I. LA GUERRA EN EL ORIENTE ANTIGUO Y EN LA BIBLIA. En la doctrina bíblica
el tema de la guerra no comprende solamente el choque violento entre hombres o
grupos humanos y los problemas que de allí se derivan. Se utiliza además para
interpretar el sentido profundo de la vida humana en la tierra; por eso, tanto
la historia universal como la vida de los individuos se ven como un terreno en
el que chocan el bien y el mal, poniendo en juego no sólo la suerte última de la
humanidad y de cada individuo humano, sino también la suerte última del universo
que, según la Biblia, sólo existe en función del hombre. Una visión semejante
tiene raíces complejas, que se deben en parte a la cultura común del Oriente
antiguo y a la forma especial con que los libros de la Biblia utilizan algunos
de sus materiales, pero que principalmente afectan a la sustancia de la fe de
Israel.
1. EL FONDO CULTURAL COMÚN. La cultura del antiguo Oriente
coloca la lucha en la base de la existencia del universo y de la humanidad.
a) El dato mitológico.
La interpretación mítica, politeísta y
tendencialmente panteísta de los grandes fenómenos naturales y de las fuerzas
que allí entran en acción encuentra su síntesis en la interpetación de la
cosmogonía como resultado de la guerra entre divinidades primordiales
monstruosas, que personifican a los elementos constitutivos del cosmos:
recordemos el poema Enuma elis (ANET, 6270). Las guerras históricas entre
los pueblos se concebirán, por consiguiente, como una continuación del tiempo de
la guerra cósmica, haciendo intervenir continuamente a las divinidades supremas
de los diversos pueblos.
b) Reflejo en el mundo bíblico. La Biblia,
aunque conserva como material expresivo, especialmente en las partes poéticas,
ciertas resonancias de los mitos (Leviatán, Rajab: cf Sal 74,14; 89,11), rechazó
drásticamente la base misma de la concepción de la guerra cósmica primordial, en
virtud de su fundamento monoteísta y creacionista: los grandes elementos del
universo son criaturas, instrumentos dóciles en las manos del Creador (cf Am
9,4; Sal 104,26). La misma visión del desarrollo de la humanidad dentro de una
perspectiva de lucha entre el bien y el mal es totalmente distinta de la
concepción pagana, que ve en las guerras humanas el choque entre divinidades
opuestas. Por eso mismo, la vinculación con la cultura común se queda, ante
todo, en un nivel de imagen, sin afectar en nada a la sustancia de la doctrina
religiosa.
2. EL TEMA DE LA GUERRA EN LA BIBLIA. En los libros
bíblicos el tema de la guerra se trata en un doble plano: el de los
acontecimientos, que comprende los aspectos humanos del fenómeno guerra (lo
trataremos tanto desde el ángulo histórico-político como desde el
histórico-arqueológico), y el religioso. Este último descubre ante todo la
intervención de Dios y de su providencia en la trama de los acontecimientos,
especialmente de los que tocan a Israel; pero más allá de éstos, y dentro de la
estructura de la obra divina de salvación, descubre una dialéctica de guerra
(combate, asechanzas), en la que se enfrentan no ya los elementos cósmicos o las
divinidades concretas, sino Dios mismo y el "adversario" (Satanás), que no sin
motivo es presentado como "la serpiente" (Gén 3,1-15; Ap 12,9; 20,10). En esta
guerra el hombre no puede limitarse a ser objeto pasivo de la contienda.
Necesariamente tiene que tomar posición. Si, sobre la base de la fe en Dios
señor de la historia, también las guerras humanas de Israel se conciben como
dominadas o dirigidas por Dios, esto se debe a la doble convicción de que todos
los acontecimientos humanos (y también, por tanto, los acontecimientos
militares) están bajo el dominio de Dios, y que los acontecimientos de Israel en
particular entran en el desarrollo del plan especial de Dios para con él.
Obsérvese, finalmente, que el tema de las guerras a nivel
histórico sólo se trata en el AT (historia "sagrada", pero también historia de
una nación entre las naciones), mientras que el punto de vista religioso, aunque
presente de forma clara en el AT, es prácticamente el único que desarrolla el NT
(que no se refiere ya a una "nación", sino a toda la humanidad salvada: cf Ap
5,9).
II. LA GUERRA EN LA HISTORIA DEL AT. El asentamiento
de Israel en Canaán y la colocación de esta región en el punto de paso obligado
entre las áreas de influencia mesopotámica y egipcia explican la frecuencia de
las guerras en la historia del AT. Pero el interés de los textos bíblicos no es
ni histórico ni militar, sino religioso; y las informaciones sobre la estructura
de los hechos son secundarias respecto a la lectura de su significado religioso.
Por esomismo muchas veces los informe& propiamente históricos que transmii ten
los textos son fragmentarios muchas circunstancias permanecen en la oscuridad.
