Este tema se tratará en este artículo bajo los siguientes encabezados:
Entre los Cristianos: El Evangelio no contiene ninguna declaración expresa sobre el origen y valor de las Escrituras, pero en él vemos que Jesucristo los usó en conformidad con la creencia general, es decir, como la Palabra de Dios. Los textos más decisivos a este respecto se hallan en el Cuarto Evangelio, 5,39; 10,35. Las palabras escritura, Palabra de Dios, Espíritu de Dios, Dios, en los dichos y escritos de los Apóstoles se usan indiscriminadamente (Rom. 4,3; 9,17). San Pablo sólo apela expresamente más de ochenta veces a esos oráculos divinos de los cuales Israel fue hecho guardián (cf. Rom. 3,2). Esta persuasión de los cristianos primitivos no era meramente el efecto de una tradición judía ciegamente aceptada y nunca entendida. San Pedro y San Pablo dan la razón de por qué fue aceptada: es que toda Escritura es inspirada por Dios (theopneustos) (2 Tim. 3,16; cf. 2 Pedro 1,20-21). Sería superfluo malgastar el tiempo probando que la tradición ha mantenido fielmente la creencia apostólica en la inspiración de las Escrituras. Además, esta demostración forma el asunto-materia de un gran número de obras (vea especialmente Chr. pesch, "De inspiratione Sacrae Scripturae", 1906, p. 40-379). Es suficiente añadir que en varias ocasiones la Iglesia ha definido la inspiración de los libros canónicos como un artículo de fe (vea Denzinger, Enchiridion, 10ma. Ed., núm. 1787, 1809). Toda secta cristiana que todavía se merece ese nombre cree en la inspiración de las Escrituras, aunque algunas han alterado más o menos la idea de inspiración.
Valor de esta Creencia: La historia sola nos permite establecer el hecho de que los judíos y los cristianos siempre han creído en la inspiración de la Biblia. Pero, ¿para qué sirve la creencia? Pruebas de orden racional así como dogmático se unen para justificarla. Aquellos que primero reconocieron la Biblia como obra sobrenatural tenían como base para su opinión el testimonio de los profetas, de Cristo y de los apóstoles, cuya misión divina fue suficientemente establecida por la experiencia inmediata o por la historia. A este argumento puramente racional se puede añadir la enseñanza auténtica de la Iglesia. Un católico puede reclamar esta certeza adicional sin caer en un círculo vicioso, porque la infalibilidad de la Iglesia en sus enseñanzas es probada independientemente de la inspiración de la Escritura; el valor histórico perteneciente a la Escritura en común con otros escritos auténticos y verdaderos son suficientes para probar esto.
2. El católico que desee hacer un análisis correcto de la inspiración bíblica debe tener ante sus ojos los siguientes documentos eclesiásticos: (a) “La Iglesia considera estos libros sagrados y canónicos, no como compuestos por obra meramente humana y luego aprobados por su autoridad, no sólo porque contienen la revelación sin error, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como su autor, y han sido transmitidos a la Iglesia como tal.” (Concilio Vaticano I, Ses. III, Cons. Dogm. De Fide, cap. II, in Denz., 1787). (b) “El Espíritu Santo Mismo, por su poder sobrenatural, avivó e impulsó a los escritores bíblicos a escribir, y los ayudó mientras escribían de tal modo que ellos concibieron en sus mentes exactamente, y se determinaran a poner por escrito fielmente, y a interpretar en el lenguaje exacto, con verdad infalible, todo lo que Dios les mandó y nada más; sin eso, Dios no sería el autor de la Escritura en su totalidad (Encycl. Provid. Deus, in Denz., 1952).
Punto de Vista Católico: La inspiración puede ser considerada en Dios, que la produce; en el hombre, que es su objeto; y en el texto, que es su término.
1. En Dios la inspiración es una de esas acciones que son ad extra, como dicen los teólogos; y así es común a las Tres Divinas Personas. Sin embargo, se le atribuye por apropiación al Espíritu Santo. No es una de esas gracias que tienen por su objeto inmediato y esencial la santificación del hombre que las recibe, sino que es una de las llamadas antonomásticamente charismata, o gratis datae, porque son dadas principalmente para el bien de otros. Además, la inspiración tiene esto en común con la gracia actual, que es una participación transitoria en el poder divino; el escritor inspirado se halla investido con ella sólo en el mismo momento de escribir o cuando está pensando en escribir.
2. Considerada en el hombre a quien se le confiere este favor, la inspiración afecta la voluntad, la inteligencia y todas las facultades ejecutorias del escritor.
(a) Sin un impulso dado a la voluntad del escritor, no se puede concebir cómo Dios puede permanecer como la causa principal de la Escritura, pues, en ese caso, el hombre habría tomado la iniciativa. Además de esto, el texto de San Pedro es perentorio: “Pues la profecía no vino por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 Pedro 1,21). El contexto muestra que es cuestión de toda Escritura, la cual es una profecía en el sentido amplio de la palabra (pasa propheteia graphes). Según la Encíclica Prov. Deus, “Dios avivó e impelió a los escritores sagrados para poner por escrito todo lo que Dios quería que escribieran” (Denz. 1852). Los teólogos discuten el asunto de si, para impartir su moción, Dios mueve la voluntad del escritor directamente o lo decide proponiendo motivos de orden intelectual. De todos modos, todos admiten que el Espíritu Santo puede avivar o simplemente utilizar influencias externas capaces de actuar sobre la voluntad del escritor sagrado. Según una tradición antigua, San Marcos y San Juan escribieron sus Evangelios a instancias de los fieles.
¿En qué se convierte la voluntad humana bajo la influencia de la inspiración divina? En principio, se acuerda que el Inspirador puede quitarle al hombre el poder de negarse. De hecho, se admite comúnmente que el Inspirador, que no carece de medios para obtener nuestro consentimiento, ha respetado la libertad de sus instrumentos. Una inspiración que no está acompañada por una revelación, la cual es adaptada al juego normal de las facultades del alma humana, la cual puede determinar la voluntad del escritor inspirado por motivos de orden humano, no necesariamente supone que él que es su objeto esté él mismo consciente de ello. Si el profeta y el autor del Apocalipsis conocen y saben que su pluma es guiada por el Espíritu de Dios, otros autores bíblicos parecen más bien haber sido guiados por “alguna influencia misteriosa cuyo origen era o desconocido o no claramente discernido por ellos.” (San Agustín, De Gen. ad litt., II, XVII, 37; Santo Tomás, II-II.171.5 y II-II.173.4). Sin embargo, la mayoría de los teólogos admiten que ordinariamente el escritor estaba consciente de su propia inspiración. De lo que hemos dicho se deduce que la inspiración no necesariamente implica éxtasis, como pensaban Filo Judeo y, luego, los montanistas. Es cierto que algunos de los apologistas ortodoxos del siglo II (Atenágoras, Teófilo de Antioquía, San Justino), en la descripción que han dado de la inspiración bíblica, han sido algo influidos por las ideas de divinización comunes entre los paganos. Son muy propensos a representar al escritor bíblico como un intermediario puramente pasivo, algo así como el estilo de Pitia. Sin embargo, no lo consideraban un energúmeno por todo eso. La intervención divina, si uno está consciente de ella, puede ciertamente llenar el alma humana con un cierto arrobamiento; pero no la lanza a un estado de delirio.
(b) Inducir a una persona a escribir no es tomar sobre uno mismo la responsabilidad de ese escrito, más especialmente no es convertirse en el autor de ese escrito. Si Dios puede reclamar que la Escritura es su propia obra, es porque Él ha traído incluso el intelecto del escritor inspirado bajo su mandato. Sin embargo, no debemos representar al Inspirador como poniendo un libro ya hecho en la mente de la persona inspirada. Ni Él tiene que necesariamente revelar el contenido de la obra a producirse. No importa de dónde venga el conocimiento del escritor sobre este punto, ya sea adquirido naturalmente o debido a la revelación divina, la inspiración no tiene esencialmente por su objeto el enseñar algo nuevo al escritor sagrado, sino hacerlo capaz de escribir con autoridad divina. Así el autor de los Hechos de los Apóstoles narra eventos en los cuales él mismo tomó parte o que le fueron contados. Es altamente probable que la mayoría de los dichos del Libro de Proverbios fueran familiares para los sabios de Oriente antes de ponerlos en un escrito inspirado. Puesto que Dios es la causa principal, cuando inspira a un escritor, subordina todas las facultades cognitivas del escritor para hacerlo realizar las diferentes acciones que podían ser realizadas naturalmente por un hombre quien, primero que todo, tiene la intención de escribir un libro, luego recopila todos los materiales, los somete a un examen crítico, los organiza, los hace entrar a un plan, y finalmente los marca con el sello de su personalidad---es decir, su propio estilo peculiar.
