Encíclica
de Gregorio XVI
A los Obispos de Polonia sobre la autoridad de los Príncipes
[iv]
Tertull. Apolog. Adv. Haeres., Cap. 35, 457.
A los Obispos de Polonia sobre la autoridad de los Príncipes
El
día 9 de julio de 1832
1.
Preocupación por la situación de sus estados y nueva Encíclica
Cuando llegó a Nuestro oídos el rumor de las terribles calamidades que en el
año pasado afligieron gravemente a ese reino tan floreciente, se nos hizo
saber, al mismo tiempo, que su verdadero origen estaba en fabricantes de
embustes y mentiras, quienes, por capa de religión, en estos lamentables
tiempos nuestros, levantando la cabeza contra la legítima potestad de los
Príncipes, habían llenado de tristísimo llanto su patria, desligada de todo
vinculo de legítima sujeción, Nos, postrados a los pies de Nuestro Señor, al
cual representamos en la tierra, aunque sin merecerlo, con abundantes lágrimas
lloramos los males penosísimos que afligen a Nuestra solicitud y a Nuestra
pequeñez. Y en la humildad de Nuestro corazón, con ardiente afecto procuramos
aplacar al Padre de las misericordias con preces, suspiros y gemidos,
pidiéndole que Nos fuera dados ver pronto restituidos a la paz y a la
obediencia a la autoridad legítima, esas provincias desgarradas por tantas y
tan crueles disensiones. Después de esto, Venerables Hermanos, decidimos
enviaros enseguida una carta Encíclica para comunicaros que también a Nosotros
aflige el peso de vuestros males, a fin de que, consolada y fortalecida así
vuestra solicitud pastoral, os ocupéis con celo siempre nuevo y cada vez más
ardiente en defender las doctrinas más ortodoxas y en persuadirlas e
inculcarlas a vuestro queridísimo clero y pueblo.
Pero habiendo recibido la noticia de que esa carta no llegó a vuestras manos, a
causa de las difíciles circunstancias, en el momento actual, pacificadas y
tranquilizadas las cosas por la gracia de Dios, de nuevo os abrimos Nuestro
corazón, Venerables Hermanos, exhortando con todas Nuestras fuerzas en el
Señor vuestro celo y solicitud a apartar de vuestra grey, con toda energía y
cuidado, la causa de los males pasados.
2.
Un frente de oposición
En esto ciertamente debéis poner viva atención y toda diligencia y vigilar
mucho para que hombres dolorosos y propagadores de novedades, no prosigan
diseminando entre vuestra grey doctrinas erróneas y dogmas falsos y con el
pretexto del bien público, de que suelen valerse, abusen de la credulidad de
los otros que son más simples y menos cautos, hasta tenerlos, sin pensarlo
ellos, como ciegos ministros y fautores para turbar la paz de la sociedad y
trastornar el orden. Para utilidad y enseñanza de los fieles, hay que poner
claramente de manifiesto el fraude de estos seudo-doctores y refutar con
energía sus falaces conceptos, basándose en la doctrina inconcusa e inapelable
de la Sagrada Escritura y en los documentos evidentes de la venerable Tradición
eclesiástica. En estas fuentes purísimas (de las cuales el clero católico
debe sacar la norma para gobernar su vida y las orientaciones que habrán de dar
al pueblo en su predicación), clarísimamente se nos enseña que la obediencia
que los hombres deben prestar a las potestades constituidas por Dios es un
precepto absoluto al que nadie puede contradecir, a nos ser que manden algo
contrario a las leyes de Dios y de la Iglesia. Toda alma (dice el Apóstol)
esté sujeta a las supremas potestades. Pues no hay poder sino de Dios; todas
las cosas existentes han sido ordenadas por Dios. Por lo tanto quien resiste al
poder, resiste a la voluntad de Dios... De consiguiente es necesario que les
estéis sujetos no sólo por temor del castigo, sino también por la conciencia[i].