1. LOS ACONTECIMIENTOS BÉLIcos. En los comienzos de Israel,
a nivel de vida
tribal, todos los hora, bres válidos, en caso de necesidad tenían que tomar las
armas en defer= sa del grupo. Encontramos ya cir,
cunstancias de este tipo en la historia de Abrahán (Gén 14)
y de Jacolí (Gén 34).
a) Los comienzos. En el
origen de la historia de Israel tiene una
importancia capital la promesa de la posesión de
la tierra de Canaán, región ocupada ya por otros pueblos, y que por eso mismo
tenía que ser conquistada. El pueblo emigrante en el desierto (Núm 1-2 y 10) es
presentado como un ejército en marcha. Se trata, sin duda, de una idealización
posterior. También es ideal el cuadro de la conquista de Trasjordania (Núm 32) y
de Cisjordania (Jos 1-12) por parte de todo el pueblo unido. Este cuadro queda
reestructurado por Jue 1; y la continuación de este libro hace pensar en tribus
concretas o en agrupaciones de tribus que luchaban por su supervivencia. En
realidad, la conquista debió llevarse a cabo de una forma compleja, a través de
una penetración gradual, que supuso también ciertamente acciones de guerra. Un
proceso similar se observa igualmente en la resistencia contra los filisteos y
en la vida aventurera de David [t Josué II; / Jueces].
b) Desde David hasta el destierro.
Sólo con la monarquía se consigue en Israel
una organización militar estable. Más aún, según 1 Sam 8 es precisamente la
necesidad de esta organización lo que tiene una función decisiva en la exigencia
del pueblo de tener un rey.
De / David se recuerdan las guerras de expansión y de
afianzamiento de las fronteras. En Israel hay entonces un cuadro militar fijo,
que en caso de necesidad forma el entramado de un ejército más consistente,
reclutado entre el pueblo. Así parece que es cómo funciona el aparato militar
durante toda la monarquía.
Después de Salomón, los dos reinos que surgieron del cisma
estarán frecuentemente en guerra, primero entre sí y luego contra enemigos
exteriores o para reconquistar territorios perdidos. 'Desde mediados del siglo
Ix las principales
guerras las sostendrán sobre todo grupos de pueblos aliados, entre ellos los dos
reinos, en contra de los grandes imperios. Estos destruirán Samaria (721) y
Jerusalén (587). Desde entonces no habrá ya un Estado con el que pueda
identificarse la totalidad del pueblo de Israel.
c) Después del destierro.
Con la destrucción de los dos reinos y con la deportación
comienza la diáspora, primero por Mesopotamia y luego por el mundo helenista y
romano. Sólo la fracción del pueblo que se quedó en Judea o regresó allá volverá
a conocer, como protagonista, nuevos episodios bélicos: en tiempos de los
asmoneos contra los seléucidas, y al principio de la era cristiana contra los
romanos (67-70 y 132-135 d.C.).
En conclusión, en el conjunto de la historia del AT
encontramos sobre todo guerras de conquista en tiempos de la entrada en Canaán y
en tiempos de David. En la inmensa mayoría de los otros casos se trata, en
diversos niveles, de guerras defensivas. Pero en ningún caso la guerra es
considerada como legítima si hay en ella alguna indicación contraria por parte
de Dios (cf Is 7,1-17).
Junto con el dato militar y político vemos que figura
siempre el aspecto religioso de los acontecimientos narrados, que es el único
decisivo en su juicio.
2. EJÉRCITO, ARMAS, TÉCNICAS MILITARES. A la escasez y
fragmentariedad de las noticias bíblicas en cuestiones militares se añade en el
área israelita la ausencia de material figurativo, que, por el contrario, abunda
en otros lugares del Oriente antiguo.
El ejército. En el centro
del marco estable de la organización militar a la que hemos aludido parece ser
que, a partir de David, había un cuerpo de mercenarios, reclutado entre
israelitas y entre extranjeros (recuérdense los quereteos y los peleteos: 2Sam
8,18; 15,18; 20,7.23) al servicio directo del rey, y que constituían también su
guardia personal. Se tiene noticia de mercenarios extranjeros hasta los tiempos
de Ezequías (Anales de Senaquerib, en ANET,
287).
En los tiempos más antiguos, el nervio del ejército era la
infantería. Desde Salomón en adelante fue tomando mayor importancia el arma de
los carros. Pero no parece que hubiera nunca un cuerpo de caballería auténtica.
En los momentos de emergencia se movilizaban los hombres válidos del pueblo.
Pero no sabemos de qué manera se ejercitaban y cómo estaban distribuidos estos
efectivos, más allá de la lógica subdivisión en grupos (de 1.000, 100, 50 y 10).
