Joseph Ratzinger
Sumario
Última
conferencia impartida por el cardenal Joseph Ratzinger en Subiaco el 1 de abril
de 2005, en el monasterio de Santa Escolástica, al recibir el premio «San Benito
por la promoción de la vida y de la familia en Europa».
1. Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen.- 2. Significado y limites de la actual cultura racionalista.- 3. Significado permanente de la fe cristiana.
1. Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen.- 2. Significado y limites de la actual cultura racionalista.- 3. Significado permanente de la fe cristiana.
1. Reflexiones sobre culturas que hoy se contraponen
Vivimos una época de grandes peligros y grandes
oportunidades para el hombre y para el mundo, un momento de gran responsabilidad
para todos nosotros. Durante el siglo pasado, las posibilidades del hombre y su
dominio sobre la materia crecieron de manera realmente inimaginable. Pero su
capacidad para disponer del mundo ha hecho que su poder de destrucción haya
alcanzado unas dimensiones que, a veces, nos causan verdadero pavor. En ese
contexto, surge espontáneamente la idea de la amenaza del terrorismo, esa nueva
guerra sin límites y sin frentes establecidos.
El temor de que ese fenómeno pueda muy pronto
apoderarse de armas nucleares y biológicas no es, ni mucho menos, infundado; de
modo que en el seno de los estados de derecho se ha tenido que recurrir a
sistemas de seguridad que en épocas precedentes no existían más que en los
regímenes dictatoriales. Con todo, se tiene la sensación de que, en realidad,
todas esas precauciones jamás serán suficientes, porque no es posible ni
deseable un férreo control sobre toda clase de armamento.
Menos visibles, pero no por ello menos inquietantes,
son las posibilidades de automanipulación que el hombre ha conseguido. Ha
logrado sondear los entresijos más recónditos del ser, ha descifrado los códigos
más profundos del ser humano y ahora es capaz, por así decir, de «construir» por
sí mismo al hombre que, de ese modo, no viene al mundo como don del Creador,
sino como producto de una manipulación humana; un producto que, en consecuencia,
puede ser seleccionado según las exigencias que nosotros mismos fijamos. Desde
esa perspectiva, sobre ese hombre ya no brilla el esplendor de ser imagen de
Dios, que es lo que le confiere su dignidad y su inviolabilidad, sino sólo el
poder de las capacidades humanas. El hombre ya no es otra cosa que imagen del
hombre. Pero, ¿de qué hombre?
Por otro lado, a eso hay que añadir los enormes
problemas planetarios: la desigualdad en el reparto de los bienes de la tierra,
la invadente pobreza, más aún, el empobrecimiento y la explotación de la tierra
y de sus recursos naturales, el hambre, las enfermedades que amenazan al mundo
entero, el choque de culturas.
Todo eso demuestra que al crecimiento de nuestras
posibilidades no corresponde un desarrollo paralelo de nuestra energía moral. La
fuerza moral no ha crecido en paralelo al desarrollo de la ciencia, sino que,
más bien, ha disminuido, porque la mentalidad técnica ha relegado la moral al
ámbito subjetivo, mientras que lo que se necesita es precisamente una moral
pública que sepa responder a las amenazas que pesan sobre la existencia de todos
nosotros.
El verdadero peligro, el más grave del momento
presente, radica en el desequilibrio entre posibilidades técnicas y energía
moral. La seguridad que necesitamos como presupuesto de nuestra libertad y de
nuestra dignidad no puede venir, en último análisis, de los sistemas técnicos de
control, sino que sólo puede brotar precisamente de la fuerza moral del hombre.
Si falta esa fuerza, o si no es suficiente, el poder del hombre se
transformaráinevitablemente, y cada día más, en un poder de destrucción.
N o se puede negar que hoy día existe una nueva
moralidad articulada en torno a palabras clave como justicia, paz, conservación
de lo creado, etc.; palabras que hacen referencia a valores morales
fundamentales que necesitamos imperiosamente. Pero ese moralismo es demasiado
vago, de modo que resbala inevitablemente hacia la esfera política y partidista.
Ese moralismo es, ante todo y sobre todo, una pretensión dirigida a los otros, y
no tanto un deber personal de nuestra vida cotidiana.
