Alberto Treiyer
Doctor en Teología
b) En Siam. En 1610 llegó el jesuita Alejandro de Rodes a Annam y
Tonkin (Indochina). Diez años más tarde envió una descripción
de las posibilidades comerciales y religiosas de esa región. Los jesuitas franceses recrutaron gente para ayudarlo en su doble obra de convertir esas naciones a la fe católica y
explorar el potencial comercial que tanto para Roma como para Paris, no debían darse por separado. Ambas perspectivas formaban la base de la ocupación política
y militar posterior.
El éxito de esos misioneros jesuitas fue tan grande que para 1659, toda esa región fue marcada como la esfera exclusiva de la actividad religiosa y comercial francesa. Los misioneros se extendieron luego a Pegu, Camboya y Siam, esta última pasando a ser pronto la base de toda operación religiosa y comercial tanto de la Compañía de las Indias Orientales como del Vaticano. El método de subyugación de la población iba a ser simple. Cada uno iba a contribuir en su esfera de acción. La compañía sometería a los nativos mediante su comercio, el gobierno francés mediante sus ejércitos, y el Vaticano mediante su penetración religiosa.
Una vez que las bases económicas y las estaciones misioneras se establecían con éxito, el gobierno francés presionaba a los nativos a firmar un pacto oficial de comercio. El Vaticano, por su lado, se esforzaba al mismo tiempo por expandir su influencia espiritual, no tanto mediante la conversión de la población, sino por la conversión de una persona, el rey de Siam mismo. Si lograban eso, entonces los sacerdotes católicos iban a procurar persuadir al nuevo rey católico a admitir guarniciones francesas en
las ciudades claves de Mergui y Bangkok, con el pretexto de que servirían a los mejores intereses de la Iglesia Católica.
En 1685 el gobierno francés firmó un pacto comercial favorable con el rey de Siam quien, dos años más tarde, con toda su élite gobernante, se convirtió al catolicismo. Inmediatamente comenzó la opresión sobre la sociedad budista. Cantidades de regulaciones discriminatorias que favorecían las instituciones católicas minoritarias a expensas de las instituciones budistas se fueron ininterrumpidamente dando. Mientras que se construían iglesias católicas por doquiera, se cerraban e incluso demolían muchas pagodas budistas ante el menor pretexto.
Las escuelas católicas reemplazaban a las budistas. De una manera idéntica a lo que haría Diem en Vietnam unos tres siglos después, la élite gobernante de Siam se transformó en una verdadera mafia político-religiosa. Todo con el respaldo de las bayonetas francesas. Pero como le pasó después a Diem, luego de infructuosas protestas, la mayoría budista organizó una resistencia popular. Esa resistencia fue reprimida en forma brutal, logrando sembrar más sentimientos anticatólicos por toda la región.
Los católicos comenzaron a ser perseguidos por todos lados, y la rebelión llegó a todos los niveles, comenzando curiosamente en la misma corte que había dado la bienvenida al catolicismo romano. Los sacerdotes nativos católicos y los oficiales franceses fueron arrestados y expulsados hasta terminar con toda actividad católica. Los pocos católicos minoritarios que permanecieron y que se habían transformado en perseguidores, nunca fueron perseguidos. Pero se cerró el comercio para los franceses y el envío de misioneros para Roma a partir de 1688. Por un siglo y medio la tierra de Siam quedó prohibida para ambos.
c) En China. Temprano en el S. XVII, los jesuitas lograron penetrar la Corte Imperial de China, y convertir a su emperatriz al catolicismo romano. A través de ella, se propusieron los jesuitas lograr conversiones masivas en medio de una mayoría abrumadora budista. Las perspectivas eran ilimitadas desde la óptica romana. Fue tanto el éxito de seducción que tuvieron para con la emperatriz, que ésta decidió cambiar de nombre, para llamarse Emperatriz Elena, como la emperatriz romana, madre de Constantino, el primer césar converso al catolicismo romano. La emperatriz bautizó luego a su hijo con el nombre de Constantino, para indicar el papel que debía cumplir su hijo en la futura conversión del budismo chino a la fe católica.
