A la llegada de los conquistadores españoles en 1537, los muiscas que poblaban el altiplano cundiboyacense en el centro de la actual Colombia estaban organizados en cacicazgos o jefaturas (Londoño, 1985; 1988). Había por lo menos cuatro grandes cacicazgos regionales independientes aunque interrelacionados (Bogotá, Tunja, Duitama y Sogamoso) que abarcaban cada uno un número variable de cacicazgos subregionales y locales. La conquista desmembró pronto las unidades mayores y cambió el esquema social prehispánico por el régimen de encomiendas. Pero gracias a que el reparto de éstas aprovechó el nivel de los cacicazgos locales -dando a un español un cacique local con los indios que tuviera a su mando-, la sección inferior de la estructura social se conservó casi intacta durante por lo menos un siglo.
Al interior de los cacicazgos locales encontramos una reproducción en miniatura del esquema mayor (Broadbent, 1964; Villamarín y Villamarín, /1975/; Londoño, 1983, 1985). El cacique gobernaba sobre un número variable de «capitanías», cada una encabezada por un capitán. Había dos niveles de capitanías: la mayor o sybyn y la menor o uta, respectivamente a cargo de capitanes principales denominados sybyn tiba y capitanejos llamados uta o utatiba. Pocas veces se desglosan estos niveles en los documentos, pero al parecer cada sybyn se componía de un número variable de utas1. Estas parecen haber sido linajes matrilineales, puesto que la pertenencia a ellas se transmitía de madre a hijo y de tío a sobrino hijo de hermana. Los cargos de cacique y capitán se heredaban así mismo por vía matrilineal.
Imbricada con esta estructura social aparece en las fuentes una estructura religiosa. Sus elementos son sacerdotes (jeques) y niños sagrados (moxas), templos y adoratorios, ídolos y dioses, sacrificios y ofrendas. Si en tiempos prehispánicos la religión muisca fue del dominio público y había magníficos templos con calzadas ceremoniales, procesiones y «carreras» en las que se lucían atuendos vistosos y joyas de oro, con los saqueos y la persecución de la idolatría que impusieron los conquistadores los ritos se hicieron cada vez más «secretamente y de noche», y los adoratorios que solían estar en campos y cerros pasaron a esconderse en las casas y bohíos-despensas de los indios (Santiago, /1569/: f. 666v, 655v).
En el presente artículo intentaremos ver cómo se integraban esas dos estructuras, social y religiosa. Dejando de lado el nivel regional que las crónicas describen de oídas, preferimos concentrarnos en el ámbito local, registrado en las actas de primera mano dejadas por las campañas de extirpación de santuarios (Londoño, 1994). El tema de la religión es muy amplio y está lleno de cantos de sirenas (el simbolismo, la orfebrería, los mitos, las torturas...) que desvían la atención del investigador; para abordarlo con orden nos centraremos en dos aspectos del nivel local: los jeques «que en lengua española quiere decir sacerdote» y las cucas «que en lengua española quiere decir casa santa» (Colmenares, 1973: 59).
Formación individual de los jeques
La «Memoria de los ritos y ceremonias que tienen los indios», un texto escrito en Fontibón en 1594 (Ibarra y Porras Mexía, 1990: 245-247), describe el proceso de entrenamiento para el sacerdocio y permite empezar a ubicar al jeque en el marco de la sociedad muisca. Tres o cuatro muchachos a partir de los diez años de edad son encerrados juntos en un bohío especial lleno de restricciones («seminario») y, para formarlos, «allí vienen los jeques viejos a quien estos indios han de suceder que son sus tíos». Este primer dato sugiere la existencia de linajes de sacerdotes, y Simón precisa que el cargo pasaba de tío a sobrino hijo de hermana (/1625/: 3: 383).Al cabo de cuatro a seis años, los mismos tíos los sacan del encierro «y de allí los llevan a la casa donde han de vivir, donde está aparejado de hacer una borrachera... y en la dicha borrachera se saludan con sus parientes»: el nuevo santero vivirá entre su parentela (matrilinaje). Luego el tío los lleva a orar en el adoratorio y se cumplen dos ceremonias con caciques: «un cacique que está dedicado para ello» les horada las orejas para que lleven orejeras «en señal de que están hábiles y suficientes», y «el cacique de este mismo pueblo» los recibe en las puertas de su cercado durante tres amaneceres seguidos para darles comida condimentada con sal. Cada día avanzan a una puerta más interna del cercado hasta llegar el tercero a la casa del jefe, lo que, con la sal que no probaban hacía años, podría tomarse como una introducción paulatina en la vida civil para quien viene de un mundo exclusivamente sagrado.
