LIBRO XIX Comprende un lapso de tres años y seis meses 26.
CAPITULO I
Cayo César es asesinado, víctima de la conspiración de Casio Cerea.
CAPITULO I
Cayo César es asesinado, víctima de la conspiración de Casio Cerea.
1. Cayo
demostró su locura no solamente persiguiendo a los judíos de Jerusalén y lasregiones
vecinas, sino también desplegando su crueldad en todos los mares y tierras, a
lo largoy a lo ancho
del imperio romano, llenándolos de innumerables calamidades, sin igual en lahistoria.
Fué principalmente en Roma donde sembró el terror con sus actos, pues no tuvomayor
respeto por ella que por las demás ciudades; despojó y maltrató a sus
habitantes,especialmente
a los senadores y patricios y a aquellos que eran ilustres por sus antepasados.
En
particular persiguió a los caballeros, los cuales por su dignidad y poder
financiero eranconsiderados
por los ciudadanos iguales a lo senadores, pues era con ellos con quienes seformaba el
senado. Cayo los degradó civilmente, los exiló, los condenó a muerte, les
confiscólos bienes.Decía ser de
origen divino y exigía que se le tributaran honores superiores a loshumanos. En
las visitas al templo de Júpiter, denominado el Capitolio, el más célebre de
sustemplos, se
atrevió a denominarse hermano de Júpiter. No se abstuvo de ningún acto delocura.
Cuando tuvo que ir de Dicearquía, población de la Campania, a Misena, otra población
marítima, y considerando penoso hacer la travesía en trirreme, y pensando por
otro lado que le
correspondía, como amo del mar, pedirle lo mismo que exigía a la tierra, reuniólos dos
promontorios que distan treinta estadios entre sí, cerrando enteramente el
golfo, y selanzó con el
carro sobre el dique. Puesto que se consideraba dios, le convenía abrirse estaclase de
caminos. No dejó
ningún templo griego sin despojar, apoderándose de todas las pinturas yesculturas
que tuvieran y todo lo que habían conservado, como estatuas y objetos votivos.Decía que
las cosas hermosas no tenían que colocarse sino en el lugar más hermoso, y éste
erala ciudad de
Roma. Con estos objetos adornó su palacio y sus jardines y otros lugares dediversión de
que disponía en Italia. Es así como se atrevió a ordenar el traslado a Roma delJúpiter
Olímpico venerado por los griegos, obra del ateniense Fidias. Pero no pudo
llevarse a cabo porque
los arquitectos informaron a Memio Régulo, a quien se le había encargado el traslado,
que el simulacro se rompería si lo movían de su lugar. Se dice que por esto,
como también por
algunos otros prodigios increíbles. Memio dió largas al asunto. Escribió a
Cayo,excusándose
de no poder cumplir sus órdenes. Se encontró en grave peligro de perder la
vida,pero se
libró porque Cayo murió antes de matarlo.
2. La locura
de Cayo llegó a extremos tales que, habiéndole nacido una hija, la llevó al Capitolio y
la puso en las rodillas de la imagen, afirmando que era hija en común de él y
de Júpiter; la
niña tenía dos padres, sin que se pudiera determinar cuál de los dos era más
grande. ¡Y le
toleraban que hiciera esas cosas! También autorizó a los esclavos a acusar a
sus amos,atribuyéndoles
cualquier crimen. Para agradarle y por sugestión suya interpretaban muchoshechos como
crímenes. Pólux, esclavo de Claudio, se atrevió a acusarlo, y Cayo aceptó la acusación
contra su mismo tío paterno, con la esperanza de que encontraría el medio de
eliminarlo.
Pero no lo logró. En todo el
imperio no había sino maldad. Otorgó potestad a los esclavos para armarsecontra sus
señores; por todos estos motivos frecuentemente se intrigaba contra él, a fin
devengar las
injurias recibidas. Algunos concibieron el propósito de matarlo, antes de que
les acontecieran
mayores calamidades. Por último, para conservación de las leyes y la seguridadcomún
felizmente recibió la muerte; resultó en beneficio especialmente de nuestra
raza, quecorría
peligro de quedar totalmente exterminada. Quiero explicar con detalle todo lo
referentea su muerte,
especialmente porque acrecienta la creencia en el poder de Dios y será consuelopara aquellos
que se encuentran en situaciones adversas, así como también amonestación paralos que
creen que su felicidad será perpetua, y no ha de terminar en calamidad, si no
se
conducen en
la vida de acuerdo con los principios de la virtud.
3. Se
planearon tres medios para eliminarlo, bajo la dirección y auspicios de treshombres
valerosos. Emilio Régulo, oriundo de Córdoba, en España, contaba con algunosconjurados,
queriendo con su ayuda y cooperación eliminarlo; otros estaban complotados bajola dirección
del tribuno Casio Cerea; Anio Municiano contribuyó no poco a la muerte deltirano. Las
causas de su cólera contra Cayo, en lo referente a Régulo, era su naturalezairascible y
el odio a toda injusticia. Régulo poseía un carácter generoso y liberal, a
pesar deque era
incapaz de disimular sus resoluciones. Las comunicó a muchos, tanto amigos como
a
otros,
pareciéndoles decididos y fuertes para llevar a cabo tal propósito. Minuciano
en parte estaba con
deseo de vengar a Lépido, muy amigo suyo y uno de los primeros ciudadanos aquien Cayo
había asesinado, pero especialmente porque temía por sí mismo, pues Cayo seindignaba
contra todos por igual hasta que los hacía morir. Cerea se sentía avergonzadodiariamente
por los reproches que Cayo le hacía de ser hombre negligente, y puesto que
todoslos días
corría peligro precisamente a causa de su amistad y celo, daba por supuesto que
lamuerte de
Cayo era un acto propio de un hombre libre. Se dice que
todos examinaron en conjunto sus planes, porque todos estaban igualmenteamenazados
por las violencias de Cayo, y querían eludirlas, eliminando a Cayo. En caso de obtener
éxito, sería conveniente que tales hombres, para afirmar la seguridad del
estado, asumieron el
poder y, luego de la muerte de Cayo, administraran el gobierno. Pero Cerea se sentía más
inclinado a ello por el deseo de obtener mayor fama, y también porque, como
tribuno, le
era mucho más fácil acercarse al emperador.Por esta
época se celebraban los juegos circenses, a los cuales los romanos son muy aficionados.
Se reúnen apasionadamente eu el circo; y, una vez congregados, dan acomprender
al emperador cuáles son sus deseos; éste algunas veces accede a sus pedidos,cuando
considera que no es conveniente oponerse. En aquella oportunidad insistieron
ante Cayo para
que les rebajara los tributos, pues eran sumamente gravosos. Pero Cayo no
accedióy como
insistieran en sus clamores, ordenó que detuvieran a los que gritaban y sin
vacilación dispuso que
fueran inmediatamente ejecutados.Sus órdenes
se cumplieron; muchos murieron por este motivo. Esto se hizo delante delpueblo, que
cesó en seguida en sus gritos, viendo que ante sus mismos ojos eran condenados
a
muerte los
que pedían disminución de los impuestos.Estos
acontecimientos fueron una incitación mayor para Cerea, para terminar de una
vez con tanta
crueldad. Varias veces pensó atacarlo mientras comía; pero tuvo razones para no hacerlo, no
porque dudara, sino porque quería aprovechar una oportunidad segura, para queno fuera un
conato sin esperanza y pudiera llevar efectivamente a cabo lo propuesto.
5. Hacía
mucho tiempo que servía en el ejército y estaba descontento de la conducta de Cayo. Este
le encargó la percepción de los impuestos, así como también de las deudas atrasadas
que se debían al fisco del César. Se demoró en la percepción de estas cargas,
porque habían sido
duplicadas, y atendiendo más bien a su carácter que a las órdenes de Cayo, se compadecía
de la situación de aquellos a quienes tenía que exigírselas. El César se
indignó con él,
acusándolo de molicie en la percepción de los impuestos. Lo insultaba de mil
maneras;especialmente
cuando le daba la palabra de orden el día en que estaba de servicio; escogía un nombre
deshonroso y femenino. Lo humillaba de este modo, aunque él mismo participaba
en
la
celebración de ciertos ritos que había instituido; se vestía con ropas
femeninas y se colocaba en
la cabeza trenzas de cabello para simular aspecto femenino. Sin embargo, se atrevía a
injuriar a Cerea atribuyéndole estas prácticas. Cerea, cuando recibía la
palabra de orden, se
llenaba de cólera; pero se irritaba todavía más cuando la transmitía a los
demás, pues sabía
que entonces se convertía en motivo de risa; de modo que los demás tribunos se divertían a
su costa, pues todas las veces que iba a pedir al emperador la palabra de
orden, predecían
que traería como de costumbre un motivo de regocijo. Estos hechos lo hicieron
bastante
audaz para unirse con los conjurados, pues no cedía ciegamente a la ira. Había un
senador, de nombre Pompedio, que había recorrido casi todos los honores; era epicúreo y,
por lo tanto, no gustaba de los negocios públicos, sino de la vida tranquila.
Fué acusado por
Timidio, su enemigo, de haber pronunciado palabras insultantes contra Cayo;
citó como testigo
a Quintilia, mujer de teatro, que, a causa de su belleza, tenía muchos amantes, entre los
cuales estaba también Pompedio. Ella consideró indigno acusar falsamente a su amante de
algo que le costaría la vida; Timidio pidió que la hicieran torturar. Cayo,
exasperado, ordenó a Cerea que sin tardanza sometiera a la tortura a Quintilia, pues
utilizaba por lo común a Cerea para las muertes y suplicios, con la idea de que
lo realizaría
con mucho más rigor para escapar al reproche de molicie. Quintilia,
llevada al tormento, pisó el pie a uno de sus cómplices para darle a entender que debía
animarse y no temer los tormentos que sufriría, pues ella sería valerosa. Cerea
la atormentó
cruelmente, no por su propia voluntad, sino obligado por la necesidad. Ella no cedió ni aun
en medio de los más grandes tormentos; Cerea la llevó a presencia de Cayo, en un estado
tan lastimoso que nadie podía mirarla sin compadecerse. Viendo como estaba, vejada por
los tormentos, Cayo, algo conmovido, absolvió a ella y a Pompedio. Además entregó
dinero a Quintilia, para compensarle los daños que había sufrido en el cuerpo y
por el valor y
ánimo con que sufrió los tormentos.
6. Todo esto
afligía mucho a Cerea, como si él mismo fuera la causa de las calamidades que
afectaban a los hombres, que eran tan grandes que el mismo Cayo se dignaba
consolarlos. Dijo a
Clemente y a Papinio, siendo Papinio también tribuno, y Clemente prefecto en el pretorio: —A nosotros,
oh Clemente, no nos ha faltado voluntad para llevar a cabo todo lo pertinente a
la seguridad del emperador. Pues de los que conspiraron, algunos fueron sometidos a
muerte por nosotros, otros atormentados a tal extremo que el mismo Cayo se compadeció
de ellos. Además, ¿no hemos conducido valerosamente el ejército?
Clemente
callaba, a pesar de que mostraba que le avergonzaba haber cumplido lo que le ordenaban,
sin atreverse, sin embargo, a condenar la locura del emperador, porque pensaba
en su propia
seguridad; pero Cerea, que había tomado confianza, le habló más libre y audazmente,
relatándole las calamidades a que estaba expuesto el imperio. —Según lo
que se dice, Cayo es considerado como su autor; pero si se mira la realidad, Clemente, yo
y Papinio, y tú más que nosotros, somos los encargados de atormentar a los
romanos y a
todo el género humano, no cumpliendo las órdenes de Cayo, sino nuestra voluntad,
pues depende de nosotros el que cesen tantas calamidades contra ciudadanos y súbditos.
Como soldados lo obedecemos, convertidos en guardias y victimarios, llevando estas armas
no en favor de la libertad y el poderío romanos, sino para la seguridad de
aquel que redujo a
servidumbre tanto sus almas como sus cuerpos. Nos manchamos todos los días con la
sangre de aquellos que matamos o atormentamos, hasta que alguien preste el
mismo servicio a
Cayo con nosotros. Esto no contribuye a que nos mire con benevolencia, sino sospechosamente,
por el gran número de muertos que ha habido. No apaciguará su ira, puesto que se
indigna, no en defensa de lo justo y equitativo, sino para complacer su ánimo;
y nosotros
también seremos objetos de la misma indignación, siendo que deberíamos tener,
en cambio, el
deber de asegurar a todos la libertad y determinarnos a librarnos a nosotros
mismos de estos
peligros.