Las armas. También son
escasas las informaciones que tenemos sobre las armas. Conocemos el nombre de
algunas armas de ataque (hereb, espada; romah, lanza; hanit y .Ielah,
jabalina; qelet, arco; bes, flecha; gela`, honda) y de
protección (magen, escudo pequeño; sinnah, escudo grande; góba'
o kóba', casco; .liryón o siryón, coraza, reservada
especialmente a los combatientes montados en carros). No se tienen noticias
sobre máquinas de guerra. Algunos han visto la catapulta en 2Crón 26,5; más
probablemente se trata de un parapeto de madera adosado a las murallas para
proteger a los combatientes de las flechas de los asaltantes.
Técnicas militares. Poco
o nada sabemos de la estrategia y de la táctica que se usaba en Israel.
Mayores noticias tenemos sobre las fortificaciones, debido ante todo a los
numerosos descubrimientos arqueológicos, y sobre la guerra de asedio (cf 2Re 6-7
y 25), a la que la ley de Dt 20 reserva una larga exposición. La ciudad
fortificada (ir) constituía también el refugio para las poblaciones
campesinas en caso de invasión. Se había prestado especial atención desde la
época cananea (Meghiddo) al abastecimiento de agua.
El asedio se resolvía o bien mediante la conquista (asalto,
traición o atrayendo a los sitiados a campo abierto) o bien
por la rendición (por hambre, a la
que se unía muchas veces la peste). La más conocida entre todas en la historia
de Israel es la caída de Jerusalén a manos de los caldeos (2Re 25 y Jer 39).
3. LAS CONSECUENCIAS DE LA DERROTA. La conclusión
de la guerra conducía de todas formas (incluso con la rendición antes de que
comenzasen las hostilidades) a la sumisión de la parte atacada, que, como
mínimo, se veía obligada a pagar tributo y a la esclavitud (así los gabaonitas:
Jos 9). Pero si la victoria se obtenía combatiendo, las condiciones de los
vencidos eran todavía más duras: saqueo, desmantelamiento de las
fortificaciones, muerte de parte de la población, reducción a la esclavitud y,
en los casos extremos, destrucción total de la ciudad y matanza de sus
habitantes. Sin embargo, por parte de Israel, excepto en el caso de anatema o
herem, no se practicó la matanza en masa de los vencidos (de los que se
tomaban los esclavos) ni se les torturó al estilo de como solía ocurrir en la
historia oriental antigua. Los imperios mesopotámicos practicaban comúnmente la
deportación, en todo o en parte, de las poblaciones vencidas, sustituyéndolas
muchas veces (como ocurrió con el reino del norte: 2Re 17,14-41) por otras
poblaciones. De los deportados de Judá hay que decir que, aunque al comienzo del
destierro pasaron por muchos apuros, nunca se vieron, sin embargo, tratados como
esclavos.
III. EL ASPECTO RELIGIOSO DE LA GUERRA EN EL AT.
En el mundo antiguo la guerra iba siempre unida a actos religiosos. Pero desde
los orígenes de Israel reviste un carácter particular de "guerra santa",
arraigado en la sustancia misma de la fe del pueblo, es decir, en su certeza de
haber sido elegido por Dios con vistas a una misión única. Esto condicionará
profundamente la historia del AT. Es verdad que con el paso de los siglos el
carácter sacral de la guerra perderá algo de su fuerza original, sobre todo en
el plano concreto. Pero seguirá estando muy vivo en el recuerdo de los hechos
antiguos, como lo demuestra su influencia en la transmisión y sistematización de
las tradiciones históricas y doctrinales. Luego será recordado repetidas veces
en la enseñanza profética, revivirá en cierta medida en tiempos de los Macabeos
y será recuperado de forma especial en la Regla de la guerra de Qumrán.
1. LA "GUERRA SANTA". No hay ningún texto bíblico
específico que nos presente un cuadro de conjunto de los elementos esenciales de
la "guerra santa". Pero podemos identificarlos en primer lugar a través de las
narraciones relativas al período del desierto y de la conquista, la época de los
jueces y comienzos de la monarquía y luego entre los presupuestos de numerosos
pronunciamientos proféticos, sobre todo en cuestión de relaciones
internacionales, así como en los indicios que se vislumbran en algunos textos
poéticos, como los "cánticos" de Éx 15, Dt 34, Jue 5, la "epopeya" del Sal 68 o
la del Sal 18 y otros textos o fragmentos singulares.
a) La fundamentación teológica.
La doctrina de la "guerra santa" va íntimamente ligada a la
experiencia frontal de Israel, es decir, a la llamada divina que lo constituye
como "pueblo de Dios". Se vincula, por consiguiente, a las grandes vocaciones
fundamentales (Abrahán, Jacob, Moisés), encuentra sus primeras aplicaciones
concretas en los hechos militares que acompañan la salida de Egipto y su base
definitiva en los acontecimientos del Sinaí, de los que la historia siguiente no
será más que el desarrollo natural. Precisamente porque todo esto incluye un
designio superior, del que Israel se sabe investido, las dificultades que
impiden su supervivencia se verán, a la luz de este designio, como una
resistencia que se opone a Dios mismo. Y las guerras dirigidas a derribar esa
resistencia serán concebidas entonces, lógicamente, como "santas": guerras "por"
Dios y guerras "de" Dios; y esto no porque vayan dirigidas a propagar la fe
(como la "guerra santa" del islam) o a defender inmediatamente la fidelidad
religiosa (esto ocurrirá en parte solamente en tiempos de los Macabeos), sino
porque se dirigen a garantizar la continuación de la vida del pueblo.
b) La implicación de Dios.