Su celo católico se hizo notar pronto en la corte en
donde el progreso, el privilegio y la riqueza, así como el poder en la
administración y en el ejército, se obtenían mediante la
conversión a la fe romana. Los consejeros jesuitas la indujeron a enviar
una misión especial a Roma para pedirle al papa que enviase cientos de
misioneros para acelerar la conversión de China a la fe católica.
Mientras esperaban la respuesta, esa minoría católica emprendió
la conversión de los mandarines, la maquinaria burocrática y finalmente
esperaban alcanzar a los millones de campesinos chinos.
La élite que se juntó alrededor de la emperatriz produjo resentimientos, luego temor y finalmente la oposición de la cultura budista china. La resistencia a los esfuerzos misioneros que iban acompañados de medidas discriminatorias del gobierno, fue suprimida mediante arrestos y fuerza bruta. En esas circunstancias llegó la noticia de que el papa había generosamente aceptado el pedido, e iba a enviar cientos de misioneros más para convertir al país entero a la fe católica. Eso creó mayores levantamientos populares que fueron reprimidos con mayor fuerza.
Fue tanta la resistencia popular que finalmente las naciones europeas tuvieron que intervenir para aplastar la “rebelión”, mediante la diplomacia y medidas comerciales llevadas a cabo bajo la presencia amenazante de los buques de guerra europeos en las costas chinas. Esos intentos de la Iglesia Católica de gobernar y luego convertir a China mediante una minoría nativa católica terminó en un fracaso total. Pero primero creó malestar, caos, revolución, conmoción nacional e internacional, con el único deseo de imponerse a sí misma como soberana de una gran nación asiática que no estaba dispuesta a aceptar su yugo.
d) En Japón. Así como en China y en Siam, la política básica de Roma fue enviar mercaderes y sacerdotes católicos para que trabajasen juntos extendiendo sus propios intereses y, en especial, para difundir la fe católica. Al principio los japoneses estaban ansiosos de abrir intercambios culturales y comerciales. Cuando los portugueses llegaron a las costas japonesas, los comerciantes extranjeros y los misioneros católicos fueron bien recibidos.
La élite que se juntó alrededor de la emperatriz produjo resentimientos, luego temor y finalmente la oposición de la cultura budista china. La resistencia a los esfuerzos misioneros que iban acompañados de medidas discriminatorias del gobierno, fue suprimida mediante arrestos y fuerza bruta. En esas circunstancias llegó la noticia de que el papa había generosamente aceptado el pedido, e iba a enviar cientos de misioneros más para convertir al país entero a la fe católica. Eso creó mayores levantamientos populares que fueron reprimidos con mayor fuerza.
Fue tanta la resistencia popular que finalmente las naciones europeas tuvieron que intervenir para aplastar la “rebelión”, mediante la diplomacia y medidas comerciales llevadas a cabo bajo la presencia amenazante de los buques de guerra europeos en las costas chinas. Esos intentos de la Iglesia Católica de gobernar y luego convertir a China mediante una minoría nativa católica terminó en un fracaso total. Pero primero creó malestar, caos, revolución, conmoción nacional e internacional, con el único deseo de imponerse a sí misma como soberana de una gran nación asiática que no estaba dispuesta a aceptar su yugo.
d) En Japón. Así como en China y en Siam, la política básica de Roma fue enviar mercaderes y sacerdotes católicos para que trabajasen juntos extendiendo sus propios intereses y, en especial, para difundir la fe católica. Al principio los japoneses estaban ansiosos de abrir intercambios culturales y comerciales. Cuando los portugueses llegaron a las costas japonesas, los comerciantes extranjeros y los misioneros católicos fueron bien recibidos.
Pronto encontraron un poderoso protector en Daimyo Nobunaga,
el dictador militar de Japón (1573-82). Aunque Nobunaga estaba ansioso
por contrabalancear el poder de cierto movimiento budista de sacerdotes soldados,
manifestó una simpatía genuina por la obra de los “cristianos”.
Los alentó dándoles el derecho de propagar su religión
por todo el imperio. Les donó tierras en Kyoto mismo y les prometió
incluso un subsidio anual. Miles comenzaron a convertirse gracias a ese apoyo.