7. Clemente
estaba abiertamente de acuerdo con lo que decía, lo aprobaba y elogiaba, pero le dijo
que se callara, no fuera que sus palabras llegaran a oídos de muchos, y divulgándose
aquello que debía guardarse en silencio, antes que se llevara a cabo, los condujera a
ser condenados a muerte. Debían confiar en el porvenir y tener esperanza, pues podía venir
algún socorro inesperado. En cuanto a él, su edad avanzada le impedía un acto
tan audaz.—En cuanto a
lo que tú, Cerca, has dicho, yo quizá podría aconsejarte algo más
prudente,
¿pero quién podría sugerir nada que fuera más honorable? Clemente se
fué a su casa, mientras repasaba mentalmente lo que había dicho y oído, en medio de
diversas dudas. Cerca, preocupado, se apresuró a ver a Cornelio Sabino, también tribuno, a
quien apreciaba como varón egregio amante de la libertad y, por este motivo, contrario al
presente estado de cosas y que quería de una vez terminarlas. Consideró
oportuno proponérselas,
con miedo de que Clemente los traicionara, teniendo en cuenta además el tiempo que
habían perdido en dudas y vacilaciones.
8. Sabino aceptó
la sugestión de buena gana, pues ya previamente estaba decidido a ello, pero
se había callado hasta ahora, pues no había encontrado a nadie con quien
compartir sin riesgo
su idea. Habiéndose, pues, topado con un hombre no sólo dispuesto a callar lo que oyera, sino
a revelar su propio pensamiento, se sintió mucho más animado; por esto, pidió a Cerea que
llevara a cabo su propuesta sin demora. Es así como se dirigieron a Minuciano, animado del
mismo deseo y similar a ellos por su decisión y que había caído en sospechas ante Cayo,
después de la muerte de Lépido. Una profunda amistad había unido a Minuciano y
Lépido por
los peligros que habían corrido juntos. Porque Cayo era temible y no dejaba de ensañarse en
cada uno de ellos según su capricho. Sabían que ambos estaban descontentos de tal
situación, a pesar de que el miedo del peligro impedía que abiertamente
revelaran su pensamiento
y su odio contra Cayo. Sin embargo, adivinaban que los dos lo detestaban y esto contribuía a
que sintieran un recíproco afecto.
9. Se
encontraron, pues, con Minuciano, a quien saludaron con demostraciones de aprecio,
pues ya en encuentros precedentes habían adoptado la costumbre de rendirle homenaje,
tanto por la superioridad de su rango, pues era el más noble de todos los ciudadanos,
como por los elogios que merecían sus cualidades, especialmente su elocuencia. Minuciano,
hablando el primero, preguntó a Cerca qué palabra de orden había recibido. Toda la ciudad
sabía el insulto que se hacía a Cerea en la transmisión de la palabra de orden.
Cerea, indiferente
a las expresiones de burla, agradeció a Minuciano el hecho de testimoniarle suficiente
confianza como para hablar con él. — Tú me
diste la palabra de orden: libertad. Te agradezco que me excitaras más allá de lo que suele
ser mi costumbre. No necesito muchas palabras para elevar y reforzar el ánimo,
si es que son
de tu gusto las cosas que son del mío y si somos de la misma opinión. Ciño una sola espada,
pero basta para los dos. Emprendamos la acción; me pongo bajo tu dirección y mando, si es
que te place. O me adelantaré confiado en tu ayuda, esperanzado en tu auxilio. No necesitan
del hierro aquellos que poseen un ánimo valeroso que hace eficaz al mismo hierro. Me
basto para emprender esta tarea, sin el menor miedo por lo que pueda
acontecerme. No tengo
tiempo para pensar en los peligros, cuando lamento la situación de la patria,
que ha descendido
desde la mayor libertad a la servidumbre, estando sin fuerza y autoridad las
leyes y todos
amenazados por Cayo. Ojalá merezca fe en lo que te digo, puesto que soy de la
misma opinión que
tú en este particular.
10.
Minuciano, conmovido por la vehemencia de sus palabras, lo abrazó, y
elogiándolo y
estimulándolo le infundió nuevos ánimos y lo despidió con los mayores deseos.
Dicen algunos que
Minuciano fué todavía más expresivo. Cuando Cerea
entraba en el senado, cuentan que surgió una voz de la multitud instándolo a
hacer lo que debía hacer con la ayuda de Dios. Al principio sospechó que, traicionado
por alguno de los conjurados, sería detenido; pero finalmente comprendió que eran
expresiones de alguien que lo exhortaba; ya fuera que, por instigación de sus
cómplices, alguien le
diera una señal, o era Dios mismo que contempla las acciones de los mortales y
lo inducía a
que obrara con ánimo decidido. Eran muchos
los que conocían la conjuración, y todos se encontraban armados, tanto senadores,
caballeros o soldados. No había nadie que dejara de considerar venturosa la
muerte de Cayo; y
así todos, del modo que podían, colaboraban fervorosamente y no querían ser menos que
los otros; con suma decisión y por odio contra el tirano se preparaban al
hecho, de palabra y
con la acción. Entre los
conjurados se encontraba Calisto, liberto de Cayo, que había llegado a la cima del poder,
igual al del tirano, gracias al miedo que inspiraba a todos y a la gran fortuna
que había
acumulado. Se apoderaba de todo lo que podía y era insolente con todos, usando
su
poder con
injusticia. Sabía que Cayo era implacable y tan terco que nunca desistía de lo
que había
decidido; por esto y muchas otras cosas se sentía en peligro, especialmente por
su gran fortuna. Por
eso servía a Claudio, habiéndose pasado secretamente a su lado, pensando que éste
obtendría el imperio si Cayo desaparecía y que él encontraría, en un poder
similar al que ocupaba, un
pretexto para obtener favores y honores, si tomaba la precaución de conquistar
la gratitud de
Claudio y la reputación de que le había sido fiel. Incluso había llegado su
audacia a decir que
había recibido del emperador la orden de envenenar a Claudio, y había diferido
su ejecución
con mil pretextos. Pero creo que Calisto debe de haber fraguado este cuento
para congraciarse
con Claudio, pues en el caso de que Cayo hubiese realmente decidido librarse de
Claudio, no
habría tolerado las tretas de Calisto; y si este último hubiera recibido orden
de eliminarlo,
no habría podido diferir su incumplimiento sin recibir inmediatamente su
castigo. Debe sólo
atribuirse al poder divino la protección de Claudio contra el furor de Cayo; y Calisto
simulaba un hecho que no era tal como lo presentaba.
11. Los
propósitos de Cerea se fueron postergando de día en día, pues muchos de los conjurados
dudaban. El mismo de mala gana difería su realización, por considerar que cualquier
oportunidad era buena para llevar a cabo lo decidido. Se le presentaba frecuentemente
tal oportunidad, cuando Cayo ascendía al Capitolio para ofrecer víctimas por la salud de
su hija. O también, cuando estaba en la parte elevada de la basílica y tiraba
oro y plata al
pueblo, podía ser precipitado desde este lugar; o en la celebración de aquellas
ceremonias
que él mismo había establecido, y cuando no desconfiaba de nadie, pues atendía
a que todo se
llevara a cabo debidamente y con el decoro conveniente. Aun sin
contar con ninguna señal de los dioses, Cerea podía hacer morir a Cayo; y habría
tenido coraje para suprimirlo hasta sin armas. Cerea se indignaba contra los conjurados,
temiendo que pasara la oportunidad. Los otros sabían que tenían razón y que los
urgía en su
propio interés; pero pedían que se demorara, no fuera que si no salía bien,
toda la ciudad
quedara conturbada, que se persiguiera a los cómplices y que luego fuera inútil
todo su valor porque
Cayo tomaría mayores precauciones contra ellos. Lo más seguro sería llevarlo a cabo cuando
se celebraran los espectáculos en el palacio. Se cumplían en honor del César
que había sido
el primero en atribuirse el poder del pueblo. Se elevaba a poca distancia
delante del palacio una
tribuna desde la cual los patricios, sus mujeres y sus hijos y aun el mismo emperador
contemplaban el espectáculo. Les sería fácil, en una oportunidad en que tantos miles de
personas quedaban encerradas en un espacio estrecho, atacarlo en el momento de entrar,
cuando ni sus guardias podrían auxiliarlo, ni aun cuando quisieran.
12. Cerea
tuvo que aguardar. Cuando llegaron las fiestas, resolvióse ejecutar el plan el primer día;
pero el destino, que había dispuesto las demoras, pudo más que la decisión
tomada por los
conjurados. Habiendo dejado pasar los tres primeros días consagrados, sólo en
el último se
pasó a la acción. Cerea, habiendo convocado a los conjurados, les dijo: —Hemos
dejado pasar mucho tiempo sin que por nuestra indolencia nos decidamos a realizar lo
determinado. Sería espantoso, si quedara en la nada a causa de alguna denuncia,
y Cayo,
exacerbado, sería entonces más cruel. ¿No vemos, por ventura, que privamos de
tantos días a la
libertad cuantos otorgamos a la tiranía, cuando debemos asegurarnos para lo
futuro, otorgar la
felicidad a los demás y obtener para siempre admiración y honor? Como nadie
podía negar que sus palabras eran nobles, y tampoco aceptar públicamente la empresa,
todos guardaron un profundo silencio: —¿A qué
viene, varones valerosos —siguió diciendo—, que dudemos y nos alejemos de la
acción? ¿No os dais cuenta que éste es el último día de los espectáculos y que
luego Cayo se
embarcará? Cayo se
disponía a partir hacia Alejandría, a fin de visitar a Egipto. —¿Puede
parecernos honesto dejar escapar a un hombre tan odiado que irá por mar y tierra a
exhibir su ostentación? ¿No nos abrumará la vergüenza si dejáramos que lo
matara un egipcio o
algún otro que considere que son intolerables sus locuras para los hombres
libres? Yo no
aceptaré más demoras, y hoy mismo iré a enfrentar el peligro y sufrir con ánimo
alegre las
consecuencias. No hay motivo ninguno para demoras. En verdad, ¿qué cosa más
mísera puede
acontecer a un ánimo fuerte y generoso que otro mate a Cayo, mientras yo viva y
me prive a mí
de la alabanza de esta acción?
13. Diciendo
estas palabras se excitó y animó a los restantes, y todos decidieron poner manos a la
obra sin dilación ninguna. A primera hora de la mañana se encontraba en
palacio, ceñido con
la espada de los caballeros. Era costumbre de los tribunos pedir el santo y
seña al emperador
con la espada ceñida y precisamente aquel día le tocaba a él esa tarea. Ya la multitud se
dirigía al palacio tumultuosamente, empujándose unos a otros, pues cada cual se esforzaba en
ocupar el mejor lugar. Cayo contemplaba voluptuosamente el espectáculo. Nohabía sitios
especiales señalados para los senadores o los caballeros, todos se sentaban mezclados,
los hombres con las mujeres, los esclavos con los hombres libres.
Se le abrió
camino a Cayo entre los guardias; ofreció sacrificios a Augusto, en cuyohonor se
celebraban los espectáculos. Al caer una de las víctimas aconteció que la
sangremanchó la
toga de un senador de nombre Asprenas. Cayo lo tomó a risa, pero resultó un mal augurio para
Asprenas; pues fué muerto junto con Cayo.
Se dice que
aquel día, en contra de su costumbre, Cayo estuvo muy amable, hablando afablemente
y causando la admiración de todos. Una vez ofrecido el sacrificio, se dirigió a
su lugar en el
teatro, rodeado de los amigos principales. El teatro, cuya disposición cambiaba todos los
años, estaba construido de la siguiente manera. Tenía dos puertas, abierta una
sobre el espacio
libre, y la otra sobre un pórtico, a fin de que las entradas y salidas no
molestaran a aquellos que
se encontraban en el interior y para que los músicos y actores pudieran salir
del mismo. La
multitud estaba sentada, y Cerea con los restantes tribunos se instalaran a
poca distancia de
Cayo; éste se encontraba en el lado derecho del teatro. Un tal
Vatinio, senador, antiguo pretor, preguntó a Cluvio, personaje consular,
sentado a su lado, si
había oído hablar de la revolución; pero procuró que sus palabras no fueran comprendidas.
Cluvio respondió que nada sabía. —Hoy,
Cluvio, se representará la escena del tiranicidio. —Noble amigo
—repuso Cluvio—, cállate, no sea que algún otro aqueo escuche tus palabras27.
