Alberto Treiyer
Doctor en Teología
Trasfondo teológico del genocidio católico.
Al repasar la historia medieval del papado romano y
sus brotes de intolerancia imponentes en el S. XX, se puede percibir una
constancia que la marca indeleblemente en todo su recorrido. Siempre
exigió tolerancia al principio, como lo hace aún hoy, en donde es
minoría. Una vez que se siente fuerte, comienza a ejercer un ministerio
represor y exclusivista, mediante influencias políticas y
gubernamentales. Como último paso impone un sistema totalitario en donde
no hay cabida alguna para otra religión u oposición. Para lograr
imponerse en forma absoluta sobre todos los demás, no tiene reparos en
recurrir incluso al genocidio, ya sea estimulándolo abiertamente o
simplemente consintiendo con el silencio público.
Una política semejante se ve en un pájaro negro que
existe en el litoral argentino. El tordo pone su huevo en nido ajeno.
Una vez que nace el pichón, comienza a empujar a los otros pichones
auténticos hasta que los tira abajo, y se apodera del nido y de la
atención de los pájaros legítimos que no dan abasto con todas sus
demandas de comida. Así hace el papado romano cada vez que logra poner
su huevo en un estado ajeno. Una vez que se apodera del nido, no hay
pájaro que lo pueda sacar, a no ser mediante una revolución violenta y
sangrienta que traiga liberación al nido original, si es que ello es
posible. Durante la Edad Media, el papado ponía el huevo en los palacios
reales cuando lograba casarse con los reyes y príncipes de las naciones
europeas. Siendo que hoy la mayoría de los países de la tierra son
democráticos, está tratando de poner el huevo en las principales
constituciones del mundo. Mientras anda de amoríos con los estados
modernos tratando que le fecunden la cigota, promete muchas cosas
bonitas. Una vez que nazca el pájaro dará los mismos
resultados: intolerancia, violencia y muerte para apoderarse del nido.
Ya las naciones no dan abasto con tantas demandas de reconocimiento, y
que reclama mientras crece cada vez más.
Nuestra pregunta es la siguiente. ¿En dónde nace esa
actitud tan constante y persistente del papado romano? Mientras que la
Iglesia Católica suele justificar esa permanente actitud en la vocación o
llamado divino que Dios dio a la Iglesia como Señora y Reina de todas
las naciones de la tierra, otros invocan textos bíblicos que la vinculan
con el ángel rebelde que quiso ocupar el lugar de Dios, y busca ejercer
su dominio absoluto sobre los reinos de la tierra como “príncipe de
este mundo”. Nuestra pregunta aquí apunta, sin embargo, a otro aspecto
de la teología católica sobre el que no se suele prestar atención. En
efecto, una conducta tan regular y constante a través de los siglos
tiene que estar enmarcada en una creencia dominante. ¿Por qué nunca se
contentó la Iglesia Católica, en toda la etapa de su desarrollo, con
abocarse únicamente a su tarea espiritual?
La declaración del Generalísimo Francisco Franco para
justificar su obra de “expiación” en España, puede ayudarnos a
introducir el tema. Según sus palabras, la tremenda y sangrienta guerra
civil española fue un “castigo espiritual, castigo que Dios impone a una
vida torcida, a una historia no limpia”. Esas declaraciones se basan en
el sacramento católico de la penitencia. Lo que la Iglesia Católica
requiere en el plano individual para librarse del pecado, lo requiere
también en el plano colectivo para librar a la sociedad de todo elemento
que le impida lograr presuntamente la santidad. Un justificativo
adicional para su carácter represor lo encuentra en la igualmente pagana
doctrina del purgatorio y del infierno eterno.
1. El sacramento de la penitencia, el purgatorio y el infierno.
Según el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica
(puntos 1459-1460) y las homilías del papa Juan Pablo II en vísperas de
su jubileo católico del 2000, no alcanza con la regeneración interior
que el Espíritu de Dios obra en el pecador. Siempre quedan “penas” y
“residuos” del pecado que hay que “expiar” o eliminar mediante un
autocastigo o “satisfacción”, al que la doctrina católica llama también
“penitencia”. ¿Sobre qué basa el papado esta doctrina? No cita ningún
pasaje bíblico porque tal enseñanza no está en la Biblia. Recurre al
rico legado de la tradición católica que suplantó las claras enseñanzas
del evangelio.