De hecho, ¿qué quiere decir «justicia»? ¿Quién la
define? ¿Qué es lo que sirve a la paz? En las últimas décadas hemos visto
ampliamente en nuestras calles y en nuestras plazas cómo el pacifismo puede
desviarse hacia un anarquismo destructivo y hacia un auténtico terrorismo. El
moralismo político de los años setenta, cuyas raíces no están del todo muertas,
fue un moralismo que logró fascinar incluso ajóvenes pletórico s de ideales.
Pero se trataba de un moralismo con objetivos equivocados, por cuanto carecía de
una racionalidad serena y porque, en último análisis, colocaba la utopía
política por encima de la dignidad del individuo, mostrando incluso que en
nombre de grandes objetivos podía llegar a despreciar al hombre.
El moralismo político, como lo hemos vivido y
todavía lo vivimos, no sólo no abre camino a una regeneración, sino que la
bloquea. Y en consecuencia, eso mismo vale para un cristianismo y para una
teología que reducen el núcleo del mensaje de Jesús, el «Reino de Dios», a los
«valores del Reino», identificando esos valores con el gran santo y seña del
moralismo político y presentándolos al mismo tiempo como síntesis de las
religiones, pero olvidándose de Dios, a pesar de que es precisamente Él el
sujeto y la causa del Reino de Dios. Lo que queda, en su lugar, son palabras
altisonantes y unos valores que se prestan a todo tipo de abusos.
Esta breve panorámica de la situación del mundo nos
lleva a reflexionar sobre la situación actual del cristianismo y, por
consiguiente, también sobre los fundamentos de Europa. Una Europa de la que
podría decirse que en épocas pasadas fue el continente cristiano por excelencia,
pero que también ha sido el punto de partida del nuevo racionalismo científico
que, a la vez que nos ha regalado enormes posibilidades, nos ha enfrentado con
tremendas amenazas.
Es verdad que el cristianismo no ha surgido de
Europa y, por tanto, ni siquiera se puede clasificar como religión europea, la
religión del ámbito cultural europeo. Pero ha sido precisamente en Europa donde
el cristianismo ha recibido su impronta cultural e intelectual más eficaz, y por
consiguiente está vinculado de manera especial a Europa. Por otra parte, también
es verdad que esta Europa, desde los tiempos del Renacimiento y de un modo más
completo desde la época de la Ilustración, ha desarrollado precisamente esa
racionalidad científica que en la época de los descubrimientos condujo a la
unidad geográfica del mundo y al encuentro feliz de continentes y culturas, y
que hoy día, con más profundidad, gracias a la técnica como fruto de la ciencia,
ejerce su influjo sobre el mundo entero, más aún, en cierto sentido, hasta lo
configura.
Siguiendo la estela de esa forma de racionalidad,
Europa ha desarrollado una cultura que, de un modo antes desconocido para la
humanidad, excluye a Dios de la conciencia pública, sea negando abiertamente su
existencia, o pensando que no se puede demostrar, porque es incierta y, por
tanto, pertenece al ámbito de una elección subjetiva.
En cualquier caso, la existencia de Dios es
totalmente irrelevante para la vida pública. Ese racionalismo, por así decir,
puramente funcional ha traído consigo un trastorno de la conciencia moral
desconocido en las culturas precedentes, porque afirma que sólo es racional lo
que se puede probar por medio de experimentos. Y como la moral pertenece a una
esfera completamente distinta, desaparece como categoría autónoma, de modo que
habrá que buscarla por otros caminos, porque en cualquier caso hay que admitir
que la moral sigue siendo necesaria.
En un mundo esencialmente calculador, lo que
determina qué es lo que hay que considerar como moral es el cálculo de sus
consecuencias. De ese modo, la categoría de bien, tal como Kant la había
formulado con toda claridad, desaparece completamente. Nada es bueno o malo en
sí mismo; todo depende de las previsibles consecuencias que pueda tener una
acción concreta.
Si, por una parte, el cristianismo ha encontrado en
Europa su manifestación más eficaz, por otra parte hay que decir también que en
Europa ha tomado cuerpo una cultura que se presenta como la contradicción
absoluta y más radical no sólo del cristianismo, sino también de las tradiciones
religiosas y morales de la humanidad.
De aquí se deduce que Europa está experimentando una
auténtica «prueba de resistencia»; y así se entiende también el radicalismo de
las tensiones a las que tiene que enfrentarse nuestro continente. Pero
precisamente aquí surge, sobre todo, la gran responsabilidad que los europeos
tenemos que asumir en este momento histórico. En el debate sobre la definición
de Europa y de su nueva forma política no se libra una batalla nostálgica en la
«retaguardia» de la historia, sino que está en juego una enorme responsabilidad
con respecto a la humanidad de hoy.
