La visión que muchos occidentales tienen de Tíbet es la de un paraíso perdido, un mundo situado en las alturas y regido por unos benévolos monjes cuya personificación sería el Dalai Lama. Es el Free Tibet de la ocupación china que apoyan las estrellas de cine, un escenario tan ficticio como los de las películas de Hollywood. Porque Tíbet no era antes de la invasión china un país idílico, sino más bien un brutal régimen feudal en cuya cúspide estaban el Dalai Lama, su alto clero y la nobleza, que vivían a costa de una masa sometida a todo tipo de abusos.
La sociedad modélica que venden el Dalai Lama y sus seguidores no ha existido nunca. Antes de la llegada de los chinos, Tíbet era una cruel teocracia. Si el tibetano era en la primera mitad del siglo XX un pueblo pacífico y aparentemente cariñoso, como decía el Dalai Lama hace tres años, lo era por miedo. Porque la mayoría de los habitantes del Shangri-La que muchos añoran en Occidente eran siervos, cuando no esclavos, de los monjes budistas.
Algunas de las salvajadas de los lamas han sido recopiladas por el historiador y escritor estadounidense Michael Parenti, e incluyen la esclavitud, la sobrecarga de tasas al pueblo llano, los abusos sexuales, la usura por parte de los monasterios, los brutales castigos y las ejecuciones encubiertas, para cumplir la máxima de que un budista no hace daño ni a una mosca. “Ya que los principios budistas prohíben matar seres vivos, los delincuentes eran frecuentemente torturados casi hasta la muerte y luego dejados a su suerte. Si morían por resultado de las torturas, se consideraba que lo había causado su propio karma”, explica el periodista y psicólogo alemán Colin Goldner.
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Falsa idealización
La falsa buena imagen del régimen de los lamas en Occidente se debe en parte, según los expertos, a dos obras de ficción: la novela Horizontes perdidos y el libro esotérico El tercer ojo. En la primera, James Hilton cuenta la historia de un fértil valle en mitad del Himalaya cuyos habitantes gozan de una extraordinaria longevidad. Viven en un monasterio que se llama Shangri-La, inspirado en la Shambala budista, que alcanzó tal popularidad que en 1942 Roosevelt bautizó así su residencia de descanso, ahora conocida como Camp David. T. Lobsang Rampa –en realidad, un fontanero inglés que nunca había visitado Tíbet– cuenta, en El tercer ojo, su iniciación
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