Se establecieron considerables centros católicos en varias partes de
Japón.
Si los católicos se hubieran dedicado únicamente
a expandir su fe, hubieran tenido sin duda grandes resultados. Pero no bien
establecieron una comunidad católica, comenzó a operar el sistema
jurídico-diplomático-político de dominación del
Vaticano. De acuerdo a las explícitas enseñanzas del dogma católico,
los conversos japoneses no podían permanecer sujetos únicamente
a las autoridades civiles japonesas. El hecho mismo de convertirse al catolicismo
los hacía al mismo tiempo sujetos del papa. Una vez que su lealtad era
transferida a un poder extranjero, comenzaba automáticamente la deslealtad
potencial de los autóctonos a los gobernantes civiles japoneses.
La convicción de que la religión católica es la única verdadera, más la creencia en la obligación del gobierno civil de imponer sus dogmas, se transforma automáticamente en intolerancia religiosa. Esto debía conducir inevitablemente a una lucha civil. En lo exterior, las comunidades católicas iban a favorecer el comercio con los comerciantes católicos europeos, y la penetración política y militar del Oriente de los poderes católicos occidentales.
Dondequiera los católicos llegaban a constituir una mayoría en Japón, iniciaban una acción discriminatoria que afectaba a los budistas y a otros credos autóctonos. Los católicos los boicotearon, cerraron sus templos y los destruyeron toda vez que podían, convirtiendo sus templos paganos en iglesias. En muchos casos obligaron a los budistas a hacerse “cristianos”. Los que rehusaban perdían sus propiedades y aún la vida. Ante semejante comportamiento, la actitud tolerante de los gobernantes japoneses comenzó a cambiar. Comenzaron a darse cuenta que la Iglesia Católica no era sólo una religión, sino un poder político conectado íntimamente con la expansión imperialística de los países católicos como Portugal, España y las otras naciones occidentales.
Al enterarse el papado de los éxitos logrados por el catolicismo en Japón, puso en marcha su plan de dominio político. Para ello recurrió, como siempre, a la acción conjunta del poder militar de los países católicos y de la administración eclesiástica de la Iglesia. Todos estaban ansiosos de poder llevar la cruz, la soberanía del papa, tratados comerciales provechosos y la conquista militar de una sola vez.
León X, así como numerosos papas antes y después de él, bendijeron, alentaron y legalizaron todas las conquistas y ocupaciones territoriales de los católicos españoles y portugueses en el Lejano Este.
Alejandro VI otorgó a España toda “tierra firme y las islas que encontrase hacia India, o hacia cualquiera otra parte”, incluyendo Japón en su bendición papal para toda incursión imperialista portuguesa y española.
De esta manera, el Vaticano envió en 1579 a uno de los jesuitas más hábiles de su tiempo, Valignani. Su misión iba a ser organizar la Iglesia japonesa como un instrumento político. Por supuesto, mientras planeaba en esa dirección, ostentaba permanecer en una actividad puramente religiosa y recibía el apoyo entusiástico de numerosos príncipes poderosos japoneses, tales como Omura, Arima, Bungo, y otros.
La convicción de que la religión católica es la única verdadera, más la creencia en la obligación del gobierno civil de imponer sus dogmas, se transforma automáticamente en intolerancia religiosa. Esto debía conducir inevitablemente a una lucha civil. En lo exterior, las comunidades católicas iban a favorecer el comercio con los comerciantes católicos europeos, y la penetración política y militar del Oriente de los poderes católicos occidentales.
Dondequiera los católicos llegaban a constituir una mayoría en Japón, iniciaban una acción discriminatoria que afectaba a los budistas y a otros credos autóctonos. Los católicos los boicotearon, cerraron sus templos y los destruyeron toda vez que podían, convirtiendo sus templos paganos en iglesias. En muchos casos obligaron a los budistas a hacerse “cristianos”. Los que rehusaban perdían sus propiedades y aún la vida. Ante semejante comportamiento, la actitud tolerante de los gobernantes japoneses comenzó a cambiar. Comenzaron a darse cuenta que la Iglesia Católica no era sólo una religión, sino un poder político conectado íntimamente con la expansión imperialística de los países católicos como Portugal, España y las otras naciones occidentales.