Así pues, Israel combate en calidad de
"pueblo de Dios" (Jue 3,13; 20,2). Su ejército pertenece a Dios (Ex 14,41; lSam
7,26). Por consiguiente, no podrá entrar en batalla si no es "santificado", es
decir, si no está ritualmente "puro" (Jos 3,5; lSam 21,6;2Sam 11,11), o sea,
dispuesto a mantenerse en la presencia de Dios. En efecto, según la afirmación
de Dt 23,13-15, Dios mismo "está en medio de tu campamento". En virtud de esta
presencia (efectiva y activa, como supone el nombre mismo de Yhwh) las guerras
de Israel son guerras de Dios (lSam 18,17; 22,28) y su memoria se recogerá en un
escrito —ahora perdido— que se titula "Libro de las guerras del Señor" (Núm
21,14). Por eso, antes de la campaña se le ofrecen sacrificios a Dios (1 Sam
7,9; 13,9.12); y puesto que él es el que decide el éxito, se le consulta (Jue
20,23.28; lSam 23,2.4).
El signo sensible de la presencia de Dios entre los suyos
es el arca, que había acompañado ya a la marcha por el desierto y en la entrada
en Canaán. Núm 10,35-36 nos ha conservado el grito de guerra que acompañaba a la
partida del arca al frente de su pueblo. En la batalla es Dios el que combate
por los suyos (Jos 10,14.22), movilizando en su favor las fuerzas naturales (Jos
10,11; Jue 5,20) y sembrando entre los enemigos la confusión y el miedo.
2. LA VICTORIA. Una confirmación singular de esta
forma de ver las cosas la tenemos en el vocabulario de "victoria", que
significativamente en hebreo coincide con el de "salvación". No se ignora
ciertamente el peso del valor (gebúrah), que a menudo se menciona junto
con el "consejo"o la cordura (2Re 18,20; Is 36,3; pero en Is 11,2 el "consejo y
el valor" figuran entre las características del "espíritu del Señor'). En todo
caso, sólo de la decisión de Dios depende que la guerra sea victoriosa, es
decir, "tenga éxito" (raíz slh: I Re 22,12.15). La noción de "vencer" suele
expresarse o con el pasivo de "ayudar" (`zr: I Re 5,20) o más frecuentemente con
el pasivo o el acusativo de ys', "salvar"(Dt 20,4; 2Sam 8,6.14; Sal 20,7).
Este verbo y el nombre correspondiente Yesú `ah/tesú`ah
indican en cada ocasión o la "salvación" en general (hasta la salvación
mesiánica final) o aquel tipo especial de "salvación" que es la "victoria
militar": la aclamación (o mejor la invocación) dirigida a Dios por el rey es
hósi`ahnna ("hosanna"), "¡salva!", o sea "¡da(le) la victoria!".
Lógicamente, si la victoria viene de Dios, a Dios pertenece
también su resultado, la sumisión de los enemigos y el botín que se les ha
arrebatado, que Dios puede reservar para sí o conceder a los combatientes. Aquí
es donde se inserta el hecho de la destrucción sacral del enemigo, que, a pesar
de chocar profundamente al alma cristiana, pertenece sin duda a la "guerra
santa" según la concepción original de Israel.
3. EL "ANATEMA". La raíz hrm, de donde se deriva
herem, "anatema", indica la sustracción de una realidad del uso profano y su
destino total e irreversible a la divinidad. La ley universal que afecta a este
hecho sólo se formuló más tarde en Lev 27,28-29. Del conjunto de los casos
históricos de herem se deduce que la aplicación del mismo fue más bien
oscilante. De suyo implica el abandono a Dios de todos los frutos de la guerra,
y supone, por tanto, la destrucción integral del enemigo y de todo lo que le
pertenece en bienes y en personas. Pero los pasajes que tratan de ello son de
diversa naturaleza y de distintas épocas. Se observa que los más radicales de
ellos se refieren a hechos antiguos, pero pertenecen a textos de redacción más
bien tardía (especialmente Dt y Jos). En concreto, el anatema se presenta
normalmente como la ejecución de una orden divina (Dt 7,2; 20,17; Jos 8,2; lSam
15,3), y sólo excepcionalmente como el cumplimiento de un voto (Núm 21,2). En
teoría debe ser total (el caso de Jericó: Jos 6-7; la condena de Saúl por no
haberlo ejecutado totalmente: ISam 15; el caso de la ciudad de Israel que
reniegue del Señor: Dt 13,13-18). Pero de diversos textos se deduce que ya
antiguamente su aplicación podía no ser integral (Núm 31,14-18; Dt 2,34-35;
3,6-7; Jos 8,2.27; Jue 21,11).
