martes, 25 de febrero de 2014

Bibliotecas

Las bibliotecas, esto es, colecciones de libros reunidas y disponibles para uso público o privado, ya eran conocidas entre los pueblos antiguos antes de la llegada de Cristo. Probablemente, la biblioteca más antigua de la que se tiene un conocimiento preciso es la de Tello, en Mesopotamia, descubiertas gracias a las excavaciones de M. de Sarzec, y que ha sido trasladada, en gran parte, al Louvre. Al parecer, contaba con más de 20.000 tabletas grabadas en escritura cuneiforme pertenecientes a la época de Gudea, soberano de Lagash, hacia el 2500 a.C. Aún más grande era la biblioteca real de Nínive, formada por Sargon, rey de Asiria durante los años 722-705 a.C., y por su bisnieto Asurbanipal (668-628 a.C.). Este último monarca envió escribas a las antiguas ciudades de Babilonia y Asiria, que contaban con bibliotecas, para que realizaran copias de las obras extraordinarias e importantes; parece seguro que la colección consistía en textos impresos en tablillas de arcilla, que cubrían todas las áreas del conocimiento y la ciencia conocidos por los hombres sabios de la época. Más de veinte mil de estas tabletas fueron trasladadas a Europa, y se conservan ahora en el Museo Británico. Todos los textos importantes están marcados con una frase que atestigua su pertenencia al palacio de Asurbanipal; estas frases concluían con una imprecación interesante de comparar con las que a menudo se encuentran en los manuscritos de las bibliotecas medievales: “Quienquiera que se lleve esta tableta, o inscriba su nombre en ella junto al mío, que Ashur y Belit lo abatan con cólera y furia, y que ellos destruyan su nombre y su posteridad en la tierra” (Wallis, Budge, y King, “Guide to Babilonian and Assyrian Antiquities”, 1908, p. 41). En Egipto, sin duda se deben haber formado colecciones de rollos de papiro, aunque la naturaleza más perecedera de este material no ha permitido que se preserven restos considerables de las épocas más antiguas de la historia egipcia. De colecciones de libros entre los judíos es poco lo que se sabe, aunque ciertos pasajes de los libros históricos del Antiguo Testamento (por ejemplo, II Reyes, 1,18; I Reyes 11, 41; 14, 19; 15, 23; etc.) sugieren la existencia de depósitos en los que se podían consultar libros. Más aún, en 2 Macabeos, 2, 13, se encuentra una frase muy precisa acerca de que Nehemías habría fundado una biblioteca y “puesto en ella los libros de los reyes, los de los profetas y los de David, y las cartas de los reyes sobre las ofrendas”.
Sobre la Roma y la Grecia paganas existen evidencias más precisas. Se dice que Pisistrato habría formado una biblioteca, la que fue llevada a Persia por Jerjes, y posteriormente devuelta. Aristóteles, el filósofo, como muestran sus escritos, seguramente tuvo algún tipo de biblioteca a su disposición; se cree que esta colección, después de su llegada a Atenas, fue trasladada a Roma por Sula. Pero, sin duda, las bibliotecas más famosas del mundo griego fueron las de Pérgamo y Alejandría. Esta última, formada por los reyes de la familia de Attalus a partir de una fecha estimada en el 200 a. de C., debe haber sido una colección importante. Exploraciones arqueológicas modernas han identificado el sitio de esta biblioteca, que tenía algunas habitaciones en el recinto del templo de Atenas (véase Conze, en el “Sitzungsberichte” de la Academia de Berlín, 1884, 1259-70). Con relación a los libros mismos, sabemos por Plutarco que Marco Antonio llevó doscientos mil volúmenes, o mejor dicho rollos, a Alejandría para regalarlos a Cleopátra, con el fin de reemplazar la biblioteca que había sido accidentalmente destruida por el fuego durante la campaña egipcia de Julio César. La biblioteca destruida, conocida como biblioteca del Musaeum, fue formada por Ptolomeo Philadelphus alrededor del 260 a. C. Esta biblioteca está unida, por la leyenda, al origen del Septuagint (N. del T.: traducción griega del Pentateuco, elaborada en Alejandría alrededor de 250 a.C.), como se registra en la apócrifa, y muy antigua, “Carta de Aristeas”. Según esta leyenda, Demetrio Phalereus, custodio de la biblioteca, solicitó a su amo, el Rey Ptolomeo, realizar los esfuerzos necesarios a fin de obtener, para la biblioteca, una traducción de la Ley de los Judíos. Se enviaron emisarios al Sumo Sacerdote Eleazar de Jerusalén, quién envió setenta (mejor dicho, setenta y dos) eruditos a Alejandría, para confeccionar la versión griega solicitada. El trabajo se completó en setenta días, la traducción fue leída en voz alta por Demetrio, y aprobada como definitiva.
