Alberto Treiyer
Doctor en Teología
El lugar del S. XX en la historia profética.
Apenas comenzado el S. XX, la pluma inspirada exhortó
a buscar “en la historia el cumplimiento de la profecía, para estudiar
las operaciones de la Providencia en los grandes movimientos de reforma,
y para comprender el progreso de los eventos en el ordenamiento de las
naciones para el conflicto final de la gran controversia” (8 T 307,
1904). Antes ya, en las postrimerías del S. XIX, había amonestado a
esforzarse por presentar ante el mundo el lugar en donde nos encontramos
según las profecías. “Alcen la voz los centinelas ahora”, fueron sus
palabras, “y den el mensaje que es verdad presente para este
tiempo. Mostremos a la gente dónde estamos en la historia profética (2
JT 323, 1889). Esto es lo que hemos tratado de hacer al estudiar el
papel del Vaticano en los genocidios más monstruosos del S. XX.
Corresponde dar ahora, en grandes pantallazos, su vínculo más directo
con las profecías de la Biblia que nos permitan percibir que toda esa
historia criminal que nos precedió reaparecerá otra vez en el corto
tiempo que nos queda del fin anunciado.
El “tiempo del fin” que precede al fin mismo, fue
anunciado por el antiguo profeta Daniel, también por el último apóstol
con vida en el Apocalipsis, y aún por el Hijo de Dios mismo. Ese tiempo
estaría enmarcado en contextos históricos bien definidos que no se
cumplieron antes de los S. XIX y XX. Entre ellos está el avance
espectacular de la ciencia y la rapidez de los acontecimientos que no se
limitan al crecimiento notable en la comprensión de los mensajes
proféticos de la Biblia. Involucran también todo el desarrollo
científico humano (Dan 12:4). Habría “guerras y rumores de guerras” sin
precedentes, pero sin que precipitasen ya el fin del mundo (Mat 24:6), y
sin que rompiesen el equilibrio de poderes que se mantendrían en jaque
hasta momentos antes de la venida del Señor (Dan 11:40pp; Apoc 7:1-3).
1. Una confrontación político-religiosa.
El “tiempo del fin” se iniciaría al concluir “la gran
tribulación” medieval causada por el largo predominio medieval de la
religión católica romana, y se vería confirmado por señales estelares
bien definidas que marcarían su comienzo (Mat 24:29; cf. v. 21; Apoc
6:9-13; cf. 7:14). Ambos eventos, terrenales y estelares, tuvieron lugar
conjuntamente únicamente entre la conclusión del S. XVIII y comienzos
del XIX. Pero el predominio de los poderes religiosos sobre los poderes
seculares volvería a darse al final, en un intento velado de hacer
retroceder el mundo a los cuadros de opresión religiosa anterior (Dan
11:40úp-44; Apoc 13:3,12,15). Este hecho marcaría el comienzo del fin
mismo, al que le sucederían las plagas finales del Apocalipsis y, por
último, la Segunda Venida en gloria y majestad del Hijo de Dios para
destruir a todos los poderes y reinos de este mundo (Dan 11:45úp).
¿Cuándo comenzaría la confrontación
religiosa-estatal, secular-clerical, anunciada por estas profecías?
Cuando se levantasen gobiernos civiles que quitasen de sobre sí el yugo
que les había impuesto la Iglesia medieval, y acabasen así con esa gran
tribulación causada por el papado contra todos los que habían rechazado
su autoridad (Dan 11:40pp.; Apoc 11:7-8; véase Dan 7:25; Apoc 6:9;
13:7-8). “El rey del sur” mencionado en Dan 11:40 es Egipto (v. 43),
símbolo del secularismo moderno que se opone a las demandas de los
poderes religiosos (véase Ex 5:2). “El rey del norte” es Babilonia (Jer
46:6,10,13), símbolo de Roma y de los poderes religiosos corruptos que
se coligarían con ella en el fin del mundo (Apoc 17-18). Daniel y Juan
en el Apocalipsis proyectan juntos esa confrontación entre aquellas dos
antiguas superpotencias mundiales—Egipto y Babilonia—hacia “el tiempo
del fin”.