Un juicio de conjunto equilibrado sobre los hechos más
graves ha de tener presente, por un lado, la existencia del anatema entre otros
pueblos del área cananea (estela de Mesa, lín. 17) y, por otro, la valoración
profundamente negativa que los textos bíblicos están de acuerdo en formular
sobre esos pueblos y sobre su depravación (ya Gén 15,16, muchas veces los
profetas, a menudo Dt). Así pues, por una parte, el anatema es una práctica
bélica que Israel tenía en común con el ambiente en que tenía que vivir, y tenía
al parecer el valor de una defensa preventiva y total contra los enemigos que le
acechaban, siempre dispuestos a ejercer una dura revancha; por otra parte, en su
aplicación como acto definitivo de la "guerra santa", era interpretado de forma
unánime por la tradición israelita como un justo castigo reservado por Dios
contra la impiedad y el libertinaje de las poblaciones de Canaán, que conocemos
además por la documentación arqueológica y literaria descubierta en los últimos
decenios.
IV. LA VIDA RELIGIOSA COMO "MILICIA". La condena
incondicionada de los enemigos de Israel como adversarios del plan de Dios forma
parte de una visión global que, en el desarrollo religioso del pueblo, acaba
abarcando todos los aspectos de la vida. De hecho el plan divino no afecta
únicamente al conjunto del pueblo, sino también personalmente a cada uno de los
israelitas en su conducta pública y privada, hasta lo más recóndito de su vida
espiritual. Dios "escruta el corazón y las entrañas" (Sal 7,10; etc.). Por eso
toda realidad que en cualquier nivel sea un obstáculo para la fidelidad
religiosa es tratada como hostil, y toda persona o estructura humana que aceche
contra ella es percibida como "enemiga" de Dios y del fiel.
1. EN EL PLANO. INDIVIDUAL. Así pues, es
perfectamente coherente que toda la existencia humana, en su aspecto de esfuerzo
dirigido a superar los obstáculos que se oponen a la fidelidad religiosa, se
caracterice como "servicio militar" (cf Job 7,1; 14,14). Se trata de una
variante notable del tema sapiencial general del sufrimiento del justo. La
extensión de este tema en la literatura bíblica tiene su ejemplo más conocido y
evidente en el libro de los l Salmos (IV-V), que en todos sus textos, con
poquísimas excepciones, toca el problema del / mal a nivel físico, social,
psicológico y moral. Con muchísima frecuencia el mal es causado por personas,
tratadas como "enemigos". Pero a diferencia de lo que sucede en la línea
histórico-militar, donde los enemigos son normalmente extran' jeros, en las
tribulaciones de la vida ordinaria son los conciudadanos, e incluso los
parientes y amigos. El caso se repite con frecuencia; pensemos en los pasajes
autobiográficos y biográficos de / Jer (I, 1), en los amigos de / Job (III, 1-2)
y, generalmente, en la denuncia profética de las injusticias entre los miembros
del pueblo o en los salmos de lamentación o de súplica. Para dar voz a esta
situación, muchos textos recurren al lenguaje militar (cf Sal 7,13-14), que
tiene en ellos ciertamente un significado ante todo metafórico. Pero se trata de
una metáfora que se desarrolla con coherencia consciente, tanto por lo que se
refiere al fiel que combate y a los adversarios que le acosan como en lo que
atañe a Dios, ayuda y defensa del fiel (baste la acumulación de términos
militares en Sal 18,2-4). Pero todo esto entra en un cuadro mucho más amplio,
que abarca toda la concepción bíblica del hombre y de la historia. Y esto en dos
direcciones. En proyección hacia el futuro véase la coherencia con que la
intuición profética (junto a su desarrollo apocalíptico) y la reflexión
sapiencial se atienen a este cuadro hasta su solución escatológica (intervención
final de Dios en defensa de los fieles: Sab 5,13-23; cf el final de Dan). En
proyección hacia el pasado recuérdese la manera con que esta misma intuición, al
debatir el tema sapiencial típico de la presencia del mal en el mundo, ve sus
orígenes en la intrusión de la "serpiente" y define su sentido mediante la
ébah, la
"enemistad" (raíz 'yb, que expresa la actitud del 73 yeb,
"enemigo", en sentido militar), que Dios establece para siempre entre la
"serpiente" y el "linaje de la mujer" (Gén 3,1-15).
2. EN EL PLANO COMUNITARIO. La profundización de
la conciencia religiosa y de los
compromisos consiguientes se desarrolla bajo el impulso de la experiencia vital
y de la doctrina profética, sobre todo en los períodos más críticos de la
historia del pueblo. Las derrotas y las invasiones enemigas mueven a valorar con
más objetividad los males que las guerras llevan consigo y a estimar la paz más
que la victoria, como se percibe en ciertos salmos de lamentación colectiva (Sal
44; 74; 79; 80) y más aún en la enseñanza mesiánica del primer Isaías (Is 2,1-5;
9,1-6; 11,1-9).