El Musaeum, es decir, el edificio consagrado a las Musas, que contenía la más antigua de las dos bibliotecas, estaba localizado, aparentemente, dentro del recinto del palacio; pero la otra biblioteca, de fecha anterior, se formó en conjunto con el Templo de Serapis, de ahí que se la llamara el serapeum. Mucho daño sufrió sus tesoros cuando el Obispo Teófilo efectuó su ataque contra el culto pagano en Alejandría en el año 390 d.C., y lo que quedó de la biblioteca debe haber desaparecido después de la incursión de los árabes en el 641. Aunque Polybius, escritor del siglo II antes de Cristo, se expresa (xii, 27) como si las bibliotecas se encontraran en cualquier gran ciudad, es sólo durante los últimos años de la República de Roma que sabemos de bibliotecas en la misma Roma. Al principio, estas colecciones estaban en manos privadas (Cicerón, por ejemplo, aparentemente se esforzó mucho para obtener libros) pero, luego de un proyecto de Julio César de formar una biblioteca de uso público, proyecto no concretado, es C. Asinius Pollio quién lleva poco después esta idea a la práctica, gracias a lo que obtuvo de los saqueos durante su campaña en Iliria el 39 a.C. El emperador Augusto siguió este ejemplo, y sabemos de las colecciones de libros griegos y latinos que formó, primero en el Pórtico de Octaviano (el que restauró cerca del año 33 a.C.), y luego en el recinto del Templo de Apolo en el Palatino, dedicado en el 28 a.C. A partir de este momento, las bibliotecas públicas se multiplican en Roma, bajo el auspicio imperial de Tiberio y sus sucesores, llegando, según se dice, a un total de veintiséis. Según las referencias encontradas en escritores como Ovidio, Horacio y Aulus Gellius, es probable que estas bibliotecas, como por ejemplo la de Apolo Palatino, estuvieran provistas con copias de libros de todos los temas y que tan pronto como un nuevo libro, de cualquier escritor conocido, viera la luz del día, las bibliotecas romanas lo obtendrían como algo obvio. También sabemos que las bibliotecas eran administradas por un encargado responsable y que servían de lugar de esparcimiento a los hombres ilustrados, y que una o varias de ellas (en especial la Biblioteca Ulpia en el foro de Trajano) eran utilizadas como depósitos para los archivos públicos.
En la época en que la Cristiandad hace su aparición en escena en Roma, es interesante aprender, por medio de Séneca, la importancia que había tomado la moda de mantener bibliotecas, públicas o privadas, en la sociedad romana. “¿Cuál”, pregunta Séneca, “es la utilidad de tener innumerables libros y bibliotecas, si durante el transcurso de su vida el hombre escasamente lee los títulos? ... Cuarenta mil libros se quemaron en Alejandría. Dejo a otros alabar este espléndido monumento de opulencia real ... Obtenga tantos documentos como sea necesario utilizar, pero no obtenga ninguno sólo para exhibirlo ... ¿Porqué habría que disculpar a un hombre que desea poseer estanterías para libros incrustadas en cedro o marfil, que reúne a gran cantidad de autores desconocidos o desacreditados, y que basa su deleite principal en sus bordes y sus marbetes? Se encontrarán, entonces, en las bibliotecas de los más consumados ociosos todo lo que han escrito los oradores o los historiadores – estanterías tal altas como el techo. Actualmente, una biblioteca tiene el mismo valor que una sala de baño como ornamento en una casa. Podría perdonar esas ideas, si se debieran a un extravagante deseo de conocimiento. Sin embargo, estas obras de hombres cuya inteligencia reverenciamos, por las que se ha pagado un alto precio, cuyos retratos se alinean encima de los mismos, se compran juntos para adornar y embellecer una muralla” (De Tranquil. Animi, xi).
Esta era la moda que prevalecía en los círculos más cultos del Imperio Romano cuando la Cristiandad comenzó su lucha de vida o muerte con el paganismo. El uso de los libros, aún cuando se los tomara con cierta afectación superficial, era un arma que la Iglesia no podía darse el lujo de desperdiciar. De hecho, las enseñanzas acumuladas durante épocas anteriores eran una buena influencia, y los profesores de la nueva fe no tardaron en hacer los esfuerzos necesarios para ponerla de su lado. En todo caso, se necesitaba una pequeña colección de libros para los servicios religiosos, los que, aparentemente desde sus inicios, consistían (tal como el Oficio Divino en la actualidad) en lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento y de obras de educación y formación Cristianas. Así, cada iglesia que se fundaba era el núcleo de una biblioteca, por lo que no nos debe sorprender encontrar a San Jerónimo aconsejando a Pammachius (Ep. xlix, 3) hacer uso de estas colecciones (ecclesiarum bibliothecis fruere) y, aparentemente, asumiendo que donde hubiere una congregación de la fe habría libros útiles disponibles. Sin embargo, deben haber existido algunos centros donde, por su posición, antigüedad o generosidad excepcional de sus benefactores, se encontraran grandes cantidades de libros. De estos, el más antiguo que conocemos, es la biblioteca formada en Jerusalén principalmente por el Obispo Alejandro, cerca del año 250, la que contenía, como atestigua Eusebio, un conjunto de cartas y documentos históricos (Hist. Eccles., VI, xx). Más importante aún era la biblioteca de Cesárea en Palestina. Sus documentos fueron recopilados por el mártir Pánfilo, muerto el año 308, y contenía un conjunto de manuscritos que habían sido usados por Origin (Jerónimo, In Titum, III, ix). De la misma época tenemos noticias acerca de que en la persecución que devastó Africa (303-304) “los oficiales fueron a la iglesia de Cirta, donde se reunían los Cristianos, y la despojaron de cálices, lámparas, etc., pero cuando llegaron a la biblioteca [bibliothecam] los estantes [armaria] se encontraban vacíos” (véase apéndice a Optatus).