La gracia de la inspiración no exime al escritor del esfuerzo personal, ni asegura la perfección artística del trabajo. El autor del Segundo Libro de los Macabeos y San Lucas le cuentan al lector sobre los trabajos que pasaron para documentar sus obras (2 Mac. 2,24-33; Lc. 1,1-4). Las imperfecciones de la obra deben ser atribuidas al instrumento. Dios puede, por supuesto, preparar de antemano al instrumento, pero al momento de usarlo, de ordinario no hace ningún cambio en sus condiciones. Cuando el Creador aplica su poder a las facultades de una criatura fuera del modo ordinario, lo hace de modo que mantiene la actividad natural de esas facultades. Ahora bien, en todos los lenguajes se ha recurrido a la comparación de la luz para explicar la naturaleza de la inteligencia humana. Es por eso que Santo Tomás (II-II:171:2 y II-II:174:2 ad 3um) da el nombre de luz o iluminación a la moción intelectual comunicada por Dios al escritor sagrado. Como él, podemos decir que esta moción es una participación sobrenatural de la luz divina, en virtud de la cual el escritor concibe exactamente la obra que el Espíritu Santo quiere que él escriba. Gracias a esta ayuda dada a su intelecto, el escritor inspirado juzga, con una certeza de orden divino, no sólo la oportunidad del libro a ser escrito, sino también sobre la verdad de los detalles y el todo. Sin embargo, todos los teólogos no analizan exactamente del mismo modo la influencia de esta luz de inspiración.
(c) La influencia del Espíritu Santo se tiene que extender también a todas las facultades ejecutivas del escritor sagrado---a su memoria, su imaginación e incluso a la mano con la que forma las letras. Si esta influencia procede inmediatamente de la acción del Inspirador o si es una simple ayuda, y, además, si esta asistencia es positiva o meramente negativa, en todo caso todos admiten que su objeto es remover todos los errores del texto inspirado. Aquellos que creen que hasta las palabras son inspiradas, creen que esto constituye una parte integral de la gracia de inspiración misma. Como quiera que sea, no hay negación de que la inspiración se extiende, de uno u otro modo, y hasta donde sea necesario, a todos aquellos que han cooperado realmente en la composición del texto sagrado, especialmente a los secretarios, si la persona inspirada tuviese alguno. Visto bajo esta luz, el hagiógrafo ya no aparece como un instrumento pasivo e inerte, como si fuera rebajado por un impulso exterior; por el contrario, sus facultades se elevan al servicio de un poder superior, el cual, aunque distinto, está, no obstante, íntimamente presente e interior. Sin perder nada de su vida personal, de su libertad, o incluso de su espontaneidad (puesto que puede suceder que no esté consciente del poder que lo guía), el hombre se convierte así en el intérprete de Dios. Esa es entonces la más comprehensiva noción de la inspiración divina. Santo Tomás (II-II:171) la reduce a la gracia de profecía, en el sentido amplio de la palabra.
3. Considerada en su término, la inspiración no es más que el texto bíblico mismo. Este texto fue destinado por Dios, quien lo inspiró para la Iglesia universal, para que sea auténticamente reconocido como su Palabra escrita. Esta destinación es esencial; sin ella un libro, incluso si ha sido inspirado por Dios, no puede ser canónico; no tendría más valor que una revelación privada. Es por esto que cualquier escrito datado en un período posterior a la era apostólica está condenado ipso facto a ser excluido del canon. La razón para esto es que el depósito de la revelación pública estaba completo en tiempos de los Apóstoles. Ellos sólo tuvieron la misión de dar a la enseñanza de Cristo el desarrollo que iba a ser oportunamente sugerido por el Paráclito, Juan 14,26 (vea Franzelin, De divina Traditione et Scriptura (Roma, 1870), tesis XXII). Puesto que la Biblia es la Palabra de Dios, se puede decir que cada texto canónico es para nosotros una lección divina, una revelación, aunque haya sido escrita con la ayuda solo de la inspiración, y sin una revelación propiamente dicha. También por esta causa es claro que un texto inspirado no puede errar. Esta fuera de toda duda que la Biblia está libre de errores, la enseñanza de la Tradición. El total de la apologética bíblica consiste precisamente en explicar esta prerrogativa excepcional. Los exégetas y apologistas han recurrido aquí a consideraciones que pueden ser reducidas a los siguientes asuntos:
1. Las que están erróneas por insuficientes.
(a) La aprobación que da la Iglesia a escritos meramente humanos por sí mismos, no pueden convertirlos en Escritura inspirada. La opinión contraria expuesta por Franz Karl Movers y Haneberg, en el siglo XIX, fue condenada por el Concilio Vaticano I (Vea Denzinger, 1787).
(b) La inspiración bíblica incluso cuando parece estar en su nivel más bajo---por ejemplo, en los libros históricos---no es una simple ayuda dada a los escritores inspirados para prevenirlos de errar, como pensaba Jahn (1793), quien seguía a Holden y quizás a Richard Simon. Para que un texto constituya Escritura, no es suficiente “que contenga revelación sin error” (Conc. Vat., Denz., 1787).
(c) Un libro compuesto de recursos meramente humanos no se puede convertir en texto inspirado, aun cuando sea aprobado luego por el Espíritu Santo. Esta aprobación subsiguiente puede hacer a la verdad contenida en el libro tan creíble como si fuera un artículo de la Fe Divina, pero no le da un origen divino al libro mismo. Toda inspiración propiamente dicha es anterior, aunque parezca una contradicción del lenguaje, a la subsiguiente inspiración. Esta verdad parece pasar desapercibida para esos modernos que pensaban que podían revivir---haciendo al mismo tiempo menos aceptable---una hipótesis vaga de Leonard Lessius (1585) y de su discípulo Jacques Bonfrère.
2. Las que yerran por exceso:
Una opinión que yerra por exceso confunde la inspiración con la revelación. Hemos dicho que estas dos operaciones divinas no sólo son distintas, sino que pueden efectuarse separadamente, aunque también se pueden hallar juntas. De hecho, esto es lo que ocurre cuando Dios mueve al escritor sagrado a expresar pensamientos o sentimientos de los cuales no pudo haber tenido conocimiento en el modo ordinario. Ha habido alguna exageración en la acusación presentada contra escritores tempranos de haber confundido la inspiración con la revelación; sin embargo, se debe admitir que la distinción explícita entre estas dos gracias se ha enfatizado cada vez más desde la época de Santo Tomás. Este es un progreso muy reala y nos permite hacer un análisis psicológico más exacto de la inspiración.
Inspiración de todo el asunto-materia: Desde fines del siglo XIX ha habido teólogos-autores, exégetas, y especialmente apologistas---tales como Holden, Rohling, Lenormant, di Bartolo y otros---quienes han sostenido, con más o menos confianza, que la inspiración de la Biblia se limita a la enseñanza moral y dogmática, y que excluye todo lo relacionado a la historia y ciencias naturales. Ellos piensan que de este modo se puede remover una gran cantidad de dificultades contra la inerrancia de la Biblia. Pero la Iglesia nunca ha dejado de protestar contra este intento de restringir la inspiración de los libros sagrados. Esto es lo que sucedió cuando Monseñor d’Hulst, Rector del Instituto Católico de París, dio una explicación benévola sobre esta opinión en “Le Corespondant” del 25 de enero de 1893. La respuesta vino muy pronto en la Encíclica Providentissimus Deus del mismo año. En dicha encíclica el Papa León XIII dijo: “Nunca será legítimo restringir la inspiración a meramente ciertas partes de la Sagrada Escritura, o admitir que el escritor sagrado pudo haberse equivocado. Ni la opinión de tales puede ser tolerada, quienes, para salir de estas dificultades, no vacilan en suponer que la divina inspiración se extiende sólo a lo tocante a la fe y moral, bajo el falso alegato de que el verdadero significado se busca menos en lo que Dios ha dicho que en el motivo por el cual lo dijo.” (Denz., 1850). De hecho, una inspiración limitada contradice la tradición cristiana y la enseñanza teológica.
Inspiración Verbal: Los teólogos discuten la cuestión de si la inspiración controló la selección de las palabras usadas u operó sólo en lo concerniente al sentido de las afirmaciones hechas en la Biblia. En el siglo XVI la inspiración verbal era la enseñanza corriente. Los jesuitas de Lovaina fueron los primeros en reaccionar contra esa opinión. Ellos afirmaban “que para que un texto se considere Sagrada Escritura, no es necesario que el Espíritu Santo haya inspirado las mismas palabras materiales a usarse.” Las protestas contra esta nueva opinión fueron tan violentas que Belarmino y Francisco Suárez consideraron que era su deber bajar el tono de la fórmula al declarar “que todas las palabras del texto han sido dictadas por el Espíritu Santo en lo que concierne a substancia, pero en forma diferente según las diversas condiciones de los instrumentos.” Esta opinión continuó ganando en precisión, y poco a poco se desenredó de la terminología que había tomado prestada de la opinión adversa, notablemente por la palabra “dictado”. Su progreso fue tan rápido que a principios del siglo XIX era más comúnmente enseñada que la teoría de la inspiración verbal. El cardenal Franzelin parece haberle dado su forma definitiva.