La confrontación secular-religiosa produciría, en “el
tiempo del fin”, una era de libertad. Tal era sería manchada por
períodos de absoluto predominio de uno u otro de los dos poderes
contenciosos, que revelarían su carácter cruel y despótico aquí y allí,
en mayor o menor intensidad, en los lugares donde cada uno pudiese poner
la planta del pié en forma absoluta y sin competencias. Que ambos
poderes serían intolerantes, una vez logrados sus objetivos en forma
suprema y totalitaria, lo prueba el hecho de que los dos produjeron los
mayores genocidios de la historia en el S. XX. A pesar de eso, no
podrían ninguno de esos poderes conseguir plenamente sus objetivos,
porque los vientos de las pasiones humanas que ellos desatasen serían
mantenidos bajo control, en jaque (Dan 11:40pp; Apoc 7:1-3). Como
árbitro de todos los destinos, Dios permitiría la confrontación de estos
dos poderes impíos y apóstatas para mantener la libertad, y facilitar
la predicación mundial de los tres mensajes angélicos que anticipó en
Apoc 14:6-12. Sólo cuando esos vientos dejasen de ser retenidos por los
ángeles de Dios, podrían los poderes religiosos coaligados hacerse
sentir sobre los poderes seculares, desencadenando así la persecución y
destrucción finales más horrendas de este mundo.
A fines del S. XIX escribía la pluma
inspirada: “Aunque ya se levanta nación contra nación y reino contra
reino, no hay todavía conflagración general. Todavía los cuatro vientos
son retenidos hasta que los siervos de Dios sean sellados en sus
frentes. Entonces las potencias ordenarán sus fuerzas para la última
gran batalla” (JT, II, 369). Ya a mediados de ese siglo adelantó la
profetiza del “remanente” (Apoc 12:17; cf. 19:10), que “en ese tiempo
[de angustia previo] cuando se esté terminando la obra de la salvación,
vendrá aflicción sobre la tierra, y las naciones se airarán, aunque
serán mantenidas en jaque para que no impidan la realización de la obra
[predicación] del tercer ángel [anunciado en Apoc 14:9-11]” (PE, 85). Al
comenzar el S. XX volvio a decir: “La Palabra de Dios ha dado
advertencias respecto a tan inminente peligro; descuide estos avisos y
el mundo protestante sabrá cuáles son los verdaderos propósitos de Roma,
pero ya será tarde para salir de la trampa. Roma está aumentando
sigilosamente su poder… Está acumulando ocultamente sus fuerzas y sin
despertar sospechas para alcanzar sus propios fines y para dar el golpe
en su debido tiempo… Pronto veremos y palparemos los propósitos del
romanismo. Cualquiera que crea u obedezca a la Palabra de Dios incurrirá
en oprobio y persecución” (CS, 683; cf. Apoc 12:17; 14:12).
Durante la Segunda Guerra Mundial especialmente, se
vio cómo se airaron las naciones e intentaron conflagrarse con el
propósito de imponerse sobre el mundo, pero no pudieron ordenar sus
fuerzas. Tanto sacrificio de vidas terminó siendo para nada. El papado y
el comunismo [el rey del norte y el rey del sur en los términos de
Daniel: Dan 11:40), no pudieron lograr sus macabros objetivos ni aún en
los intentos definidos que manifestaron luego de esa guerra. Pero el
ateísmo comunista cayó en el ocaso del siglo, y la autoridad del papado
se está restableciendo casi automáticamente en todos los países que se
abrieron al mundo occidental. Es este el momento en que las fuerzas
antagónicas seculares-clericales están buscando un cauce común, y este
el momento en que finalmente, el cuadro final profetizado en el
Apocalipsis se consumará.