Julián el Apóstata, en el año 362, solicitó que se le enviaran los libros que originalmente pertenecían a Jorge, el Obispo Arrio de Alejandría, que incluían “muchas obras filosóficas y retóricas, y muchas de las doctrinas de los galileos impíos”, para una biblioteca anteriormente creada por Constantino en el palacio imperial (Julian, Epist. ix). Por su parte San Agustín, cuando estaba muriendo, “mandó que la biblioteca de la iglesia y todos los libros fueran cuidadosamente mantenidos para toda la posteridad” y “heredó a la iglesia bibliotecas que contenían libros y tratados escritos por él mismo o por otras personas santas” (Possidius, “Vita Aug.”, n. 31). En Roma, aparentemente, el Papa Dámaso (366-384) construyó un archivo administrativo (archivium) que, además de ser el depósito de los documentos oficiales, servía también como biblioteca y tribunal. Estaba conectado con la Basílica de San Lorenzo, en cuya fachada había una inscripción que terminaba con las siguientes tres líneas:
Archivis faetor volui nova condere tecta. Addere praeterea dextra laevaque columnas. Quae Damasi teneant proprium per saecula nomen. (“Confieso que me hubiera gustado construir una nueva morada para los archivos, y añadir columnas a la derecha y a la izquierda para preservar el nombre de Dámaso por siempre”).
Sin duda, este es el edificio al que San Jerónimo se refiere como “chartarium ecclesiae Romanae”. De Rossi y Lanciani conjeturan que Dámaso, siguiendo el modelo de una de las grandes bibliotecas de Roma, que a su vez imitaba la distribución de la famosa biblioteca de Pérgamo, habría primero construido una basílica dedicada a San Lorenzo y, luego, habría añadido en el lado sur y en el lado norte un peristilo, a partir del cual serían fácilmente accesibles las habitaciones que contenían los registros (Lanciani, Ancient Rome, pp. 187-190). Respecto de si este edificio merece o no estrictamente el nombre de biblioteca, tenemos evidencias de que el Papa Agapito (535-36) inició la construcción de otro edificio en la Colina Coelian, destinado a guardar los libros, edificio que posteriormente fuera conocido como biblioteca de San Gregorio. En todo caso, un registro del siglo IX habla del gran conjunto de retratos que adornaban sus paredes y, entre ellos, el del Papa Agapito:
Hos inter residens Agapetus jure sacerdos Codicibus pulchrum condidit arte locum. (“El centro pertenece por derecho a Agapito quien, para guardar sus libros, construyó esta inmaculada residencia”).
El célebre Casiodoro, que era amigo de Agapito, se retiró del mundo en sus últimos años y reunió a su alrededor una comunidad religiosa en Vivarium, en el sur de Italia. Allí formó una biblioteca, como un aditamento de primera necesidad para esa institución. Además, impuso a los miembros de la cofradía que, si encontraban algún libro que él deseara, debían efectuar una copia del mismo, “así, con la ayuda de Dios y su trabajo, la biblioteca del monasterio se beneficiaría” (De Inst. Div. Lit., viii). Casiodoro también nos cuenta bastante sobre sus planes para la biblioteca.
Pero, con la fragmentación de la civilización del Imperio Romano, el gran ascendiente que contribuyó, más que cualquier otra cosa, a preservar en Occidente algunos restos dispersos de las enseñanzas del periodo clásico fue, sin duda, el monaquismo y, especialmente, la forma de monacato que se identificó con la Regla de San Benedicto. Incluso en Africa, como lo muestran claramente la Regla de Pachomio y los escritos de Cassion, el mantenimiento del ideal de vida cenobítica dependía, en cierta medida, del uso de los libros. San Pachomio, por ejemplo, ordenó que los libros del hogar se guardaran en un armario empotrado en la pared. Cualquier hermano que quisiera un libro, podía tenerlo por una semana, al término de la cual debía devolverlo. Ningún hermano podría dejar un libro abierto al ir a misa o a las comidas. En las vísperas, en responsable denominado “segundo” (esto es, el segundo de la orden) debía encargarse de los libros, contarlos y guardarlos bajo llave (véase P.L. XXIII, 68, y cf. Butler, “Palladius”, I, 236). Sabemos, por una carta de San Agustín, que en Hippo incluso las religiosas contaban con una biblioteca, y que una de las hermanas tenía la tarea de distribuir y recolectar los libros durante las horas destinadas a la lectura. El papel que jugaba el estudio (particularmente el estudio de las escrituras) en la vida de la mujer asceta a fines del siglo IV, no podría estar mejor ejemplificado que en la historia de Santa Melania la Joven, amiga de San Agustín y de San Jerónimo, quien se impuso por norma dedicar diariamente un tiempo fijo a la lectura, y cuya labor como escriba era ampliamente conocida. Pero de todos los documentos escritos que influenciaron la preservación de los libros, el más importante es el texto de la Regla de San Benedicto. En esta se basa, mayormente, el amor al estudio que es distintivo de las grandes órdenes monásticas:” La ociosidad”, dice la Regla, “es un enemigo del alma; es por esto que los hermanos deben ocuparse en labores manuales en algunos momentos, y en otros ocuparse de la lectura sagrada ...”. Y, después de especificar las horas que deben dedicarse a la lectura en diversas épocas del año, la Regla nuevamente dicta:
"Durante la Cuaresma dejemos que se dediquen a la lectura desde la mañana hasta el fin de la hora tercia ... En estos días de Cuaresma permitamos que cada uno reciba un libro de la biblioteca, y lo lea de principio a fin, en orden. Estos libros deben repartirse al comienzo de la Cuaresma. Sobre todo, permita que uno o dos hermanos de rango superior sean designados para recorrer el monasterio durante las horas que los hermanos dedican a la lectura, para ver que no haya hermanos perezosos entregados al ocio o a conversaciones tontas en vez de dedicarse a la lectura, siendo no sólo inútiles para sí mismos, sino también una distracción para los demás. Si encuentran a uno de ellos (Dios no lo quiera) permítanle corregirse una vez y una segunda vez”, y al Regla añade que si todo esto no es efectivo, el transgresor debe ser castigado de tal forma que infunda terror en los demás.