Aunque la Iglesia Romana no impide la iniciativa
personal del pecador en la decisión y elección del castigo que éste se
autoinflige, suele aconsejar recurrir a un sacerdote no sólo para ser
absuelto, sino también para recibir la receta adicional que le hará
presuntamente repudiar el pecado. Las pobres miserables almas que
recurren a ese método—como lo hizo Lutero al punto de casi morir antes
de descubrir en la Biblia la esencia del evangelio—piensan que cuanto
peor sea el castigo que se inflijan, tanto más libres van a estar de
querer volver a cometer la falta. No saben que la única manera de
librarse del pecado es dejando de mirarse a sí mismos, para apoyarse en
las riquezas de la gracia divina que expía el pecado en forma libre y
completa, y sin tener que pensar en compensaciones adicionales de
manufactura humana (Rom 3:24-26; 5:1; Heb 12:1-2, etc). “El justo vivirá
por la fe” (Rom 1:17), y obtendrá la justificación divina única y
exclusivamente por la fe (Rom 3:22-28).
Para no perder los réditos y beneficios materiales
que los penitentes le devuelven a la Iglesia Católica por esa
dispensación de bienes que ostenta poseer, inventó el papado romano otra
creencia que tampoco está en la Biblia, llamada “purgatorio”. Si los
que en vida fueron negligentes en su deber de hacer “satisfacción”
mediante las penitencias y de tantas otras maneras, tendrán que terminar
de purgar esos residuos en un lugar de castigo temporario llamado
“purgatorio”. Para acortar tal período de tiempo en ese lugar de
sufrimiento, otras personas piadosas podrán hacer “satisfacción” no sólo
mediante penitencias, sino también mediante indulgencias y pagos
compensatorios hechos a la Iglesia.
¿De qué manera estas creencias (de la penitencia y
del purgatorio), afectan el comportamiento social de la Iglesia
Católica? Así como además de la regeneración interior, la Iglesia
Católica requiere que los pecadores sufran con penas impuestas por ella o
por los pecadores mismos, así también requiere, una vez que se vuelve
mayoritaria y se siente fuerte, librar la sociedad de todo “residuo” de
mal que persista en ella. Esto es lo que entendió Franco en España, y lo
condujo a sacrificar en plena época moderna y democrática, a más de
medio millón de vidas con tal de fundir otra vez la sociedad con la
Iglesia Católica. Arrianos, cátaros, valdenses, protestantes,
musulmanes, judíos, comunistas, todos ellos fueron considerados como
esos “residuos” de mal que había que extirpar para poder purificar en
forma completa la sociedad en que se encontraban.
Así como el catolicismo no cree en la completa
suficiencia del Espíritu de Dios para regenerar al ser humano, sino que
debe agregarse una compensación o “satisfacción” humana por la falta
cometida; así también el papado romano jamás creyó que debía
contentarse con cumplir un papel puramente espiritual en la sociedad,
sino que debía recurrir también al brazo político y legal para expurgar
los males que la aquejan. Siendo que estas creencias forman parte del
fundamento mismo de la fe católica, se puede afirmar sin temor a
equivocarse que la Iglesia Católica no cambiará jamás, sopena de dejar
de ser ella misma.
El sacramento de las penitencias y la doctrina del
purgatorio y del infierno eterno no están en la Biblia, sino que
provienen del paganismo y constituyen una afrenta al carácter divino. El
genocidio inspirado y producido por la Iglesia Católica proviene
igualmente del paganismo y se nutre de sus mismos principios, tan
contrarios al evangelio de Jesucristo. Y si Dios—como lo presume la
Iglesia de Roma—castiga eternamente en el infierno a la gente por sus
pecados, ¿por qué no había la Iglesia de adelantarse a ese castigo que
de todas maneras no va a cesar jamás en el fuego eterno?
¿Cuál es el pecado más intolerable para la Iglesia
Católica? La herejía. Por tal razón, los más perseguidos por el papado
romano a lo largo de su historia fueron los grupos religiosos que se
opusieron a sus demandas arrogantes, anteponiendo la Palabra de Dios.