2. Una era de libertad política y religiosa.
Consideremos un poco más de cerca esa era de libertad
predicha para “el tiempo del fin”. El “ghetto”—según los términos
recientemente empleados por el cardenal Ratzinger—o “herida mortal”
política—según los términos antiguamente usados por el Apocalipsis
(13:3), que confinó al papado a una labor más conventual que política
durante todo el S. XIX—permitió a los Adventistas ir a todo el mundo y
predicar con libertad su mensaje del fin en cada continente y país de la
tierra, sin las trabas tradicionales del medioevo. Gracias a ello, hoy
estamos predicando el último mensaje divino de condenación y
misericordia combinados, a un mundo que va hacia su bancarrota (Apoc
14:6-12). Al anunciar el fin del mundo por toda la tierra, vamos contra
el sueño tan acariciado de tantas religiones que pretenden que
uniéndose, lo van a salvar.
Fue el descubrimiento de un nuevo continente (el
norteamericano), y los principios protestantes y republicanos que adoptó
la nueva nación, los que acortaron también la persecución medieval (Mat
24:22). Esos principios permitieron la libertad que tantos países de la
tierra disfrutan todavía, con gobiernos democráticos que defienden los
derechos del hombre, y entre ellos, el de la libertad de culto (Apoc
12:16; 13:11). Cuando los países colonialistas de Europa amenazaron con
invadir nuevamente el continente americano, el presidente Monroy de los
EE.UU. les advirtió en 1830 que todo el que tocase cualquier país desde
Norteamérica hasta Tierra del Fuego, iba a tener que declararle la
guerra primero a los EE.UU. Así, y por influencias de toda naturaleza,
esa nación se transformó en el paladín de la libertad del Nuevo Mundo,
no sólo religiosa, sino también política.
Pero iban a tener que pasar muchos años hasta que ese
paladín de la libertad política y religiosa pudiese ejercer su
influencia a escala mundial, permitiendo, expandiendo, salvaguardando y
garantizando esa libertad sobre toda la tierra. Durante todo el S. XIX
los EE.UU. estuvieron creciendo sin interferencias significativas
extranjeras. “Subía” esa nación mansamente como un cordero “de la
tierra”, acogiendo a los atribulados de diferentes países del mundo como
lo había estado haciendo durante la mayor parte de su historia,
dándoles libertad para vivir en paz, sin dictadores ni reyes, sin papas
déspotas ni iglesias intolerantes.
Cuando surgieron sobre ese tumulto de naciones,
pueblos y razas que caracterizaron desde siempre a Europa, gobiernos
totalitarios comunistas y fascistas, tales gobiernos lucharon por
apoderarse del mundo con el aval del minúsculo pero significativo Estado
Vaticano. Pero no pudieron prevalecer. Esto se debió a la intervención
protestante libertadora de los EE.UU. Aún así, el papado romano, en
conjunto con todas las autoridades católicas de la mayoría de los países
europeos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial,
intentaron reconstituir un renovado Sacro Imperio Romano que destruyese
el imperio comunista, e impidiese que el gobierno protestante de los
EE.UU. tuviese ingerencia en esos planes imperialísticos. Pero tanto el
imperio comunista ateo como el imperialismo más solapado
católico-fascista fracasaron, porque el gobierno republicano y
protestante norteamericano se interpuso, dando lugar a la restauración
de la democracia liberal en Europa Central.
Contra el modelo ofrecido por el Vaticano de la
Dictadura de Franco en España, intolerante y despiadada como lo fue, y
contra las democracias tan turbulentas y alteradas por las
intervenciones militares de los demás países católicos de Europa y
Latinoamérica, el gobierno republicano, protestante y democrático de los
EE.UU. jamás conoció dictaduras. No hay gobierno sobre la tierra que
haya gozado durante tanto tiempo de gobiernos democráticos tan estables
que garanticen la libertad, sin necesidad de recurrir a ninguno de los
dos típicos totalitarismos—comunismo y fascismo—al que recurrieron
tantos países de la tierra ateos y católicos durante el S. XX. ¡Da
vergüenza sólo pensar que la Santa Sede hubiera puesto la dictadura
franquista española durante tanto tiempo como ideal católico para el
mundo, despreciando el modelo protestante norteamericano tan benigno
como un cordero, y que lleva ya más de dos siglos de existencia!