Consideremos más de cerca esa contraposición entre
las dos culturas que han caracterizado a Europa. En el curso del debate sobre el
Preámbulo de la Constitución europea, esa contraposición se ha manifestado en
dos puntos controvertidos: el tema de la referencia a Dios en la Constitución, y
la mención de las raíces cristianas de Europa. Se afirma que podemos estar
tranquilos, porque el artículo 52 de la Constitución garantiza los derechos
institucionales de las Iglesias. Pero eso quiere decir que, en la vida de
Europa, las Iglesias encuentran su puesto en el ámbito del compromiso político,
mientras en el campo de los fundamentos de Europa, la impronta de su contenido
no encuentra ningún espacio.
Las razones que se aducen en el debate público para
ese rotundo «no» son totalmente superficiales; y así resulta evidente que más
que proponer los verdaderos motivos, se disfrazan. La afirmación de que
mencionar las raíces cristianas de Europa hiere la sensibilidad de muchos no
cristianos que viven en ella es poco convincente, pues se trata, sobre todo, de
una realidad histórica que nadie puede negar seriamente. En buena lógica, esa
referencia histórica implica también una referencia al presente, desde el
momento en que, con la mención de las raíces, se indican las fuentes restantes
de orientación moral que constituyen un factor de la identidad de esa formación
que es Europa.
¿Quién podría sentirse ofendido? ¿Qué identidad se
vería amenazada? Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se
hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros
fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada
que niega sus propios principios básicos. Y tampoco nuestros conciudadanos
hebreos se sentirán ofendidos por la referencia a las raíces cristianas de
Europa, ya que estas raíces se remontan hasta el monte Sinaí. Los hebreos, que
llevan la impronta de la voz que resonó en el monte de Dios, comparten con
nosotros las orientaciones fundamentales que el Decálogo ofrece a la humanidad.
Y lo mismo vale para la referencia a Dios. Lo que realmente puede ofender a los
miembros de otras religiones no es la mención de Dios, sino más bien el intento
de construir la comunidad humana prescindiendo de Dios.
Los motivos de ese doble «no» son mucho más
profundos de lo que harían pensar las propuestas presentadas. En ellos se
presupone la idea de que sólo la cultura radical de la Ilustración, que ha
alcanzado su pleno desarrollo en nuestro tiempo, puede constituir la identidad
europea. Por eso, junto a ella pueden coexistir diferentes culturas religiosas
con sus respectivos derechos, a condición de que respeten los criterios de la
cultura de la Ilustración y se sometan a ella.
Sustancialmente, esa cultura se define por el
derecho a la libertad, brota de la libertad como valor fundamental, y es la
medida de todo: libertad de elección religiosa que incluye la aconfesionalidad
del Estado; libertad de expresión de las propias opiniones, a condición de que
no se ponga en duda ese principio esencial; ordenamiento democrático del Estado,
es decir, control parlamentario de los organismos estatales; libre formación de
partidos políticos; independencia de la magistratura; y finalmente, tutela de
los derechos humanos y prohibición de cualquier clase de discriminaciones.
En este aspecto, la norma está aún en vías de
formación, porque también hay ciertos derechos del hombre que generan
conflictos, por ejemplo, el contraste entre el deseo de libertad de la mujer y
el derecho del feto a la vida. La discriminación tiene tendencia a ampliarse, de
modo que prohibirla puede transformarse progresivamente en una limitación de la
libertad de opinión e incluso de la libertad religiosa. Muy pronto no se podrá
afirmar que, como enseña la Iglesia Católica, la homosexualidad constituye un
desorden objetivo en la estructuración de la existencia humana. Y la convicción
de la Iglesia, de que ella no tiene derecho a conferir la ordenación sacerdotal
a mujeres, se considera en ciertos círculos como irreconciliable con el espíritu
de la Constitución Europea.
Es claro que este exponente de la cultura de la
Ilustración, que no posee ?ni mucho menos? carácter definitivo, contiene valores
importantes de los que el cristiano ni quiere ni puede prescindir; pero también
es evidente que la idea de libertad ?mal definida o, de hecho, no definida?, que
es la base de esa cultura, implica inevitablemente ciertas contradicciones; y
también es manifiesto que, precisamente por su práctica ?al parecer, tan
radical? comporta limitaciones de la libertad que hace sólo unos años eran
inimaginables. Una ideología confusa de la libertad conduce inexorablemente a un
dogmatismo que cada día se revela más hostil a la propia libertad.