Durante el último cuarto del siglo XIX la inspiración verbal ganó partidarios de nuevo, y se volvieron más numerosos cada día. Sin embargo, los teólogos hodiernos, mientras que retienen la terminología de la vieja escuela, han modificado profundamente la teoría misma. Ya no hablan de dictado material de las palabras al oído del escritor, ni de una revelación interior del término a ser empleado, sino de una moción divina que se extiende a todas las facultades e incluso a los poderes de ejecución del escritor, y en consecuencia influye en toda la obra, incluso en su edición. Así el texto sagrado es completamente obra de Dios y completamente obra del hombre, de este último, a modo de instrumento, del primero por vías de causa principal. Bajo esta forma rejuvenecida la teoría de la inspiración verbal muestra un marcado avance hacia la reconciliación con la opinión rival. Desde un punto de vista exegético y apologético, es indiferente cuál de estas dos opiniones adoptamos. Todos concurren que las características de estilo así como las imperfecciones que afectan el asunto-material mismo pertenecen al escritor inspirado. En cuanto a la inerrancia del texto inspirado, se debe atribuir finalmente al Inspirador, y es inmaterial si Dios ha asegurado la verdad de su Escritura por la gracia de la inspiración misma, como enseñan los seguidores de la inspiración verbal, más bien que por su ayuda providencial.
2. En el siglo XVII comenzaron las controversias que con el correr del tiempo terminarían en la teoría de inspiración ahora generalmente aceptada por los protestantes. Los dos principios que ocasionaron la Reforma fueron precisamente los instrumentos de esta revolución; por un lado, el reclamo para cada alma humana de una enseñanza del Espíritu Santo, que era inmediata e independiente de toda regla exterior; por el otro lado, el derecho del juicio privado, o autonomía de razonamiento individual, en la lectura y estudio de la Biblia. En nombre del primer principio, en el cual Zwinglio insistió más que Lutero y Calvino, los pietistas pensaron librarse de la letra de la Biblia, que encadenaba la acción del Espíritu. Un hugonote francés, Sebastián Castellion (m. 1563) ya había sido lo bastante atrevido como para distinguir entre la letra y el espíritu; según él el espíritu sólo viene de Dios, la letra no es más que un “envase, envoltura o caparazón del espíritu.”
Los cuáqueros, los seguidores de Swedenborg, y los irvingitas forzarían esta teoría a sus límites máximos; la revelación real---la única que instruye y santifica---era la producida bajo la influencia inmediata del Espíritu Santo. Mientras que los pietistas leían su Biblia con la ayuda de la iluminación interior solamente, otros, en números aún mayores, trataban de obtener alguna luz de investigaciones filológicas e históricas que habían recibido su impulso decisivo del Renacimiento. Se le aseguró toda facilidad a sus investigaciones por el principio de libertad de juicio privado y ellos tomaron ventaja de esto. Las conclusiones obtenidas por este método no podían ser fatales a la teoría de la inspiración por revelación. En vano dijeron estos partidarios que la voluntad de Dios había sido revelar a los Evangelistas en cuatro diferentes formas las palabras que, en realidad, Jesucristo había pronunciado sólo una vez; que el Espíritu Santo variaba su estilo según iba dictando a Isaías o a Amós---tal explicación no era nada más que un reconocimiento de la habilidad para hallar los hechos alegados contra ellos. De hecho, Fausto Socino (m. 1562) había ya afirmado que las palabras y, en general, el estilo de la Escritura no eran inspirados. Poco después, George Calixtus, Episcopius y Grotinus hicieron una distinción clara entre inspiración y revelación. De acuerdo al último, no hay nada revelado excepto las profecías y las palabras de Jesucristo, todo lo demás es inspirado. Más aún, él reduce la inspiración a una moción piadosa del alma (vea "Votum pro pace Ecclesiae" en sus obras completas, III, 1679, 672). La Escuela Arminiana Holandesa entonces representada por J. LeClerc, y, en Francia, por L. Capelle, Daillé, Blondel y otros, siguió el mismo curso. Aunque mantuvieron la terminología común, hicieron aparente, sin embargo, que la fórmula “La Biblia es la Palabra de Dios” ya estaba por ser sustituida por “La Biblia contiene la Palabra de Dios.” Además, el término “palabra” iba a ser tomado en un sentido equivocado.
Racionalismo Bíblico: A pesar de todo, la Biblia seguía siendo considerada el criterio de la creencia religiosa. Robarle esta prerrogativa era el trabajo que el siglo XVIII mismo trataría de realizar. En el ataque hecho a la divina inspiración de las Escrituras se distinguen tres clases de asaltantes.
1. Los filósofos naturalistas, quienes fueron los precursores de la incredulidad moderna (Hobbes, Spinoza, Wolf); los deístas ingleses (Toland, Collins, Woolston, Tindal, Morgan); los racionalistas alemanes (Reimarus, Lessing), los enciclopedistas franceses (Voltaire, Bayle) lucharon por todos los medios, sin olvidar el abuso y el sarcasmo, de probar cuán absurdo era reclamar el origen divino para un libro en el cual se hallan todas las manchas y errores de los escritos humanos.
2. Los críticos le aplicaron a la Biblia los métodos adoptados para el estudio de los autores profanos. Desde el punto de vista literario e histórico, llegaron a la misma conclusión que los infieles filósofos; pero pensaron que podían continuar siendo creyentes al distinguir en la Biblia entre el elemento religioso y el profano. Este último lo entregaron al juicio libre del criticismo histórico; pretendieron retener el primero, pero no sin restricciones, que cambió profundamente su significado. Según Semler, el padre del racionalismo bíblico, Cristo y los Apóstoles se acomodaron a las falsas opiniones de sus contemporáneos; según Kant y Eichborn, todo lo que no concuerda con la sana razón debe ser considerado como invención judía. La religión restringida dentro de los límites de la razón---ese fue el punto que el movimiento crítico iniciado por Grotius y Leclerc tenía en común con la filosofía de Kant y la teología de Wegscheider. El dogma de la inspiración plena arrastró consigo, en su ruina final, la misma noción de revelación (A. Sabatier, Les religions d'autorité et la religion de l'espirit, 2da ed., 1904, p. 331).
3. Estas controversias filosóficas históricas sobre la autoridad bíblica causaron gran ansiedad en las mentes religiosas. Hubo muchos que buscaron su salvación en uno de los principios presentados por los primeros reformadores, principalmente por Calvino: es decir, que la verdadera certeza cristiana venía del testimonio del Espíritu Santo. El hombre sólo tenía que sondear su propia alma para encontrar la esencia de la religión, la cual no es una ciencia, sino una vida, un sentimiento. Tal fue el veredicto de la filosofía kantiana entonces en boga. Era inútil, desde el punto de vista religioso, discutir los reclamos extrínsecos de la Biblia; mucho mejor era la experiencia moral de su valor intrínseco. La Biblia en sí misma no era nada más que una historia de las experiencias religiosas de los profetas, de Cristo y sus Apóstoles, de la sinagoga y de la Iglesia. La verdad y la fe no venían de afuera, sino que se extendían desde la conciencia cristiana como su fuente. Ahora esta conciencia era despertada y sostenida por la narración de las experiencias religiosas de los antepasados. ¿Qué importaba entonces el juicio hecho por la crítica sobre la verdad histórica de esta narración, si sólo evocaba una emoción saludable en el alma? Aquí era verdad sólo lo útil; no el texto, sino el lector inspirado. Ese es, en sus perfiles generales, la etapa final del movimiento que iniciaron Spencer, Wesley, los Hermanos Moravianos, y generalmente los pietistas, pero del cual Schleiermacher (1768-1834) iba a ser el teólogo y propagador en el siglo XIX.
Condiciones Presentes:
1. Sin embargo, las opiniones tradicionales no fueron abandonadas sin resistencia. Un movimiento atrás hacia la vieja idea del theopneustia, incluyendo la inspiración verbal, apareció por doquier en la primera mitad del siglo XIX. Esta reacción fue llamada la Réveil. Entre sus principales promotores se debe mencionar al suizo L. Gaussen, a W. Lee en Inglaterra, a A. Dlorner en Alemania, y más recientemente, a W. Rohnert. Sus trabajos al principio causaron interés y simpatía, pero estaban destinados al fracaso ante los esfuerzos de una contra reacción que buscó completar la obra de Schleiermacher, la cual estuvo liderada por Alex, Vinet, Edmund Scherer y E. Rabud en Francia; Rich, David Rothe y especialmente Albrecht Ritschl en Alemania; S. T. Coleridge, F.D. Maurice y Matthew Arnold en Inglaterra. Según ellos, el antiguo dogma de la theopneustia no se debe reformar, sin renunciar a él por completo. En el calor de la lucha, sin embargo, profesores universitarios como E. Reuss usaron libremente el método histórico; sin negar la inspiración la ignoraron.