El destierro, con todo lo que le precede y con todo lo que
le acompaña, reviste sin duda una función decisiva en este itinerario de
maduración espiritual. Efectivamente, se observa allí un innegable salto de
cualidad, señalado especialmente por el Segundo y el Tercer Isaías. El pueblo ha
perdido ya la unidad política que se había confiado a una estructura humana,
cuya existencia y continuidad tenga que ser defendida en el plano militar. La
pérdida será definitiva. Pero esa pérdida libera de todos los estorbos
materiales a la fidelidad religiosa, cambiando incluso la naturaleza de la lucha
en su favor. Esta será siempre actual; pero cambia de nivel, estando dirigida
ahora más a superar la tentación que proviene de la tribulación que a destruir
físicamente al enemigo del que procede esa tribulación. En este sentido es
característica la manera con que tratan los profetas la oposición entre ricos y
pobres. Se enfrentarán contra ella no ya sublevando a los pobres contra los
ricos, sino recurriendo al juicio superior de Dios, el único verdaderamente
definitivo, y profundizando en la confianza en el Señor. Ello paradójicamente
llevará a revalorar la misma tribulación, que de tentación pasa a ser arma
vencedora; y la pobreza empezará a valorarse como demostración irrefragable de
fidelidad religiosa, y por tanto como trámite privilegiado de salvación.
3. LA DIMENSIÓN ESCATOLÓGICA.
En esta dialéctica religiosa purificada, los
puntos de la historia en que resultan más peligrosos tanto el intento externo de
absorción de la comunidad de Israel por parte de la cultura pagana ambiental
como la tentación interna de dejarse absorber por ella se convierten en momentos
fuertes de la acción educadora de Dios y en etapas de la gran maduración
espiritual del pueblo. Esto se verifica varias veces en la historia, y, en
particular, largamente en tiempos de la profecía clásica y de la lucha contra el
sincretismo, reviviendo un período breve y luminoso en la edad helenista, que ve
converger el intento seléucida de helenizar Judea con el influjo ejercido por la
cultura helénica sobre la diáspora alejandrina. Se verifica entonces un doble
movimiento: de llamada a la tradición del pasado ("leyes divinas" o "leyes
patrias": 2Mac 6,1; 7,2.37; obra de Dios en la historia: Sab 10-19) y de
fervorosa expectación del futuro. Por este camino se proyecta en el futuro
último la lucha extrema de Dios en favor del pueblo, como ya se ha advertido (Sab
5,13-23; pero ya Ez 38-39, y en particular Dan 10-12, donde la guerra entre los
seléucidas y los Lágidas se lee de forma cifrada como preanuncio de la guerra
final; recuérdese también la literatura no canónica, de manera especial Qumrán y
la Regla de la guerra).
La guerra escatológica, precisamente porque
trasciende los límites de la experiencia directa, se describirá a menudo de una
forma fantástica, recurriendo a la escenografía de las antiguas teofanías. Pero
más allá de los elementos figurativos, el mensaje transmitido por los textos
está muy claro. Es la certeza de fe en la justicia del Dios salvador, al que
corresponde la última palabra.
V. LA GUERRA EN EL NT. La palabra
definitiva última y concreta de Salvación, en la lógica de la revelación
bíblica, no puede ser más que t Jesucristo y su l Iglesia, en los
cuales y por los cuales se inaugura el "fin de los tiempos" (1Cor 10,11; cf Heb
1,2). En torno a la persona y a la obra de Cristo se desarrolla y encuentra
también su solución el tema de la guerra. La perspectiva dominante del NT es la
religioso-espiritual, con una intensa acentuación escatológica, que no tiene por
otra parte nada de unilateralidad. Pero tampoco está ausente el hecho militar,
tratado en el plano simplemente humano.
1. LA GUERRA COMO
ACONTECIMIENTO HUMANO. El NT, especialmente en los evangelios y en los Hechos,
toca de diversas formas la presencia de la guerra, tratándola siempre como un
hecho connatural a la condición humana concreta; y se sirve de ella con
frecuencia como un término de comparación particularmente expresivo y
comprensible. No discute nunca ni la necesidad de los ejércitos ni la conducta
de los militares en el cumplimiento de sus funciones (cf Lc 3,14); incluso llega
a registrar con absoluta indiferencia la presencia de los soldados de servicio
junto a la cruz del Señor (Mt 22,27) y después de su muerte (Jn 19,33-34), o en
función de carceleros de los discípulos (He 5,26; etc.). En la base de esta
postura se encuentra con toda probabilidad un sentido bastante vivo de la
necesidad de un orden estable en las relaciones humanas, garantizado por una
autoridad capaz de imponerse eficazmente. Cabe pensar que es quizá este
sentimiento el que inspira el pasaje tan discutido de Rom 13,1-7 sobre la
función de las autoridades públicas y sobre la necesidad de estar sometidos a
ellas.
