Por J.R. Ayllón
Los hombres mueren y no son felices.
Albert Camus
19. Universal, incomprensible e inevitable
El misterio envuelve cuestiones como el origen y el fin del universo, la estructura última de la materia, la diversificación de las especies, y tantas otras. El dolor, además de misterio, es un problema. Porque nos afecta muy directamente: puede incordiarnos a diario y llega a presentarse insoportable y trágico en ciertas ocasiones. Es el problema más grave de la humanidad, la realidad humana más desconcertante, pues en su descripción figuran tres adjetivos abrumadores: universal, inevitable e incomprensible.
La primera vez que me asomé con curiosidad intelectual al tema del dolor, lo hice después de leer unos versos de Blas de Otero:
Quiero encontrar, ando buscando la causa del sufrimiento.
La causa a secas del sufrimiento a veces
mojado en sangre, en lágrimas y en seco
muchas más. La causa de las causas de las cosas
horribles que nos pasan a los hombres.
No a Juan de Yepes, a Blas de Otero, a Leon
Bloy, a César Vallejo, no, no busco eso,
qué va, ando buscando únicamente
la causa del sufrimiento
(del sufrimiento a secas),
la causa a secas del sufrimiento a veces...
Y siempre vuelta a empezar.
En estos versos aparece ya ese carácter inevitable e incomprensible del dolor, pues se presenta ante nosotros como una evidencia imposible de explicar: constatamos que existe, pero no sabemos por qué. "La causa de esta angustia no consigo / ni vagamente comprender siquiera", escribió Antonio Machado.
Solemos distinguir entre el dolor físico y el sufrimiento anímico. El sufrimiento es la resonancia emocional que nos causan ciertos hechos de índole fisiológica o psicológica. Así, el dolor del cuerpo se suele transformar en sufrimiento -dolor del alma- cuando su origen es desconocido, cuando es abrumador, cuando no parece controlable, cuando se considera espantoso. Ya hemos dicho que la causa del sufrimiento -dolor del alma- no es sólo el dolor físico. Así lo vemos en este vigoroso párrafo escrito en el siglo IV:
Me hice íntimo amigo de un antiguo compañero de estudios. Los dos éramos jóvenes. Pero he aquí que le dio una fuerte calentura y murió. Durante un año, su amistad había sido para mí lo más agradable de la vida, así que la vida se me hizo inaguantable: la ciudad, mi casa y todo lo que me traía su recuerdo era para mí un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y ya no estaba. Sólo llorar me consolaba. Era yo entonces un miserable prisionero del amor, y me sentía despedazar por ese amor perdido. Así vivía yo, y lloraba de amargura y descansaba en la amargura (...). Me maravillaba que, muerto aquél a quien tanto había querido, siguiera yo viviendo. Bien dijo el poeta Horacio que su amigo era la mitad de su alma, porque yo sentí también que su alma y la mía no eran más que una en dos cuerpos (San Agustín, Confesiones).
No me atrevo a decir que el sufrimiento humano esté bien repartido, porque sería un agravio a las víctimas innumerables de la esclavitud, del holocausto judío, del Gulag soviético y de múltiples patologías. Pero ya he dicho que nadie se libra de él. Entre otras cosas porque al final, como escribió Blas de Otero siguiendo a Jorge Manrique: "La muerte siempre presente nos acompaña, y al fin nos hace a todos iguales". Ni los ricos, ni los poderosos, ni los famosos se libran del zarpazo del sufrimiento. Ni los dueños del mundo. Felipe II, el rey que murió en 1598, empezó a convertirse en un inválido seis años antes, cuando la gota fue impidiendo progresivamente sus movimientos. Nos lo cuenta su capellán, Fray Antonio Cervera de la Torre, en el libro donde narra la muerte del monarca. La gota afligió a Felipe II durante catorce años, y los siete últimos le debilitó y ocasionó dolores agudísimos. Los dos años y medio finales, la enfermedad no le dejó sino el pellejo y los huesos, y tan sin fuerzas que le fue forzoso andar en una silla e ir como si le llevaran a enterrar cada día. A esto se sumó un principio de hidropesía que le hinchó el vientre, los muslos y las piernas, bastando este rabioso accidente para descomponer al hombre más asentado del mundo. Se le hicieron llagas en los dedos de manos y pies, que le atormentaban especialmente cuando las curaban. Los últimos dos meses no le fue posible dejar la cama ni cambiar de postura, de forma que ni se le pudo mudar la ropa que tenía debajo, ni menearle o levantarle un poco para limpiarle los excrementos de la necesidad natural. Y así se convirtió aquella cámara real en poco menos que muladar podrido, y digo poco, porque no era sino harto peor.