2. Aparte de las diferencias accidentales, la presente opinión de los llamados protestantes progresistas (quienes profesan, sin embargo, permanecer suficientemente ortodoxos) según representada en Alemania por B. Weiss, R.F. Grau y H. Cremer, en Inglaterra por W. Sanday, C. Gore y la mayoría de los eruditos anglicanos puede ser reducida a los siguientes puntos:
3. La posición de los protestantes liberales (es decir, los que son independientes del dogma) puede ser definida fácilmente. La Biblia es tal como otros textos, ni inspirada ni la regla de fe. La creencia religiosa es bastante subjetiva y está muy lejos de depender de la autoridad dogmática o incluso histórica de un libro que le da su valor real. Cuando están en discusión textos religiosos, incluida la Biblia, la historia---o por lo menos lo que la gente considera generalmente histórico---es mayormente un producto de fe, la que ha transfigurado los hechos. Los autores de la Biblia pueden llamarse inspirados, lo cual está dotado de una percepción superior de los asuntos religiosos; pero este entusiasmo religioso no difiere esencialmente de lo que animó a Homero o a Platón. Ésta es la negación de todo lo sobrenatural, en el sentido ordinario de la palabra, tanto en la Biblia cono en la religión en general. Sin embargo, aquellos que afirman esta teoría se defienden a sí mismos del cargo de infidelidad, especialmente al repudiar el frío racionalismo del siglo XIX, que estuvo hecho exclusivamente de negaciones. Ellos piensan que permanecen lo suficientemente cristianos al adherirse al sentimiento religioso al que Cristo ha dado la más perfecta expresión conocida hasta ahora. Siguiendo a Kant, Schleiermacher y Ritschl, ellos profesan una religión libre de todo el intelectualismo filosófico y de toda prueba histórica. Los hechos y las fórmulas del pasado tienen, ante sus ojos, sólo un valor simbólico y transitorio. Tal es la nueva teología diseminada por los más conocidos profesores y escritores especialmente en Alemania---historiadores, exégetas, filólogos e incluso pastores de almas. Sólo necesitamos mencionar a Harnack, H.J. Holtzmann, Fried, Delitzsch, Cheyne, Campbell, A. Sabatier, Albert y John Réville. Es a esta transformación del cristianismo que debe su origen el “modernismo”, condenado por la Encíclica Pascendi Gregis.
En el protestantismo moderno decididamente la Biblia ha caído de la primacía que la Reforma le concedió tan sonoramente. La caída es fatal, y se vuelve más profunda cada día, y sin remedio, puesto que es la consecuencia lógica del principio fundamental expuesto por Lutero y Calvino. La libertad de examen estaba destinada a producir tarde o temprano la libertad de pensamiento (Cf. A. Sabatier, Les religions d'autorite et la religion de l'espirité, 2da ed., 1904, págs. 399-403.)
Bibliografía:
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OBRAS PROTESTANTES: GUSSEN, Theopneustic (2da ed., Par[is, 1842), tr. Pleanry Inspiration of Holy Scripture; LEE, Inspiraci[on de la Sagrada Escritura (Dublín, 1854); ROHNERT, Die Inspiration, der heil, Schrift und ihre Bestreiter (Leipzig, 1889); SANDAY, Los oráculos de Dios (Londres, 1891); FARRAR, La Biblia: Su Significado y Supremacía (Londres, 1897); Historia de la Interpretación (Londres 1886); Simposio Clerical sobre la Inspiración (Londres, 1884); RABAUD, Histoire de la doctrine de l'inspriation dans les pays de langue francaise depuis la Reforme jusqu a nos jours (Paris, 1883).
Fuente: Durand, Alfred. "Inspiration of the Bible." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08045a.htm>.
Traducido por Luz Hernández
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Creencia en los Libros Inspirados
Entre los Judíos: La creencia en el carácter sagrado de ciertos libros es tan antigua como la literatura hebrea. Moisés y los profetas pusieron por escrito una parte del mensaje que iban a llevar a Israel de parte de Dios. Ahora el naby (profeta), ya sea hablara o escribiera, era considerado por los hebreos como el intérprete autorizado de los pensamientos y deseos de Yahveh. Era llamado, igualmente, “el hombre de Dios”, “el hombre del Espíritu” (Oseas 9,7). Fue alrededor del Templo y el Libro que se realizó la restauración del pueblo judío después de su exilio (vea 2 Mac. 2,13-14, y el prólogo a Sirácides en la Versión de los Setenta.) Filo Judeo (de 20 a.C a 40 d.C) habla de los “libros sagrados”, “palabra sagrada) y de la “muy santa escritura” (De vita Moysis, III, núm. 23). El testimonio de Flavio Josefo (37-95 d.C.) es todavía más característico; es en sus escritos que se halla por primera vez la palabra “inspiración” (epipnoia). Él habla de veintidós libros que los judíos con buena razón consideraban divinos, y por los cuales, en caso de necesidad, ellos estaban dispuestos a morir (Contra Apion, I, 8). La creencia de los judíos en la inspiración de las Escrituras no disminuyó desde el tiempo en que ellos estuvieron dispersos alrededor del mundo, sin templo, sin altar, sin sacerdotes; por el contrario, dicha fe aumentó tanto que ocupó el lugar de todo lo demás.Entre los Cristianos: El Evangelio no contiene ninguna declaración expresa sobre el origen y valor de las Escrituras, pero en él vemos que Jesucristo los usó en conformidad con la creencia general, es decir, como la Palabra de Dios. Los textos más decisivos a este respecto se hallan en el Cuarto Evangelio, 5,39; 10,35. Las palabras escritura, Palabra de Dios, Espíritu de Dios, Dios, en los dichos y escritos de los Apóstoles se usan indiscriminadamente (Rom. 4,3; 9,17). San Pablo sólo apela expresamente más de ochenta veces a esos oráculos divinos de los cuales Israel fue hecho guardián (cf. Rom. 3,2). Esta persuasión de los cristianos primitivos no era meramente el efecto de una tradición judía ciegamente aceptada y nunca entendida. San Pedro y San Pablo dan la razón de por qué fue aceptada: es que toda Escritura es inspirada por Dios (theopneustos) (2 Tim. 3,16; cf. 2 Pedro 1,20-21). Sería superfluo malgastar el tiempo probando que la tradición ha mantenido fielmente la creencia apostólica en la inspiración de las Escrituras. Además, esta demostración forma el asunto-materia de un gran número de obras (vea especialmente Chr. pesch, "De inspiratione Sacrae Scripturae", 1906, p. 40-379). Es suficiente añadir que en varias ocasiones la Iglesia ha definido la inspiración de los libros canónicos como un artículo de fe (vea Denzinger, Enchiridion, 10ma. Ed., núm. 1787, 1809). Toda secta cristiana que todavía se merece ese nombre cree en la inspiración de las Escrituras, aunque algunas han alterado más o menos la idea de inspiración.
Valor de esta Creencia: La historia sola nos permite establecer el hecho de que los judíos y los cristianos siempre han creído en la inspiración de la Biblia. Pero, ¿para qué sirve la creencia? Pruebas de orden racional así como dogmático se unen para justificarla. Aquellos que primero reconocieron la Biblia como obra sobrenatural tenían como base para su opinión el testimonio de los profetas, de Cristo y de los apóstoles, cuya misión divina fue suficientemente establecida por la experiencia inmediata o por la historia. A este argumento puramente racional se puede añadir la enseñanza auténtica de la Iglesia. Un católico puede reclamar esta certeza adicional sin caer en un círculo vicioso, porque la infalibilidad de la Iglesia en sus enseñanzas es probada independientemente de la inspiración de la Escritura; el valor histórico perteneciente a la Escritura en común con otros escritos auténticos y verdaderos son suficientes para probar esto.