Por otra parte, no faltan figuras singulares de soldados,
especialmente oficiales, cuya rectitud y piedad se alaba públicamente: el
centurión de Cafarnaún (Mt 8,5-10), el que confiesa por primera vez la divinidad
de Jesús en el momento de su muerte (Mt 27,54), Cornelio y sus piadosos
subalternos (He 10), Julio, "humano" con Pablo prisionero (He 27). Por eso sería
inútil buscar en el NT el fundamento de una posición antimilitarista sin más. La
solución de la antinomia entre el "evangelio de paz" (Ef 6,15; cf Lc 2,14; He
10,39; Ef 2,17) y la existencia histórica de la guerra se encuentra en un plano
distinto. Efectivamente, está claro que para el NT las guerras entre los pueblos
son un mal en sí mismas; por eso precisamente las cataloga al lado de otros
desastres (terremotos, pestilencias, carestías: Lc 21,10-11), como signo del
"comienzo de los dolores" (Mc 3,18) que preceden al "final" y que son ellos
mismos síntomas del mal verdadero que mina desde dentro a la humanidad.
2. LA GUERRA DEFINITIVA EN SENTIDO RELIGIOSO. En
el choque frontal con este mal consiste precisamente la obra de Cristo, que
continúa la Iglesia a través de los siglos. Connaturalmente, presentará las
connotaciones de la guerra definitiva; destinada a destruir el reino del
"príncipe de este mundo" (Jn 12,31; 14,30; 16,11) y a establecer el "reino de
Dios", y por tanto la verdadera paz. El antiguo tema de la vida humana como
"servicio militar" se vincula de este modo con el tema universal de la lucha
final entre el bien y el mal, combatida por Dios a través de Cristo y
desarrollada así dentro de la humanidad en favor de la humanidad y contra
Satanás. Por consiguiente, en el NT tanto la vida terrena de Cristo como la vida
de la Iglesia en el tiempo y la existencia de cada uno de los fieles se
describen a la luz de la guerra definitiva o escatológica, aunque si bien no
necesariamente, los textos acudan a los elementos descriptivos propios del
género literario apocalíptico. El mismo libro del Apocalipsis, por otra parte,
no hace más que proponer el tiempo de la Iglesia, es decir, la situación de la
Iglesia en el tiempo, como la instauración del reino de Dios entre los hombres
por obra del cordero inmolado, Cristo.
a) Cristo vencido y vencedor.
La vida terrena de Jesús lleva a su cumplimiento
la esencia misma de esta
guerra, con la que él se enfrenta en todo su trágico significado, asumiendo
enteramente su peso. No se trata de conquistar un reino humano (Jn 18,33-38), y
Jesús no recurre a ningún método o
medio humano de combate. La batalla se desarrolla a lo largo de una directriz
inesperada, como un asalto unilateral de las fuerzas del mal (He 4,25-26; cf Sal
2,1-2) en contra del hombre Jesús, que, por su parte, no opone a ella ninguna
resistencia y se deja avasallar humanamente por medio de una libre decisión (cf
Jn 10,18; Heb 5,8). Pero por este camino él mismo es el primero en realizar una
palabra suya: no preocuparse de los que pueden matar el cuerpo, pero luego no
pueden hacer ya nada más (cf Lc 12,4-5). Y paradójicamente, al aceptar la
muerte, agota e inutiliza toda la fuerza destructora de la muerte en su misma
raíz ontológica: el pecado como rebelión de la criatura humana contra la
voluntad divina. En el Cristo muerto en la cruz se consuma la conformidad más
perfecta de la voluntad del hombre con la voluntad de Dios, y de este modo en su
resurrección vuelve a abrirse la fuente de la vida del hombre en Dios, que se
había cerrado voluntariamente en el Edén. Las fuerzas del mal quedan sometidas a
Cristo y prisioneras de su triunfo (Col 2,15); el universo queda bajo sus pies,
y él lo pone a los pies de Dios (cf ICor 15,23-28). Justamente en el Apocalipsis
el Cristo cordero inmolado es proclamado soberano de la humanidad y de la
historia, digno de compartir el reino con Dios Padre por toda la eternidad (Ap
5,9-10.12).
