Aquí se enraíza el problema llamado en otro tiempo de la adaptación, y
en nuestros días, de la aculturación. En el aspecto celebrativo del
cristianismo, aparte de la Escritura y de los escasos símbolos
sacramentales, no hay que hablar en absoluto de adaptar la celebración a
una cultura; equivaldría a decir que la celebración existe en
abstracto. Según la definición dada antes, la fiesta es la expresión de
un grupo; lo único que hay que suministrar son sus motivos, encontrar el
modo pertenece al grupo mismo, según los niveles de expresión
analizados antes. Supuesto el contacto con la historia de la salvación,
contada por la Escritura, y de los símbolos sacramentales de valor
prácticamente universal, como la comida en común, cada cultura debe
encontrar la manera propia de expresar su fe, unión y la alegría
cristiana. El sembrador sembraba la palabra, el mensaje de Dios; la
tierra buena dio fruto según su posibilidad; no hay que transplantar,
sino que sembrar. Y mucho menos hay que llevar macetas extranjeras que
aíslen la semilla del humus local.
A principios del cristianismo sobresale en este respecto el ejemplo de san Pablo. Al pasar por Palestina al mundo griego adopta sin más las usanzas de la nueva cultura: predica a Cristo crucificado y resucitado y deja que los griegos expresen la fe a su manera. Defiende usos culturales griegos, al parecer opuestos a los judíos, como que los hombres llevaran el pelo corto y no se cubrieran la cabeza (1 Cor 11). Al pasar la eucaristía a terreno helénico, se incorpora a la comida que celebraban las cofradías griegas paganas (ibíd. 11, 17-22). Los judíos se enorgullecían de la circuncisión y despreciaban a los paganos que no la practicaban; san Pablo, judío de raza, declara que entre cristianos es cosa indiferente, y que lo único importante es ser un hombre nuevo (Gál 6,15).
El Apóstol admite sin inconveniente la existencia de fenómenos extáticos en la religión pagana, aunque los distingue solícitamente de los fenómenos cristianos similares por el espíritu que los anima (1 Cor 12,1-3). En una sociedad como la griega, de inspiración democrática, la celebración toma la forma de una colaboración, improvisada o casi, de la comunidad entera (1 Cor 14), mientras en el ambiente palestinense se echa de ver una organización más jerárquica (1 Pe 5, 1-5). Si no se trataba de dirimir cuestiones en la controversia con los judíos, san Pablo no apelaba a la autoridad de Moisés o de los profetas para fundamentar la doctrina. En resumen, propuso a los griegos lo esencial del cristianismo y dejó que ellos formularan su respuesta de fe según la propia mentalidad.
Aquí se ve lo lejos que está el cristianismo de las religiones también en materia de celebración. El concepto de religión incluye estructuras fijas, fitos determinados y costumbres uniformes. A la larga, la estructuración de los cultos los lleva a la decadencia, impidiéndoles además la real universalidad, pues muchos ritos y costumbres están cargados de elementos locales ajenos al resto del mundo.
El cristianismo es una vida. Dios se revela en Jesucristo y los hombres responden con la fe, que es la entrega total a Dios por Cristo. Esa respuesta, que sube del fondo del ser, atraviesa los estratos de la psicología y sale coloreada por las arcillas que la han filtrado. La exuberancia y el gesto no serán iguales en una raza nórdica que en una meridional. La síntesis entre evangelio y cultura determina el modo peculiar de expresión.
¿Se debió la insistencia en la divinización del hombre, propia de los escritos alejandrinos, a un influjo cultural egipcio? El contexto griego de salvación (sotería), como aspiración a la integridad del hombre (sós=íntegro), ¿se debe al ideal humanista griego? Lo cierto es que los cristianos de cultura aramea o siria traducen "salvador" por "dador de vida" y "salvación" por "vida", que entran en una categoría mental diferente. Cada cultura tiene sus conceptos, que se recubren imperfectamente. Nosotros distinguimos entre "amar" y "estar agradecido"; para los arameos, en cambio, el verbo "amar" aun hoy expresa ambos sentidos, como aparece ya en el episodio evangélico de la pecadora en casa de Simón. "Al que poco se le perdona, poco tiene que agradecer" (lit. ama) (Lc 7,47).
La misma Escritura, al ser traducida a otra lengua, adquiere asociaciones conceptuales propias del nuevo ámbito cultural, a veces con riesgo de equívoco. Un ejemplo: el latín traudjo por iustitia y iudicare, ambos derivados de ius (derecho), dos palabras griegas de raíz completamente distinta, como eran dikaiosyne (iustitia) y krino (iudico); en consecuencia, al hablar de la justicia de Dios surgía inevitablemente la idea de Dios juez, mientras en el Nuevo Testamento dikaiosyne significa fidelidad de Dios a su pacto y, por ende, la salvación que realiza, la victoria que alcanza. "Dios es justo" no significa que juzga, sino que es fiel a su promesa, y, habiendo él prometido la salvación, su "justicia" es precisamente nuestra esperanza. No pocas obsesiones religiosas han provocado la confusa traducción latina; por eso los anglosajones, en tiempos de la Reforma, acuñaron una nueva palabra para evitar "justicia": righteousness o rectitud.
Los ejemplos aducidos ayudarán a comprender lo que sucede cuando una nueva cultura se enfrenta con el evangelio. Ha de absorverlo sirviéndose de su esquema mental, que es el único de que dispone. Tiene que hacer su propia síntesis. Es muy probable que, al mismo tiempo que el evangelio, asimile también elementos de otras culturas ya cristianas. Esto es normal y previsible; no es lícito, sin embargo, imponer a una cultura la síntesis lograda con anterioridad por otra. A menos que la conversión de un pueblo se fuerce por coacción de masa, injustificable con el evangelio, quedará el cristiano como un bloque errático en medio de una sociedad hostil o indiferente, para quien resultará un extranjero.