N o cabe duda que aún tendremos que volver sobre el
tema de las contradicciones internas que reviste la forma actual de la cultura
de la Ilustración. Pero antes habrá que terminar de describirla. En cuanto
cultura de una razón que por fin tiene plena conciencia de sí misma, su
naturaleza la lleva a presumir de universalismo y presentarse como perfecta en
sí misma, sin necesidad del complemento que le pueda venir de. otros factores
culturales.
Esas dos características se perciben con toda
claridad cuando se plantea la cuestión sobre quién puede ser miembro de la
Comunidad, especialmente en el debate sobre la incorporación de Turquía. Se
trata de un Estado, o quizá mejor dicho, de un ámbito cultural que no tiene
raíces cristianas, sino que está bajo el influjo de la cultura islámica. Atatürk
se propuso transformar Turquía en un Estado laico, tratando de implantar en un
terreno musulmán el laicismo que había ido madurando en el mundo cristiano de
Europa. Se puede plantear la cuestión sobre si eso es posible.
Según la tesis de la cultura ilustrada y laica de
Europa, sólo las normas y contenidos de esa cultura pueden definir la identidad
europea. En consecuencia, cualquier Estado que haga suyos esos criterios podrá
pertenecer a Europa. En definitiva, no importa sobre qué trenzado de raíces se
implante esa cultura de la libertad y de la democracia. Precisamente por eso se
afirma que las raíces no pueden formar parte de la definición de los fundamentos
de Europa, porque se trata de raíces muertas que no forman parte de la identidad
actual. Por eso, esta nueva identidad, determinada exclusivamente por la cultura
de la Ilustración, implica también que Dios no tiene nada que ver con la vida
pública ni con los fundamentos del Estado.
Desde esa perspectiva, todo resulta perfectamente
lógico y, en cierto modo, hasta plausible. En realidad, ¿podríamos desear algo
más espléndido y reconfortante que el hecho de que en todas partes se respeten
la democracia y los derechos humanos? Pero, en cualquier caso, se impone la
cuestión sobre si esa cultura ilustrada y laica es realmente la cultura
?considerada en última instancia como universal? de una razón común a todo el
género humano, una cultura abierta a toda la humanidad, aunque sobre una base
histórica y culturalmente diferenciada. Por otro lado, uno se pregunta si, en sí
misma, esa cultura es de veras autosuficiente, de modo que pueda prescindir de
cualquier clase de raíces ajenas a su propio ámbito.
2. Significado y límtes de la actual cultura
racionalista
Ahora habrá que afrontar esas dos últimas
cuestiones. A la primera, es decir, si ya se ha alcanzado la filosofia
universalmente válida y plenamente científica en la que pueda expresarse la
razón común a todos los hombres, habría que responder que se han hecho
adquisiciones importantes que pueden aspirar a una validez universal.
Por ejemplo, el hecho de que la religión no puede
ser una imposición del Estado, sino que sólo se puede aceptar en plena libertad;
el respeto de los derechos fundamentales de la persona, iguales para todos; la
separación de poderes y el control del poder. Sin embargo, es impensable que
esos valores fundamentales, reconocidos como universalmente válidos, puedan
ponerse en práctica de la misma manera en cualquier contexto histórico. N o en
todas las sociedades se dan los presupuestos sociológicos para una democracia
basada en la existencia de partidos políticos, como ocurre en Occidente. Desde
esa perspectiva, la total neutralidad religiosa del Estado deberá considerarse,
en la mayor parte de los contextos históricos, como una verdadera utopía.
Y así llegamos a los problemas que suscita la
segunda pregunta. Pero antes de nada, habrá que clarificar la cuestión sobre si
las modernas filosofías inspiradas en la Ilustración, tomadas en conjunto, se
pueden considerar como la última palabra de la razón común a todos los hombres.
Estas filosofias se caracterizan por el hecho de ser positivistas y, por
consiguiente, antimetafisicas; y tanto es así que, a fin de cuentas, Dios no
puede tener ningún puesto en ellas. Todas se basan en una autolimitación de la
razón positiva, que funciona perfectamente en el ámbito técnico, pero que, si se
generaliza, implica una mutilación del hombre. De ahí se sigue que el hombre no
admite ninguna instancia moral que esté fuera de sus cálculos y, como ya hemos
visto, que el concepto de libertad que a primera vista podría dar la impresión
de poseer una expansión ilimitada, termina por llevar a la autodestrucción de
esa misma libertad.