Esto no es sólo cuestión del pasado, sino también del presente, ya que
forma parte del pensamiento católico tradicional. Basado en ese
pensamiento católico tradicional, una obra apologética sobre la
Inquisición, editada en el año 2000, argumenta lo siguiente:
“Los dogmas católicos son expresiones de” la
“Voluntad Divina, no de la libre elección de unos hombres… Por eso jamás
podrá tolerar ni la herejía que niega las verdades reveladas
[entiéndase enseñanzas del Magisterio de la Iglesia Católica], ni que se
las someta… al progreso… de los razonamientos humanos y de las
experiencias religiosas” [F. Ayllón, El Tribunal de la Inquisición. De
la leyenda a la historia (Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima,
2000), 162-163]. “Vista en su complejidad, la herejía posee una triple
naturaleza: desde el punto de vista político, es un acto
subversivo...; desde una óptica jurídica, constituye un delito de lesa
majestad, cometido contra Dios, la sociedad y el estado; y, desde una
visión teológica, es el más grande pecado cometido contra Dios mismo”
(ibid, 342). Lo que este autor moderno comenta aquí no es otra cosa que
lo que el papa Gregorio XIII afirmó en siglos pasados. Para ese papa
como para el papado en toda su historia, “el crimen de la herejía es el
más grave de todos” (ibid, 621), “mucho más grave que los otros” (ibid,
622), razón por la cual negaba a los confesores la facultad de absolver
los herejes, ni siquiera en el jubileo católico.
2. Lo que muchos no captan.
Si a las doctrinas de la penitencia, del purgatorio y
del infierno eterno que están en el fundamento mismo de la Iglesia
Católica, se suma el de la pretendida infalibilidad del papado y de su
Magisterio Eclesiástico, ¿quién le podrá creer a la Iglesia de Roma
cuando promete hoy respetar los derechos individuales de las minorías.
¿Acaso no está buscando afanosamente el consenso de las iglesias
mayoritarias y tradicionales para imponer sobre el mundo los dogmas que
tienen en común? ¿No serán capaces de captar los gobernantes de las
naciones todo lo que involucra el permitirle al papado un reconocimiento
tan especial en la Constitución Europea y en las Naciones Unidas?
En 1888, con más de un siglo de antelación, E. de
White describió el papel que están cumpliendo ya muchos dirigentes
políticos de hoy. “El movimiento dominical está avanzando en la
oscuridad. Los líderes encubren el verdadero problema, y muchos que se
unen al movimiento no ven hacia dónde tiende la corriente oculta… Están
trabajando a ciegas. No ven que si un gobierno… sacrifica los principios
que lo han hecho una nación libre e independiente y mediante leyes
incorpora en la Constitución principios que propagarán las falsedades y
los engaños papales, se hundirán en los horrores del romanismo y de la
Edad Oscura” (EUD, 128-9).
Una vez que Roma logre sus objetivos de predominio
político y religioso, de ser reconocido otra vez como el alma del cuerpo
civil, aparecerá el último intento de genocidio humano. Ese intento
diabólico se desatará contra “los que guardan los mandamientos de Dios y
tienen el testimonio de Jesucristo” (Apoc 12:17; 13:15). “Se demandará
con insistencia que no se tolere a los pocos que se oponen a una
institución de la iglesia y a una ley del Estado; pues vale más que
esos pocos sufran y no que naciones enteras sean precipitadas a la
confusión y anarquía. Este mismo argumento fue presentado contra Cristo…
por los ‘príncipes del pueblo'… Este argumento parecerá concluyente”
(CS, 673 [1911]).
Los Protestantes son vulnerables de caer en la trampa
del Vaticano por compartir con la Iglesia Católica la doctrina dualista
de alma y cuerpo, que contradice las claras enseñanzas de la Biblia.
Además, comparten también un día de fiesta semanal que es el domingo, y
una misma preocupación porque ese día se lo está dedicando a cualquier
cosa menos a la religión. A menos que logren imponerlo en la sociedad
moderna, no podrán nunca volver a ser el alma del cuerpo social. De allí
que la marca de autoridad mayor que tanto católicos como protestantes
están tratando de imponer se centra en esos dos aspectos. Esto lo
anticipó admirablemente E. de White al comenzar el S. XX. “Merced a los
dos errores capitales, el de la inmortalidad del alma y el de la
santidad del domingo, Satanás prenderá a los hombres en sus redes” (CS,
645). [La doctrina de la inmortalidad natural del alma, por otra parte,
ha abierto las puertas también para que el espiritismo esté penetrando
notablemente el mundo católico y protestante, tal como lo predijo en la
misma ocasión E. de White (ibid)].