Se arrojó a
los espectadores gran cantidad de frutas y de aves cuya rareza contribuía a hacerlas
deseables. Cayo se regocijaba al ver a los espectadores luchando entre sí para apoderarse de
ellas. Acontecieron a la par dos sucesos que fueron interpretados como presagios.
Se representaba una parodia durante la cual se crucificaba a un capitán de
ladrones.
Por otro
lado representaban el drama de Ciniras en el cual este rey se suicida, así como también su
hija Mirra. De modo que había gran cantidad de sangre artificial esparcida
tanto alrededor
del crucificado como de Ciniras. Se sabe también que fué el mismo día en el que Pausanias,
amigo de Filipo hijo de Aminita, rey de Macedonia, mató a éste cuando penetraba en el
teatro.
Mientras
Cayo dudaba si permanecería hasta el final del espectáculo, por ser el último día, o si
iría a bañarse y comer y regresaría, como acostumbraba, Minuciano, sentado más arriba de
Cayo, temeroso de que también en esta oportunidad se dejara de cumplir lo decidido, se
levantó, cuando vió salir a Cerea, para ir a alentarlo. Cayo, tomándolo por la toga, le
dijo amigablemente: — ¿A dónde
te diriges, buen hombre?
Volvió a
sentarse, aparentemente por respeto al César, pero sobre todo por el miedo que lo dominaba.
Sin embargo, poco después se levantó de nuevo, sin que Cayo le impidiera esta vez la
salida, creyendo que se trataba de satisfacer una necesidad. Asprenas, que
también formaba
parte del complot, invitó a Cayo a salir, como acostumbraba, para lavarse y
comer y regresar
después, pues quería que se cumpliera lo que habían decidido.
14. Cerea y
sus compañeros se habían ubicado en sus correspondientes lugares, donde debían
permanecer para secundar la acción de sus amigos. Aguantaban impacientes la demora, pues
era casi la novena hora del día. Cerea tenía el propósito, al ver que Cayo tardaba, de
ir a atacarlo en su sitio. Pero comprendió que no podría llevarlo a cabo sin la muerte de
muchos caballeros y senadores. A pesar de ello, estaba decidido a hacerlo, si
con esas muertes
se conseguían la libertad y la seguridad de todos. Ya estaba
por dirigirse hacia la entrada del teatro, cuando un pequeño tumulto indicó que Cayo se
había levantado. Los conjurados dispersaron a la multitud, con el pretexto de
que a Cayo le
disgustaba su presencia, pero en realidad para su propia seguridad, y para
privar a Cayo de
protección antes de matarlo. Lo precedían su tío Claudio, Marco Vinicio, el
esposo de su
hermana, así como también Valerio Asiático, a los cuales, aunque lo hubieran
querido, no era
posible cerrarles el paso, a causa de su dignidad. Venía después Cayo con Paulo Arruntio.
Cuando
estuvo dentro del palacio se apartó del camino directo, donde se encontraban los criados
que debían servirle, y por donde lo habían precedido Claudio y los demás.
Siguió por un
corredor desierto y oscuro para ir a los baños, así como también para ver unos
esclavos llegados de
Asia, enviados unos para cantar en los misterios que se celebraban, y otros para ejecutar
danzas pírricas en el teatro. Cerea le
salió al encuentro y le pidió el santo y seña. Le dió como consigna algo oprobioso y
ridículo. Entonces Cerea lo insultó y, sacando su espada, le infirió una herida grave,
aunque no mortal.
Algunos
dicen que Cerea lo hizo a propósito para no matarlo de golpe y atormentarlo con golpes
repetidos. Sin embargo, no parece creíble esta opinión, pues el temor que acompaña
esta clase de hechos no permite tales razonamientos. Si ésta hubiera sido la intención de
Cerea, yo lo consideraría como el más estúpido de los hombres, por querer hacer concesiones
a su cólera en lugar de ponerse a salvo él y los demás conjurados.
Especialmente cuando había
diversas maneras para ayudar a Cayo, si no lo hicieran expirar inmediatamente.
Cerea habría
logrado, más que castigar a Cayo, perjudicarse él mismo y los demás conjurados,
y pudiendo realizar la acción y huir sin exponerse a la ira de los que
vengarían al emperador,
habría conseguido, sin conocer el resultado, perderse a sí mismo y desbaratar
una ocasión
favorable. Pero que cada uno juzgue a su arbitrio en este asunto.
Atormentado
por el dolor de la herida, pues la espada le había penetrado entre el brazo y el cuello y
fué detenida por la clavícula, Cayo no dió ningún grito ni llamó a ninguno de
sus amigos, ya
sea porque no se fiara de nadie o por no haber pensado en ello. Gimiendo por el excesivo
dolor, escapó hacia adelante para huir. Cornelio Sahino lo encontró, cuando
creía que ya
estaba muerto, y lo hizo caer de rodillas. Rodeado por muchos, excitados por el
mismo propósito,
todos lo hirieron con sus espadas, animándose mutuamente a volver a herir una y otra vez.
Se cree que
fué Aquila quien le dió el golpe final, que terminó con su vida. Sin embargo, es
a Cerea a quien hay que adjudicarle el hecho. Muchos participaron de la
conjura, pero él fué
el primero en imaginarla y, con prioridad a los demás, decidió cómo debía realizarse;
y fué el primero en comunicar su intención a los otros. Cuando los demás estuvieron
de acuerdo en su propuesta para matar a Cayo, reunió a los confabulados y
dispuso todo con
gran sagacidad. Cuando llegó el momento de demostrar decisión y acción, como había sido
el primero en incitar a los otros con la palabra para llevar a cabo algo
sumamente difícil, así
también fué el primero en lanzarse a iniciar la muerte de Cayo, a quien entregó
en manos de los
demás, medio muerto, para que fácilmente lo ultimaran. De tal modo que lo que hicieron los
demás, se debe atribuir a los consejos, al coraje y a la fortaleza de Cerea.
15. Cayo
yacía sin vida, lleno de heridas. Cerea y sus compañeros, después de matar al César, se
dieron cuenta que no podrían volver sin peligro por el mismo camino. Estaban asustados de
su acto, pues se veían amenazados por haber dado muerte a un emperador reverenciado
y querido por un populacho insensato. Muy pronto los soldados irían a buscarlos,
para derramar su sangre. Además, el pasaje donde acababan de realizar su acto
era estrecho,
obstruido por el gran número de servidores y de soldados que en este día
estaban de guardia
junto al emperador.
Tomando otro
camino se retiraron a la casa de Germánico, padre del Cayo que acababan de matar.
Esta casa estaba junto al palacio, con el cual formaba una unidad, aunque los edificios
construidos por cada uno de los emperadores tuvieran un nombre particular,
según quien los
hubiera hecho construir o los que hubieran sido los primeros en habitar parte
del mismo.
Habiendo escapado a las turbas, por el momento se sentían seguros, mientras se desconociera
lo que había acontecido al César.
Los primeros
en informarse de la muerte de Cayo fueron los germanos; eran sus guardias,
llamados así por el pueblo donde eran enrolados y donde se reclutaba la legión
celta. Entre ellos
la cólera es una característica nacional, común con otros bárbaros que usan
poco la razón.
Confían más en su fuerza y ferocidad, y son los primeros en atacar, de modo que
donde ellos
acometen son de mucho valor para la victoria. Estos, cuando se informaron de la
muerte de Cayo, lo
sintieron intensamente, no por consideración a sus méritos, sino mirando a su propia
comodidad, pues Cayo los
había conquistado mediante muchos beneficios. Con las espadas desenvainadas
buscaron a los matadores del César, y penetraron en las casas, dirigidos por Sabino, su
tribuno, no por sus propios méritos o los de sus antepasados, pues había sido
gladiador,
sino elevado a ese cargo por su vigor corporal. Recorriendo
el palacio al primero que encontraron fué a Asprenas, cuya toga estaba manchada con
la sangre de los sacrificios; lo mataron, cumpliéndose el presagio de que hablé anteriormente.
El próximo fué Norbano, uno de los ciudadanos más nobles, quien contaba con más de un
general victorioso entre sus antepasados; no respetaron su dignidad. Era hombre
de
mucho vigor
y se trabó en lucha con el primero que lo atacó; le quitó la espada y, poco dispuesto a
morir sin vengarse, atravesó a muchos que lo atacaban, hasta que al final murió acribillado
de heridas. El tercero fué Antejo, un senador. Se encontró con los germanos, no por
casualidad como los anteriores, sino por curiosidad, pues quiso contemplar a
Cayo tendido en
tierra y satisfacer así el odio que le tenía. El padre de Antejo, que llevaba
el mismo nombre,
había sido desterrado por Cayo el cual, no satisfecho con eso, envió soldados
para que lo
mataran. Este era el motivo de que el hijo se alegrara por la muerte de Cayo,
manifestándose
la alegría en sus ojos, al contemplarlo postrado. Estando la casa agitada, no logró
escapar a los germanos que todo lo inspeccionaban y se enfurecían al extremo de
matar a los que se
encontraban, fueran o no culpables. Es así como estos hombres fallecieron.
16. Cuando
llegó al teatro el rumor de que habían matado a Cayo, la gente quedó primeramente
estupefacta, sin dar crédito a lo que se le decía. Algunos, aunque se sintieron contentos
por su muerte, y hubieran dado mucho para que ello fuera cierto, se mostraron incrédulos
por temor. Otros no lo creyeron porque no querían que le hubiese pasado esa desgracia a
Cayo, y no querían aceptar la verdad, juzgando imposible que un hombre tuviera bastante
valor para llevar a cabo un acto de esa índole. Eran mujeres, gente joven, los esclavos y
algunos de los soldados. Estos, en efecto, recibían sueldo de Cayo y lo
ayudaban a
ejercer la
tiranía; sirviendo sus caprichos y torturando a los más poderosos ciudadanos, obtenían a
la vez honores y riquezas. En cuanto a las mujeres y los jóvenes estaban
seducidos, como es
habitual entre el vulgo, por los espectáculos, los combates de los gladiadores
y la distribución
de ciertos víveres; tales hechos, se decía, se realizaban en interés del pueblo romano, pero
en realidad para satisfacer la locura y la crueldad de Cayo; y los esclavos, finalmente,
por el permiso que se les otorgó de acusar y menospreciar a sus señores, pues
así les era
posible buscar la protección de Cayo, si aquéllos los injuriaban; de buena gana
les creían las
mentiras contra sus señores y, al denunciar su fortuna, se aseguraban no sólo
la libertad,
sino también la riqueza, gracias a la recompensa que les daban a los
acusadores, que se elevaba a
la octava parte de sus bienes.
En cuanto a
los patricios, aunque el rumor les pareció verosímil, quizá porque conocían el complot,
o porque lo deseaban y anhelaban vehementemente, no solamente ocultaron el gozo que les
proporcionó la noticia, sino que se guardaron su opinión sobre el hecho.
Algunos temían que
una esperanza falsa les trajera un castigo, si se apresuraban a descubrir su pensamiento;
otros, los que estaban al corriente por haber participado en la conjuración, se ocultaban
más aún, recelándose mutuamente, y temiendo hablar con gente que pudiera denunciarlos
al tirano, si vivía aún.
Se esparció
otro rumor: que Cayo no había muerto; había sido herido y estaba siendo atendido por
los médicos. Nadie se fiaba de nadie, para expresar lo que realmente sentía: si era amigo de
Cayo, se haría sospechoso de haber favorecido la tiranía; si lo odiaba, su malevolencia
anterior no conferiría confianza a sus palabras. También corrió otro rumor, que privó a los
patricios de toda esperanza de alegrarse; que Cayo, sobreponiéndose al peligro
y sin tener en
cuenta sus heridas, había huido al foro, manchado de sangre como estaba, y que allí estaba
hablando al pueblo. Todo esto había sido imaginado por los que deseaban que se
produjera
una agitación. Los oyentes se inclinaban por el lado donde los llevaba su
afecto. Sin embargo, no
abandonaban sus asientos, por miedo de que se les acusara de algo si se les
viera salir los
primeros. Pues no se los juzgaría según la disposición de cada uno al salir,
sino según lo que
imaginaran acusadores y jueces.