Que estos principios se cumplían a cabalidad, y que daban fruto en lo que se refiere al respeto mostrado a los libros y en el fervor desplegado para conseguirlos, se demuestra, más que en ninguna otra parte, en Inglaterra. Toda la vida del Venerable Beda puede servir para ilustrar este tema. Pero es Beda quien nos cuenta de primera mano acerca de Benedict Biscop, Abad de Wearmouth quien, habiendo visitado Roma en el 671, “trajo a casa no pocos libros de toda la erudición teológica, tanto comprados a precio fijo como obsequiados por la bondad de los amigos; y cuando, durante su regreso, llegó a Viena, recibió aquellos que había comprado y se los entregó a sus amigos del lugar” (Hist. Abbat. iv). En el 678 visitó nuevamente Roma y “y trajo a casa una multitud [innumerabilem copiam] de libros de todo tipo”. Durante su última enfermedad Benedict Biscop dio instrucciones de que la muy noble y completa biblioteca que había traído desde Roma, porque era necesaria para la educación de la Iglesia, debía ser escrupulosamente preservada en su totalidad, no sufrir daños por falta de cuidados, ni ser dispersada (Hist. Abb., xi). Esta colección se duplicó gracias a la energía de Ceolfrid, su sucesor (Hist. Abb., xv). Fue de esta colección, que Ceolfrid enriqueció con tres nuevas copias de la Vulgata y con una de la Itala, que se obtuvo el famoso Codex Amiatinus (q.v.), el que Ceolfrid llevó más tarde a Italia como un regalo al Papa. Este manuscrito, actualmente en la Biblioteca Laurenciana en Florencia, ha sido descrito como “quizás el libro más admirable en el mundo” (White en “Studia Biblica”, II, 273), pero no parece el trabajo de copistas nativos, sino más bien de italianos traídos a Inglaterra.
Aún cuando Jarrow (N. del T. monasterio en Nortumbria, norte de Inglaterra) no contaba con un gran scriptorium con un equipo de copistas preparados (como los que, por ejemplo, pertenecían a Lindisfarne, que seguían las tradiciones irlandesas; y a Canterbury, donde la influencia dominante era italiana) gracias al Arzobispo Egbert, a quien Beda quería y visitaba en York, la biblioteca de Ceolfrid debe haber ejercido una gran influencia sobre Alcuin (q.v.) y, a través de él, sobre la erudición de toda la Cristiandad Occidental. Alcuin fue el bibliotecario de la excelente colección de libros que Egbert formó en el monasterio de York, y en uno de sus poemas entrega una florida descripción de sus contenidos (Migne, P.L., CI, 843), el que ha sido descrito como el catálogo más antiguo de una biblioteca inglesa. Si podemos confiar en esta lista, la colección era realmente de una extensión extraordinaria que incluía no sólo lo más conocido de los Padres Latinos, sino también a Atanasio, Basil y Crisóstomo entre los griegos, así como a un grupo de historiadores, con filósofos como Aristóteles y Boecio, con lo más representativo de los clásicos latinos y algunos gramáticos. Cuando Alcuin se convirtió en el consejero de confianza de Carlomagno, la influencia de este gran monarca ya estaba en todas partes, esforzándose por fomentar la difusión de la educación y la acumulación de libros. En una ordenanza del año 879 Carlomagno proveyó la fundación de colegios para niños, indicando que “en cada monasterio y catedral [episcopium]” debían estudiar “los salmos y cánticos, canto llano, el computus [o regulación del calendario] y gramática”. Y añade, “Dejemos que tengan también libros católicos bien corregidos”.
Todo esto, directa o indirectamente, debe haber constituido un gran estímulo en lo que respecta a la formación de bibliotecas en Europa Occidental. Tampoco podemos dejar de mencionar la gran influencia ejercida, en una época más temprana, por San Columbano y los misioneros irlandeses que se asentaron en Luxeuil (Francia), en St. Gall (Suiza), en Bobbio (Italia), en Wurzburg (Alemania), y en muchos otros lugares. En algunos, en St. Gall por ejemplo, la Regla Benedictina a menudo suplantó a la Columbana, y fue durante su periodo benedictino que la Abadía suiza logró su mayor renombre como centro del saber, y se formó la biblioteca que aún existe. Sin embargo, muchos de sus volúmenes más preciados fueron trasladados en otro momento a Reichenau, como medida de seguridad; y aparentemente no todos fueron devueltos a sus dueños una vez que regresó la calma. Al mismo tiempo, hay abundante evidencia sobre la existencia de un sistema de préstamo de manuscritos de un lugar a otro entre monasterios amigos, con fines de transcripción y cotejo. Este último proceso a menudo puede rastrearse en las copias que aún permanecen: por ejemplo, dos de nuestros más antiguos manuscritos de la “Historia Eclesiástica” de Beda fueron cotejados entre sí, y las interpretaciones de uno trasladadas al otro.