3. La carencia de arrepentimiento en los genocidas católicos.
Siendo que la herejía es el peor pecado de todos y
digno de ser “expiado” en la sociedad, a través del ministerio de muerte
de una religión que procura establecerse en forma teocrática (o más
bien autocrática), ¿debía sorprendernos que los más grandes genocidas
católicos durante y después de la Segunda Guerra Mundial, no
manifestasen señal alguna de arrepentimiento? En efecto, los más grandes
criminales nazis, ustashis, falangistas y fascistas, muchos de ellos
sacerdotes católicos, vindicaron hasta su muerte su papel represor.
Videla, el general argentino que inició la represión
en Argentina, expresó sin ambagues que obró a conciencia como fiel y
devoto católico. Tampoco dieron muestras de arrepentimiento los
sacerdotes y capellanes que participaron en la tortura y condena de los
subversivos. Los peores criminales nazis negaron culpa alguna en el
juicio que se les hizo después de la guerra, así como tantos otros
criminales de guerra a quienes se condenó después. Todos ellos
declararon hasta el final de sus vidas que no tenían nada de que
arrepentirse. El cuerpo político entero de criminales ustashis, con sus
sacerdotes, tampoco se arrepintió jamás. Por el contrario, continuó ese
tal cuerpo con su ministerio asesino en los países que los acogieron
después de la guerra, y su memoria está siendo honrada por el nuevo
estado croata de mayoría católica.
Entre las varias razones que podemos entresacar para
entender esa falta de arrepentimiento ante tamaños crímenes cometidos
contra la humanidad, sobresale la que invocaron los militares y
sacerdotes católicos mismos para vindicarse de la condenación mundial en
la que incurrieron. Tenían un enemigo que vencer contrario a la santa
religión que profesaban, y contaban con la bendición y aliento de los
líderes más grandes de la Iglesia Católica. ¿De qué tendrían, pues, que
arrepentirse? ¿Acaso la historia de la Iglesia no les había dado
suficientes ejemplos de heroísmo al torturar y exterminar durante tantos
siglos a tantos millones de herejes protestantes, judíos y musulmanes?
Era la misma Iglesia la que los empujaba a la acción, y les tomaba
juramento de lealtad a Dios y a la patria antes de salir a la guerra
para exterminar a sus “enemigos”, esto es, a los que no concordaban con
sus ideas religiosas y represoras. Amparados y adoctrinados por la
Iglesia Católica para ser cruzados y soldados de Cristo, con el
propósito de exterminar a los opositores del predominio espiritual del
papado, ¿de qué iban a tener que pedir perdón los hijos criminales de la
Iglesia a los que ni el mismo papa condenaba?
Otra razón no siempre expresada por la que la mayoría
de los criminales oficialistas del catolicismo romano jamás se
arrepintieron, se da en la misma sustancia de la religión católica. Los
laicos no tienen derecho a pensar por sí mismos en materia religiosa.
Según se ve confirmado en el nuevo catecismo romano, el Magisterio de la
Iglesia y el Papa son los únicos infalibles en materia de fe y
práctica. Por lo tanto, el fiel católico libra su conciencia en la del
sacerdote que representa a la Iglesia. Todo crimen que comenten tiene
que ver con un principio de “obediencia debida” a la Santa Madre Iglesia
que los amamanta. En este contexto, el alma—el clero—requiere en nombre
de Dios un baño de sangre para limpiar la sociedad. El cuerpo—el
ejército católico—ejecuta esa voluntad superior sin dilación. Es así
como la Madre Iglesia se hace responsable de todos esos crímenes, aunque
después pretenda lavarse las manos cuando la reacción internacional se
levanta indignada en su contra, echándole la culpa a sus hijos. Aún así,
los hijos no tienen por qué afligirse, porque tampoco serán condenados
por su Madre Iglesia que como la virgencita querida todo lo entiende de
sus hijos y todo lo perdona. Después de todo, el terrible crimen de esos
hijos revela a su vez, un amor muy grande por su Iglesia.
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