17. Una
caterva de germanos, con las espadas desenvainadas, rodeó el teatro; los espectadores
empezaron a temer por su propia vida. Cualquiera que llegara los aterrorizaba, como si los
fueran a matar. No sabían qué hacer; no se atrevían a salir, pero tampoco se
creían seguros
permaneciendo en el teatro. Finalmente, cuando los germanos se precipitaron
dentro del teatro,
se elevó un gran clamor; todos comenzaron a suplicar a los soldados, afirmando que todo lo
ignoraban, tanto la sedición, si había alguna, como los acontecimientos que se habían
producido. Tenían que perdonarlos, y no hacerles pagar a ellos, exentos de toda
culpa, la audacia
de los culpables, sino buscar a los responsables del crimen, cualquiera que
hubiera
sido. Decían
estas cosas y otras similares con gran aflicción y llanto; imploraban para
eludir el peligro
inminente, como si cada uno de ellos estuviera en el extremo de perder la vida. Con tales
ruegos se apaciguó la ira de los soldados y desistieron de lo que en su ánimo habían
imaginado contra los espectadores. Les pareció una crueldad, a pesar de su exasperación
y de haber colocado en el altar la cabeza de Asprenas y otras víctimas. Al contemplarlas,
fué todavía más intensa la conmoción de los espectadores, que pensaran en la dignidad de
aquellos hombres y la suerte mísera que les había tocado; poco faltó para que olvidaran
sus propios peligros, conmovidos por aquel espectáculo, ignorantes de cuál
sería el fin de todo
ello, en el supuesto caso de que escaparan al peligro. Los que
odiaban a Cayo, se vieron privados de la consiguiente alegría derivada de su muerte, pues
estaban en trance de perder la vida, y les parecía que no quedaba esperanza ninguna de conservarla.
18. Había un
cierto Evaristo Arruntio, pregonero de ventas, dotado de una fuerte y poderosa
voz, el cual había adquirido una riqueza tal que igualaba a la de los más
opulentos. Hacía en
Roma lo que más le placía, tanto en aquel momento como después. Se dispuso a
dar las mayores
muestras de aflicción, a pesar de que Cayo era el más menospreciado de todos
los hombres;
pero, en el momento actual, convenía adecuarse a lo que aconsejaban el temor y
la astucia a
fin de asegurarse la seguridad. Asumiendo un aspecto lúgubre, se adelantó al
teatro y anunció la
muerte de Cayo, pues no podía tolerar que el pueblo estuviera por más tiempo en
la ignorancia
de lo que había acontecido. Luego, en compañía de los tribunos, recorrió el
teatro
interpelando
a los germanos, ordenándoles que depusieran las armas y anunciándoles la muerte de
Cayo.
Con esto se
salvaron los que estaban en el teatro y todos los que en alguna forma estaban
cerca de los germanos. Pues mientras hubiera alguna esperanza de que Cayo
viviera, no se
abstendrían de ningún crimen. Le eran tan adictos, que estarían contentos de
perder la vida, con
tal que pudieran librarlo de los peligros. Cuando tuvieron la certeza de su
muerte, se enfrió el
fervor con que querían vengarlo, tanto porque de nada les iba a servir
manifestar su presteza en
servirlo, pues estaba muerto el que debía gratificarla, como por temor de que
el senado los
acusara de los abusos cometidos, en caso de que asumiera la administración del
poder; o
hiciera lo mismo el emperador que sucedería a Cayo. Es así como los germanos cesaron en
su cólera, aunque de mala gana, a causa de la muerte de Cayo.
19. Inquieto
por la suerte de Minuciano, temeroso de que hubiese perecido por el furor de los
germanos, Cerea pidió a los soldados, uno por uno, que cuidaran de su
seguridad, y él, por su
propia cuenta, hizo averiguaciones para saber si había perecido. Clemente,
cuando le llevaron a
Minuciano, lo dejó libre, pues con muchos otros senadores reconocía la justicia
del acto y la
virtud de aquellos que lo habían concebido y no tuvieron miedo de ponerlo en ejecución.
Dijo que los tiranos disfrutan poco tiempo de su gozo de hacer el mal, y nunca tienen un
fin feliz puesto que las personas virtuosas los odian; terminan por sufrir un
fin
similar al
de Cayo. El mismo Cayo, antes de que se realizara la conspiración, había conspirado
contra sí mismo. Por las injusticias que lo hacían intolerable y por su
menosprecio de las
leyes, indujo a sus más íntimos a que se convirtieran en sus enemigos. Si en el momento
presente ellos asesinaron a Cayo, en realidad fué él mismo quien se causó la
muerte.
20. Entonces
los espectadores pudieron salir del teatro, haciéndolo con la mayor rapidez y
tumultuosamente. El que permitió que pudieran evadirse fué el médico Alción.
Sorprendido en el
momento en que estaba curando a algunos heridos, envió a los que lo rodeaban
con el pretexto de
buscar lo necesario para las curaciones; pero en realidad para que escaparan de
los peligros que
los amenazaban. Durante este tiempo se reunió el senado, así como el pueblo que se congregó
en el foro, donde se acostumbran a realizar los comicios, con el objeto de
buscar a los
matadores del César. El pueblo los buscaba ardorosamente, el senado para salvar
las apariencias.
Estaba
presente Valerio el asiático, personaje consular. Este se adelantó en medio de
los que
tumultuosamente preguntaban con indignación quiénes eran los matadores del
César. —Ojalá
hubiese sido yo —exclamó.
Los cónsules
promulgaron un decreto de acusación contra Cayo. Ordenaron al pueblo presente y a
los soldados que se retiraran. Al pueblo le prometieron una rebaja en los impuestos, y
a los soldados grandes premios, si conservaban el orden habitual sin dejarse llevar por
la violencia. Tenían miedo de que, en su exasperación, la ciudad quedara
expuesta a una
catástrofe si se entregaban al robo y al despojo de los templos. Ya se había
reunido un gran número
de senadores, especialmente aquellos que habían complotado en la muerte de César,
enardecidos y audaces, puesto que el poder ahora quedaba en sus manos.
CAPITULO II
Los soldados
obligan a Claudio, tío de Cayo, a asumir el poder. Lucha entre el senado, elpueblo,
Claudio y sus soldados
1. Tal era
la situación, cuando súbitamente Claudio fué arrebatado de su casa. Los soldados se
habían reunido y discurrían sobre lo que debían hacer; decidieron que no convenía que
el pueblo se considerara suficiente para hacer frente a tantos problemas y además no
podían permitir que el gobierno quedara entre ellos. Por otra parte, si alguno
de los conjurados
fuera nombrado emperador, ellos sufrirían una gran desgracia, por no haberle ofrecido su
ayuda. Pensaron que lo mejor, puesto que todavía no se había decidido nada,
sería nombrar a
Claudio, tío del difunto y que merecía ser preferido por su dignidad a
cualquiera de los que se
encontraban en el senado, tanto por la nobleza de su nacimiento como por los
estudios
realizados. Este, una vez nombrado emperador, los llenaría de honores y
regalos.
Así que lo
decidieron, lo pusieron en ejecución. Claudio fué arrebatado por los soldados.
Pero Cn. Sentio Saturnino, a pesar de estar informado de lo relativo a Claudio,
que simulaba
aceptar el trono imperial contra su voluntad, aunque de hecho estaba de
acuerdo, se levantó en
el senado y, sin miedo ninguno, pronunció el discurso que convenía a hombres libres y
generosos:
2. —Aunque
parezca increíble, oh romanos, después de largo tiempo, y cuando no lo esperábamos,
se nos ofrece la libertad; ignoro, sin embargo, cuánto tiempo ha de durar, pues queda en
poder de los dioses que nos la ha acordado. Es suficiente, sin embargo, para
que nos regocijemos
y, aunque la perdamos en seguida, habrá contribuido a nuestra felicidad. Pues basta una
hora para los hombres buenos y honestos, si se vive con voluntad libre en una
patria libre,
gobernada con las leyes de que hemos gozado anteriormente. Nada diré sobre la
libertad de los
tiempos pasados, por haberse perdido antes de que yo naciera; pero disfruto de
la presente con
ansia insaciable y consideraré muy felices a aquellos que han nacido y son educados en
las actuales circunstancias. Después de los dioses hay que agradecer a aquellos que han
convertido en realidad lo que estamos disfrutando en el momento actual. Ojalá permanezca
segura e incólume para siempre; pero este día será suficiente para nosotros, jóvenes o
ancianos. Los ancianos reciben una eternidad, si mueren aprovechando los bienes que nos
otorga este día. En cuanto a los jóvenes, es un aprendizaje de la virtud que ha
sido el bien de
aquellos de quienes descendemos. Por lo tanto, en el momento actual, lo primero
y
más noble
debe ser vivir de acuerdo con la virtud, que es la única que engendra y
conserva la libertad
para los hombres. He sabido lo que se hizo antiguamente y experimentado suficientemente
lo que ha acontecido en mi tiempo, el gran número de males que ocasiona la tiranía,
oponiéndose a toda virtud, privando de la libertad a los magnánimos, induciendo
a los hombres a la
adulación y al miedo, pues no gobierna de acuerdo con la prudencia de las
leyes, sino según
su arbitrio. Desde el momento en que Julio César se propuso privar al pueblo
del poder, sin
tener en cuenta las leyes, perturbó la república; considerándose superior al
derecho,
deseando
servir a sus apetencias, no hubo mal ninguno de que se viera libre la ciudad, emulándolo
todos los que lo sucedieron en privar a la ciudad de los hombres fuertes y generosos.
Creían que atendían a su seguridad, si se servían de hombres malévolos y perniciosos
y, en cuanto a los que se distinguían por su virtud, no sólo les deprimían el espíritu,
sino que generalmente los enviaban al destierro. Aunque todos exhibieron una
dureza insoportable
en su gobierno, sin embargo Cayo, ahora difunto, cometió crímenes mayores que todos los
otros, no sólo contra sus ciudadanos, sino también por igual contra los
parientes y
amigos,
dando lugar a una indignación indomable, sembrando males entre todos indistintamente
e imponiendo penas injustas, llevado por una cruel ira contra los dioses y contra los
hombres. Pues las tiranías no se contentan con buscar su placer, aunque vaya
unido con la
injuria, ni con ultrajar a las esposas y apoderarse de las fortunas, sino que
se proponen conturbar a
las familias de sus enemigos. Para los tiranos todos los libres son enemigos;
están en la
imposibilidad de conquistarse su benevolencia, incluso la de aquellos que los
sufren pacientemente.
Efectivamente, los tiranos conocen bien las calamidades que han infligido a ciertas
personas; y aunque éstas desprecien magnánimamente lo que se ha hecho con ellas,
los
mismos
tiranos no pueden ocultarse lo que han hecho. Por eso piensan que sólo tendrán seguridad
con relación a los sospechosos, si logran eliminarlos. Libres de estos males y sometidos
solamente los unos a los otros, cada cual debe pensar lo que más toca al bien común, la
clase de gobierno más conveniente para el estado y para la concordia general y
la seguridad
futura y adecuada a la gloria de una ciudad bien constituida; o dar vuestra
opinión, si alguna
propuesta presente no es de vuestro agrado. Esto lo podéis hacer sin peligro
alguno, pues no hay
señor ninguno por encima de vosotros que pueda dañaros impunemente y eliminar a
aquel que no fuera de su misma opinión. Nada ha nutrido mejor la tiranía que la
negligencia
y la ausencia de toda oposición. Pues disminuidos por las seducciones de la paz
y habiendo
aprendido a vivir como esclavos, todos nos damos cuenta que sufrimos males insoportables
y contemplamos calamidades a nuestro alrededor; es así como, temerosos de morir
gloriosamente, esperamos un fin vergonzoso. En primer lugar, debemos tributar a
los matadores
del tirano los mayores honores, especialmente a Cerea Casio. Este es un hombre que los
dioses nos han otorgado para que, mediante su sagacidad y acción, conquistemos
la libertad. No
debemos olvidarlo, sino recordarlo como a un hombre que decidió luchar contra la tiranía
antes que todos; fué el primero en exponerse a los peligros. Ahora, recuperada
la libertad,
hemos de tributarle honores y demostrar así nuestra primera expresión de
independencia.
Es una hermosísima acción y adecuada a hombres libres, expresar gratitud a los
benefactores. El ha sido para nosotros muy distinto de Casio y Bruto, los
matadores de Julio César,
pues los últimos sembraron semillas de discordias y guerra civil; él, en cambio, muerto el
tirano, libró a la ciudad de los males que ocasionaba su presencia.
3. Así habló
Sentio, a quien escucharon con profunda atención el senado y los caballeros
que se encontraban presentes. Entonces Trebelio Máximo se levantó y sacó a Sentio de un
dedo un anillo que tenía engarzada una piedra con la imagen de Cayo; en su apresuramiento
por exponer su opinión, se había olvidado de quitárselo. Inmediatamente rompió el
anillo. La noche estaba muy adelantada; Cerea pidió la consigna. Le contestaron: —Libertad.