Las bibliotecas más famosas del periodo carolingio fueron las de Fulda, Reichenau, Corvey y Sponheim en Alemania, y las de Fleury, St. Riquier, Cluny y Corbie en Francia. La biblioteca de Fulda, bajo el gran erudito Rabano Mauro estaba considerada como la mejor equipada en Christendom, y un contemporáneo habla de los libros que allí había como “casi incontables”. Incluso a principios del siglo XVI el monasterio aún contaba con 900 volúmenes de manuscritos, muchos de los cuales, al parecer, fueron destruidos o dispersados durante la guerra de los 30 años. En el caso de Riechenau, aún contamos con el catálogo realizado por el bibliotecario Reginbert antes del año 831, donde se enumeran cerca de 500 obras repartidas en 256 volúmenes. Todas las bibliotecas que se mencionaron deben mucho, directa o indirectamente, al apoyo de Carlomagno. En el sur de Italia, la abadía de Monte Cassino, cuna del monaquismo benedictino, ilustra bien los peligros a los que estaban expuestos los libros, debido a la brutalidad de la época. Después de ser demolido por los lombardos en el siglo VI, el monasterio fue reconstruido, y con mucho trabajo se reunió una nueva biblioteca. Pero en el siglo IX llegaron los sarracenos, y cuando el monasterio fue saqueado la biblioteca se consumió entre las llamas. No obstante, nuevamente los monjes se dieron al trabajo de conseguir libros y de hacer nuevas copias, y esta colección ce manuscritos (que aún sobrevive) se encuentra entre las más destacadas de Italia.
En España, de una época más temprana, comprendemos mejor la ornamentación de una bien conocida biblioteca gracias a algunos versos escritos por San Isidoro de Sevilla (6000-636) para inscribirlos en los retratos que se colgaban sobre las estanterías. En la puerta de la habitación se encontraba otro conjunto de versos, como una advertencia para los intrusos parlanchines, cuya última copla dice:
Non patitur quenquam coram se scriba loquentem; Non est quod agas, garrule, perge foras.
Que podría traducirse como: Un escritor y un hablador no pueden estar de acuerdo; Por lo tanto, ocioso parlanchín, este no es lugar para ti.
Tomando la Europa Occidental como conjunto, podemos considerar como un principio irrefutable durante toda la Edad Media, que una biblioteca de cualquier tipo era parte esencial de todo establecimiento monacal. “Claustrum sine armario, castrum sine ornamentario”, dice el adagio; es decir, un monasterio sin biblioteca es como un fuerte sin armería. En todo el desarrollo de la Regla benedictina, se han dispuesto algunas normas relativas al uso de los libros. Podemos citar, por ejemplo, las instrucciones dadas por Lanfranco para la devolución de los libros de la biblioteca en el primer Domingo de Cuaresma. Se ordenaba a los monjes llevar todos los libros de vuelta a la sala capitular para “dejar al bibliotecario leer un documento [breve] indicando los nombres de los hermanos que han tenido libros durante el pasado año; y permitir que cada hermano, cuando escuche pronunciar su nombre, devuelva el libro que se le confió para leer, y permitir que aquel que está consciente de que no leyó el libro que se le entregó, postrarse sobre su rostro, confesar su falta, y suplicar perdón. Y dejar que el dicho bibliotecario entregue a cada hermano otro libro para leer; y cuando se hayan distribuido los libros, permitir al susodicho bibliotecario, en ese momento, registrar los nombres de los libros y el de quien lo recibe”.
J.W. Clark entrega un resumen de las disposiciones propias de las diferentes órdenes. Tanto los Tanto los de Cluny como los Benedictinos, dice, encargaban los libros al capiscol, y a menudo tenían encargados de los armarius; también tenían una auditoría anual y un registro similar al descrito. Entre los benedictinos posteriores, también encontramos una normativa indicando que el capiscol debía mantener todo en buen estado, y supervisar personalmente el uso diario de los manuscritos, colocando cada uno en su correspondiente lugar cuando terminan de usarlos. Entre estas normas benedictinas posteriores, como por ejemplo las de Abingdon a fines del siglo XII, aparece por primera vez el importante permiso de prestar libros a otros ajenos al monasterio, contra recibo de un adecuado donativo. Los Cartujos también mantenían el principio del préstamo. Con respecto a los monjes mismos, cada hermano podía tener dos libros, y debía tener especial cuidado de mantenerlos limpios. Entre los cistercianos, el responsable de los libros debía encargarse cuidadosamente de su seguridad y, en ciertos momentos del día, debía cerrar con llave el armario. Esta última norma también era observada por los Premonstratenses quienes, más adelante, solicitaron a su bibliotecario tomar nota tanto de los libros solicitados en préstamo como de los prestados. Finalmente, los agustinos, que eran muy detallados en sus normas sobre el uso de la biblioteca, también permitían el préstamo de los libros al exterior. Pero insistían mucho en la necesidad de una apropiada seguridad (véase Clark, “Care of books”, 58-73).
