoptará la cruz procesional y el volumen del evangelio; su calidad de líder toma un sesgo de funcionario. Para la celebración se insiste en la unión con el obispo; el centro de gravedad se desplaza, pasando de Cristo al que es considerado su representante. La teología paulina, que ponía a todos al servicio y dependencia mutuos, palidece; el único carisma visible es el de dirección. No se depende inmediatamente de Cristo-cabeza, sino el obispo-presidente.
En tiempo de san Pablo predicar era privilegio de todos; consecuencia de la nueva concepción fue reservarlo al obispo o a sus delegados. Las preocupaciones por la ortodoxia influyeron, sin duda alguna; no se trataba ya de una fe espontánea, amplia de horizontes, pero parca en formulaciones precisas y obligatorias; las polémicas y el afán de conceptualización disuadían de conceder la palabra a los no instruidos en la doctrina oficial. La expresión improvisada se reputa peligrosa; la fe se enuncia sólo con símbolos aprendidos que, de norma para la expresión, pasan a ser su límite.
Durante los tres primeros siglos el lugar de reunión solía ser una casa, con su aire de libertad, personalismo y familiariedad. La Primera carta a Timoteo recomienda que el obispo sea hospitalario, probablemente porque la eucaristía se celebraba en su domicilio. El local esra lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor; el templo es Cristo resucitado y la comunidad de los fieles. En estas celebraciones domésticas los grupos eran naturalmente pequeños y toda acción resultaba comunitaria; los detalles podían resolverse con practicidad, lo importante era la celebración misma.
Más tarde, sobre todo a partir del Siglo IV, empieza a asimilarse la antigua concepción del templo, judío o pagano, que suponía la sacralidad particular de ciertos objetos o personas. La basílica se convierte en un salón estructurado hieráticamente, con una parte reservada a la presidencia, y otra a los fieles. Excepto en las basílicas cimiteriales, sin embargo, el altar y el ambón no ocupaban todavía un lugar fijo.
En siglos más recientes se entra en la época de las catedrales, donde el vasto espacio y la suntuosidad perjudican a la interioridad y sencillez de la celebración. La grandiosidad del monumento anula en cierto modo al grupo e impide sentir la unión, pues la imponente sublimidad externa aparta la atención de los demás participantes. El centro no es ya siquiera la persona del presidente, sino un objeto, el altar. El obispo no oficia de cara al pueblo, sino cara al altar. con lo que el diálogo resulta imposible; el pueblo queda prácticamente pasivo, de todo se encarga el clero.
Para san Agustín, "iglesia es el lugar donde la iglesia se congrega"; esto dejó de ser verdad, y la iglesia pasó a ser casa de Dios, templo de Dios. Como el templo judío o pagano, se convirtió en centro simbólico de la religión. Considerándola como signo externo de la presencia del cristianismo en una ciudad, se le dio preeminencia sobre los otros edificios. Se había olvidado que la fe cristiana en el mundo actúa como el fermento.
En nuestros días muchos grupos prefieren volver a la sencillez primitiva, más cercana al evangelio; basta un local acogedor, humano y agradable, con la limpidez del Espíritu de Dios y la alegría del hombre nuevo.
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