No se puede negar que las filosofías positivistas
contienen importantes elementos de verdad. Pero esos elementos están fundados en
una auto limitación de la razón específica de una determinada coyuntura cultural
?la del Occidente moderno? que, en cuanto tal, no puede ser la última palabra de
la razón. Aunque parezcan totalmente racionales, dichos elementos no representan
la voz de la razón, sino que ellos mismos están vinculados culturalmente a la
situación del Occidente de hoy.
Por eso, no representan en modo alguno la filosofia
que un día debería ser válida para todo el mundo. Pero sobre todo habrá que
observar que esa filosofia ilustrada y su respectiva cultura son magnitudes
incompletas. Es una filosofia que corta conscientemente sus propias raíces
históricas y, de ese modo, se priva de las fuentes originarias de las que ella
misma ha brotado, es decir, de la memoria fundamental de la humanidad, sin la
que la razón pierde su punto de referencia.
En realidad, sigue siendo válido el principio de que
la capacidad del hombre es el comienzo de su acción. Lo que se sabe hacer,
también se puede hacer. No existe un saber hacer separado del poder hacer,
porque iría contra la libertad, que es el valor supremo en absoluto. Pero el
hombre, que sabe hacer tantas cosas, siempre sabe hacer más; y si su saber hacer
no encuentra su medida en una norma moral, el resultado será inevitablemente,
como se puede comprobar, un poder de destrucción.
El hombre sabe hacer hombres; y por eso, los hace.
El hombre sabe usar hombres como «banco» de órganos para otros hombres, y por
eso lo hace; lo hace porque parece ser una exigencia de su libertad. El hombre
sabe fabricar bombas atómicas, y por eso las hace; y en principio está dispuesto
también a usadas. A fin de cuentas, también el terrorismo se basa en esta
modalidad de «auto-autorización» que se arroga el hombre, más bien que en los
principios del Corán. La separación radical de sus raíces que caracteriza a la
filosofía ilustrada, no es, en último análisis, otra cosa que un desprecio de
las capacidades del ser humano.
Para los portavoces de las ciencias naturales, el
hombre, en el fondo, no tiene ninguna libertad; pero eso está en flagrante
contradicción con el punto de partida de todo este problema. El hombre no debe
creer que es una realidad distinta de los demás seres vivos, por lo que deberá
recibir el mismo trato. Así se expresan los representantes más audaces y más
avanzados de una filosoffa claramente separada de las raíces de la memoria
histórica de la humanidad.
Nos habíamos planteado dos cuestiones: si la
filosofía racionalista (positivista) es estrictamente racional y, en
consecuencia, universalmente válida; y si esa filosofía es completa. Pues bien,
¿se basta a sí misma? ¿Puede, o incluso debe, relegar sus raíces históricas al
ámbito del pasado y, por tanto, a lo que puede ser válido sólo subjetivamente?
Las dos preguntas sólo admiten como respuesta un rotundo «no». Esa filosofía no
expresa la razón total del hombre, sino sólo una parte; y debido a esa
mutilación de la razón, no se la puede considerar como plenamente racional. Por
eso es también incompleta, y sólo puede recobrar su vigor si restablece de nuevo
el contacto con sus raíces. Y es que un árbol sin raíces terminará secándose ...
Con estas afirmaciones no se niega lo que esta
filosofía encierra de positivo e importante, sino más bien se afirma su
necesidad de completar las profundas lagunas de las que adolece. De ese modo nos
encontramos una vez más con los dos puntos más controvertidos del Preámbulo de
la Constitución Europea. Prescindir de las raíces cristianas no es la expresión
de una tolerancia exquisita que respeta todas las culturas de la misma manera,
sin privilegiar a ninguna de ellas, sino elevar a la categoría de absoluto unas
ideas y unas vivencias que se contraponen radicalmente a las demás culturas
históricas de la humanidad.
La verdadera contraposición que caracteriza al mundo
presente no es la que se establece entre diversas culturas religiosas, sino
entre la emancipación radical del hombre con respecto a Dios y a las raíces de
la vida, y por otro, entre las grandes culturas religiosas. Si se llega a un
enfrentamiento de culturas, no será por un choque entre grandes religiones
-siempre en lucha de unas contra otras, es verdad, pero que siempre han sabido
convivir en buena armonía-, smo por el conflicto entre esa emancipación radical
del hombre y las grandes culturas históricas.