b) La vida cristiana como combate. La paz mesiánica,
realmente inaugurada por la persona y por la obra de Cristo (Lc 2,14; Jn 14,27;
16,33; cf Ef 2,14), no anula en la existencia temporal de la Iglesia y de cada
uno de los fieles esa dialéctica de guerra que ya había identificado el AT en la
vida del hombre. Y lo demuestra incluso solamente el uso de la terminología
militar, atestiguado de varias maneras en los escritos del NT. La asociación de
la Iglesia y del cristiano con Cristo prolonga en relación con ellos aquella
misma violencia y odio que se opuso al mismo Cristo (Jn 15,1-21). En este
sentido Pablo sobre todo recurre a menudo a un vocabulario propiamente militar
(2Cor 10,4; 1Tim 1,18; Flp 2,25), mencionando incluso las "armas"
correspondientes (ITes 5,8). En particular, Ef 6,10-17 se extiende en el anuncio
de una "lucha cuerpo a cuerpo" (palé) en contra del diablo y de sus
secuaces, que hay que sostener con la fuerza de la "armadura de Dios", de la que
se mencionan los diversos elementos, en la vigilancia y en la oración
incansables. Son las "armas de la justicia" (2Cor 6,7), "no carnales" (2Cor
10,4), las "armas de la luz" (Rom 13,12) que aseguran a la Iglesia y al
cristiano la victoria a través de la paradoja que se realizó en Cristo; por eso,
el triunfo pasajero del mal y del mundo (Ap 11,7-10) da finalmente paso a la
resurrección y a la vida (Ap 11,11.12.15-18). Es la victoria que culmina en el
"testimonio" o "martirio" (Ap 12, 10.12; 14,1-5).
Junto a la perspectiva de combate y de guerra se sitúa,
como para subrayar y profundizar este tema, la de la competición deportiva o
agón, que aplicó Lucas a Cristo (agónía: Lc 22,44) y que Pablo
utiliza con simpatía (1 Cor 9,24-27; lTim 6,12; 2Tim 4,7-8; cf Heb 12,1). En
resumen, el combate no se dirige solamente hacia fuera, en contra de un asalto
del ene., migo exterior, sino que se dirige también a la superación
de los límites y resistencias íntimas de cada persona humana, y busca una
victoria que es también la superación de uno mismo en la tensión hacia la
completa realización de la voluntad del Padre. Esto pone en acción una "virtus"
que va bastante más allá del simple valor militar, y que no tiene su origen en
la persona de los
individuos, sino quees "fuerza de lo alto" (cf Lc 24,49), con la que el
cristiano realmente "lo puede todo", pero en aquel "que le conforta" (cf Flp
4,13).
c) El combate
final. Mirando bien las cosas, el NT,
aunque habla del "fin de los siglos" (1Cor 10,11; l Pe 4,7; etc.), no lo separa
nunca del tiempo de la Iglesia, que en realidad es ya la "última hora" (lJn
2,18), en la que la lucha final, inaugurada por Cristo y resuelta por lo que a
él se refiere, sigue vigente. Es ésta la razón por la cual el NT, a pesar de que
no ignora la perspectiva escatológica (discurso de Mt 24-25 y par; anuncio de la
parusía: iTes 4,13-18; 2Tes 2,1-12; etc.), no presenta nada que pueda realmente
compararse con la conflagración final, que era por el contrario tan familiar a
la literatura I apocalíptica antigua. Lo que acecha a la humanidad no es una
"guerra final" que vea alineados dos ejércitos contrarios para el choque
decisivo. Por el contrario, la guerra está presente en estado endémico en todo
nuestro tiempo, que es el tiempo final. Lo que nos acecha es más bien un
"juicio", del que las guerras históricas y sus rumores son un previo anunció (Mt
24,6); pero que tiene como protagonista solamente a Cristo, de cuya boca sale la
"espada" de la decisión (Ap 1,16; 2,12.16; 19,15). El es el único guerrero que
"juzga y lucha con justicia" (Ap 19,11), aun cuando en el campo contrario se
hayan reunido muchos para el último asalto (Ap 20,7ss). Efectivamente, no existe
comparación posible entre la compenetración de Cristo con todos los suyos
(recuérdese el "permanecer en" en Jn) —por lo que en cada uno de ellos es él el
que combate y vence— y las fuerzas que Satanás intenta reunir, pero que en
realidad están divididas entre sí (cf la suerte de la "meretriz" en Ap 17),
dominadas como están por el odio y por la desunión.
De este modo en el NT el "misterio del fin" (cf Mt
24,36), más que quedar revelado, sigue estando escondido, aunque se haya
manifestado ya su éxito. Para la Iglesia en el tiempo y para cada uno de los
cristianos que "milita" en la "buena milicia" (cf 1Tim 1,18) sosteniendo el
"buen combate" de forma legítima, existe la seguridad de obtener la "corona" de
la victoria, "que el último día me dará el Señor, justo juez; y no sólo a mí,
sino también a todos los que esperan con amor su venida" (2Tim 4,6-8). No hay
nada de "apocalíptico" en el sentido corriente de la palabra en todo el NT; el
mismo libro del I Apocalipsis, con su anuncio de la llegada de la Jerusalén
celestial entre los hombres y con el anuncio previo de la venida final de
Cristo, sigue estando al final encerrado en una expectativa, y termina con la
invocación del Espíritu y de la esposa para que se acelere la venida efectiva
del esposo. Así se proyecta un rayo de paz sobre la suerte de la humanidad en
Cristo, en el único en que se resuelve de verdad toda guerra.
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N.M. Loss
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