Sólo en el siglo XX se ha dado razón a los misioneros jesuitas del siglo XVII, especialmente a Ricci y a De Nobili, que intentaban hacer germinar el cristianismo en la cultura china o india. Roma les puso el veto, obligándolos a seguir las costumbres occidentales. Las consecuencias saltan a la vista.
A principios del cristianismo sobresale en este respecto el ejemplo de san Pablo. Al pasar por Palestina al mundo griego adopta sin más las usanzas de la nueva cultura: predica a Cristo crucificado y resucitado y deja que los griegos expresen la fe a su manera. Defiende usos culturales griegos, al parecer opuestos a los judíos, como que los hombres llevaran el pelo corto y no se cubrieran la cabeza (1 Cor 11). Al pasar la eucaristía a terreno helénico, se incorpora a la comida que celebraban las cofradías griegas paganas (ibíd. 11, 17-22). Los judíos se enorgullecían de la circuncisión y despreciaban a los paganos que no la practicaban; san Pablo, judío de raza, declara que entre cristianos es cosa indiferente, y que lo único importante es ser un hombre nuevo (Gál 6,15).
El Apóstol admite sin inconveniente la existencia de fenómenos extáticos en la religión pagana, aunque los distingue solícitamente de los fenómenos cristianos similares por el espíritu que los anima (1 Cor 12,1-3). En una sociedad como la griega, de inspiración democrática, la celebración toma la forma de una colaboración, improvisada o casi, de la comunidad entera (1 Cor 14), mientras en el ambiente palestinense se echa de ver una organización más jerárquica (1 Pe 5, 1-5). Si no se trataba de dirimir cuestiones en la controversia con los judíos, san Pablo no apelaba a la autoridad de Moisés o de los profetas para fundamentar la doctrina. En resumen, propuso a los griegos lo esencial del cristianismo y dejó que ellos formularan su respuesta de fe según la propia mentalidad.
Aquí se ve lo lejos que está el cristianismo de las religiones también en materia de celebración. El concepto de religión incluye estructuras fijas, fitos determinados y costumbres uniformes. A la larga, la estructuración de los cultos los lleva a la decadencia, impidiéndoles además la real universalidad, pues muchos ritos y costumbres están cargados de elementos locales ajenos al resto del mundo.
El cristianismo es una vida. Dios se revela en Jesucristo y los hombres responden con la fe, que es la entrega total a Dios por Cristo. Esa respuesta, que sube del fondo del ser, atraviesa los estratos de la psicología y sale coloreada por las arcillas que la han filtrado. La exuberancia y el gesto no serán iguales en una raza nórdica que en una meridional. La síntesis entre evangelio y cultura determina el modo peculiar de expresión.
¿Se debió la insistencia en la divinización del hombre, propia de los escritos alejandrinos, a un influjo cultural egipcio? El contexto griego de salvación (sotería), como aspiración a la integridad del hombre (sós=íntegro), ¿se debe al ideal humanista griego? Lo cierto es que los cristianos de cultura aramea o siria traducen "salvador" por "dador de vida" y "salvación" por "vida", que entran en una categoría mental diferente. Cada cultura tiene sus conceptos, que se recubren imperfectamente. Nosotros distinguimos entre "amar" y "estar agradecido"; para los arameos, en cambio, el verbo "amar" aun hoy expresa ambos sentidos, como aparece ya en el episodio evangélico de la pecadora en casa de Simón. "Al que poco se le perdona, poco tiene que agradecer" (lit. ama) (Lc 7,47).
La misma Escritura, al ser traducida a otra lengua, adquiere asociaciones conceptuales propias del nuevo ámbito cultural, a veces con riesgo de equívoco. Un ejemplo: el latín traudjo por iustitia y iudicare, ambos derivados de ius (derecho), dos palabras griegas de raíz completamente distinta, como eran dikaiosyne (iustitia) y krino (iudico); en consecuencia, al hablar de la justicia de Dios surgía inevitablemente la idea de Dios juez, mientras en el Nuevo Testamento dikaiosyne significa fidelidad de Dios a su pacto y, por ende, la salvación que realiza, la victoria que alcanza. "Dios es justo" no significa que juzga, sino que es fiel a su promesa, y, habiendo él prometido la salvación, su "justicia" es precisamente nuestra esperanza. No pocas obsesiones religiosas han provocado la confusa traducción latina; por eso los anglosajones, en tiempos de la Reforma, acuñaron una nueva palabra para evitar "justicia": righteousness o rectitud.
Los ejemplos aducidos ayudarán a comprender lo que sucede cuando una nueva cultura se enfrenta con el evangelio. Ha de absorverlo sirviéndose de su esquema mental, que es el único de que dispone. Tiene que hacer su propia síntesis. Es muy probable que, al mismo tiempo que el evangelio, asimile también elementos de otras culturas ya cristianas. Esto es normal y previsible; no es lícito, sin embargo, imponer a una cultura la síntesis lograda con anterioridad por otra. A menos que la conversión de un pueblo se fuerce por coacción de masa, injustificable con el evangelio, quedará el cristiano como un bloque errático en medio de una sociedad hostil o indiferente, para quien resultará un extranjero.
Sólo en el siglo XX se ha dado razón a los misioneros jesuitas del siglo XVII, especialmente a Ricci y a De Nobili, que intentaban hacer germinar el cristianismo en la cultura china o india. Roma les puso el veto, obligándolos a seguir las costumbres occidentales. Las consecuencias saltan a la vista.
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