Es una cultura raquítica a fuerza de dato objetivo y de análisis
sedicente impersonal, el hombre necesita una experiencia más profunda de
la realidad. Las capacidades no discursivas de su persona se inflaman
precisamente con la visión, que son la fe y la esperanza, y con la
experiencia de comunión, que es la caridad. Estos son los árbitros de
todo lo bueno, verdadero y bello. Como lo expresó san Agustín: "Dilige
et quod vis fac" (Primero ama, y lo que quieras entonces, hazlo). Quizá
fue un error el de Clemente de Alejandría y Orígenes, que quisieron
presentar el cristianismo con el ropaje de un sistema racional para
eludir las críticas de los filósofos paganos; puede que abrieran camino a
la especulación desecante que acabaría en el malabarismo teológico.
El amor mutuo es un misterio que supera el discurso; en él se encuentran las inefables experiencias de alegría y paz en el Espíritu que son el reino de Dios. Ellas nos manifiestan el misterio que nos circunda, a través de la comunicación humana sencilla, confiada, abierta y aceptadora. Se llega a entender que el amor es la realidad verdadera y que Dios es amor. La celebración debería ser una experiencia de ese amor mutuo en que Dios se revela y que nos hizo posible Cristo. Descubrir a Dios y a Cristo como fuente del amor verdadero, lo equilibra. Cristo reclama para él el amor supremo, la lealtad terminal, por encima de familia y de todo bien humano. A algunos escandaliza esta pretensión, sin recordar que todo amor humano puede desviarse, convertirse en droga, en incesto, en sanguijuela y obsesión; nunca es criterio final de sí mismo, para que no se corrompa hay que cotejarlo con otro. El amor a Cristo es el amor al valor personal intangible, que se niega a la propia destrucción. Si un amor humano pide la abdicación de la personalidad, de la libertad interna, de la paz íntima y el equilibrio, el amor a Cristo preserva esos valores inalienables. En lugar de proclamar esto como principio filosófico, Dios lo ha encarnado en una persona, para que la exigencia misma sea personalizante y porque un amor desviado no se vence con razones, sino con otro amor más poderoso. En términos de la escuela de Jung. Cristo es el contenido consciente del arquetipo de la personalidad, el ideal humano; siendo fiel a Cristo, es el hombre fiel a sí mismo.
El amor mutuo es un misterio que supera el discurso; en él se encuentran las inefables experiencias de alegría y paz en el Espíritu que son el reino de Dios. Ellas nos manifiestan el misterio que nos circunda, a través de la comunicación humana sencilla, confiada, abierta y aceptadora. Se llega a entender que el amor es la realidad verdadera y que Dios es amor. La celebración debería ser una experiencia de ese amor mutuo en que Dios se revela y que nos hizo posible Cristo. Descubrir a Dios y a Cristo como fuente del amor verdadero, lo equilibra. Cristo reclama para él el amor supremo, la lealtad terminal, por encima de familia y de todo bien humano. A algunos escandaliza esta pretensión, sin recordar que todo amor humano puede desviarse, convertirse en droga, en incesto, en sanguijuela y obsesión; nunca es criterio final de sí mismo, para que no se corrompa hay que cotejarlo con otro. El amor a Cristo es el amor al valor personal intangible, que se niega a la propia destrucción. Si un amor humano pide la abdicación de la personalidad, de la libertad interna, de la paz íntima y el equilibrio, el amor a Cristo preserva esos valores inalienables. En lugar de proclamar esto como principio filosófico, Dios lo ha encarnado en una persona, para que la exigencia misma sea personalizante y porque un amor desviado no se vence con razones, sino con otro amor más poderoso. En términos de la escuela de Jung. Cristo es el contenido consciente del arquetipo de la personalidad, el ideal humano; siendo fiel a Cristo, es el hombre fiel a sí mismo.
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