Todos se
sintieron asombrados, pareciéndoles increíble lo que estaba ocurriendo. Pues después de
un siglo de la supresión de la república, volvía a los cónsules el poder de dar
el santo y
seña; puesto que ellos, antes de que la ciudad fuera dominada por la potestad
real, estaban
encargados de los asuntos militares. Una vez que Cerea recibió la palabra de
orden, la pasó a los
soldados que estaban en el senado. Se trataba de cuatro cohortes, que
consideraban la ausencia
del emperador más honorable que la tiranía. Luego se retiraron con sus
tribunos. El pueblo
también se alegró, lleno de esperanza y entusiasmado por haber adquirido de
nuevo el poder y
por no estar sometido al emperador. Cerea para ellos lo significaba todo.
4. Pero
Cerea estaba indignado porque seguían viviendo la esposa y la hija de Cayo y porque el
castigo no se había extendido a toda su casa, pues cualquiera de ellos que
quedara con vida
podía convertirse en un peligro para la ciudad y las leyes; y además, dispuesto
a completar
sus designios y satisfacer su odio contra
Cayo,
encargó a Julio Lupo, uno de los tribunos, que matara a la esposa y a la hija
del César.
Propuso esta misión a Lupo, por ser pariente de Clemente; habiendo participado, aunque no
fuera sino en esto, en el tiranicidio, sería honrado por los ciudadanos por su
valor, al igual que
si hubiera participado en toda la empresa con los demás conjurados. A algunos de
los conjurados les pareció cruel emplear la violencia con una mujer, pues había sido
más por sus instintos naturales que por consejo de ella que Cayo cometió los
crímenes que
llevaron el estado a la desesperación. Otros, al contrario, creían que la mujer
era tan
responsable como él de todo lo que había acontecido, por haberle dado un filtro
para conquistar
en favor suyo su ánimo y su amor, y mantenerlo dominado. De tal manera que, reducido a
la locura, había sido ella la que fraguara la serie de hechos cometidos contra
los romanos y el
orbe que les estaba sometido. Decidida la muerte, pues nada consiguieron los que opinaron
lo contrario, se dió el encargo a Lupo. Debía realizarse sin ninguna demora, no fuera que se
omitiera algo que era para el bien común.
Habiendo
penetrado en el palacio, sorprendió a Cesonia, la esposa de Cayo, tendida al lado de su
esposo, que yacía en el suelo desprovisto de todo lo que se acostumbra hacer
con los muertos.
Estaba manchada con la sangre de las heridas y muy afligida por su desgracia.
Su hija estaba
echada a su lado. En esta situación no se oían más que los reproches que Cesonia dirigía a
Cayo por no haberla escuchado cuando ella tantas veces lo amonestara. Estas expresiones,
entonces, lo mismo que ahora, se prestan a una doble interpretación, según la disposición
de ánimo de los que las oyen, quienes pueden darles el significado que más les plazca.
Algunos las interpretan como si quisiera decir que le había aconsejado que
tuviera una
mentalidad
más serena y que dejara de ser cruel con los ciudadanos, a fin de no ser muerto por ellos.
Otros lo interpretan en el sentido de que, habiendo percibido rumores de la conjuración,
le había aconsejado que inmediatamente y sin demora hiciera morir a todos, librándose
así de todo peligro; y que le reprochaba haber procedido con demasiada negligencia,
a pesar de sus amonestaciones. Estas son las diversas interpretaciones de lo
que decía
Cesonia.
Cuando vió a
Lupo, le mostró el cadáver de Cayo, y con lágrimas y lamentos le dijo que se acercara.
Al ver que no lo hacía, y que parecía estar preparándose para cumplir algo
contra su voluntad,
comprendió el motivo de su venida, descubrió su garganta, tomando por testigos a los
dioses, como lo hacen aquellos que se encuentran en una situación desesperada,
y le pidió que no
tardara en finalizar la tragedia. De este modo murió con decisión y valentía; y luego la
hija. Lupo se apresuró a presentarse ante Cerea, para anunciarle que había
cumplido lo
dispuesto.
5. Cayo
murió de este modo, después de haber gobernado a los romanos durante cuatro años y
cuatro meses. Fué un hombre que, incluso antes de obtener el imperio, tenía un carácter
duro y sin sentimientos, entregado a los placeres, amigo de la delación. Se atemorizaba
por todo, y por esto, una vez en el poder, estaba dispuesto a matar. Cuando disfrutó del
imperio, se comportó feroz y locamente aun contra aquellos que de ninguna manera debía
tratar indebidamente, matando y no respetando las leyes y buscando las riquezas para sí.
Quiso ser más que los dioses y las leyes, y resultó perverso para el pueblo.
Aquello que la ley
consideraba vergonzoso y condenable, parecíale más honorable que la virtud. No tenía en
cuenta a los amigos, aunque estuvieran ubicados en altos puestos. Se indignaba contra
ellos, infligiéndoles castigos por la menor causa. Para él eran enemigos todos
los que eran
respetados por su virtud; quería que se cumpliera lo que ordenaba su indómita y desenfrenada
voluntad. Es así como tuvo relaciones íntimas con su hermana legítima, lo cual acrecentó la
indignación de los ciudadanos; pues, como hacía mucho no se hablaba de esta
clase de
crímenes, su autor concentraba desconfianza y aversión. No se
recuerda de él ninguna acción grande o digna de un rey que haya hecho en beneficio de
sus contemporáneos o la posteridad, excepto los trabajos realizados en los alrededores
de Regio y de Sicilia para recibir a los navíos llenos de trigo que venían de Egipto, obra
muy considerable y favorable a la navegación. Pero no la terminó; la dejó inconclusa
por su negligencia. Se preocupó, en cambio, de cosas inútiles, de modo que mientras
gastaba grandes cantidades en sus placeres, en aquello que significaba una
mejora dejaba de
ser liberal y pródigo.
Era muy buen
orador, bien ejercitado tanto en el griego como en el latín. Captaba de inmediato lo
que se decía, respondiendo adecuadamente a los discursos preparados diligentemente,
de manera que parecía gozar del don de persuadir con mayor intensidad que otros, tanto
por su ingenio como por su práctica. Se lo obligó a recibir mucha instrucción,
por ser hijo del
hermano de Tiberio, del cual fué sucesor, puesto que el mismo Tiberio
sobresalía en el
particular y Cayo rivalizaba con él para obtener las órdenes de César. Era el
primero en Roma entre
los de su edad. De nada le aprovecharon las cosas buenas que aprendió en su
instrucción
para librarse de la maldad, a la que se inclinaba. Resulta difícil moderarse y gobernarse
para aquellos que no están obligados a dar cuenta de lo que hacen y que tienen expedito el
camino para proceder arbitrariamente. Al principio, era tenido en gran estima
por haberse
hecho de amigos buenos y honestos, esforzándose en emular a los mejores en
saber y gloria; pero
luego le retiraron la benevolencia con que lo habían tratado, a causa de su proceder
insolente, aumentando el odio que le tenían; por último fué asesinado.
CAPITULO III
Claudio es
secuestrado por los soldados. Las tentativas del senado.
1. Claudio,
como dije antes, se había apartado del camino que seguían aquellos que estaban con
Cayo. Viendo que el palacio estaba conturbado por lo acontecido a Cayo, desesperando
poder salvarse, se ocultó en un lugar estrecho. Sólo temía por su vida a causa
de la nobleza
de su nacimiento. Siempre había vivido como hombre particular, modestamente, satisfecho
con lo que poseía, consagrado al estudio de las letras, especialmente del
griego, evitando en
toda forma todo lo que pudiera ser motivo de enojo. Pero en aquel momento la multitud
estaba enloquecida y el palacio expuesto al furor de los soldados: los soldados
llamados
pretorianos, la parte más íntegra del ejército, deliberaba sobre lo que convenía
hacer.
Los que se
encontraban allí no pensaban en vengar a Cayo, pues creían que había sufrido su
fin con justicia; antes bien pensaban en qué forma podrían arreglar lo mejor
posible sus propios
asuntos. Los germanos, por su parte, querían castigar a los matadores, más para dar salida a
su crueldad que con miras al bien común. Todo esto aumentaba la inquietud de Claudio,
preocupado por su seguridad, especialmente cuando vió que se llevaban las
cabezas de Asprenas
y de otros asesinados. Subido sobre unos escalones a escasa distancia, se mantenía
oculto, disimulado entre las sombras que lo rodeaban.
Lo vió
Grato, uno de los soldados encargados de la guarda del palacio real, pero no lo reconoció
porque no le distinguió la cara en la oscuridad; tomándolo por un sospechoso,
se acercó.
Claudio le pidió que se alejara; Grato supo entonces quién era, y dijo a los
que lo seguían:
—Es
Germánico. Hagámoslo emperador.
Claudio,
cuando los vió dispuestos a sacarlo de aquel lugar, temeroso de que lo mataran en la misma
forma que a Cayo, les pidió que lo perdonaran, recordándoles que nunca había molestado a
nadie e ignoraba lo acontecido. A estas palabras Grato sonrió, y tomándole la mano derecha
le dijo:
—No sigas,
señor, hablando humildemente de tu salvación; te conviene pensar con ánimo
elevado sobre el imperio que los dioses, luego de habérselo quitado a Cayo,
otorgaron a tu virtud,
para bien del universo. Esfuérzate, y exige para ti el reino de tus
antepasados.
Lo sostenía
ante la imposibilidad en que se encontraba de mantenerse en pie, por el miedo y el
gozo a la vez que esas palabras le causaron.
2. A todo
esto se había reunido alrededor de Grato una gran multitud de guardias. Al ver que
conducían a Claudio se mostraron indignados, pues creían que lo querían
condenar a muerte, a
pesar de que durante toda su vida se había mantenido alejado de los asuntos públicos y
había estado expuesto a muchos peligros durante el gobierno de Cayo. Algunos opinaron que
eran los cónsules quienes tenían que decidir sobre el particular. Se les agregó
ungran número
de soldados; y la multitud se dispersó. Claudio apenas podía caminar a causa de su debilidad
física, pues los portadores de su litera habían huido al enterarse de su
detención,suponiendo
perdido a su señor.
Cuando
llegaron a la plaza del palacio, la cual según la historia fué el primer lugar habitado de
Roma, donde ya se discutían los problemas públicos, se congregó un número mucho mayor
de soldados, gozosos de ver a Claudio y deseosos de proclamarlo emperador a causa del
afecto que habían sentido por Germánico, su hermano, que había dejado el más glorioso
recuerdo entre aquellos que lo conocieron. Pensaban también en la avidez de los
que dominaban en
el senado, en todo lo que habían realizado mientras disponían del poder y en su incapacidad
para gobernar.
Consideraban,
además, lo peligroso que sería para ellos que la totalidad del poder pasara a una sola
persona, que no fuera Claudio, en tanto que éste, si recibiera el poder por su consentimiento
y ayuda, y en recuerdo del beneficio recibido, les retribuiría el honor otorgado.
3. Estas
eran las ideas que cambiaban entre ellos y exponían a los que no dejaban de afluir
continuamente, los que inmediatamente las apoyaban con entusiasmo.
Se lo
llevaron en alto, rodeado de gente armada, al campamento, a fin de que nadie pudiera
oponérseles. Entretanto surgió una disensión entre el pueblo y el senado. El
senado pedía que se
le devolviera la preeminencia que tuviera anteriormente, deseando evitar la servidumbre
sufrida por la insolencia de los tiranos. El pueblo se oponía, creyendo que el poder
imperial era un freno para las ambiciones del senado y una protección para el
pueblo. Por este
motivo se alegró por el rapto de Claudio, considerando que si él llegaba a ser emperador no
habría peligro de que estallara una guerra civil análoga a la que sufrieron en
los
tiempos de
Pompeyo.
Cuando en el
senado se supo que los soldados se habían llevado a Claudio a su campamento,
le enviaron hombres prestigiosos, para advertirle que no se sirviera de la violencia
para conseguir el imperio, y obedeciera al senado; pues él estaba solo frente a
ellos y debía
dejar a la ley el cuidado de preocuparse por el bien público. Que recordara los
males que habían
infligido al estado los tiranos anteriores y que él mismo había sufrido
mientras gobernaba
Cayo. Habiendo odiado la crueldad de la tiranía cuando otros la ejercían, ahora sería él
quien hiciera tal injuria a la patria. Si se dejaba persuadir y perseveraba en
su virtud y
tranquilidad
como antes, recibiría los honores que se otorgan a los ciudadanos libres; se granjearía
la estima general de hombres de bien, respetando la ley y aceptando ser jefe o súbdito.