De esa manera, el rechazo de la referencia a Dios no
es expresión de una tolerancia que desea proteger a las religiones no teístas y
la dignidad de los ateos y de los agnósticos, sino más bien la expresión de una
mentalidad que desearía ver a Dios definitivamente expulsado de la vida pública
de la humanidad y relegado al ámbito subjetivo de culturas residuales del
pasado. Y así también, el relativismo, que constituye el punto de partida de
esta situación, se convierte en un dogmatismo que se cree en posesión del
conocimiento definitivo de la razón y con derecho a considerar todo lo demás
sólo como un estadio de la humanidad esencialmente superado y que se puede
relativizar de manera adecuada.
En realidad, todo eso quiere decir que tenemos
necesidad de raíces para sobrevivir y que no debemos perder de vista a Dios, si
no queremos que desaparezca la dignidad humana.
3. Significado permanente de la fe cristiana
¿No será todo esto un simple rechazo de la
ilustración y de la modernidad? Decididamente, no. Desde el principio, el
cristianismo se consideró a sí mismo como la religión del Logos, como la
religión según la razón.
En primer lugar, no encuadró a sus precursores en el
marco de otras religiones, sino en el iluminismo filosófico que preparó el
camino de las tradiciones para dedicarse a la búsqueda de la verdad y orientarse
hacia el bien, hacia el único Dios que está por encima de todos los dioses. En
cuanto religión de los perseguidos y a la vez religión universal, por encima de
los diferentes Estados y pueblos, negó al Estado el derecho a considerar la
religión como una parte de la estructura estatal, postulando así la libertad de
la fe.
Siempre concibió al hombre, a todos los hombres sin
distinción, como creaturas e imágenes de Dios, proclamando en términos de
principio, aunque dentro de los límites imprescindibles del ordenamiento social,
su propia dignidad. En este sentido, la Ilustración es de origen cristiano y no
por casualidad, o a título exclusivo, nació en el ámbito de la fe cristiana,
precisamente allí donde el cristianismo, contra su naturaleza, había llegado a
convertirse en tradición y religión de Estado.
A pesar de que la filosofía como búsqueda de la
racionalidad y, por supuesto, de la fe, haya sido siempre patrimonio del
cristianismo, la voz de la razón se había visto domesticada en demasía. Fue
mérito de la Ilustración, y aún lo es, haber propuesto de nuevo esos valores
originales del cristianismo y haber dado voz propia a la razón. El Concilio
Vaticano II, en su «Constitución sobre la Iglesia en el mundo de hoy», volvió a
poner de relieve esa profunda correspondencia entre cristianismo e Ilustración,
tratando de llegar así a una reconciliación de la Iglesia con la modernidad, que
es el valioso patrimonio que las dos partes habrán de tutelar.
Por todo eso, es necesario que las dos partes
reflexionen sobre sí mismas y estén dispuestas a corregir sus fallos. El
cristianismo debe recordar continuamente que es la religión del Logos. Y
eso quiere decir que deberá tener fe en el Creator Spiritus, en el
Espíritu creador, del que dimana toda la realidad. Esto, precisamente, debería
constituir hoy en día su fuerza filosófica, porque el problema está en saber si
el mundo proviene del ámbito irracional, de modo que la razón no sería más que
un «subproducto», quizá incluso dañino, de esa evolución, o si el mundo procede,
más bien, de la razón que, en consecuencia, es su criterio y su meta.
La fe cristiana se inclina por esta segunda
hipótesis, de modo que, desde el punto de vista puramente filosófico, dispone de
las mejores cartas en el envite, a pesar de que hoy en día hay mucha gente que
piensa que la primera hipótesis es la única «racional» y moderna. y es que una
razón nacida del ámbito irracional y que, a fin de cuentas, es en sí misma
irracional, no es una solución a nuestros problemas. Sólo la razón creadora, que
en el Dios crucificado se ha manifestado como amor, puede realmente mostramos el
camino. En el diálogo, hoy tan necesario, entre laicos y católicos, los
cristianos tenemos que estar atentos a seguir siendo fieles a la línea básica de
vivir una fe que procede del Logos, es decir, de la Razón Creadora, y por
consiguiente está abierta a todo lo que es verdaderamente racional.