Al enterarse el papado de los éxitos logrados por el catolicismo en Japón, puso en marcha su plan de dominio político. Para ello recurrió, como siempre, a la acción conjunta del poder militar de los países católicos y de la administración eclesiástica de la Iglesia. Todos estaban ansiosos de poder llevar la cruz, la soberanía del papa, tratados comerciales provechosos y la conquista militar de una sola vez.
León X, así como numerosos papas antes y después de él, bendijeron, alentaron y legalizaron todas las conquistas y ocupaciones territoriales de los católicos españoles y portugueses en el Lejano Este.
Alejandro VI otorgó a España toda “tierra firme y las islas que encontrase hacia India, o hacia cualquiera otra parte”, incluyendo Japón en su bendición papal para toda incursión imperialista portuguesa y española.
De esta manera, el Vaticano envió en 1579 a uno de los jesuitas más hábiles de su tiempo, Valignani. Su misión iba a ser organizar la Iglesia japonesa como un instrumento político. Por supuesto, mientras planeaba en esa dirección, ostentaba permanecer en una actividad puramente religiosa y recibía el apoyo entusiástico de numerosos príncipes poderosos japoneses, tales como Omura, Arima, Bungo, y otros.
Pudo levantar con su ayuda colegios, hospitales, seminarios
donde los japoneses aprendían teología, literatura política
y ciencia.
Una vez que se sintió fuerte en todas esas estructuras sociales de las provincias donde pudo establecer sus instituciones, Valignani dio su siguiente paso y los convenció de enviar una misión diplomática oficial al papa. Cuando la misión regresó a Japón en 1590 el cuadro había cambiado completamente. El nuevo amo de Jaón, Hedeyoshi, había captado las implicaciones políticas del catolicismo y su compromiso para con potentados occidentales distantes como el papa. Por consiguiente, decidió unirse al budismo que no tenía compromisos políticos con ningún príncipe fuera de Japón.
En 1587 Hideyoshi había visitado Kyushu y, para su asombro, descubrió que la comunidad católica había llevado a cabo una persecución religiosa de lo más atroz. Por doquiera pudo ver los templos budistas en ruinas, y sus ídolos quebrados, en el intento por transformar toda la isla de Kyushu en un centro católico. Hideyoshi condenó los ataques a los budistas, la intolerancia religiosa católica, sus políticas de dependencia a un poder extranjero, así como otros delitos menores, y les dio un ultimátum.
Veinte días tenían los católicos extranjeros para abandonar Japón. Derrumbó las iglesias y los monasterios en Kyoto y en Osaka en venganza por los ataques a los budistas, y envió tropas a Kyushu.
Para ese entonces los católicos habían logrado penetrar bastante en la sociedad, por lo que Hideyoshi no pudo expulsarlos del todo. En 1614 volvió a la carga con la orden para los sacerdotes extranjeros de irse. Tuvo la ventaja de que los misioneros católicos—jesuitas y franciscanos—habían comenzado a pelearse entre ellos dividiendo las comunidades católicas. Siendo que se habían transformado en verdaderos feudos, se volvieron peligrosos y el gobernante japonés temió una guerra civil. Previó también que tal guerra civil podía provocar una intervención militar portuguesa y española para proteger ya sea a los jesuitas como a los franciscanos, y terminar en la pérdida de la independencia nipona.
Los franciscanos enviaron apoyo de la ya subjugada Filipina en 1593, quienes no hicieron caso de las órdenes de Hideyoshi y continuaron edificando iglesias y conventos en Kyoto y Osaka, desafiando abiertamente la autoridad del Estado. Querellas violentas con los portugueses jesuitas se incrementaron. Pero lo que más llevó al gobernante japonés a tomar sus medidas más enérgicas, fue un incidente pequeño pero muy significativo. Un galeón español naufragó en la costa de Tosa. Hideyoshi ordenó la confiscasión del barco y de sus bienes. El furioso capitán español intentó intimidar entonces a los oficiales japoneses, alardeando cómo España había adquirido un gran imperio mundial. Para probarlo les mostró un mapa de todos los grandes dominios españoles. Cuando los asombrados oficiales japoneses le preguntaron cómo una nación había podido subyugar tantas tierras, el capitán se mofó de ellos diciéndoles que los japoneses nunca iban a poder hacer lo mismo que España porque no tenían misioneros católicos. Todos los dominios españoles—les dijo—habían sido adquiridos al enviar primero misioneros para convertir a la gente, y entonces las tropas españolas coordinaban la conquista final.