Naturaleza de la Inspiración
Método a Seguir: 1. Para determinar la naturaleza de la inspiración bíblica el teólogo tiene a su disposición una triple fuente de información: la información de la tradición, el concepto de inspiración y el estado concreto del texto inspirado. Si desea obtener resultados aceptables debe tomar en consideración todos estos elementos de solución. La pura especulación puede fácilmente terminar en una teoría incompatible con los textos. Por otro lado, el análisis histórico o literario de estos mismos textos, si se deja a sus propios recursos, ignora su origen divino. Finalmente, si la información de la tradición atestigua el hecho de la inspiración, no nos proveen de un análisis completo de su naturaleza. Por lo tanto, la teología, filosofía y exégesis tienen una palabra que decir sobre el tema. La teología positiva provee un punto de partida en su fórmula tradicional: a saber, Dios es el autor de la Escritura, el escritor inspirado es el instrumento del Espíritu Santo, la Escritura es la Palabra de Dios. La teología especulativa toma estas fórmulas, analiza su contenido y obtiene conclusiones a partir de ellas. De este modo Santo Tomás de Aquino, comenzando desde el concepto tradicional que hace al escritor sagrado un instrumento del Espíritu Santo, explica la subordinación de sus facultades a la acción del Inspirador por la teoría filosófica de la causa instrumental (Quodl., VII, Q. VI, a. 14, ad 5um). Sin embargo, para evitar los riesgos de desvío, la especulación debe prestar atención constante a las indicaciones hechas por los exégetas.2. El católico que desee hacer un análisis correcto de la inspiración bíblica debe tener ante sus ojos los siguientes documentos eclesiásticos: (a) “La Iglesia considera estos libros sagrados y canónicos, no como compuestos por obra meramente humana y luego aprobados por su autoridad, no sólo porque contienen la revelación sin error, sino porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como su autor, y han sido transmitidos a la Iglesia como tal.” (Concilio Vaticano I, Ses. III, Cons. Dogm. De Fide, cap. II, in Denz., 1787). (b) “El Espíritu Santo Mismo, por su poder sobrenatural, avivó e impulsó a los escritores bíblicos a escribir, y los ayudó mientras escribían de tal modo que ellos concibieron en sus mentes exactamente, y se determinaran a poner por escrito fielmente, y a interpretar en el lenguaje exacto, con verdad infalible, todo lo que Dios les mandó y nada más; sin eso, Dios no sería el autor de la Escritura en su totalidad (Encycl. Provid. Deus, in Denz., 1952).
Punto de Vista Católico: La inspiración puede ser considerada en Dios, que la produce; en el hombre, que es su objeto; y en el texto, que es su término.
1. En Dios la inspiración es una de esas acciones que son ad extra, como dicen los teólogos; y así es común a las Tres Divinas Personas. Sin embargo, se le atribuye por apropiación al Espíritu Santo. No es una de esas gracias que tienen por su objeto inmediato y esencial la santificación del hombre que las recibe, sino que es una de las llamadas antonomásticamente charismata, o gratis datae, porque son dadas principalmente para el bien de otros. Además, la inspiración tiene esto en común con la gracia actual, que es una participación transitoria en el poder divino; el escritor inspirado se halla investido con ella sólo en el mismo momento de escribir o cuando está pensando en escribir.
2. Considerada en el hombre a quien se le confiere este favor, la inspiración afecta la voluntad, la inteligencia y todas las facultades ejecutorias del escritor.
(a) Sin un impulso dado a la voluntad del escritor, no se puede concebir cómo Dios puede permanecer como la causa principal de la Escritura, pues, en ese caso, el hombre habría tomado la iniciativa. Además de esto, el texto de San Pedro es perentorio: “Pues la profecía no vino por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espíritu Santo, han hablado de parte de Dios” (2 Pedro 1,21). El contexto muestra que es cuestión de toda Escritura, la cual es una profecía en el sentido amplio de la palabra (pasa propheteia graphes). Según la Encíclica Prov. Deus, “Dios avivó e impelió a los escritores sagrados para poner por escrito todo lo que Dios quería que escribieran” (Denz. 1852). Los teólogos discuten el asunto de si, para impartir su moción, Dios mueve la voluntad del escritor directamente o lo decide proponiendo motivos de orden intelectual. De todos modos, todos admiten que el Espíritu Santo puede avivar o simplemente utilizar influencias externas capaces de actuar sobre la voluntad del escritor sagrado. Según una tradición antigua, San Marcos y San Juan escribieron sus Evangelios a instancias de los fieles.
¿En qué se convierte la voluntad humana bajo la influencia de la inspiración divina? En principio, se acuerda que el Inspirador puede quitarle al hombre el poder de negarse. De hecho, se admite comúnmente que el Inspirador, que no carece de medios para obtener nuestro consentimiento, ha respetado la libertad de sus instrumentos. Una inspiración que no está acompañada por una revelación, la cual es adaptada al juego normal de las facultades del alma humana, la cual puede determinar la voluntad del escritor inspirado por motivos de orden humano, no necesariamente supone que él que es su objeto esté él mismo consciente de ello. Si el profeta y el autor del Apocalipsis conocen y saben que su pluma es guiada por el Espíritu de Dios, otros autores bíblicos parecen más bien haber sido guiados por “alguna influencia misteriosa cuyo origen era o desconocido o no claramente discernido por ellos.” (San Agustín, De Gen. ad litt., II, XVII, 37; Santo Tomás, II-II.171.5 y II-II.173.4). Sin embargo, la mayoría de los teólogos admiten que ordinariamente el escritor estaba consciente de su propia inspiración. De lo que hemos dicho se deduce que la inspiración no necesariamente implica éxtasis, como pensaban Filo Judeo y, luego, los montanistas. Es cierto que algunos de los apologistas ortodoxos del siglo II (Atenágoras, Teófilo de Antioquía, San Justino), en la descripción que han dado de la inspiración bíblica, han sido algo influidos por las ideas de divinización comunes entre los paganos. Son muy propensos a representar al escritor bíblico como un intermediario puramente pasivo, algo así como el estilo de Pitia. Sin embargo, no lo consideraban un energúmeno por todo eso. La intervención divina, si uno está consciente de ella, puede ciertamente llenar el alma humana con un cierto arrobamiento; pero no la lanza a un estado de delirio.
(b) Inducir a una persona a escribir no es tomar sobre uno mismo la responsabilidad de ese escrito, más especialmente no es convertirse en el autor de ese escrito. Si Dios puede reclamar que la Escritura es su propia obra, es porque Él ha traído incluso el intelecto del escritor inspirado bajo su mandato. Sin embargo, no debemos representar al Inspirador como poniendo un libro ya hecho en la mente de la persona inspirada. Ni Él tiene que necesariamente revelar el contenido de la obra a producirse. No importa de dónde venga el conocimiento del escritor sobre este punto, ya sea adquirido naturalmente o debido a la revelación divina, la inspiración no tiene esencialmente por su objeto el enseñar algo nuevo al escritor sagrado, sino hacerlo capaz de escribir con autoridad divina. Así el autor de los Hechos de los Apóstoles narra eventos en los cuales él mismo tomó parte o que le fueron contados. Es altamente probable que la mayoría de los dichos del Libro de Proverbios fueran familiares para los sabios de Oriente antes de ponerlos en un escrito inspirado. Puesto que Dios es la causa principal, cuando inspira a un escritor, subordina todas las facultades cognitivas del escritor para hacerlo realizar las diferentes acciones que podían ser realizadas naturalmente por un hombre quien, primero que todo, tiene la intención de escribir un libro, luego recopila todos los materiales, los somete a un examen crítico, los organiza, los hace entrar a un plan, y finalmente los marca con el sello de su personalidad---es decir, su propio estilo peculiar.
La gracia de la inspiración no exime al escritor del esfuerzo personal, ni asegura la perfección artística del trabajo. El autor del Segundo Libro de los Macabeos y San Lucas le cuentan al lector sobre los trabajos que pasaron para documentar sus obras (2 Mac. 2,24-33; Lc. 1,1-4). Las imperfecciones de la obra deben ser atribuidas al instrumento. Dios puede, por supuesto, preparar de antemano al instrumento, pero al momento de usarlo, de ordinario no hace ningún cambio en sus condiciones. Cuando el Creador aplica su poder a las facultades de una criatura fuera del modo ordinario, lo hace de modo que mantiene la actividad natural de esas facultades. Ahora bien, en todos los lenguajes se ha recurrido a la comparación de la luz para explicar la naturaleza de la inteligencia humana. Es por eso que Santo Tomás (II-II:171:2 y II-II:174:2 ad 3um) da el nombre de luz o iluminación a la moción intelectual comunicada por Dios al escritor sagrado. Como él, podemos decir que esta moción es una participación sobrenatural de la luz divina, en virtud de la cual el escritor concibe exactamente la obra que el Espíritu Santo quiere que él escriba. Gracias a esta ayuda dada a su intelecto, el escritor inspirado juzga, con una certeza de orden divino, no sólo la oportunidad del libro a ser escrito, sino también sobre la verdad de los detalles y el todo. Sin embargo, todos los teólogos no analizan exactamente del mismo modo la influencia de esta luz de inspiración.