Pero si quería apartarse de lo que habían decidido, sin que le sirviera de
ejemplo la muerte de
Cayo, por su parte no se lo iban a permitir, pues tenían de su lado gran número
de soldados y
les sobraban armamentos y una multitud de esclavos dispuestos a ayudarlos. Pero sobre todo
confiaban en que el destino y los dioses no ayudan sino a aquellos que luchan
en favor de la
rectitud y honestidad. Estos son los que luchan por la libertad de la patria.
4. Los
mensajeros, que eran Veranio y Broco, tribunos del pueblo, expresaron estas ideas y
postrándose de rodillas le rogaron que no fuera causa de guerra y disturbios en
la ciudad. Pero
cuando vieron que estaba rodeado de un gran número de soldados, contra los cuales no
podrían medirse las fuerzas consulares, agregaron que, en el supuesto de que deseara el
imperio, que lo recibiera de manos del senado. Pues gobernaría con mejores auspicios y
felicidad, si lo obtenía no por la violencia sino por la voluntad de los que se
lo dieran.
CAPITULO IV
El rey
Agripa va al senado como embajador de Claudio. Las tropas del senado se pasan a Claudio.
1. A Claudio
le disgustó la arrogancia de esa embajada, pero, por el momento, de acuerdo con
el consejo de los delegados, optó por la moderación. Ya se sentía seguro, en
parte animado por
la audacia de los soldados y también por el rey Agripa, quien le exhortaba a
que no
renunciara a un imperio que se le ofrecía sin que hubiera hecho nada para ello.
Agripa se
comportó con Cayo como debía comportarse un hombre honrado por él; abrazó su
cadáver, y luego de acostarlo en una cama y darle los cuidados que le fueron posible, se
dirigió a los guardias diciendo que Cayo vivía todavía, que sufría a causa de
las heridas
recibidas y que los médicos estaban con él.
Al saber que
los soldados habían raptado a Claudio, se apresuró a ir a su lado. Lo encontró
preocupado y dispuesto a ceder al pedido del senado; y lo animó y lo exhortó a
que retuviera el
imperio. Después de estas exhortaciones se retiró.
Cuando el
senado lo mandó llamar, se perfumó la cabeza como si saliera de un banquete, se
presentó y pidió a los senadores noticias de Claudio.
Le dijeron
cómo se encontraba la situación y, a su vez, le pidieron su opinión. Agripa declaró que
estaba presto a morir por el honor del senado, pero los invitó a que tuvieran
en cuenta sus
intereses. Para poder apoderarse del gobierno necesitaban armas y soldados que
los defendieran,
si no querían fracasar por falta de apoyo. Pero el senado respondió que
disponía de armas y
dinero en abundancia; y que no sólo en el momento actual disponía de ejército, sino que
formaría uno nuevo dejando en libertad a los esclavos. A esto Agripa dijo:
—Ojalá, oh
senadores, los asuntos resulten tal como los habéis imaginado. Pero debo hablaros
claramente, pues lo que voy a decir es para vuestra seguridad. Tenéis que saber
que los soldados
que están de parte de Claudio por largo tiempo se han ejercitado en las armas;
en cuanto a los
nuestros, serían una turba de esclavos, a quienes inesperadamente se les ha otorgado la
libertad; y llevaríamos a la guerra contra hombres expertos y bien instruidos
en las armas a los
que no saben ni ceñirse la espada. Por esto soy de opinión de que se envíe una comisión a
Claudio para que lo persuada a que renuncie al imperio. Yo mismo me ofrezco a
cumplir esta
misión.
2. Hablóles
en esta forma. Ellos estuvieron de acuerdo y fué enviado con otros a ver a Claudio.
Agripa habló a solas con Claudio, exponiéndole la indecisión del senado y le
sugirió que diera
una respuesta muy imperial, conforme con su dignidad y poder.
Claudio les
contestó que no se admiraba de la oposición del senado al imperio, pues anteriormente
había sufrido a causa de la crueldad de aquellos que gozaron tan alta dignidad. Pero que
ahora disfrutarían de una moderación propia de tiempos mejores, estando él al
frente del
gobierno, pues en realidad gobernaría sólo de nombre, pues compartiría el mando
con ellos. Les
pidió que no desconfiaran, pues había sufrido a la par de ellos numerosos y
diversos peligros.
Luego que
los legados oyeron estas expresiones se retiraron.
Claudio
reunió al ejército a su alrededor; lo arengó y recibió el juramento de
fidelidad debido a su
persona. Dió a sus guardias personales cinco mil dracmas por cabeza, una suma en
proporción a sus jefes y prometió que trataría de igual modo al resto del
ejército en todas partes.
3. Los
cónsules convocaron al senado en el templo de Júpiter Stator (Vencedor), siendo todavía de
noche. Algunos de ellos se ocultaron en la ciudad, vacilando por lo que habían oído. Otros,
se retiraron a sus propiedades del campo, a la expectativa de lo que iba a
pasar, pues
desesperaban de que pudiera lograrse la libertad; consideraban que era más
seguro vivir en
servidumbre una existencia libre de peligros que exponerse a morir por la
dignidad de la patria.
Se reunieron
unos cien, a lo sumo. Mientras estaban deliberando sobre los problemas, se elevó
repentinamente un clamor de los soldados que estaban de su parte, exigiendo que
el senado
eligiera un emperador perito en el arte militar, y afirmando que no iban a
permitir que el imperio
se destruyera por caer el mando en poder de muchos. Querían dejar claramente establecido
que estaban dispuestos a obedecer no a muchos, sino a uno solo. Pero dejaban en manos del
senado la tarea de decidir quién era digno de tal autoridad.
En esta
forma el senado quedó mucho más inquieto, viendo que fracasaba su intento de república y
temerosos de Claudio. Había algunos que aspiraban al imperio por razón de la nobleza de
su nacimiento o de sus alianzas. Entre éstos estaba Marco Minuciano, ilustre
por su nobleza,
y que se había casado con Julia, hermana de Cayo y que estaba dispuesto a
ocupar el trono;
pero los cónsules lo resistieron con varios pretextos. Valerio Asiático se vió
impedido por
Minuciano, uno de los matadores de Cayo, a soñar en tales proyectos. Habría
habido una gran
matanza, como nunca se había visto, si se hubiera permitido contender con
Claudio a aquellos que
aspiraban al poder. Había una cantidad importante de gladiadores, de soldados
de la
guardia nocturna de Roma, y numerosos remeros que confluían a la ciudad, de
manera que los
aspirantes al imperio renunciaron a su propósito; los unos por miedo a lo que
podía acontecerles
y los otros por lo que podía pasar a la ciudad.
4. En cuanto
se hizo de día llegaron al senado Cerea y sus compañeros, quienes trataron de arengar a
los soldados. Cuando éstos vieron que con la mano les hacían señas de silencio, para que
pudieran hablar, empezaron a agitarse. No toleraron que les hablaran, pues
todos estaban de
acuerdo en querer someterse al gobierno de uno solo. Sólo querían un emperador, y que éste
les fuera dado sin demora. El senado se preguntaba cómo gobernaría o cómo sería gobernado;
los soldados desconocían su autoridad y los matadores de Cayo no estaban dispuestos a
supeditar el orden a la insolencia militar.
Estando los
asuntos en esta situación, Cerea, encendido de ira, al ver que exigían un emperador,
prometió que se lo iba a dar, con tal de que alguien le trajera el santo y seña
de Eutico. Este
Eutico era un cochero de la facción llamada Prasina, fidelísimo a Cayo, encargado de
atormentar a los soldados, imponiéndoles tareas degradantes en las caballerizas imperiales.
Este fué el reproche que Cerea les hizo, entre otros de la misma índole; les
dijo también que
les traería la cabeza de Claudio, pues era extraño que quisieran entregar el
imperio a la
imbecilidad, después de haberlo entregado a la locura.
Pero los
soldados no se conturbaron en lo más mínimo; desenvainando las espadas y levantando
sus insignias se dirigieron precipitadamente a donde se hallaba Claudio, para juntarse con
aquellos que le habían jurado fidelidad. Es así como
el senado fué abandonado por los que lo defendían, y los cónsules reducidos a
la condición de particulares. Estaban consternados y tristes, ignorando lo que
les acontecería
a consecuencia de la irritación de Claudio contra ellos, acusándose unos a
otros y arrepentidos
de lo acontecido. Entonces Sabino, uno de los matadores de Cayo, adelantándose al centro,
dijo que antes estaba dispuesto a matarse que permitir que Claudio fuera
emperador y contemplar
a la ciudad reducida nuevamente a la servidumbre. Increpó a Cerea, por su apego a la
vida, él que fuera el primero en odiar a Cayo, pues no era posible que de esta manera se
restituyera la libertad a la patria. Cerea respondió que no vacilaría en morir,
pero
que antes
quería saber cuáles eran las disposiciones de Claudio.
5. Tal era
la situación de este lado. En el campamento todos se apresuraban a rendir homenaje a
Claudio. Los soldados consideraron a Q. Pomponio culpable especialmente por haber
inducido al senado a la libertad, y se dirigieron al senado contra él con las
espadas desenvainadas.
Habría habido una gran matanza, si Claudio no se opusiera. Libró al cónsul del peligro
en que se encontraba y le ordenó que se sentara a su lado; pero los senadores
que estaban con
Quinto no obtuvieron el mismo honor. Algunos incluso recibieron golpes, mientras se
dirigían a saludar a Claudio; Aponio se alejó herido, y todos se encontraron en peligro.
Entonces Agripa se acercó a Claudio y le pidió que tratara con mayor moderación
a los
senadores; pues si maltrataba al senado, no llegaría a dominarlo. Claudio
aceptó el consejo y convocó al
senado al palacio, adonde se hizo trasladar atravesando la ciudad, en medio de los excesos
de la plebe.
Los primeros
de los matadores de Cayo que se presentaron en público fueron Cerea y Sabino, a
pesar de que se les había prohibido por orden de Polión, recientemente
encargado por Claudio
de la prefectura del pretorio. Una vez Claudio en el palacio, convocó a sus amigos y les
hizo votar en lo referente a Cerea. Estos dijeron que el crimen había sido un
acto brillante,
pero acusaron a Cerea de perfidia; encontraron conveniente castigarlo para atemorizar a
la posteridad. Lo condenaron a muerte a él, a Lupo y a muchos otros romanos. Se dice que
Cerea sufrió la muerte con ánimo valeroso, sin que se le mudara la expresión
del rostro, y reprochó a Lupo que llorara. Como Lupo, habiéndose despojado de
sus vestidos, se
lamentó de que tenía frío, le dijo que el frío no era por lo común adverso al temperamento
de los lobos (lupon).
Los siguió
al lugar de la muerte una gran multitud de hombres. Una vez allí, Cerea preguntó al
soldado si estaba ejercitado en el arte de matar o si era la primera vez que utilizaba la
espada; e hizo traer aquella con la cual había dado muerte a Cayo. Tuvo la
suerte de morir de
un solo golpe. Lupo no murió de la misma manera, sino que recibió repetidos golpes, por
la vacilación con que tendió la garganta.
6. Algunos
días después, en oportunidad de los sacrificios expiatorios ofrecidos a los manes, el pueblo
romano, que hacía ofrendas a los muertos, honró también a Cerea con una parte de las
víctimas que arrojaron al fuego, pidiéndole que les fuera propicio y que no les guardara
rencor a causa de su ingratitud. Este fué el fin de Cerea. Sabino no sólo fué
absuelto por Claudio,
sino que le permitió mantener la prefectura que antes tenía; pero considerando inicuo
apartarse del juramento que diera a los conjurados, se mató arrojándose sobre
su espada, que
le penetró en el cuerpo hasta la empuñadura.
CAPITULO V
Claudio
entrega a Agripa el reino de su abuelo, agregándole la tetrarquía de Lisanias.
Misivasde Claudio
concernientes a los judíos de Alejandría y del resto del imperio.
1. Una vez
que Claudio se hubo librado de aquellos soldados que le parecían sospechosos,
dió un edicto por el cual confirmaba a Agripa en el reino que le diera Cayo y
lo llenaba de
elogios. Además le agregó aquellas porciones de Judea y Samaria que habían pertenecido
a su abuelo Herodes. Le daba estas regiones como debidas por su nacimiento.