La sospecha de Hideyoshi de que los imperios extranjeros usaban a los misioneros católicos como punta de lanza para conquistar las tierras, lo llevó a erradicar a todos los franciscanos y dominicos. Rodeó a 26 sacerdotes en Nagasaki y los ejecutó, ordenando la expulsión de todo predicador “cristiano. Hideyoshi murió en 1598, lo que permitió a los católicos reasumir su labor con mayor vigor. Pero en 1616 subió Leyasu como gobernante de Japón y reforzó más resueltamente el edicto de expulsión de su redecesor.
No solamente dio la orden de expulsión a los sacerdotes católicos, sino que también determinó la pena de muerte a todos los “cristianos” japoneses que fuesen “cristianos” y no renunciasen al “cristianismo”. En 1624 la persecución se volvió más violenta bajo Jemitsu (1623-51), con la orden de deportación inmediata de todos los comerciantes y misioneros españoles. Se prohibió a los mercaderes japoneses comerciar con los poderes católicos.
Nuevos edictos en 1633-4 y en 1637 prohibían toda religión extranjera en las islas japonesas. Los católicos japoneses se organizaron para ofrecer una resistencia violenta. Eso se dio en el invierno de 1637 en Shimbara y en la isla cercana de Amakusa, que habían llegado a ser enteramente católicas. Los sacerdotes occidentales dirigieron la ofensiva armada de las comunidades católicas contra el gobierno. Los jesuitas pusieron en marcha un ejército de 30.000 japoneses con estandartes que llevaban los nombres de
Jesús, María, y San Ignacio ondeando delante de ellos. Libraron sangrientas batallas a lo largo del promontorio de Shimbara, cerca del golfo de Nagasaki. Luego de asesinar al gobernador leal de Shimbara, el ejército católico se parapetó detrás de bien construídas fortalezas que lograron resistir a las embestidas de los barcos japoneses.
Pero entonces, el gobierno japonés pidió a un protestante danés que le prestara barcos anchos lo suficiente como para llevar cañones pesados para bombardear la fortaleza católica. El danés consintió y la fortaleza católica fue destruida y masacrados todos los que se habían refugiado allí. Esa rebelión católica produjo el Edicto de Exclusión de 1639 con la siguiente declaración: “Que nadie en el futuro, tanto tiempo como el sol ilumina el mundo, presuma embarcarse para Japón, ni aún como embajadores, y esta declaración no será revocada jamás, sopena de muerte”.
Ese edicto incluía a todos los occidentales con excepción del danés por haberlos ayudado a derrotar a los católicos. Pero el danés tuvo restricciones por el simple hecho de estar conectado con el “cristianismo”.
No se les permitió a los daneses orar en público delante de un japonés, y hasta se les prohibió usar el calendario occidental en sus documentos de negocios, porque se referían a Cristo.
¿Cuál fue el resultado de unir la religión con la política de expansión misionera católica, a pesar de comenzar asegurando que iban a obrar en su carácter puramente espiritual? Que Japón pasó a ser una tierra sellada, “herméticamente” cerrada para el mundo exterior. Esta actitud duró por 250 años hasta que Comodoro Perry, a mitad del S. XIX, abrió las puertas de la Tierra del Sol Saliente a la manera típicamente occidental, mediante las enormes bocas de los pesados cañones navales. Esto dio lugar a la europeinización de Japón a partir de 1871, cuando una numerosa delegación de ese país fue enviada a Europa para estudiar el cristianismo y ver si esa religión era más efectiva en asegurar la docilidad de las masas que el budismo. El informe fue tan pobre que desistieron del plan.
- El Vaticano y la entrada de Japón en la guerra.