(c) La influencia del Espíritu Santo se tiene que extender también a todas las facultades ejecutivas del escritor sagrado---a su memoria, su imaginación e incluso a la mano con la que forma las letras. Si esta influencia procede inmediatamente de la acción del Inspirador o si es una simple ayuda, y, además, si esta asistencia es positiva o meramente negativa, en todo caso todos admiten que su objeto es remover todos los errores del texto inspirado. Aquellos que creen que hasta las palabras son inspiradas, creen que esto constituye una parte integral de la gracia de inspiración misma. Como quiera que sea, no hay negación de que la inspiración se extiende, de uno u otro modo, y hasta donde sea necesario, a todos aquellos que han cooperado realmente en la composición del texto sagrado, especialmente a los secretarios, si la persona inspirada tuviese alguno. Visto bajo esta luz, el hagiógrafo ya no aparece como un instrumento pasivo e inerte, como si fuera rebajado por un impulso exterior; por el contrario, sus facultades se elevan al servicio de un poder superior, el cual, aunque distinto, está, no obstante, íntimamente presente e interior. Sin perder nada de su vida personal, de su libertad, o incluso de su espontaneidad (puesto que puede suceder que no esté consciente del poder que lo guía), el hombre se convierte así en el intérprete de Dios. Esa es entonces la más comprehensiva noción de la inspiración divina. Santo Tomás (II-II:171) la reduce a la gracia de profecía, en el sentido amplio de la palabra.
3. Considerada en su término, la inspiración no es más que el texto bíblico mismo. Este texto fue destinado por Dios, quien lo inspiró para la Iglesia universal, para que sea auténticamente reconocido como su Palabra escrita. Esta destinación es esencial; sin ella un libro, incluso si ha sido inspirado por Dios, no puede ser canónico; no tendría más valor que una revelación privada. Es por esto que cualquier escrito datado en un período posterior a la era apostólica está condenado ipso facto a ser excluido del canon. La razón para esto es que el depósito de la revelación pública estaba completo en tiempos de los Apóstoles. Ellos sólo tuvieron la misión de dar a la enseñanza de Cristo el desarrollo que iba a ser oportunamente sugerido por el Paráclito, Juan 14,26 (vea Franzelin, De divina Traditione et Scriptura (Roma, 1870), tesis XXII). Puesto que la Biblia es la Palabra de Dios, se puede decir que cada texto canónico es para nosotros una lección divina, una revelación, aunque haya sido escrita con la ayuda solo de la inspiración, y sin una revelación propiamente dicha. También por esta causa es claro que un texto inspirado no puede errar. Esta fuera de toda duda que la Biblia está libre de errores, la enseñanza de la Tradición. El total de la apologética bíblica consiste precisamente en explicar esta prerrogativa excepcional. Los exégetas y apologistas han recurrido aquí a consideraciones que pueden ser reducidas a los siguientes asuntos:
- aquí sólo se trata del texto original inalterado, según salió de la pluma de los escritores sagrados.
- Puesto que la verdad y el error son propiedades de juicio, sólo se debe bregar con las afirmaciones del autor sagrado. Si él hace alguna afirmación, es el deber del exégeta descubrir su significado y alcance; si expresa su propia opinión o la de otros; si está citando a alguien a quien aprueba, desaprueba o mantiene una reserva silenciosa, etc.
- La intención del escritor se debe hallar de acuerdo a las leyes del lenguaje en el cual escribe, y en consecuencia, debemos tomar en cuenta el estilo literario que usó. Todos los estilos son compatibles con la inspiración, porque todos son expresión legítima del pensamiento humano, y también, como dice San Agustín (De Trinitate, I, 12). “Dios, al hacer que los hombres escribieran libros, no quiso que los compusieran de otra forma que la usual.” Por lo tanto, se debe distinguir entre la afirmación y la expresión; es por medio de la última que llegamos a la primera.
- Estos principios generales se deben aplicar a los diferentes libros de la Biblia, mutatis mutandis, según la naturaleza del asunto que contienen, el propósito especial para el cual el autor lo escribió, la explicación tradicional que se da de ellos y también según las decisiones de la Iglesia.
1. Las que están erróneas por insuficientes.
(a) La aprobación que da la Iglesia a escritos meramente humanos por sí mismos, no pueden convertirlos en Escritura inspirada. La opinión contraria expuesta por Franz Karl Movers y Haneberg, en el siglo XIX, fue condenada por el Concilio Vaticano I (Vea Denzinger, 1787).
(b) La inspiración bíblica incluso cuando parece estar en su nivel más bajo---por ejemplo, en los libros históricos---no es una simple ayuda dada a los escritores inspirados para prevenirlos de errar, como pensaba Jahn (1793), quien seguía a Holden y quizás a Richard Simon. Para que un texto constituya Escritura, no es suficiente “que contenga revelación sin error” (Conc. Vat., Denz., 1787).
(c) Un libro compuesto de recursos meramente humanos no se puede convertir en texto inspirado, aun cuando sea aprobado luego por el Espíritu Santo. Esta aprobación subsiguiente puede hacer a la verdad contenida en el libro tan creíble como si fuera un artículo de la Fe Divina, pero no le da un origen divino al libro mismo. Toda inspiración propiamente dicha es anterior, aunque parezca una contradicción del lenguaje, a la subsiguiente inspiración. Esta verdad parece pasar desapercibida para esos modernos que pensaban que podían revivir---haciendo al mismo tiempo menos aceptable---una hipótesis vaga de Leonard Lessius (1585) y de su discípulo Jacques Bonfrère.
2. Las que yerran por exceso:
Una opinión que yerra por exceso confunde la inspiración con la revelación. Hemos dicho que estas dos operaciones divinas no sólo son distintas, sino que pueden efectuarse separadamente, aunque también se pueden hallar juntas. De hecho, esto es lo que ocurre cuando Dios mueve al escritor sagrado a expresar pensamientos o sentimientos de los cuales no pudo haber tenido conocimiento en el modo ordinario. Ha habido alguna exageración en la acusación presentada contra escritores tempranos de haber confundido la inspiración con la revelación; sin embargo, se debe admitir que la distinción explícita entre estas dos gracias se ha enfatizado cada vez más desde la época de Santo Tomás. Este es un progreso muy reala y nos permite hacer un análisis psicológico más exacto de la inspiración.
Alcance de la Inspiración
El asunto ahora no es si todos los libros bíblicos son inspirados en cada parte, incluso en los fragmentos llamados deuterocanónicos. Este punto, que concierne a la integridad del Canon, ha sido resuelto por el Concilio de Trento (Denzinger, 784). Pero, ¿estamos obligados a admitir que, en los libros o parte de libros que son canónicos, hay algo, ya sea respecto a la materia o la forma, que no caiga bajo la inspiración divina?Inspiración de todo el asunto-materia: Desde fines del siglo XIX ha habido teólogos-autores, exégetas, y especialmente apologistas---tales como Holden, Rohling, Lenormant, di Bartolo y otros---quienes han sostenido, con más o menos confianza, que la inspiración de la Biblia se limita a la enseñanza moral y dogmática, y que excluye todo lo relacionado a la historia y ciencias naturales. Ellos piensan que de este modo se puede remover una gran cantidad de dificultades contra la inerrancia de la Biblia. Pero la Iglesia nunca ha dejado de protestar contra este intento de restringir la inspiración de los libros sagrados. Esto es lo que sucedió cuando Monseñor d’Hulst, Rector del Instituto Católico de París, dio una explicación benévola sobre esta opinión en “Le Corespondant” del 25 de enero de 1893. La respuesta vino muy pronto en la Encíclica Providentissimus Deus del mismo año. En dicha encíclica el Papa León XIII dijo: “Nunca será legítimo restringir la inspiración a meramente ciertas partes de la Sagrada Escritura, o admitir que el escritor sagrado pudo haberse equivocado. Ni la opinión de tales puede ser tolerada, quienes, para salir de estas dificultades, no vacilan en suponer que la divina inspiración se extiende sólo a lo tocante a la fe y moral, bajo el falso alegato de que el verdadero significado se busca menos en lo que Dios ha dicho que en el motivo por el cual lo dijo.” (Denz., 1850). De hecho, una inspiración limitada contradice la tradición cristiana y la enseñanza teológica.
Inspiración Verbal: Los teólogos discuten la cuestión de si la inspiración controló la selección de las palabras usadas u operó sólo en lo concerniente al sentido de las afirmaciones hechas en la Biblia. En el siglo XVI la inspiración verbal era la enseñanza corriente. Los jesuitas de Lovaina fueron los primeros en reaccionar contra esa opinión. Ellos afirmaban “que para que un texto se considere Sagrada Escritura, no es necesario que el Espíritu Santo haya inspirado las mismas palabras materiales a usarse.” Las protestas contra esta nueva opinión fueron tan violentas que Belarmino y Francisco Suárez consideraron que era su deber bajar el tono de la fórmula al declarar “que todas las palabras del texto han sido dictadas por el Espíritu Santo en lo que concierne a substancia, pero en forma diferente según las diversas condiciones de los instrumentos.” Esta opinión continuó ganando en precisión, y poco a poco se desenredó de la terminología que había tomado prestada de la opinión adversa, notablemente por la palabra “dictado”. Su progreso fue tan rápido que a principios del siglo XIX era más comúnmente enseñada que la teoría de la inspiración verbal. El cardenal Franzelin parece haberle dado su forma definitiva.