La importancia del permiso de préstamo consiste, por supuesto, en esto: que los monasterios debían convertirse en las bibliotecas públicas del distrito circundante y difundir más ampliamente el beneficio proporcionado por su manejo de los libros. Esta práctica involucraba, sin duda, un alto riesgo de pérdida y existía una disposición, algunas veces manifiesta, de prohibir el préstamo de libros. Por otra parte, ciertamente existían algunos que consideraban esta forma de ayudar al prójimo como un deber prescrito por la ley de la caridad. Así, en el 1212 un sínodo realizado en París dictó el siguiente decreto:
“Prohibimos a aquellos pertenecientes a una orden religiosa formular cualquier voto contra el préstamo de sus libros a aquellos que los necesitan, por cuanto el préstamo está considerado entre las principales obras de misericordia. Después de las debidas consideraciones, dejen que algunos libros permanezcan en la casa para el uso de los hermanos; pero permitan que otros, de acuerdo a las decisiones del abad, sean prestados a quienes están en necesidad de ellos, salvaguardando los derechos de la casa. En el futuro, no habrá pena de anatema para quién se lleve un libro, y anulamos y otorgamos absolución para todos los anatemas de este tipo” (Delisle en “Bib. de l’Ecole des Chartes”, ser. 3, I, 225).
Es notable también que durante este mismo siglo XIII muchos volúmenes fueran legados en testamento a la casa de los Agustinos de San Víctor en París, con la expresa condición de que fueran prestados. Sin duda, muchos de los préstamos eran para beneficio de otros monasterios, ya fuera para leerlos o, aún más a menudo, con el propósito de copiarlos. Contra los que esto suponía, posiblemente se esperaba cierta protección mediante la invocación de anatemas sobre la cabeza del impío prestatario. En qué medida las excomuniones se promulgaban de manera seria y válida en contra de quienes retenían ilegalmente estos volúmenes es algo incierto pero, como en el caso de las tabletas cuneiformes de Asurbanipal, los manuscritos de los monasterios medievales frecuentemente contenían en la guarda del libro alguna breve forma de maldición contra los poseedores injustos o morosos. Por ejemplo, en un libro (N. del T: de la abadía de) Jumieges encontramos:
“Si alguno, mediante astucia u otro método cualquiera, sustrae este libro de este lugar [Jumieges] ojalá su alma sufra, como una retribución por lo que ha hecho, y ojalá su nombre sea borrado de entre los vivos y no sea registrado entre los benditos”.
Pero, generalmente, tales fórmulas eran más breves, como por ejemplo la siguiente, encontrada en muchos libros de St. Alban: “este libro pertenece a St. Alban. Ojalá que quién lo robe de aquí o borre su inscripción de propiedad [titulum deleverit] sufra anatema. Amén”.
El gran valor que se otorga a los libros está enfatizado también en los muchos decretos que recomendaban cuidados durante su uso. “Cuando los religiosos se encuentran dedicados a la lectura”, indica una norma del Capítulo General Benedictino, “deben, si es posible, sostener los libros con su mano izquierda, subir la manga de su túnica y, arrodillados, con su mano derecha descubierta, utilizar esta para sostener y voltear las páginas de dicho libro” (Gasquet, “Old English Biblie”, 29). A partir de fuentes medievales, se pueden citar muchísimas otras demandas recomendando cuidado, delicadeza, e incluso reverencia, en el trato con los libros. En el “Philobiblon”, del Obispo Ricardo de Bury, se encuentra todo un tratado sobre el tema, escrito con un entusiasmo difícilmente superado por un bibliófilo del siglo XIX. Dice, por ejemplo (cap. xvii): “ Y, ciertamente, junto a las vestimentas y vasijas consagradas al Cuerpo de Nuestro Señor, los libros sagrados merecen ser tratados respetuosamente por el clero, porque a estos se les confieren grandes injurias toda vez que son tocados por manos no aseadas”. Este cuidado se extendía, por supuesto, a los armarios en que se guardaban permanentemente los libros. Los Agustinos, en concreto, tenían una norma formal respecto a que “los armarios en los que se guarden los libros deben estar forrados en su interior con madera, para que la humedad de las paredes no humedezca o manche los libros”, y se sugerían a continuación métodos para prevenir que los libros fueran “almacenados tan juntos que pudieran dañarse unos a otros, o retrasar a quienes desean consultarlos” (Clark, “Care of Books”, 71).