Las cosas iban a cambiar en Japón para el S. XX, apenas recuperase oficialmente el papa sus dominios en el Vaticano. La mezcla de pequeña soberanía y vasto poder religioso internacional que ya vimos, le daba al papa una posición única. Su apoyo al gobierno fascista de Musolini y a su campaña de conquista a Etiopía, fue mirado con ojos inteligentes en Japón. El apoyo equivalente del papa al nazismo de Hitler, la posterior anexión de Austria por parte del führer, y el éxito y orden que los gobiernos fascistas europeos parecían lograr, atrajeron la atención de los gobernantes japoneses. Así como los nuevos amos de Europa querían dominar en forma absoluta todo el continente europeo, así también Japón terminó codiciando el Asia, y organizándose para conquistarla.
La preparación de Japón para invadir el Asia
y su posterior invasión de Manchuria—así como la invasión
italiana de Etiopía—trajo la indignación del mundo, menos
del papa. Todos los japoneses se entusiasmaban para el Año Nuevo de 1934,
con las tremendas perspectivas económicas que tenían por delante
mientras sus gobernantes les exponían con grandes planos los planes de
conquista, en los cuales estaba incluído el naufragio de la flota naval
americana. Y a pesar de eso Pacelli, para entonces Secretario de Estado del
Vaticano, instó al papa en 1934 a aliarse no sólo con Musolini
y Hitler, sino con Japón también. Una vez que se sintió fuerte en todas esas estructuras sociales de las provincias donde pudo establecer sus instituciones, Valignani dio su siguiente paso y los convenció de enviar una misión diplomática oficial al papa. Cuando la misión regresó a Japón en 1590 el cuadro había cambiado completamente. El nuevo amo de Jaón, Hedeyoshi, había captado las implicaciones políticas del catolicismo y su compromiso para con potentados occidentales distantes como el papa. Por consiguiente, decidió unirse al budismo que no tenía compromisos políticos con ningún príncipe fuera de Japón.
En 1587 Hideyoshi había visitado Kyushu y, para su asombro, descubrió que la comunidad católica había llevado a cabo una persecución religiosa de lo más atroz. Por doquiera pudo ver los templos budistas en ruinas, y sus ídolos quebrados, en el intento por transformar toda la isla de Kyushu en un centro católico. Hideyoshi condenó los ataques a los budistas, la intolerancia religiosa católica, sus políticas de dependencia a un poder extranjero, así como otros delitos menores, y les dio un ultimátum.
Veinte días tenían los católicos extranjeros para abandonar Japón. Derrumbó las iglesias y los monasterios en Kyoto y en Osaka en venganza por los ataques a los budistas, y envió tropas a Kyushu.
Para ese entonces los católicos habían logrado penetrar bastante en la sociedad, por lo que Hideyoshi no pudo expulsarlos del todo. En 1614 volvió a la carga con la orden para los sacerdotes extranjeros de irse. Tuvo la ventaja de que los misioneros católicos—jesuitas y franciscanos—habían comenzado a pelearse entre ellos dividiendo las comunidades católicas. Siendo que se habían transformado en verdaderos feudos, se volvieron peligrosos y el gobernante japonés temió una guerra civil. Previó también que tal guerra civil podía provocar una intervención militar portuguesa y española para proteger ya sea a los jesuitas como a los franciscanos, y terminar en la pérdida de la independencia nipona.
Los franciscanos enviaron apoyo de la ya subjugada Filipina en 1593, quienes no hicieron caso de las órdenes de Hideyoshi y continuaron edificando iglesias y conventos en Kyoto y Osaka, desafiando abiertamente la autoridad del Estado. Querellas violentas con los portugueses jesuitas se incrementaron. Pero lo que más llevó al gobernante japonés a tomar sus medidas más enérgicas, fue un incidente pequeño pero muy significativo. Un galeón español naufragó en la costa de Tosa. Hideyoshi ordenó la confiscasión del barco y de sus bienes. El furioso capitán español intentó intimidar entonces a los oficiales japoneses, alardeando cómo España había adquirido un gran imperio mundial. Para probarlo les mostró un mapa de todos los grandes dominios españoles. Cuando los asombrados oficiales japoneses le preguntaron cómo una nación había podido subyugar tantas tierras, el capitán se mofó de ellos diciéndoles que los japoneses nunca iban a poder hacer lo mismo que España porque no tenían misioneros católicos. Todos los dominios españoles—les dijo—habían sido adquiridos al enviar primero misioneros para convertir a la gente, y entonces las tropas españolas coordinaban la conquista final.