20. Tres respuestas: Caos, Destino, Providencia
El carácter misterioso del dolor aumenta el desconcierto que nos produce. Nadie decide el día de su nacimiento, y casi nadie el de su muerte. Tampoco escogemos nuestras enfermedades e infortunios. Nacer, morir y sufrir, por ser realidades fundamentales que escapan a nuestra voluntad, plantean dos preguntas radicales: ¿Quién mueve los hilos de nuestra existencia?, ¿quién mueve los hilos del dolor? Parece que sólo caben tres posibles respuestas, conocidas desde antiguo: Caos ciego, Destino inmutable o Providencia buena.
El caos como explicación -en realidad, como negación de toda explicación- ha tenido pocos defensores. Uno de los más famosos, Nietzsche, tiene buena pluma y mala vista cuando escribe: "He encontrado en las cosas esta feliz certidumbre: prefieren danzar con los pies del azar". Desconozco si Nietzsche leyó Las nubes, la famosa comedia en la que Aristófanes se burla de la educación de los sofistas, que niegan la divinidad y la sustituyen por el caos. Al discípulo se le hace prometer "no reconocer ya más dioses que las tres divinidades que nosotros veneramos: el caos, las nubes y la lengua". El maestro sofista asegura que ya no existe Zeus. Y, cuando el asombrado alumno pregunta quién reina entonces, la respuesta es tajante: "Reina el Torbellino, que ha expulsado a Zeus".
¿De veras nos gobierna el caos? La danza de las cosas parece demasiado bella y compleja para ser efecto del azar. ¿Cómo saben las estaciones que deben cambiar de camisa? ¿Y cómo saben las raíces que deben subir a la luz? Es claro que sobre la realidad impera una ley no humana, y que las leyes físicas y biológicas están muy por encima de la alta tecnología. Son programas de precisión que repiten una actividad incansable e inexorable. Por ello, no es muy aventurado sospechar, como Borges, que "Algo que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas". Pero, ¿qué significa ese "algo"? Sólo puede significar dos cosas: Destino o Providencia.
Homero no supo a qué carta quedarse y jugó las dos: las Hilanderas -personificación del Destino- tejen las líneas maestras de nuestra vida. Los dioses, sometidos a las Hilanderas, sólo pueden obrar dentro de los límites del Destino. Así, puesto que el regreso de Ulises estaba decidido por el Destino, los dioses no pudieron acabar con él, y sólo les estuvo permitido alargar ese regreso durante muchos años y sembrarlo de penalidades.
Después de Homero, los que apuestan por el Destino integran la postura deísta, representada por el estoicismo antiguo y la Ilustración moderna. Atribuyen la aparición del cosmos a una ley universal impersonal. "Creo", dice Einstein, "en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía de todo lo que existe, pero no en un Dios que se preocupa del destino y las acciones de los hombres". Karl Sagan, uno de los últimos defensores de esta Divinidad impersonal, piensa que "la idea de que Dios es un varón blanco y descomunal, con barba blanca, que se sienta en el cielo y controla el vuelo de cada gorrión, es ridícula. Pero si por Dios entendemos el conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo, no hay duda de que existe". Sagan es un excelente divulgador, pero en este caso, además de tomar el símbolo por lo simbolizado -el rábano por las hojas- deja sin explicar cómo es posible un conjunto de leyes sin un legislador.
El pensamiento antiguo occidental se decantó, en general, hacia la Providencia. Casi todos los clásicos grecolatinos, con más o menos reservas y matices, apuestan por una Suprema Inteligencia interesada en los asuntos humanos. Piensan así Heráclito y Parménides, Anaxágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles, Cicerón y Séneca. No existen reservas en Sócrates y Platón. Aristóteles es más indeciso, pero se le escapa una declaración sorprendente. En la Ética a Nicómaco, al señalar que la felicidad no depende enteramente del esfuerzo humano y requiere cierta buena suerte, añade: "En este sentido, si algo es un don divino, más debe serlo la felicidad, puesto que es la mejor de las cosas humanas".