¿Qué fue lo que le dio a los EE.UU. esa estabilidad
tan larga y abarcante, a pesar de estar dirigidos por un gobierno
democrático y por principios de libertad que el papado romano condenó
hasta en los tiempos más recientes? Su constitución, que hace a todo el
mundo igual ante la ley, sin impunidad ni para religiosos ni para
políticos, y que garantiza la libertad de conciencia y de culto de todo
ciudadano. Por otro lado, ¿qué puede ofrecer al mundo el Vaticano, la
Santa Sede, el Papado Romano, la Iglesia Católica misma, ante tantos
hechos históricos que la vincularon siempre a regímenes opresores
corruptos, violentos, sanguinarios, homicidas y genocidas? ¡Nada sino
mentira e intolerancia criminal!
Llama la atención que ya concluyendo el S. XX y
comenzando el S. XXI, el papado haya renovado una lucha
político-religiosa incansable y sin cuartel para recuperar la primacía
del mundo que cree pertenecerle. Esto lo hace buscando reconocimientos
de todo tipo, apropiándose de los principios de libertad que la
condenaron desde hace dos siglos atrás para poder seguir pretendiendo
tener arrogantemente, la visión moral que los demás gobiernos de la
tierra no tienen, vindicando su comportamiento presuntamente infalible
del pasado y pidiendo perdón por lo que sus fieles hijos hicieron,
canonizando a los papas que fueron condenados por los derechos humanos y
buscando vindicarlos a toda costa. Todo esto, en medio de escándalos
morales y sexuales de lo más aberrantes que la llevan tardíamente a
ostentar medidas presuntamente drásticas para salvar su fachada moral,
pero sin ofrecer soluciones de fondo consustanciales con la realidad del
problema.
Juan Pablo II ha insistido varias veces, desde que
asumió su pontificado, que no está de acuerdo con los principios de
libertad que se dan en los EE.UU. porque, en su opinión reafirmada en el
Nuevo Catecismo Católico, no debe haber libertad para obrar mal. Su
concepto de mal tiene que ver con aspectos no solamente morales, sino
también religiosos, de manera que por más palabras preciosas que diga,
sigue negando como los papas del S. XIX y de todo el medioevo, la
libertad de conciencia garantizados en los Derechos del Hombre. ¿Cómo
hace el papa para justificar ese desacuerdo con la mayor demostración de
democracia y libertad que conoció el mundo? Como en los viejos tiempos,
el papado está acusando hoy a los sistemas democráticos de dar lugar a
la inmoralidad y al desenfreno modernos, sin reconocer que la causa de
ese desenfreno no se debe a la democracia y la libertad presentes, sino a
la pérdida de la fe que una vez caracterizó al protestantismo
norteamericano.
El freno que produce una religión como la Protestante
que enseña a sus fieles a someter su conciencia a la Palabra de Dios,
se está retirando de los EE.UU. por una apostasía nacional sin
precedentes en la historia de ese país. Nadie parece percibir que no
será mediante controles estatales exagerados y dictatoriales que se
logrará restablecer el orden, sino por la labor del Espíritu de Dios en
las conciencias individuales en armonía con Su Palabra. Por otro lado,
la globalización y emigración de pueblos con diferentes creencias
políticas y religiosas, hace que esos principios de libertad por los que
lucha el gobierno protestante norteamericano se vean amenazados. Toda
la civilización occidental lograda a costa de tanto derramamiento de
sangre, parece a punto de desmoronarse por la acción aparentemente
incontrolable del terrorismo internacional. El problema no está, pues,
en los principios de libertad y democracia del gobierno norteamericano,
sino en el socavamiento de tales principios causado por la apostasía del
protestantismo que forjó este país, y por la confrontación
internacional de tantas corrientes adversas y contradictorias que se dan
en el ámbito religioso y político.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.