El último día este cacique les da poporo y mochila para la coca, un discurso y un «rodete» o gorro como símbolo de su investidura. Se sabe que era también el cacique quien «ceñía la manta» a los muiscas púberes y hoy en día entre los kogui recibir el poporo representa acceder al rango de los hombres (Colmenares, 1973: 58); en 1567 un jefe muisca que enviaba una orden a sus sujetos por medio de sus pregoneros les daba sus orejeras, mantas y sombreros «por señal» de autoridad (Santiago, 1991: f. 665v).
La Memoria parece referirse a dos caciques diferentes, uno regional de importancia religiosa y otro local. Los cronistas fray Alonso Medrano y fray Pedro Simón, quienes describen el entrenamiento de los jeques con algunas variantes aunque dentro de la misma estructura del relato, confirman esta apreciación. Refiriéndose cada uno a un solo funcionario, en Medrano «un gran cacique a quien ellos tienen por sumo sacerdote» les otorga el bonetillo, y en Simón es claramente el mandatario local del pueblo del jeque quien da el poporo y a la vez otorga «licencia para ejercer el oficio de jeque en toda su tierra, porque en cada una los había particulares» (Londoño, en Ibarra y Porras Mexía, 1990: 241; Simón, /1625/: 3: 383). Tenemos entonces que cada nuevo jeque, miembro y heredero de un linaje de esta especialidad, hace alianza con los indios de su capitanía, con un cacique regional de importancia religiosa y con el cacique local; un periplo similar al que tenían que cumplir los caciques para ser reconocidos en su cargo (Londoño, 1985: 181-183). Para reforzar el isomorfismo de las esferas política y religiosa entre los muiscas, los caciques y capitanes también cumplían un encierro ritual donde establecían una alianza indispensable con los dioses:
Los que han de ser caciques o capitanes, así hombres como mujeres, métenlos cuando pequeños en unas casas; encerrados allí están algunos años, según la calidad de lo que esperan heredar. Y hombre hay que está siete años... y salido ya, puédese horadar las orejas y las narices para traer [cercillos de] oro, ques la cosa entre ellos de más honra (Epítome, /1547/: 297-298).
Una diferencia importante de las dos estructuras está en la poligamia de los caciques y el celibato de los jeques. Los primeros, aunque no debían ser libidinosos, vivían el gran mundo de la política, donde dependían de sus múltiples esposas para preparar agasajos y establecer alianzas (Simón, /1625/: 3: 391; Londoño, 1985: 132 y siguientes). Los segundos, como especialistas de los mundos superiores e inferiores, tenían una vida de ayuno y privaciones. Al salir de su encierro debían demostrar continencia durmiendo con dos doncellas «y si lo cumple corre la fama y lo tienen por santo, y acuden a ellos muchos indios afligidos para que los consuele y haga oración por ellos» (Ibarra y Porras Mexía, 1990: 247).
De hecho los muiscas de todos los niveles jerárquicos hacían a través del jeque ofrendas para «desenojar» y propiciar al santuario, lo cual puede verse hoy incluso en la técnica orfebre y el sentido simbólico de sus «tunjos» (Plazas, /1981/; Santiago, 1991); también con los caciques y capitanes era indispensable propiciar una alianza, para lo cual los indios de menor jerarquía les ofrecían presentes cuando los visitaban o cultivaban para ellos (Londoño, 1985). El cercado del cacique era tenido como templo (Casilimas y López, /1981/) y a él se entraba con la misma veneración que ante los ídolos de los santuarios (Simón, /1625/).
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