Aún así, el sistema monástico no proveyó, sino hasta mucho más tarde, una habitación propia que fuera utilizada como biblioteca. Fue en los claustros donde se adecuaron pequeñas alcobas, denominadas “cubículos”, que otorgaban cierta privacidad a los estudiantes y donde se realizaba mayoritariamente la labor literaria de la comunidad, ya fuera de lectura o de transcripción. Como consecuencia de este sistema, los libros no se mantenían todos juntos, sino que se guardaban en armarios que se encontraban en diferentes partes del edificio. En Durham, por ejemplo, “algunos se guardaban en la iglesia, otros en el “spendiment” o erario, otros en el refrectorio, y en más de un lugar en el claustro” (Gasquet, “Old Eng. Bible”, 10). Esta dispersión de los libros era algo común ya que, dadas las condiciones del caso, una colección de volúmenes escritos a mano y mantenidos con los limitados recursos monásticos, no podía ser muy amplia. Hasta que el arte de la impresión no prestó su ayuda para multiplicar y abaratar los libros, un número comparativamente pequeño de armarios era suficiente para contener los tesoros literarios del más grande monasterio. En Christ Church, Canterbury, el catálogo de Henry de Estria, de los alrededores del año 1300, enumeraba 300 títulos en 1850 volúmenes. En Glastonbury, en el 1247, tenían 500 obras en 340 volúmenes. Los Benedictinos de Dover, en el 1389 poseían 449, mientras que la mayor biblioteca monástica inglesa conocida por nosotros, la de Bury St. Edmunds, a inicios del siglo XV contenía 2000 volúmenes.
La práctica a la que nos hemos referido, de diseminar los libros en diferentes armarios y colecciones, seguramente estaba muy influenciada por la costumbre de prestar los libros, o permitir que personas ajenas los consultaran, tema sobre el que ya hemos hablado. Naturalmente, siempre han existido volúmenes que cada comunidad, monástica o colegiada, reserva para uso exclusivo de sus miembros. Los libros litúrgicos y algunos tratados ascéticos, copias predilectas de las escrituras, etc., estarían en esta categoría; deben haber existido divisiones incluso entre los libros a los que tenían acceso las personas del mundo exterior. El siguiente texto, por ejemplo, es muy sugerente. Thomas Gascoigne dice de los Franciscanos de Oxford, en los alrededores del año 1445: “Tenían dos bibliotecas en la misma casa; una denominada la biblioteca conventual, y la otra la biblioteca para la instrucción; la primera estaba disponible sólo para los graduados; la otra para los estudiantes denominados seculares, quienes vivían entre dichos frailes por razones de aprendizaje”. Esto debe haber sido muy incómodo, y no es extraño que durante el siglo XV, a las autoridades de muchas instituciones monásticas o universitarias se les haya ocurrido la conveniencia de reunir los tesoros de su biblioteca en una gran sala donde se pudiera llevar a cabo el estudio. Durante todo este periodo, por tanto, se comenzaron a comenzaron a construir bibliotecas con ciertas pretensiones. Así, para mencionar algunos ejemplos, en Christ Church, Canterbury, el Arzobispo Chichele construyó entre 1414 y 1443 una biblioteca de 60 pies de largo por 22 de ancho (N. del T: para convertir pies en metros multiplicar por 0,30), sobre la Capilla del Prior. La biblioteca de Durham la construyó entre el 1416 y el 1446 el prior Wessyngton, sobre la antigua sacristía; la de Citeaux, en 1480, formando parte del claustro, sobre el scriptorium, o habitación para escribir; la de Clairvaux, entre el 1495 y el 1503, en la misma ubicación; la del monasterio Agustino de St. Víctor en París, entre 1501 y 1508; y la de St. Germain des Pres, en la misma ciudad, cerca del año 1513, sobre el claustro del sur.
La transformación de Clairvaux es fácil de comprender gracias a dos descripciones de fecha posterior. Un visitante, en el 1517, nos dice: “En el mismo lado que el claustro, hay catorce estudios [los cubículos] donde los monjes escriben y estudian; y sobre los estudios está la nueva biblioteca, a la que se accede por una ancha y elevada escalera en espiral, desde el mencionado claustro”. La descripción continúa elogiando la belleza de esta nueva construcción la que, adaptándose a la forma del claustro que se encuentra bajo de ella, era de 198 pies de largo por 17 de ancho. En ella, se nos cuenta, “habían 48 asientos [bancs] y en cada asiento cuatro estantes [poulpitres] provistos con libros de todos los temas”. Estos libros, aunque el autor no lo dice, probablemente estaban encadenados a las repisas, como era la costumbre de la época. De todas formas, esto es lo que los autores de “Voyage litteraire”, doscientos años más tarde, dicen de la misma biblioteca:
“desde el claustro principal se ingresa al claustro de conversación, así llamado porque los hermanos están autorizados a conversar en él. En este claustro hay doce o quince pequeñas celdas [los cubículos], toda una hilera, usados antiguamente por los hermanos para escribir libros; por esta razón, aún en estos días, se les llama escritorios. Sobre estas celdas está la biblioteca, construcción que es amplia, abovedada, bien iluminada, y dotada de un gran número de manuscritos unidos por cadenas a las mesas, pero no hay muchos libros impresos”.
Esta es, entonces, el tipo de transformación que se estaba produciendo en el último siglo de la Edad Media; un proceso grandemente acelerado, sin duda, por la multiplicación de los libros producto de la invención de la imprenta. Las nuevas bibliotecas construidas, ya sean asociadas a universidades, catedrales, o casas religiosas, eran habitaciones de tamaño considerable, generalmente divididas en compartimentos, como los que aún se pueden ver en la sección Duque de Humphrey en la biblioteca Bodliana en Oxford. Aquí los libros estaban encadenados a los estantes, pero podían sacarse y colocarse en la mesa frente a la que se sentaba el estudiante, y en la que podía también utilizar sus materiales de escritura. Aún existen algunos pocos sobrevivientes de esta modalidad, por ejemplo en la Catedral de Hereford, y el Zutphen (donde los libros encadenados, sin embargo, sólo podían consultarse de pie). Pero este sistema no duró por muchos años, salvo como perpetuación de una antigua tradición.
