En el siglo XVII, la inmensa Rusia
era un país atrasado con respecto al resto de Europa. Se vivía de una forma
casi medieval y el arraigo de las tradiciones era tal que parecía casi imposible
sacar a aquellas tierras del marasmo en el que se encontraban.
Contra esta situación se rebeló el
que sería el zar Pedro 1, el Grande, cuya niñez marcada por el miedo y la
necesidad no influyó para que fuera un ser inteligente y bienintencionado, trabajador
y culto que iba a colocar a Rusia entre las grandes potencias de su tiempo.
Pedro nació en 1672, hijo del zar
Alejo Mijalovich Romanov. Cuando su hermanastra Sofía Alexeieva subió al trono, la vida de Pedro corrió serio peligro porque la nueva
zarina no deseaba posibles rivales a su alrededor. El niño huyó con su madre a
un monasterio y sólo el respeto que se sentía por estos lugares sagrados impidió
que los sicarios de Sofía acabasen con él.
En 1682 fue llamado para compartir
el trono con otro de sus hermanastros, Iván V, un pobre retrasado que
garantizaba el poder de Sofía. Siempre con el miedo a ser asesinado, Pedro
malvivió en una corte en la que pasó frío, hambre y un terror continuo.
En 1689 se produjo el derrocamiento
de Sofía, a manos de los partidarios de Pedro, en muchos casos oscuros
personajes que sólo deseaban medrar a costa de un nuevo monarca. Se mantuvo en
el trono a Iván V hasta su muerte, pero Pedro fue reconocido como único zar.
Una vez en el poder Pedro decidió
dar un cambio radical a la situación. Las tradiciones de la corte, en la que
tanto había padecido, le repugnaban y muy pronto entró en contacto con artesanos europeos que vivían en Rusia y a la que habían llegado buscando
mejores oportunidades y huyendo de las contiendas religiosas de sus respectivos
países. Pedro, un ser curioso por naturaleza, empezó a interesarse por los oficios
y cómo los realizaban esos especialistas europeos y muy pronto aprendió a ser
albañil, herrero, pintor, a construir barcos y así hasta un total de dieciocho
trabajos distintos. Se dice que su entrada en casa de un artesano holandés, sencilla
pero cómoda y dotada de los adelantos que en aquel momento existían para facilitar
la vida cotidiana le abrió los ojos a un mundo desconocido para él y para Rusia
... y decidió occidentalizar el país.
Pero iCon la Iglesia hemos topado! como
decía nuestro buen Don Quijote. La Iglesia ortodoxa rusa tenía un poder enorme tanto
en riqueza material como en influencia sobre el pueblo, y no tardó en acusar al
zar de ser el nuevo Anticristo, lo cual según ella, era bien visible en la estatura
del monarca, que medía casi dos metros, y en las numerosas verrugas que tenía
en el rostro. Un ser de estas características, que además era un reformador, no podía
ser más que el Anticristo redivivo.
Pedro no se amedrentó ante tamaña
calificación, muy al contrario. Desposeyó al patriarca de su poder y creó un
Santo Sínodo que estaba a su servicio. La Iglesia, a regañadientes calló, pero
no fue la única en resistirse a las nuevas maneras del zar, entre las que
estaban que los hombres se cortasen el pelo y se rasurasen las barbas, que acortasen
las vestiduras y siguieran la moda occidental e incluso sugerirles que se aficionasen
al tabaco. En algunos lugares hubo que imponer las reformas por la fuerza. Fundó
la Academia de Ciencias y se preocupó de áreas tan vitales como el comercio y
la educación. Bajo su reinado se adoptó el calendario europeo, pero fracasó en
su intento de pasar del alfabeto cirílico al alfabeto latino, aunque introdujo
los números arábigos. Otorgó becas para estudiar en el extranjero y con él se
creó el primer periódico ruso.
En la política exterior sus planes
de expansión se vieron coronados por el éxito. Arrebató a los turcos la fortaleza de Azov y logró vencer a los suecos, uno de los
mejores ejércitos europeos del siglo XVIII, para lo que tuvo que luchar casi veintiún años.
Envió misiones diplomáticas a los distintos
países europeos, y Holanda e Inglaterra le fascinaron por su nivel de progreso
y desarrollo. Parece que se interesó de manera especial por la religión
cuáquera, de culto sencillo y de hombres muy laboriosos, tan afines al propio
zar.
El capricho de Pedro 1, el Grande, fue
fundar San Petersburgo, y asentar allí la capital, huyendo de Moscú que representaba
la vieja Rusia. Y creó una ciudad maravillosa, totalmente europea, con canales
semejantes a los de Venecia, edificios suntuosos y palacios admirables, algunos
de los cuales ofrecían claras referencias a otros palacios del continente. En 1715
trasladó allí la capital del futuro imperio ruso que nacería con él. Su residencia
favorita, no obstante, estaba en un palacio costero, el de Peterhof, donde
ocupaba un apartamento de dimensiones reducidas, muy parecido a aquella casa
del artesano holandés que tanto le gustó.
Padecía agorafobia, o sea, horror a los espacios abiertos, pero esto no le impidió
crear unos grandes y hermosísimos jardines con fuentes y estatuas.
Tras su victoria sobre el rey
Carlos XII de Suecia, que le proporcionó una salida de extensión considerable
al mar Báltico, se proclamó emperador. Murió en 1725, en San Petersburgo, dejando a su país a la altura de cualquier otro país europeo.
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