Durante el último cuarto del siglo XIX la inspiración verbal ganó partidarios de nuevo, y se volvieron más numerosos cada día. Sin embargo, los teólogos hodiernos, mientras que retienen la terminología de la vieja escuela, han modificado profundamente la teoría misma. Ya no hablan de dictado material de las palabras al oído del escritor, ni de una revelación interior del término a ser empleado, sino de una moción divina que se extiende a todas las facultades e incluso a los poderes de ejecución del escritor, y en consecuencia influye en toda la obra, incluso en su edición. Así el texto sagrado es completamente obra de Dios y completamente obra del hombre, de este último, a modo de instrumento, del primero por vías de causa principal. Bajo esta forma rejuvenecida la teoría de la inspiración verbal muestra un marcado avance hacia la reconciliación con la opinión rival. Desde un punto de vista exegético y apologético, es indiferente cuál de estas dos opiniones adoptamos. Todos concurren que las características de estilo así como las imperfecciones que afectan el asunto-material mismo pertenecen al escritor inspirado. En cuanto a la inerrancia del texto inspirado, se debe atribuir finalmente al Inspirador, y es inmaterial si Dios ha asegurado la verdad de su Escritura por la gracia de la inspiración misma, como enseñan los seguidores de la inspiración verbal, más bien que por su ayuda providencial.
Visión Protestante sobre la Inspiración de la Biblia
Al comienzo de la Reforma: 1. Como consecuencia necesaria de su actitud hacia la Biblia, la cual habían tomado como su única regla de fe, los protestantes fueron guiados desde el mismo principio a ir más allá de las ideas de mera inspiración pasiva, que era la comúnmente aceptada en la primera mitad del siglo XVI. No sólo no hacían distinción entre la inspiración y la revelación, sino que la Escritura, tanto en materia como en estilo, era considerada como la revelación misma. En ella Dios le habla al lector justo como hizo a los israelitas desde antiguo desde el propiciatorio. De ahí esa clase de culto que algunos protestantes llaman hoy día la “bibliolatría”. En medio de la incertidumbre, vaguedad y antinomias de aquellos primeros tiempos, cuando la Reforma como Lutero mismo, estaban tratando de encontrar un camino y un símbolo, se puede discernir una preocupación constante, la de unir indisolublemente la creencia religiosa a la misma verdad de Dios por medio de su Palabra escrita. Los luteranos que se dedicaron a componer la teoría protestante de la inspiración fueron Melancthon, Chemzitz, Quenstedt, Calov. Pronto a la inspiración de las palabras se añadió el de los puntos vocales del presente texto hebreo. Esta no era una simple opinión sostenida por los dos Buxtorfs, sino una doctrina definida e impuesta bajo pena de prisión y exilio, por la confesión de las iglesias suizas, promulgada en 1675. Estas disposiciones fueron abrogadas en 1724. Los puristas sostenían que en la Biblia no hay ni barbarismos ni solecismos; que el griego del Nuevo Testamento es tan puro como el de los autores clásicos. Se decía, con algo de verdad, que la Biblia se había vuelto un sacramento para los reformadores.2. En el siglo XVII comenzaron las controversias que con el correr del tiempo terminarían en la teoría de inspiración ahora generalmente aceptada por los protestantes. Los dos principios que ocasionaron la Reforma fueron precisamente los instrumentos de esta revolución; por un lado, el reclamo para cada alma humana de una enseñanza del Espíritu Santo, que era inmediata e independiente de toda regla exterior; por el otro lado, el derecho del juicio privado, o autonomía de razonamiento individual, en la lectura y estudio de la Biblia. En nombre del primer principio, en el cual Zwinglio insistió más que Lutero y Calvino, los pietistas pensaron librarse de la letra de la Biblia, que encadenaba la acción del Espíritu. Un hugonote francés, Sebastián Castellion (m. 1563) ya había sido lo bastante atrevido como para distinguir entre la letra y el espíritu; según él el espíritu sólo viene de Dios, la letra no es más que un “envase, envoltura o caparazón del espíritu.”
Los cuáqueros, los seguidores de Swedenborg, y los irvingitas forzarían esta teoría a sus límites máximos; la revelación real---la única que instruye y santifica---era la producida bajo la influencia inmediata del Espíritu Santo. Mientras que los pietistas leían su Biblia con la ayuda de la iluminación interior solamente, otros, en números aún mayores, trataban de obtener alguna luz de investigaciones filológicas e históricas que habían recibido su impulso decisivo del Renacimiento. Se le aseguró toda facilidad a sus investigaciones por el principio de libertad de juicio privado y ellos tomaron ventaja de esto. Las conclusiones obtenidas por este método no podían ser fatales a la teoría de la inspiración por revelación. En vano dijeron estos partidarios que la voluntad de Dios había sido revelar a los Evangelistas en cuatro diferentes formas las palabras que, en realidad, Jesucristo había pronunciado sólo una vez; que el Espíritu Santo variaba su estilo según iba dictando a Isaías o a Amós---tal explicación no era nada más que un reconocimiento de la habilidad para hallar los hechos alegados contra ellos. De hecho, Fausto Socino (m. 1562) había ya afirmado que las palabras y, en general, el estilo de la Escritura no eran inspirados. Poco después, George Calixtus, Episcopius y Grotinus hicieron una distinción clara entre inspiración y revelación. De acuerdo al último, no hay nada revelado excepto las profecías y las palabras de Jesucristo, todo lo demás es inspirado. Más aún, él reduce la inspiración a una moción piadosa del alma (vea "Votum pro pace Ecclesiae" en sus obras completas, III, 1679, 672). La Escuela Arminiana Holandesa entonces representada por J. LeClerc, y, en Francia, por L. Capelle, Daillé, Blondel y otros, siguió el mismo curso. Aunque mantuvieron la terminología común, hicieron aparente, sin embargo, que la fórmula “La Biblia es la Palabra de Dios” ya estaba por ser sustituida por “La Biblia contiene la Palabra de Dios.” Además, el término “palabra” iba a ser tomado en un sentido equivocado.
Racionalismo Bíblico: A pesar de todo, la Biblia seguía siendo considerada el criterio de la creencia religiosa. Robarle esta prerrogativa era el trabajo que el siglo XVIII mismo trataría de realizar. En el ataque hecho a la divina inspiración de las Escrituras se distinguen tres clases de asaltantes.
1. Los filósofos naturalistas, quienes fueron los precursores de la incredulidad moderna (Hobbes, Spinoza, Wolf); los deístas ingleses (Toland, Collins, Woolston, Tindal, Morgan); los racionalistas alemanes (Reimarus, Lessing), los enciclopedistas franceses (Voltaire, Bayle) lucharon por todos los medios, sin olvidar el abuso y el sarcasmo, de probar cuán absurdo era reclamar el origen divino para un libro en el cual se hallan todas las manchas y errores de los escritos humanos.
2. Los críticos le aplicaron a la Biblia los métodos adoptados para el estudio de los autores profanos. Desde el punto de vista literario e histórico, llegaron a la misma conclusión que los infieles filósofos; pero pensaron que podían continuar siendo creyentes al distinguir en la Biblia entre el elemento religioso y el profano. Este último lo entregaron al juicio libre del criticismo histórico; pretendieron retener el primero, pero no sin restricciones, que cambió profundamente su significado. Según Semler, el padre del racionalismo bíblico, Cristo y los Apóstoles se acomodaron a las falsas opiniones de sus contemporáneos; según Kant y Eichborn, todo lo que no concuerda con la sana razón debe ser considerado como invención judía. La religión restringida dentro de los límites de la razón---ese fue el punto que el movimiento crítico iniciado por Grotius y Leclerc tenía en común con la filosofía de Kant y la teología de Wegscheider. El dogma de la inspiración plena arrastró consigo, en su ruina final, la misma noción de revelación (A. Sabatier, Les religions d'autorité et la religion de l'espirit, 2da ed., 1904, p. 331).
