El 28 de octubre de hace la tira de años, el
romano Constantino, que aún no era el Grande, era Constan tino a secas, tuvo un
sueño. Vio en el cielo dos signos, una X y una P superpuestas, mientras una voz machacona le decía «con este símbolo vencerás». Cuando despertó
el 28 de octubre del año 312, Constantino grabó aquel monograma en sus armas y
se fue tan contento a entablar la famosa batalla del puente Milvio contra otro romano,
Majencio. Y ganó. El imperio cristiano estaba a punto de pegarle un codazo a la
Roma imperial.
La leyenda del sueño no hay quien se la crea,
sobre todo porque tiene más versiones que el Seat Ibiza, pero la batalla fue tan
real como que el mundo pegó un giro espiritual como no ha pegado otro. Que la religión tuvo mucho que ver con el fin de la Roma imperial
nadie lo pone en duda, pero no es menos cierto que el desastre político del
Imperio romano ayudó lo suyo.
Por aquella época, Roma tenía cuatro
gobernadores provinciales, cuatro tetrarcas al mando de distintas zonas del
imperio. Uno de ellos era Constantino, al que le había tocado Britania y la Galia,
la zona de Astérix. Y en éstas andaban cuando otro de los tetrarcas, el tal
Majencio, comenzó a creerse emperador por encima del resto de tetrarcas.
Constantino dijo que nones, que si Roma tenía que tener emperador, era él, así
que se fue a por Majencio.
Constantino lo derrotó en la batalla del puente
Milvio y luego fue quitando de en medio a los dos tetrarcas que quedaban. Su
política proclive al cristianismo, la libertad de culto que impuso en Roma y la
devolución de los bienes incautados a la Iglesia fueron haciendo hueco al nuevo
culto monoteísta y desplazando a los dioses paganos.
Entonces, si. Constantino se convirtió en el
Grande, se fue a vivir a Constantinopla, dio por clausurado el decadente Imperio
romano y abrió las puertas de la Edad Media. Así de simple.
NIEVES CONCOSTRINA.
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