BIBLIOTECAS MODERNAS
Uno de los lugares más destacados entre las instituciones que han contribuido a la recolección y preservación de los libros en los últimos tiempos, lo ocupa el papado. Los papas, como generosos patrocinadores del conocimiento, han fundado varias bibliotecas, y las han enriquecido con manuscritos y documentos del más alto valor. El más importante de estos establecimientos papales es la biblioteca Vaticana, que se describirá en otro artículo (véase BIBLIOTECA VATICANA). Indirectamente, los papas también han promovido la creación de bibliotecas al fundar y fomentar universidades. Cada una de estas, naturalmente, incluía una biblioteca y los medios necesarios para la investigación; especialmente en los tiempos modernos estas colecciones universitarias se han enriquecido con el volumen siempre creciente de literatura científica. Es interesante notar que el núcleo de la biblioteca a menudo se obtenía haciéndose cargo de los libros y manuscritos preservados en los monasterios y en otros establecimientos eclesiásticos. Una mirada a la historia de las universidades demuestra cuánto le deben estas al cuidado y laboriosidad de los monjes (véase, por ejemplo, los breves relatos en “Minerve”, II, Strasburg, 1893). De la misma fuente provienen, en muchos casos, los libros que formaron los cimientos de las bibliotecas fundadas por reyes, príncipes, sacerdotes, gobiernos nacionales, municipios, y personas individuales. En los tiempos actuales, además, se han realizado numerosos y exitosos intentos por entregar a la gente en general los medios que alguna vez fueron privilegio de los estudiantes. Entre las formas eficientes de difusión del conocimiento debe reconocerse a las bibliotecas públicas, que se encuentran en casi cualquier ciudad de importancia. Si bien esta multiplicación de las bibliotecas se debe, principalmente, al avance en la educación pública, estas han conducido a lo que se podría denominar un arte o ciencia propia. Ahora se otorga gran atención al adecuado almacenamiento y cuidado de los libros, y se entrega formación sistemática a quienes están comprometidos con el trabajo de las bibliotecas. No es sorprendente, entonces, que junto con la reciente comprensión del valor e importancia de las bibliotecas, se haya llegado a una más justa apreciación de lo que la Iglesia ha realizado en pro de la conservación de los libros.
La lista siguiente indica los fundadores y fechas de algunas bibliotecas famosas:
• Ambrosiana (q.v.), Milán; Cardenal Federico Borromeo, 1603-09. • Angelica, Roma; Angelo Rocca, O.S.A., 1614. • Bodleian, Oxford; Sir Thomas Bodley, c. 1611. • Museo Británico, Londres; Jorge III and Jorge IV (en gran parte con manuscritos sacados de monasterios por Enrique VIII), c. 1795. • Casanatense, Roma; Cardenal Girolamo Casanata (q.v.), 1698. • Del Congreso, Washington; Gobierno de Estados Unidos, 1800. • Mazarine, París; Cardenal Mazarino, 1643; publica 1688. • Mediceo-Laurenziana, Florencia; Clemente VII, 1571. • Nacional, París; Carlos V de Francia, 1367. • Real, Berlín; Elector Fred. William, c. 1650. • Real, Munich; Duque Alberto V, c. 1560. • Valiceliana, Roma; Achile Stazio, 1581. • Vaticano, Roma (Véase BIBLITOECA VATICANA).
CLARK, The Care of Books (Cambridge, 1902), una obra del más alto valor e indispensable para cualquier estudioso del tema; POHLE AND STAHL in Kirchenlex. s. v. Bibliotheken; SCUDAMORE in Dict. of Christ. Antiq.; GASQUET, Mediaeval Monastic Libraries in the Old English Bible and other Essays (London, 1897), 1-61; EHRLE, JAMES, and others in Fasciculus; Joanni Willis Clark Dicatus (Cambridge, 1909); GOTTLEIB, Ueber mittelalterliche Bibliotheken (Leipzig, 1890); EDWARDS, Memoirs of Libraries, 2 vols., (London, 1895); PAULY-WINOWA, Realencyklopadie der klassischen Altertumswissenschaft (1893-); BECKER, Catalogi Bibliothecarum antiqui (Bonn, 1885); JAMES, The Ancient Libraries of Canterbury and Dover (Cembridge, 1903); MACRAY, Annals of the Bodleian Library (Oxford, 1890); ROBINSON AND JAMES, The Manuscripts of Westminster Abbey Monastery (Cambridge, 1898); BASS-MULLINGER in The Cambridge Hist. of English Literature, IV (Cambridge, 1909), 415-34; DELISLE, in Bib. de l'Ecole des Chartes (1849), 216-31; ID., Cabinet des MSS. de la Bib. Nationale (3 vols., Paris, 1874-76); THOMAS, The Philobiblon of Richard of Bury (London, 1888).
HERBERT THURSTON Transcrito por Anna M. Donnelly Traducido por Sara Ward S.

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