Aquilino Polaino-Lorente
Gentileza de Arbil.org
Sin pasado y sin futuro, sin un proyecto
biográfico y personal coherente que hunda sus raíces en el pasado y tenga su
meta puesta en el futuro, la identidad personal forzosamente tendrá que
volatilizarse, al consistir en apenas la identidad de ese concreto instante.
La cultura es un viejo concepto que ha hecho
referencia, desde siempre, a otro término: el cultivo. Y el cultivo de cualquier
cosa, supone duración, el tiempo que media entre la siembra y la cosecha. No hay
pues cultura sin referencia a las coordenadas temporales y espaciales, sin
alusión al tiempo y al espacio. Precisamente por eso, cualquier momento cultural
dice referencia -dentro del proceso que significa- al pasado y al futuro, a las
tradiciones y al progreso.
Puede afirmarse que el tiempo -o mejor, la
temporalidad- es el eje vertebrador, alrededor del cuál anidan y acunan los
sucesos que con su entretejerse configuran eso que hemos dado en denominar
cultura.
El hombre no puede escapar, como ser pasivo y
hacedor de cultura, a la acción medular del hilo de la temporalidad que enlaza,
de forma continuísta, la totalidad de los eventos de su proyecto biográfico
personal.
En nuestra cultura, una de las coordenadas que
probablemente más han cambiado es la de la temporalidad. Apenas unas décadas
atrás, cuando un hombre concebía una meta cualquiera (comprar un coche, cambiar
de casa, casarse, etc.), reparaba en el tiempo. Precisamente por eso se imponía
plazos, sujetándose a un calendario previamente establecido, en el que se
marcaban los hitos principales que habrían de jalonar el curso y desarrollo del
proyecto así concebido.
Tal modo de proceder nos parecería hoy obsoleto.
Hoy, se compra por adelantado, sin las fatigosas paciencias de antaño de esperar
a haber reunido el precio de lo que se compraba. Hoy, no se alimentan y acrecen
las ilusiones mientras se trabaja para, más tarde, realizar un crucero, sino que
primero se realiza el crucero y más tarde se paga, aunque haya que trabajar para
resarcir la deuda contraída en el pasado. Ante el deseo de presenciar cualquier
espectáculo -una película, un partido deportivo, etc.-, hoy basta con hacer
"clic" y tal deseo se realiza instantánea y misteriosamente ante nosotros. Nada
de particular tiene, una vez que nuestras demandas se satisfacen tan
puntualmente, que el hombre contemporáneo ya no sepa esperar; más aún, que se
frustre terriblemente siempre que está forzado a hacerlo. Estamos en la cultura
del instante, en la cultura del "clic", un cambio cultural éste que puede
parecernos intrascendente, pero que en absoluto lo es.
La cultura del instante significa, entre otras
cosas, la ruptura y disolución del continuismo de la duración. Se ha roto
definitivamente el eje que entrevera el pasado, el presente y el futuro, es
decir, la historia. Y como ahora sólo importa el instante, la historia ya no
existe. Todo lo que no es ya, ahora, sencillamente no existe. La historia ha
devenido en un mito legendario, que siendo incapaz de darnos cuenta de lo
acontecido, resulta todavía más impotente para iluminar nuestro presente. Una
vez que el hombre se ha desvinculado de su pasado -que en tanto que no es este
instante presente, no es en absoluto- con mayor facilidad se liberará de su
devenir, que todavía no ha llegado a ser y que ni siquiera fue. Sin pasado y sin
futuro sólo le queda al hombre la instalación en el instante presente. Pero
desde esa instalación, nada puede anticipar (hacer una prospección del futuro de
manera que con mayor probabilidad se realice lo proyectado) y nada futurizar
(beneficiarse de la experiencia del pasado para atisbar las trayectorias por las
que irá el futuro).
El tiempo humano acaba así por escindirse y
estallar en instantes sueltos -todo lo placenteros que se quiera- , pero
inarticulables e invertebrados, que la conciencia humana es incapaz de
entrelazar e integrar en una unidad de sentido que sirva como fundamento de la
identidad personal.