3. Estas controversias filosóficas históricas sobre la autoridad bíblica causaron gran ansiedad en las mentes religiosas. Hubo muchos que buscaron su salvación en uno de los principios presentados por los primeros reformadores, principalmente por Calvino: es decir, que la verdadera certeza cristiana venía del testimonio del Espíritu Santo. El hombre sólo tenía que sondear su propia alma para encontrar la esencia de la religión, la cual no es una ciencia, sino una vida, un sentimiento. Tal fue el veredicto de la filosofía kantiana entonces en boga. Era inútil, desde el punto de vista religioso, discutir los reclamos extrínsecos de la Biblia; mucho mejor era la experiencia moral de su valor intrínseco. La Biblia en sí misma no era nada más que una historia de las experiencias religiosas de los profetas, de Cristo y sus Apóstoles, de la sinagoga y de la Iglesia. La verdad y la fe no venían de afuera, sino que se extendían desde la conciencia cristiana como su fuente. Ahora esta conciencia era despertada y sostenida por la narración de las experiencias religiosas de los antepasados. ¿Qué importaba entonces el juicio hecho por la crítica sobre la verdad histórica de esta narración, si sólo evocaba una emoción saludable en el alma? Aquí era verdad sólo lo útil; no el texto, sino el lector inspirado. Ese es, en sus perfiles generales, la etapa final del movimiento que iniciaron Spencer, Wesley, los Hermanos Moravianos, y generalmente los pietistas, pero del cual Schleiermacher (1768-1834) iba a ser el teólogo y propagador en el siglo XIX.
Condiciones Presentes:
1. Sin embargo, las opiniones tradicionales no fueron abandonadas sin resistencia. Un movimiento atrás hacia la vieja idea del theopneustia, incluyendo la inspiración verbal, apareció por doquier en la primera mitad del siglo XIX. Esta reacción fue llamada la Réveil. Entre sus principales promotores se debe mencionar al suizo L. Gaussen, a W. Lee en Inglaterra, a A. Dlorner en Alemania, y más recientemente, a W. Rohnert. Sus trabajos al principio causaron interés y simpatía, pero estaban destinados al fracaso ante los esfuerzos de una contra reacción que buscó completar la obra de Schleiermacher, la cual estuvo liderada por Alex, Vinet, Edmund Scherer y E. Rabud en Francia; Rich, David Rothe y especialmente Albrecht Ritschl en Alemania; S. T. Coleridge, F.D. Maurice y Matthew Arnold en Inglaterra. Según ellos, el antiguo dogma de la theopneustia no se debe reformar, sin renunciar a él por completo. En el calor de la lucha, sin embargo, profesores universitarios como E. Reuss usaron libremente el método histórico; sin negar la inspiración la ignoraron.
2. Aparte de las diferencias accidentales, la presente opinión de los llamados protestantes progresistas (quienes profesan, sin embargo, permanecer suficientemente ortodoxos) según representada en Alemania por B. Weiss, R.F. Grau y H. Cremer, en Inglaterra por W. Sanday, C. Gore y la mayoría de los eruditos anglicanos puede ser reducida a los siguientes puntos:
- (a) la puramente pasiva, heopneustia mecánica, al extenderse a las meras palabras, no puede ser sostenible;
- (b) La inspiración tuvo grados: sugestión, dirección, elevación y superintendencia. Todos los escritores sagrados no han sido inspirados igualmente.
- (c) La inspiración es personal, es decir, dada directamente al escritor sagrado para iluminar, estimular y purificar sus facultades. Este entusiasmo religioso, como toda gran pasión, exalta los poderes del alma; pertenece, sin embargo, al orden espiritual, y no es meramente una ayuda dada inmediatamente al intelecto. Al ser la inspiración bíblica una aprehensión del hombre completo por virtud divina, no difiere esencialmente del don del Espíritu Santo impartido a todos los fieles;
- (d) Por no decir cosa peor, es uso impropio del lenguaje llamar inspirado al texto sagrado mismo. De todos modos, este texto puede errar, y yerra, no sólo en asuntos profanos, sino también en aquellos concernientes más o menos a la religión, puesto que los profetas y Cristo mismo, a pesar de su divinidad, no poseían infalibilidad absoluta (Cf. Denney, Dicc. sobre el Crist. y los Evangelios, I, 148-49.). La Biblia es un documento histórico que tomado en su totalidad contiene la auténtica narrativa de la revelación, las buenas nuevas de la salvación.
- (e) La verdad revelada, y por consiguiente, la fe que derivamos de ella no se hallan en la Biblia, sino en Cristo mismo; es de Él y a través de Él que el texto escrito adquiere definitivamente todo su valor.
3. La posición de los protestantes liberales (es decir, los que son independientes del dogma) puede ser definida fácilmente. La Biblia es tal como otros textos, ni inspirada ni la regla de fe. La creencia religiosa es bastante subjetiva y está muy lejos de depender de la autoridad dogmática o incluso histórica de un libro que le da su valor real. Cuando están en discusión textos religiosos, incluida la Biblia, la historia---o por lo menos lo que la gente considera generalmente histórico---es mayormente un producto de fe, la que ha transfigurado los hechos. Los autores de la Biblia pueden llamarse inspirados, lo cual está dotado de una percepción superior de los asuntos religiosos; pero este entusiasmo religioso no difiere esencialmente de lo que animó a Homero o a Platón. Ésta es la negación de todo lo sobrenatural, en el sentido ordinario de la palabra, tanto en la Biblia cono en la religión en general. Sin embargo, aquellos que afirman esta teoría se defienden a sí mismos del cargo de infidelidad, especialmente al repudiar el frío racionalismo del siglo XIX, que estuvo hecho exclusivamente de negaciones. Ellos piensan que permanecen lo suficientemente cristianos al adherirse al sentimiento religioso al que Cristo ha dado la más perfecta expresión conocida hasta ahora. Siguiendo a Kant, Schleiermacher y Ritschl, ellos profesan una religión libre de todo el intelectualismo filosófico y de toda prueba histórica. Los hechos y las fórmulas del pasado tienen, ante sus ojos, sólo un valor simbólico y transitorio. Tal es la nueva teología diseminada por los más conocidos profesores y escritores especialmente en Alemania---historiadores, exégetas, filólogos e incluso pastores de almas. Sólo necesitamos mencionar a Harnack, H.J. Holtzmann, Fried, Delitzsch, Cheyne, Campbell, A. Sabatier, Albert y John Réville. Es a esta transformación del cristianismo que debe su origen el “modernismo”, condenado por la Encíclica Pascendi Gregis.
En el protestantismo moderno decididamente la Biblia ha caído de la primacía que la Reforma le concedió tan sonoramente. La caída es fatal, y se vuelve más profunda cada día, y sin remedio, puesto que es la consecuencia lógica del principio fundamental expuesto por Lutero y Calvino. La libertad de examen estaba destinada a producir tarde o temprano la libertad de pensamiento (Cf. A. Sabatier, Les religions d'autorite et la religion de l'espirité, 2da ed., 1904, págs. 399-403.)
Bibliografía:
OBRAS CATOLICAS: FRANZELIN, Tractatus de divina traditione et scriptura (2da ed., Roma, 1875), 321-405; SCHMID, De inspirationis bibliorum vi et ratione (Louvain, 1886); ZANECCHIA, Divina inspiratio Sacrae Scripturae (Roma, 1898); Scriptor Sacer (Roma, 1903); BILLOT, De inspiratione Sacrae Scripturae (Roma, 1903); CH. PESCH, De inspiratione Sacrae Scripturae (Friburgo im Br., 1906); LAGRANGE en Revue Biblique (Par[is, 1895), p. (Londres, 6 de nov. de 1897 a 5 de feb. de 1898); HUMMELAUER, Exegetisches zur Inspirationsfrage (Friburgo im Br., 1904); FONCK, Der Kampf um die Warheit der heil. Schrift seit 25 Jahren (Innsburck, 1905); DAUSCH, Die Schrifitnspiration (Friburgo im Br., 1891); HOLZHEY, Die Inspiration de heil. Schrift in der Anschauung des Mittelaters (Munich, 1895); CH. PESCH, Zur neuesten Geschichte der Katholischen Inspirationslehre (Friburgo im Br., 1902)
OBRAS PROTESTANTES: GUSSEN, Theopneustic (2da ed., Par[is, 1842), tr. Pleanry Inspiration of Holy Scripture; LEE, Inspiraci[on de la Sagrada Escritura (Dublín, 1854); ROHNERT, Die Inspiration, der heil, Schrift und ihre Bestreiter (Leipzig, 1889); SANDAY, Los oráculos de Dios (Londres, 1891); FARRAR, La Biblia: Su Significado y Supremacía (Londres, 1897); Historia de la Interpretación (Londres 1886); Simposio Clerical sobre la Inspiración (Londres, 1884); RABAUD, Histoire de la doctrine de l'inspriation dans les pays de langue francaise depuis la Reforme jusqu a nos jours (Paris, 1883).
Fuente: Durand, Alfred. "Inspiration of the Bible." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/08045a.htm>.
Traducido por Luz Hernández
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