Sin desconocer que Séneca ha repetido la doctrina estoica sobre la inmanencia de Dios en el mundo, hay que señalar el esfuerzo del filósofo por superar el dogma estoico y proclamar sin titubeos la existencia de un Dios trascendente y personal: de Él dirá que es nuestro creador y padre, que determinó nuestros derechos en la vida, a quien nada se oculta y cuyo propósito es la bondad.
21. La Providencia y el dolor
No es fácil compaginar la Providencia con el sufrimiento que la propia naturaleza física causa al hombre. Sin embargo se piensa desde Platón que la naturaleza ofrece suficiente armonía como para no dudar de la Divinidad. Para los griegos, el orden del mundo prueba que se halla regulado por Dios, y su desorden demuestra que Dios es más grande que sus propias leyes. Pero el hombre que sufre no tiene la cabeza clara para pensar así. Se nos dice que el dolor es una sensación desagradable, una emoción contraria al placer, una voz de alarma del organismo enfermo, un reflejo de protección. Todo eso es verdad, pero no explica la existencia del dolor, ni el agobio íntimo del que sufre. Tampoco sabemos si es una venganza siniestra, como la caja de Pandora, o quizá la gran oportunidad de mostrar lo mejor de uno mismo, como intuyó C. S. Lewis. Sobre dicha intuición escribió The problem of pain, donde nos dice que el dolor, la injusticia y el error son tres tipos de males con una curiosa diferencia. La injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos. El dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios -dice Lewis- "nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo".
Lewis explica que un hombre satisfecho en su injusticia no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien. Por eso "el dolor es la única oportunidad que el hombre injusto tiene de corregirse: porque quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde".
El dolor causado por el propio hombre es sin duda el más fácil de comprender, porque lo experimentamos como posibilidad constante de la libertad. Una queja de Zeus en la Odisea pone de manifiesto la exclusiva responsabilidad humana en muchos males: "¡Ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde". Estas palabras de Zeus se anticiparán siempre a la historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura, la esclavitud, los látigos, los cañones y las bombas.
La responsabilidad humana en el sufrimiento humano es abrumadora. No sólo la naturaleza se arma contra el hombre y le destruye; sabemos que también el hombre se arma contra el hombre y se convierte en carne de cañón, carne de la carnicería de Auschwitz, carne de feto abortivo, carne desintegrada en Hirosima, carne que muere en las guerras y guerrillas constantes, carne aplastada en las sistemáticas persecuciones de los grandes imperios. Hobbes se quedó corto: por desgracia, el hombre ha demostrado ser, cuando se lo ha propuesto, mucho peor que lobo para el hombre.
La existencia del dolor, y en concreto el sufrimiento de los inocentes, es el gran argumento del ateísmo. Elie Wiesel era un adolescente judío que llegó una noche, en un vagón de ganado, a un campo de exterminio:
No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Aquel muchacho judío no pudo entender el silencio del Dios en el que creía, del Señor del Universo, del Todopoderoso y Eterno. Tampoco pudo entender la plegaria sabática de los demás prisioneros. "Todas mis fibras se rebelaban. ¿Alabaría yo a Dios porque había hecho quemar a millares de niños en las fosas? ¿Porque hacía funcionar seis crematorios noche y día? ¿Porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas fábricas de la muerte?".
Me parece oportuno recordar la protesta de Zeus, pues no es decente echar sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes, pero nos gustaría preguntarle por qué ha concedido a los hombres la enorme libertad de torturar a sus semejantes. Nos gustaría preguntar, como Shakespeare, por qué el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza, puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. Quizá sirva como respuesta la que ofrece Jean-Marie Lustiger, otro muchacho judío con una historia similar:
Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un abismo infernal, en una injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana abismos de maldad que la razón no puede ni siquiera calificar. Bruscos virajes hacia lo irracional, donde las causas no están en proporción con los efectos. Y los hombres que encarnan esa maldad parecen pobres actores, porque el mal que sale de ellos les excede infinitamente. Son peleles, títeres insignificantes de un mal absoluto que los desborda. Y el rostro que se oculta tras el suyo es el de Satán. Sólo así se explica que una civilización que desea la razón y la justicia caiga en todo lo contrario: en la aniquilación y en el absurdo absoluto.