Agrególe
Abila de Lisanias28 y todo el monte Líbano; y concluyó un tratado con Agripa en
el foro de la
ciudad de Roma. Privó a Antíoco del reino que poseía, pero le dió la Comagena y una parte de
Cilicia. Además puso en libertad a Alejandro Lisímaco, el alabarca, uno de sus viejos
amigos, que fuera intendente de su madre Antonia y que Cayo, irritado, había
hecho encadenar.
El hijo de Alejandro Lisímaco casó con Berenice, hija de Agripa, y después de
la muerte de
Marcos, con el cual se había casado en primeras nupcias, Agripa la casó con su hermano
Herodes, después de haber obtenido de Claudio para éste el reino de Calcis.
2. Por este
mismo tiempo surgió una disensión entre los judíos y los griegos en Alejandría.
Los judíos, muerto Cayo, por el cual habían sido oprimidos y que habían sido ofendidos
por los alejandrinos durante su gobierno, empezaron a reanimarse y, por último, llegaron a
tomar las armas. Claudio, por intermedio de una carta, ordenó al gobernador de Egipto que
reprimiera la revuelta. Además envió un edicto, a pedido de los reyes Agripa y Herodes, a
Alejandría y Siria, concebido en estos términos:
"Tiberio
Claudio César Augusto Germánico, pontífice máximo, investido de la potestad tribunicia,
ordena. Considerando que hace mucho tiempo que residen en Alejandría los judíos que se
denominan alejandrinos; que empezaron a morar en aquella ciudad así que fuera fundada y
que con toda equidad consiguieron el derecho de ciudadanos, como consta evidentemente
por rescritos y edictos; que cuando Alejandría fué sometida a nuestro imperio por
intermedio de Augusto les fueron conservados íntegramente sus derechos por los gobernadores
que se enviaron allí en tiempos diversos, sin que se estableciera ninguna controversia
sobre el particular; que cuando Aquilas estaba al frente de Alejandría,
habiendo muerto el
etnarca de los judíos, Augusto no prohibió que se nombraran otros etnarcas
porque quería que
sus súbditos se atuvieran a sus leyes y no se los obligara a violar la religión
patria; que los
alejandrinos se sublevaron contra los judíos que habitan con ellos en la misma
ciudad, cuando era
emperador Cayo, quien, a causa de su insensatez y su locura, los oprimió por no querer los
judíos hacer nada contra su religión nacional y negarse a llamarlo dios: Quiero
que la
insensatez de Cayo no sea motivo para que se prive a los judíos de nada que les
fuera
anteriormente
otorgado, sino que permanezcan invariables aquellos derechos de que antes disfrutaban,
para que puedan seguir fieles a sus costumbres y leyes nacionales. Ordeno que
en ninguna de
las dos fracciones se originen sediciones, luego que fuera publicado mi
edicto."
3. Este fué
el edicto en favor de los judíos de Alejandría. El referente al resto del universo
decía:
"Tiberio
Claudio César Augusto Germánico, pontífice máximo, investido de la potestad tribunicia,
designado cónsul por segunda vez, ordena: Puesto que Agripa y Herodes, muy amigos míos,
me rogaron que permitiera a los judíos que viven en el imperio romano que gocen de los
mismos derechos que les fueran otorgados a los alejandrinos, de buen grado he accedido a
sus ruegos. No sólo he accedido porque ellos me lo han pedido, sino porque he juzgado
dignos de los mismos a aquellos en cuyo favor me han suplicado, a causa de su fidelidad y
amistad con los romanos, considerando que es muy justo que ninguna ciudad los
prive de sus
derechos, ni aun las ciudades griegas, porque aun bajo el divino Augusto les fueron
respetados. Por lo tanto, creo equitativo que todos los judíos de nuestro
imperio conserven sus
costumbres nacionales sin impedimento ninguno; a los cuales también exhorto a que,
satisfechos con esta gracia, se comporten pacíficamente, y que no desprecien
las otras religiones,
sino que observen sus propias leyes. Quiero que mi edicto sea trascrito por los magistrados
de las ciudades, colonias y municipios de Italia y de otras partes, o por los
reyes y los
príncipes con ayuda de sus propios agentes, y que sea fijado por lo menos
durante treinta
días en
algún lugar donde se lo pueda leer fácilmente."
CAPITULO VI
Agripa
regresa a Judea. Carta de Publio Petronio al pueblo de Dora en favor de los
judíos
1. Con estos
edictos que enviara a Alejandría y todo el universo, mostró Claudio César cuál era la
disposición de su ánimo con relación a los judíos. Después despidió a Agripa,
para que cuidara
del reino, colmándole de honores espléndidos, ordenando por intermedio de cartas a los
gobernadores y procuradores que lo recibieran amistosa y benévolamente. Agripa, como es
natural en un hombre que regresa a su reinado con mejor suerte, se apresuró a embarcarse.
Al llegar a
Jerusalén, inmoló víctimas en acción de gracias, sin descuidar las prescripciones
de la ley.
Ordenó que
un gran número de nazarenos se rasuraran. La cadena de oro que le había dado Cayo,
del mismo peso que aquella con la cual fuera encadenado, recuerdo de su mala suerte y
testimonio a la par de su mejor suerte, fué suspendido en el interior del
Templo encima de la
mesa de las ofrendas, para que fuera ejemplo de que los grandes pueden decaer y que Dios
puede elevar al que ha caído. Efectivamente, la ofrenda de la cadena mostraba a todos que
había sido puesto en prisión por un motivo insignificante, perdiendo su
dignidad anterior, y
que poco después había sido librado de estas cadenas para otorgársele una
dignidad más
brillante. Esto daba a comprender a los hombres que los más encumbrados
fácilmente
podían caer,
mientras que los humillados podían ser elevados a las más altas dignidades.
2. Luego de
haber cumplido en debida forma lo perteneciente al culto de Dios, Agripa removió de
la dignidad de sumo sacerdote a Teófilo hijo de Anán, y puso en su lugar a
Simón hijo de
Boet, por sobrenombre Cantera. Simón tenía dos hermanos; su padre era Boet,
cuya hija se
había casado con el rey Herodes, como antes dijimos. Simón obtuvo el
pontificado lo mismo que
sus hermanos y el padre, c o anteriormente los tres hijos de Simón hijo de
Onías bajo el
dominio de los macedonios, como lo hemos narrado en los libros precedentes.
3. Cuando
Agripa hubo organizado el pontificado, recompensó a los de Jerusalén por el afecto que
le tenían. Los eximió del tributo que estaban obligados a pagar por cada hogar, pues
consideraba equitativo retribuir su afecto y benevolencia. Designó a Silas
prefecto de todas las
tropas; había sido compañero y partícipe de sus trabajos.
Poco después
los jóvenes de Dora, prefiriendo la audacia a la santidad, por naturaleza muy
temerarios, colocaron la estatua del César en la sinagoga de los judíos. Esto
irritó mucho a Agripa;
pues lo que habían hecho equivalía a la destrucción de la ley patria. Sin
demora se dirigió a
Publio Petronio, entonces gobernador de Siria, formulando una acusación contra
los habitantes
de Dora. Por su parte Petronio también condenó este crimen, pues consideraba como tal
todo lo que se hacía en contra de las leyes. Escribió ásperamente a los
principales de Dora estas
palabras:
"Publio
Petronio, legado de Tiberio Claudio César Augusto Germánico, ordena a los magistrados
de Dora. Algunos de los vuestros han llegado a un grado tal de insolencia que
al edicto dado
por Claudio César Augusto Germánico, por el cual se permite a los judíos vivir
de acuerdo con
sus leyes, no le han dado cumplimiento, impidiendo en cambio que los judíos celebren sus
reuniones, al colocar en su sinagoga la estatua del César. Habéis obrado mal,
no sólo contra
los judíos, sino contra el emperador, cuya estatua es justo que se coloque en
su propio
templo y no en otro, y sobre todo en plena sinagoga, pues es propio de la
justicia natural que
cada cual sea dueño de su propio lugar, según ordenó el César. Sería ridículo
que
recordara
mis órdenes, después de que las diera el César, quien permitió a los judíos que observaran
sus propias leyes y costumbres, y además dejó establecido que gocen de los mismos
derechos ciudadanos que los griegos. Aquellos que se han atrevido a contravenir
el edicto del
César han excitado la indignación de aquellos que parece son sus jefes, puesto
que éstos los
descalifican al declarar que el acto no procede de su inspiración, sino que es el resultado de
una manifestación popular. Ordeno que me los envíen por intermedio del centurión
Vitelio Próculo para que me den razón de su conducta. Ordeno a los primeros magistrados
que indiquen cuáles son los culpables, a no ser que quieran pasar como cómplices
del acto, procurando que esto no dé lugar a ninguna agitación, pues parece que
es a esto a lo
que se aspira con tales hechos. Mi mayor preocupación, y también la del rey
Agripa, a quien
aprecio en gran manera, es que no se ofrezca motivo a los judíos para que se
reúnan con el
pretexto de defenderse, dando lugar a un insensato tumulto. A fin de que
conozcáis mejor el
pensamiento del César sobre todo este asunto, adjunto los edictos publicados en
Alejandría,
los cuales, a pesar de que son ya conocidos de todos, han sido leídos en mi tribunal por
mi gran amigo el rey Agripa al pedir que se mantuvieran a los judíos los
favores otorgados
por Augusto. Por lo tanto ordeno que, en adelante, no busquéis pretexto para sediciones y
tumultos, sino que cada uno sea libre de adorar a Dios de acuerdo con sus costumbres y
sus ritos."
4. De manera
que Petronio dispuso que aquello en que se había obrado mal, se corrigiera y
que, en adelante, no se molestara a los judíos. Por entonces el rey Agripa,
luego de privar del
pontificado a Simón Cantera, se lo quiso devolver a Jonatás hijo de Anán, pensando que
éste era más digno de tal honor. Pero él no lo aceptó, rehusándolo en los siguientes
términos:
— Me alegro,
oh rey, que quieras honrarme, y el honor que me otorgas me toca al corazón,
aunque Dios me haya considerado indigno del pontificado. Creo suficiente haber vestido por
una sola vez las vestiduras sagradas. Pues entonces, cuando las vestí, era más santo de lo
que soy en la actualidad. Pero si tú quieres que las reciba alguien más digno
que yo, permite
que te dé un consejo. Tengo un hermano libre de toda falta contra Dios y contra
ti. Este es el
que te recomiendo, pues es digno de la función. Satisfecho
el rey por estas palabras, estuvo de acuerdo con el consejo de Jonatás y entregó el
pontificado a su hermano Matías.
Poco tiempo
después Marso sucedió a Petronio en el gobierno de Siria.
CAPITULO VII
Agripa
comienza a restaurar los muros de Jerusalén. Su muerte interrumpe las obras.
1. Silas,
prefecto de las tropas del rey, fué fiel a Agripa en todas las vicisitudes, sin abandonarlo
en ningún peligro, y exponiéndose frecuentemente a los mayores peligros.
Gozaba de
gran confianza, suponiendo que mereciese honores que fueran similares a la constancia
de su amistad. Por esto se conducía con el rey como con un igual, hablaba con gran
libertad, usaba de una molesta insolencia en los coloquios familiares,
vanagloriándose en exceso,
recordando con frecuencia las adversidades del destino, para destacar todo lo
que había hecho por
él. Por estos abusos, parecía querer poner a prueba al rey, llegando a cansarlo con su
libertad desenfrenada. Resulta desagradable recordar los tiempos penosos y es
propio del
imprudente repetir de continuo cuántos y cuáles han sido los beneficios que prestó.
Al final
Silas irritó de tal manera al rey que éste, atento más a la ira que a la razón,
no sólo le
quitó la prefectura del ejército, sino que lo hizo encadenar para desterrarlo a
su país. Con el
tiempo se mitigó su indignación, y juzgando más razonablemente adoptó una mejor
decisión, considerando lo mucho que el hombre había sufrido por él. Al celebrar
el día de su
nacimiento, en el cual todos los que estaban bajo su gobierno hacían alegres
banquetes, hizo llamar
antes que a nadie a Silas, para que comiera con él. Pero Silas, de carácter independiente,
creyendo tener un motivo justo de resentimiento, no lo ocultó a aquellos que fueron a
buscarlo:
— ¿A qué
honor me invita el rey —dijo— para hacérmelo perder en seguida? No pudo mantener
mucho tiempo los premios que me había otorgado al afecto que siempre le manifesté, y
que privó de ellos ignominiosamente. ¿Cree que he perdido la libertad de
hablar?