En este punto, y en mi condición de creyente,
quisiera hacer una propuesta a los laicos. En la época de la Ilustración se
procuró entender y definir las normas morales fundamentales desde la afirmación
de que tales normas serían válidas etsi Deus non daretur, aun en el caso
de que Dios no existiera. En el enfrentamiento de las diversas confesiones, que
tuvo como consecuencia la quiebra de la imagen de Dios, se intentó mantener
fuera del debate los valores esenciales de la moral, y buscarles una evidencia
que los hiciera independientes de las múltiples divisiones e incertidumbres de
las diversas filosofías y confesiones. De ese modo se pretendió asegurar las
bases de la convivencia y, de un modo más genérico, las bases de la humanidad.
En aquella época se pensó que eso era posible, ya
que las grandes convicciones de fondo creadas por el cristianismo resistían
bastante bien, hasta el punto de parecer innegables. Pero ahora, ya no es así.
La búsqueda de esa clase de certeza tranquilizadora, que pudiera mantenerse
firme por encima de todas las diferencias, no tuvo éxito. Ni siquiera el
esfuerzo sobrehumano de Kant pudo crear la necesaria certeza compartida. Kant
había negado que se pudiera reconocer a Dios en el ámbito de la razón pura, pero
al mismo tiempo había presentado a Dios, la libertad y la inmortalidad como
postulados de la razón práctica, sin la cual, dentro de su coherencia, no era
posible la acción moral.
Pues bien, la situación actual del mundo, ¿no nos
llevará a pensar que Kant podría tener razón? En otras palabras, llevar al
extremo nuestro intento de comprender al hombre prescindiendo totalmente de Dios
nos conduce cada vez más al borde del abismo, o sea, a prescindir completamente
del hombre. En ese caso tendremos que dar la vuelta al axioma de los iluministas
y afirmar que aun el que no logra encontrar el camino de la libre aceptación
de Dios debería tratar de vivir y organizar su vida veluti si Deus daretur,
como si Dios existiera. Ése es el consejo que daba Pascal a sus amigos
no creyentes, y ése es el consejo que también nosotros querríamos ofrecer a
nuestros amigos no creyentes. De ese modo, nadie se verá limitado en el
ejercicio de su libertad, pero todas las cosas encontrarán la razón y el
criterio que con tanta urgencia necesitan.
Lo que más necesitamos en este momento de la
historia son individuos que, a través de una fe iluminada y vivida, presenten a
Dios en este mundo como una realidad creíble. El testimonio negativo de
cristianos que hablaban de Dios mientras vivían de espaldas a él ha oscurecido
la imagen de Dios y ha abierto las puertas a la increencia. Necesitamos hombres
que tengan su mirada dirigida a Dios para aprender de él el verdadero humanismo.
Necesitamos hombres cuya mente esté iluminada por la
luz de Dios y a los que el propio Dios abra el corazón para que su inteligencia
pueda hablar a la inteligencia de los otros y su corazón pueda abrirse a los
demás. Sólo a través de hombres tocados por Dios, puede el propio Dios volver a
habitar entre nosotros.
Necesitamos hombres como Benito de Norcia que, en
una época de disipación y decadencia, se sumió en la soledad más extrema y,
después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, pudo volver a la luz y
fundar en Montecasino una ciudad edificada en la cumbre del monte que, a pesar
de toda su ruina, aunó las fuerzas de las que surgió un mundo nuevo. De esa
manera, Benito, igual que Abrahán, se convirtió en «padre de muchos pueblos».
Las recomendaciones a sus monjes, que se recogen al final de su Regla, son
indicaciones que nos muestran, incluso a nosotros, el camino que lleva a lo
alto, lejos de las crisis y los escombros:
«Igual que hay un celo amargo que aleja de Dios y
lleva al infierno, hay un celo bueno que aleja de los vicios y conduce a Dios y
a la vida eterna. Éste es el celo en el que los monjes deberán ejercitarse con
amor ardiente. Que se superen unos a otros en colmarse de honores, que soporten
con suma paciencia sus respectivas enfermedades fisicas y morales (...) Ámense
unos a otros con amor fraterno (...) Amen a Dios sin olvidar el temor (...) Que
no antepongan absolutamente nada a Cristo, que nos conducirá a todos a la vida
eterna» (San Benito, La Regla, capítulo 72).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.