De la misma manera enseña San Pedro[ii]
que todos
los fieles estén sujetos a toda criatura humana por Dios, sea al rey, como
depositario del poder, sea a los gobernadores o a sus delegados, porque dice
ésta es la voluntad de Dios que haciendo el bien hagáis enmudecer la
ignorancia de los hombres imprudentes. Nos consta que los antiguos
cristianos guardando estas amonestaciones, aun durante el furor de las
persecuciones, se hicieron acreedores al reconocimiento de los Emperadores y
protegieron la incolumnidad del Imperio. Los soldados cristianos, dice
San Agustín, sirvieron al Emperador infiel: pero cuando se tocaba la causa
de Cristo, no reconocían sino a Aquel que está en los cielos. Distinguían al
Señor eterno del señor temporal, y sin embargo se sometieron por el Señor
eterno, también al señor temporal[iii].
Bien sabéis, Venerables Hermanos, que esta fue la doctrina constante de los
Santos Padres y la que siempre enseñó y enseña la Iglesia Católica. Formados
en ella, los primeros cristianos vivieron y se comportaron de tal manera, que
las legiones cristianas nunca se deshonraron con la cobardía y la traición que
manchó a los ejércitos paganos. A este propósito dice Tertuliano[iv]:
Se nos atribuye el crimen de lesa majestad imperial; sin embargo, nunca
pudieron encontrarse entre los cristianos, Albianos, Nigrianos o Casianos. Pero
los mismos que juraran hasta la víspera por los genios de los emperadores, los
mismos que ofrecieron sacrificios por su bienestar y condenaran tantas veces a
los cristianos, demostraron luego ser enemigos de los emperadores. El cristiano
no es enemigo de nadie, ni siquiera del emperador; sabiendo que es su Dios quien
lo ha constituido en el poder, no puede a menos que amarlo, reverenciarlo,
honrarlo y desearle todo bien. Os decimos estas cosas, Venerables Hermanos,
no porque pensemos que os sean desconocidas o porque temamos que no os ocupéis
con celo suficientemente ardoroso en defender y propagar los preceptos de la
más sana doctrina sobre la obediencia que los súbditos deben prestar a su
legítimo Príncipe, solamente os lo dijimos para manifestaros Nuestro afecto y
el deseo de que todos los varones eclesiásticos de ese reino brillen de tal
manera en la pureza de la doctrina, en el esplendor de la prudencia y santidad
de la vida, que aparezcan irreprensibles a los ojos y al juicio de todos. De
esta manera todo sucederá prósperamente, según lo esperamos y anhelamos.
3.
Conclusión y exhortación
Vuestro
poderoso Emperador se os mostrará benigno y siempre recibirá con ecuanimidad
Nuestros buenos oficios, -que ciertamente no dejaremos de interponer-, y
Nuestras peticiones para el bien de la Religión Católica profesada por ese
reino, y a la cual prometió no negar nunca su patrocinio. Los sabios que
verdaderamente son tales, os honrarán con merecidas alabanzas y los enemigos se
avergonzarán no teniendo nada malo que decir de nosotros. Mientras tanto,
elevando al cielo Nuestras manos, rogamos a Dios por vosotros, para que cada
día enriquezca y colme más y más a cada uno con la abundancia de las
celestiales virtudes. Y, teniéndoos siempre en el corazón, os exhortamos a
colmar Nuestra alegría, pensando todos de la misma manera, unidos por la misma
caridad, y sintiendo unánimemente lo mismo; predicad todos lo que es conforme a
la sana doctrina; palabras rectas, irreprensibles; custodiad lo que se os ha
confiado; permaneced en un sólo espíritu colaborando unánimes con la fe del
Evangelio. Rogad, en fin, sin cesar a Dios por Nosotros, que, en prenda de
Nuestro paternal amor, os impartimos a vosotros y a toda la grey encomendada a
vuestros cuidados la Apostólica Bendición.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, bajo el anillo del Pescador el día 27 de mayo
del año 1832, de Nuestro Pontificado el año segundo. Gregorio XVI.
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