Puesto que
soy plenamente consciente de ello, ahora más que nunca, hablaré para proclamar las
calamidades de que lo libré y los trabajos que sufrí por su seguridad y
dignidad. Por todos estos
beneficios, ahora me ha recompensado con cadenas y con una cárcel oscura. Nunca
lo olvidaré;
más todavía, cuando me vea libre de esta vida, mi alma guardará el recuerdo de
mi valentía.
Gritó estas
palabras y dijo que se las contaran al rey. Este, viendo su carácter
intratable, lo dejó de
nuevo en la cárcel.
2. Por aquel
entonces Agripa estaba haciendo reforzar los muros de Jerusalén, los que miran hacia
la ciudad nueva, de cuenta del estado, dándoles mayor altura y longitud. Los habría hecho
inexpugnables contra toda fuerza humana, si Marso, gobernador de Siria, por intermedio
de cartas, no informara a Claudio César de esta empresa. Claudio, temiendo que
se produjera
alguna revuelta, ordenó a Agripa que desistiera de reforzar los muros. Y el rey
no quiso
desobedecer.
3. Este rey
tenía un carácter tal que le gustaba ser benéfico y deseaba en su liberalidad conquistarse
al pueblo, reposando su renombre en la generosidad de sus gastos. Gustaba dar, lo que le
proporcionaba satisfacción y elogios de todos. Muy distinto a Herodes, que
gobernó antes que
él, por sus costumbres. Este se inclinaba a la venganza y era inexorable, sin observar
moderación ninguna contra aquellos a quienes consideraba enemigos. Estaba mejor dispuesto
con los griegos que con los judíos. Era muy pródigo con las ciudades de los extranjeros;
a algunas les construyó baños y teatros, a otras templos y pórticos; en cambio,
no adornó
ninguna ciudad de los judíos con el mínimo ornato o con alguna donación digna
de recordarse.
Agripa era
de carácter apacible, siendo igualmente generoso con todos. Era humano con los
extranjeros, dándoles pruebas de su munificencia, pero era igualmente servicial
con sus compatriotas
y les demostraba su simpatía. Por este motivo, de buen grado y frecuentemente vivía en
Jerusalén, celoso guardián de las costumbres religiosas nacionales, de modo que
en todo se
conducía piadosamente. No dejaba pasar ni un día sin que ofreciera los sacrificios prescritos.
4. Un nativo
de Jerusalén, de nombre Simón, que tenía fama de ser conocedor de la ley, convocó
al pueblo en una oportunidad en que el rey había ido a Cesárea; atrevióse a denunciarlo
como impuro y merecedor de que se le prohibiera la entrada en el Templo, que sólo
pertenece a los nativos. El prefecto de la ciudad envió una carta al rey
refiriéndole lo que Simón había
dicho a la multitud. El rey lo hizo llamar, y haciéndolo sentar a su lado, pues
se encontraba
en el teatro, con voz pacífica y plácida le dijo:
—Dime, ¿qué
hay aquí que esté prohibido por la ley?
Sin atinar a
contestar nada, el otro le pidió perdón. El rey lo perdonó, más allá de lo que haría
cualquiera; opinaba que era más propio de los reyes la clemencia que la ira y
sabía que a los grandes
varones les era más conveniente la moderación que el arrebatamiento. Dejó en libertad a
Simón, después de haberle hecho algunos regalos.
5. Construyó
gran número de edificios en varios lugares, pero honró a los de Berito de manera
particular. Efectivamente, les hizo construir un teatro que, por su elegancia y hermosura,
superaba a muchos otros, así como también un anfiteatro suntuoso y magnífico; a esto
agréguense baños y pórticos. No reparaba en gastos con tal de que pudiera
contribuir al esplendor y
magnitud. Organizó en el teatro espectáculos donde se ofrecieron obras
musicales de toda
índole y representaciones que proporcionaban verdadero placer. Mostró su generosidad
en el número de gladiadores que hizo traer al anfiteatro en el cual, queriendo
satisfacer a
los espectadores con combates en masa, hizo luchar dos conjuntos de setecientos hombres cada
uno. Con este fin designó a todos los criminales de que disponía, para castigarlos
y convertir un espectáculo de guerra en una pacífica diversión. Hizo que tales hombres
fueran muertos hasta el último.
CAPITULO
VIII
La conducta
de Agripa durante los tres años anteriores a su muerte.
1.
Celebrados los espectáculos que recordamos en el capítulo anterior, Agripa
marchóse a la ciudad
de Tiberíades, en Galilea. Era muy admirado por los demás reyes. Fueron a verlo Antíoco, rey
de Comagena, Sampsigerano, de los emesos, Cotis que reinaba en la Armenia menor,
Polemón rey del Ponto y Herodes, su hermano, que gobernaba en Calcidia.
Recibiólos a todos amistosamente
y con gran alegría, de acuerdo con lo que convenía a la magnificencia de su ánimo,
demostrando que no sin razón lo honraban con su presencia tantos reyes. Mientras
ellos eran todavía sus huéspedes, se hizo presente Marso, gobernador de Siria. Para
observar la reverencia debida a los romanos, Agripa se adelantó a recibirlo
siete estadios
antes de la
ciudad. Sin embargo, esto tuvo que ser causa de disentimiento entre él y Marso.
En su carro
había llevado consigo a todos los demás reyes; pero Marso tuvo sospechas de su concordia y
al ver que estaban unidos por amistad, creyó que tal consenso no podía resultar sino en
perjuicio de los romanos. Envió a ver a cada uno de ellos a algunos de sus
íntimos, para
ordenarles que sin demora regresaran a sus respectivos países. Se disgustó
Agripa por ello, y desde entonces se distanció de Marso. Privó a Matías del
pontificado
y puso en su lugar a Elioneo, hijo de Cantera.
2. Hacía
tres años que reinaba en toda Judea, cuando se dirigió a la ciudad de Cesárea, que
anteriormente se llamaba la Torre de Estratón. Allí hizo celebrar espectáculos
en honor del César,
pues estaba informado de que se habían instituido días festivos para su salud.
A esta festividad
acudió un gran número de personas de toda la provincia, así como los más importantes
dignatarios. En el segundo día de los espectáculos, cubierto con una vestidura admirablemente
tejida de plata, se dirigió al teatro a primeras horas de la mañana. La plata, iluminada
por los primeros rayos solares, resplandecía magníficamente, reluciendo y deslumbrando
con aterradores reflejos a quienes lo miraban. Los aduladores comenzaron a lanzar
exclamaciones que no eran nada buenas para Agripa, llamándolo dios y
diciéndole:
—Sénos
propicio, y a pesar de que hasta ahora te hemos reverenciado como a un hombre, en
adelante te contemplaremos como superior a la naturaleza mortal.
El rey, sin
embargo, no reprimió ni rechazó su adulación. Poco después, al levantar los ojos a lo
alto, vió sobre su cabeza un buho encaramado sobre un cable. Dióse cuenta de inmediato
que su presencia le anunciaba males, así como anteriormente le había anunciando el bien; y
se afligió profundamente. Empezó a sentir dolores en el vientre, violentísimos
desde el comienzo.
Dirigiéndose a sus amigos les dijo:
—He aquí que
ahora yo, vuestro dios, me veo obligado a salir de esta vida, pues el destino ha
querido probar inmediatamente que eran mentira las palabras que se acaban de pronunciar.
Yo, a quien habéis llamado inmortal, ya estoy en las manos de la muerte. Pero debemos
obedecer al destino, cuando así parece a Dios. No he llevado una vida
despreciable, sino de
esplendorosa felicidad.
Después de
decir estas palabras, su dolor se acrecentó. Se hizo llevar en seguida al palacio; por
la ciudad se esparció el rumor de que estaba a punto de morir. De pronto la
gente del pueblo,
con sus mujeres e hijos, revestidos de cilicios según la costumbre nacional, se pusieron a
rogar a Dios. Por todas partes se oían lamentos y llantos. El rey, que yacía en
un elevado
solario, al verlos desde lo alto postrados de cara al suelo, no pudo reprimir
las lágrimas.
Finalmente,
después de sufrir dolores abdominales durante cinco días continuos, murió, siendo de
edad de cincuenta y cuatro años y en el séptimo de su reinado29. Reinó cuatro
años siendo Cayo
emperador, disfrutando por un trienio de la tetrarquía de Filipo; en el cuarto
se le agregó a
tetrarquía de Herodes, gobernando durante los restantes tres años bajo el
imperio de Claudio
sobre dichas regiones, y además Judea, Samaria y Cesárea. Obtenía grandes
ingresos, doce
millones de dracmas. Sin embargo, vióse obligado a pedir prestado grandes
cantidades, pues su
generosidad era tan grande que iba más allá de lo que permitían sus ingresos,
sin disminuir en
nada su liberalidad.
3. Antes de
difundirse en el pueblo la noticia de que el rey había fallecido, Herodes, rey de Calcidia,
y Helcias, prefecto y amigo del rey, de común acuerdo enviaron a Aristo, uno de sus más
fieles servidores, y procuraron que se matara a Silas, del cual eran enemigos,
como si fuera una
orden del rey.
CAPITULO IX
Descendencia
de Agripa. Desórdenes en Cesárea. Judea sometida a un procurador
1. Tal fué
el fin de Agripa. Sus descendientes fueron Agripa30, su hijo, de diecisiete años, y tres
hijas; una de ellas, Berenice31, de dieciséis años estaba casada con Herodes,
su tío.
Las otras
dos eran vírgenes, Mariamne y Drusila, la primera de diez años, y Drusila de
seis. El padre las
había desposado: a Mariamne con Julio Arquelao, hijo de Celcías, y a Drusila
con el hijo de
Epífanes Antíoco, rey de Comagena.
Cuando se
supo que Agripa había muerto, los de Cesárea y Sebaste, olvidados de los beneficios
que habían recibido de él, se comportaron como enemigos encarnizados.
Propalaron
calumnias inconvenientes sobre el muerto. Todos los soldados que se encontraban allí, que
eran numerosos, invadieron la residencia real, se apoderaron de las estatuas de
las hijas del
rey y de común acuerdo las trasladaron a los lupanares donde, después de
colocarlas en la
terraza, cometieron con ellas actos demasiado indecorosos para ser relatados.
En los
lugares públicos celebraron banquetes populares, adornándose con coronas y perfumándose,
ofreciendo libaciones a Carón y felicitándose mutuamente de que el rey hubiera
fallecido. Con tal comportamiento se manifestaban desagradecidos no solamente
con Agripa, sino
también con su abuelo Herodes, que les había edificado la ciudad, haciendo construir
pórticos y templos con magnificencia y esplendidez.
2. El hijo
de Agripa se encontraba a la sazón en Roma y se educaba cerca del César.
Cuando el
César supo que Agripa había muerto y que los de Cesárea y Sebaste lo habían vilipendiado,
se lamentó de su fin y se indignó por la ingratitud de aquellos hombres. Fué su propósito
enviar inmediatamente a su hijo Agripa para que lo sucediera en el reino,
queriendo así cumplir
la palabra que diera con juramento. Pero los libertos y los amigos que tenían mucha
influencia con él, lo disuadieron, diciéndole que era peligroso entregar a un adolescente,
que todavía no había salido de la infancia, un reino de tanta magnitud; sería
incapaz de
cuidar de su administración, cuando incluso para un adulto resultaba un gran
peso.
Creyóles lo
que le decían. Por lo tanto, envió a Caspio Fado como gobernador de Judea y de todo el
reino, honrando de ese modo al difunto al no encargar de esta tarea a Marso, enemistado
con Agripa.
Ordenó a
Fado, en primer lugar, que castigara a los de Cesárea y Sebaste por las
injurias cometidas
contra el difunto y las hijas, que todavía vivían; y que enviara al Ponto, para acampar, al
escuadrón formado con los habitantes de Cesárea y Sebaste, así como sus cinco cohortes,
mientras que igual número de legionarios de Siria ocuparían su lugar. Sin
embargo, los que
recibieron orden de partir no se fueron. Enviaron una delegación para convencer
a Claudio, y
después de conseguirlo, se quedaron en Judea. Posteriormente fueron causa de muchas
calamidades para los judíos, pues echaron la simiente de la guerra, bajo el
gobierno
de Floro.
Esta fué la razón de que Vespasiano, después de su victoria, como lo contaremos más
adelante, los expulsara de la provincia.
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