Sin pasado y sin futuro, sin un proyecto
biográfico y personal coherente que hunda sus raíces en el pasado y tenga su
meta puesta en el futuro, la identidad personal forzosamente tendrá que
volatilizarse, al consistir en apenas la identidad de ese concreto instante.
Si la duración es reducida a mero instante, nada
puede el hombre recordar y nada puede predecir. Impedido para hacer pie en su
experiencia del pasado, resulta impotente también para proyectarse hacia el
futuro. Surge así el extrañamiento del yo, al no disponer de las necesarias
coordenadas referenciales en las que fondear, hacer pie y orientarse respecto de
quién es y qué quiere realizar.
Cada instante se percibe así como algo diferente
al anterior y al posterior. Pero esas diferencias instantáneas, condenan al
hombre a la indiferencia del incompromiso, al no poder vincularse a nada de
cuanto le rodea. El hombre deviene así en un conglomerado de instantes
diferentes, solitarios, ingrávidos e impermeables entre sí, hasta el punto de
resistir todo intento de articulación y encadenamiento entre ellos.
La fractura que el instantaneismo asesta a la
unidad e identidad del hombre, le sitúa al filo del vertiginoso abismo de la
nada, un lugar en el que con facilidad emergen el hastío, el aburrimiento, el
tedium vitae , la desgana y la nausea. El hombre, en la cultura del instante,
vuelve a experimentarse como una cuasi nada que sobrenada en la nada.
La destemporalización de la cultura del instante
aparentemente libera al hombre de todas las ataduras y compromisos, pero para
encadenarlo, únicamente, a la continua experiencia del vacío. El ser del hombre
queda así desmigajado en lo eventual y episódico de sus experiencias
instantáneas, a las que apenas está unido por los hilos, más bien escasos, de lo
circunstancial y tránsfugo.
Al final de la búsqueda de sólo el instante
placentero, forzosamente aislado de cualquier otra referencia, sólo queda la
amarga seducción de los fantasmas de los que se pretendía huir, que ahora
pueblan y adensan el sin sentido de la vida humana.
La opción por el instante, o mejor por el placer
de cada instante, frustra y reprime en el hombre su capacidad de compromiso. La
cultura del instante no es compatible con la cultura del compromiso. La cultura
del instante transforma al hombre en un nuevo animal incapaz de prometer. Si
opta por sólo el instante, el hombre no puede ya empeñar su palabra en la
promesa que compromete y que gustosamente ha de cumplir.
Pero sin compromisos, sin poder ejercer la
capacidad de comprometerse, el hombre está radicalmente perdido. Si reducimos la
temporalidad a instantaneidad, se amputa en el hombre uno de los ingredientes
más importantes a los que debe su dignidad: su capacidad de fidelidad. Esta
amputación supone algo muy grave y penoso: la imposibilidad de ser feliz. No
deja de ser curioso que hoy se confundan placer y felicidad, dos conceptos que
en absoluto son sinónimos. Pero este es el resultado cierto de la cultura del
instante.
El hombre sin vínculos ni compromisos, ciertamente
podrá embriagarse con muchas experiencias placenteras instantáneas, pero sólo en
la medida en que renuncie a ser feliz.
Se ha escrito que Narciso es el símbolo de la
cultura posmoderna y la indiferencia su sustancia. Y nada tengo que añadir a
esta afirmación. Si todo está permitido al hombre, si la autonomía individual no
tiene ninguna restricción -sólo existe el instante y no hay ningún compromiso
que nos limite-, entonces al hombre no le queda otra opción que vivir únicamente
para sí mismo.
La cultura del instante, el instantaneismo del
hombre contemporáneo, por mor de su desvinculación con la temporalidad, se
trasforma en instantaneismo nihilista. Pues, por muchos placeres que se
dispensen al hombre contemporáneo en nuestra actual cultura, la cultura del
instante dispensadora de esas gratificaciones hedónicas deviene en anticultura.
Si la temporalidad humana se reduce a
instantaneidad placentera, cualquier manifestación cultural se revestirá de esa
instantaneidad y, en consecuencia, la "cultura del instante", se transformará en
apenas el "instante de una contracultura", que por no estar vinculada ni con lo
anterior ni con lo posterior, dejará de ser cultura, es decir, soporte estable
que ayude al hombre a crecer y a progresar, haciéndose cada vez más digno.
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