La sospecha de Hideyoshi de que los imperios extranjeros usaban a los misioneros católicos como punta de lanza para conquistar las tierras, lo llevó a erradicar a todos los franciscanos y dominicos. Rodeó a 26 sacerdotes en Nagasaki y los ejecutó, ordenando la expulsión de todo predicador “cristiano. Hideyoshi murió en 1598, lo que permitió a los católicos reasumir su labor con mayor vigor. Pero en 1616 subió Leyasu como gobernante de Japón y reforzó más resueltamente el edicto de expulsión de su redecesor.
No solamente dio la orden de expulsión a los sacerdotes católicos, sino que también determinó la pena de muerte a todos los “cristianos” japoneses que fuesen “cristianos” y no renunciasen al “cristianismo”. En 1624 la persecución se volvió más violenta bajo Jemitsu (1623-51), con la orden de deportación inmediata de todos los comerciantes y misioneros españoles. Se prohibió a los mercaderes japoneses comerciar con los poderes católicos.
Nuevos edictos en 1633-4 y en 1637 prohibían toda religión extranjera en las islas japonesas. Los católicos japoneses se organizaron para ofrecer una resistencia violenta. Eso se dio en el invierno de 1637 en Shimbara y en la isla cercana de Amakusa, que habían llegado a ser enteramente católicas. Los sacerdotes occidentales dirigieron la ofensiva armada de las comunidades católicas contra el gobierno. Los jesuitas pusieron en marcha un ejército de 30.000 japoneses con estandartes que llevaban los nombres de
Jesús, María, y San Ignacio ondeando delante de ellos. Libraron sangrientas batallas a lo largo del promontorio de Shimbara, cerca del golfo de Nagasaki. Luego de asesinar al gobernador leal de Shimbara, el ejército católico se parapetó detrás de bien construídas fortalezas que lograron resistir a las embestidas de los barcos japoneses.
Pero entonces, el gobierno japonés pidió a un protestante danés que le prestara barcos anchos lo suficiente como para llevar cañones pesados para bombardear la fortaleza católica. El danés consintió y la fortaleza católica fue destruida y masacrados todos los que se habían refugiado allí. Esa rebelión católica produjo el Edicto de Exclusión de 1639 con la siguiente declaración: “Que nadie en el futuro, tanto tiempo como el sol ilumina el mundo, presuma embarcarse para Japón, ni aún como embajadores, y esta declaración no será revocada jamás, sopena de muerte”.
Ese edicto incluía a todos los occidentales con excepción del danés por haberlos ayudado a derrotar a los católicos. Pero el danés tuvo restricciones por el simple hecho de estar conectado con el “cristianismo”.
No se les permitió a los daneses orar en público delante de un japonés, y hasta se les prohibió usar el calendario occidental en sus documentos de negocios, porque se referían a Cristo.
¿Cuál fue el resultado de unir la religión con la política de expansión misionera católica, a pesar de comenzar asegurando que iban a obrar en su carácter puramente espiritual? Que Japón pasó a ser una tierra sellada, “herméticamente” cerrada para el mundo exterior. Esta actitud duró por 250 años hasta que Comodoro Perry, a mitad del S. XIX, abrió las puertas de la Tierra del Sol Saliente a la manera típicamente occidental, mediante las enormes bocas de los pesados cañones navales. Esto dio lugar a la europeinización de Japón a partir de 1871, cuando una numerosa delegación de ese país fue enviada a Europa para estudiar el cristianismo y ver si esa religión era más efectiva en asegurar la docilidad de las masas que el budismo. El informe fue tan pobre que desistieron del plan.
- El Vaticano y la entrada de Japón en la guerra.
Las cosas iban a cambiar en Japón para el S. XX, apenas recuperase oficialmente el papa sus dominios en el Vaticano. La mezcla de pequeña soberanía y vasto poder religioso internacional que ya vimos, le daba al papa una posición única. Su apoyo al gobierno fascista de Musolini y a su campaña de conquista a Etiopía, fue mirado con ojos inteligentes en Japón. El apoyo equivalente del papa al nazismo de Hitler, la posterior anexión de Austria por parte del führer, y el éxito y orden que los gobiernos fascistas europeos parecían lograr, atrajeron la atención de los gobernantes japoneses. Así como los nuevos amos de Europa querían dominar en forma absoluta todo el continente europeo, así también Japón terminó codiciando el Asia, y organizándose para conquistarla.
Pío XI envió entonces un Vicario Apostólico “para negociar con el gobierno de Manchukuo asuntos religiosos”. Vemos allí la misma hipocresía de siempre, ya que la negociación tenía que ver también con aspectos políticos, económicos y militares. En efecto, los representantes del Vaticano trabajaron tan amigablemente con el ejército y el gobierno japonés que un escritor católico francés escribió que “ningún príncipe ni misión japonesa pasa ahora por Roma sin dar tributo al Soberano Pontífice”.
Los comerciantes franceses se beneficiarían de los arreglos que estaban en marcha para formalizar intercambio de embajadores entre el Vaticano y Japón. Siendo que esas conversaciones se llevaban a cabo en secreto, las sospechas de la prensa mundial producían indignación en los medios católicos que consideraban que el mundo estaba calumniando a la Santa Sede. El día llegó, sin embargo, y fue el 5 de mayo de 1935, en que el Osservatore Romano anunció gozosamente que el papa estaba enviando un representante a Tokio y que Mikado enviaba un embajador a la corte papal. Los católicos se regocijaban con la intención japonesa de atacar a Rusia—el bolchevismo diabólico y ateo—y decían que si tales amenazas se concretaban, iban a ponerse del lado de Japón.
Para junio del mismo año, los japoneses se apropiaban de una vasta región de China. Cuando ya concluía 1936, lograban establecer un gobierno títere que gobernase sobre cinco provincias además de Manchuria. Mientras que los japoneses llevaban a cabo esa guerra nombrándola como tal sin ambages, y de la manera más brutal al igual que el fascismo, falangismo y nazismo europeos, en occidente se la interpretaba no como una guerra, sino como un “incidente” (nadie quería perder las perspectivas de comercio con el Asia), para la “prosperidad cooperativa” de China, Japón, Europa y América, una simple medida política, etc.
El Eje (Alemania, Italia y Japón), en contraposición con Los Aliados (EE.UU. e Inglaterra), tenían como propósito invadir Rusia, el sueño más acariciado por el papa Pío XII, según ya vimos. Después que Hitler renunció al plan original de invadir Inglaterra mediante bombardeos aéreos antes de atacar a Rusia, tanto Japón como Alemania decidieron iniciar la cruzada contra Rusia. Esos planes se prepararon bien temprano en 1941. Matsuoka fue enviado entonces a Europa para entrevistarse con Hitler y Musolini. El Osservatore publicó el 31 de marzo con orgullo cómo visitó también al papa Pío XII.
En el cierre de la entrevista el papa obsequió a Matsuoka una medalla de oro, y Matsuoka declaró a la prensa italiana que sus conversaciones con el papa fueron para él “el momento más precioso de mi vida”.
Días después se iniciaba la Segunda Guerra Mundial. Pocos meses después, en ese mismo año, la flota aérea nipona hundía la flota naval americana en Peal Harbor.
Japón atacaría a Rusia más tarde por el oriente, mientras que Hitler lo haría por occidente. ¡Qué perspectivas misioneras para el papado que le presentaba la “providencia”! Su sueño tan querido de invadir Rusia para terminar con el ateísmo y unir la religión ortodoxa con la católica no parecían tan descabellados ya. La católica Europa Central podía confederarse no sólo para acabar de una vez con la peste de las democracias occidentales y del bolchevismo ateo, sino también para terminar reconociendo la supremacía del papado en toda Europa y, eventualmente, en el mundo entero. [Hitler para entonces soñaba también con invadir México que se había volcado hacia la izquierda para consternación del papa, y desde allí invadir los EE.UU.]
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