Los dos adolescentes -Elie Wiesel y Jean-Marie Lustiger- se salvaron de la barbarie nazi. El primero era un judío creyente que perdió su fe. El segundo era un adolescente ateo que llegó a la conclusión de que sólo Dios puede explicar el absurdo del mal. Medio siglo después, Wiesel es Premio Nobel de la Paz, y Lustiger arzobispo de París.
Desde antiguo, la extensión e intensidad del dolor humano ha hecho intuir, junto a un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos. Pero si el Dios bueno es todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del dolor, al menos por no impedirlo. Por eso, sumergida tantas veces en el horror, la historia humana se convierte a veces en el juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Sucedió en el siglo de Voltaire, y ha sucedido a lo largo de todo el siglo XX. Me gustaría exponer las conclusiones opuestas de otro premio Nobel y otro obispo, testigos privilegiados de este proceso a Dios: el novelista Albert Camus y el Papa Juan Pablo II.
22. Albert Camus y Karol Wojtyla
"Bajo el sol de la mañana", escribió Camus, "una gran dicha se balancea en el espacio. Bien pobres son los que tienen necesidad de mitos". Y también: "Si hay un pecado contra la vida, no es quizá tanto desesperar de ella como esperar otra vida". Los biógrafos de Camus atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel. Tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo a la orilla del mar. Se encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre callaba. Camus, después de unos momentos, mostró a su amigo el cielo azul, señaló luego el cadáver y dijo: "Mira, el cielo no responde".
Años más tarde, Camus sufrió en sus carnes el choque brutal de la enfermedad grave. Un hedonista apasionado del mar y del sol se descubre enfermo. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y entonces es cuando hace decir a Calígula esa "verdad muy sencilla y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar... Los hombres mueren y no son felices".
Camus se esfuerza en compaginar el sinsentido de la vida con el hedonismo. Su solución voluntarista se resume en una línea: "Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso". La peste es un nuevo intento de hacer posible la vida dichosa en un mundo sumergido en el absurdo y con la muerte como telón de fondo. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que ha vivido la Segunda Guerra Mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En La peste habla el dolor del mundo, no el dolor de Camus.
Al final de la novela, el autor nos recuerda que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reaundarán su ciclo de pesadilla. Éstas son sus palabras:
Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste -léase "el mal"- no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.
El Papa Juan Pablo II -Karol Wojtyla- ha resumido en su carta Salvifici doloris el sentido cristiano del dolor, afirmando en su inicio que la Biblia es un gran tratado sobre el sufrimiento. Hay en el Antiguo Testamento enfermedades y guerras, muerte de los propios hijos, deportación y esclavitud, persecución, hostilidad, escarnio y humillación, soledad y abandono, infidelidad e ingratitud, así como remordimiento de conciencia. Pero si el sufrimiento es inevitable, también es inevitable preguntarse por qué.
Los amigos de Job interpretan su desgracia como un castigo por pecados cometidos. Sin embargo, Dios reprocha esa interpretación y reconoce que Job no es culpable. Estamos ante el escándalo del sufrimiento de un inocente, escándalo que Dios provoca para demostrar la santidad de Job, pues el sufrimiento tiene en Job carácter de prueba. Recuerda el Papa que la última palabra no es el libro de Job sino la respuesta que Dios da al hombre en la cruz de Jesucristo. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna". Estas palabras de Cristo a Nicodemo indican que el hombre será salvado mediante el propio sufrimiento de Cristo. El sufrimiento, vinculado misteriosamente al pecado original y a los pecados personales de los hombres, es padecido misteriosamente por el mismo Dios. Repito de intento el adverbio "misteriosamente" porque es la misma Iglesia Católica quien reconoce la profundidad de una explicación que, a fin de cuentas, exige un acto de fe.
Jesucristo, además de declarar bienaventuradas a muchas personas probadas por diversos sufrimientos, pasó por Palestina curando enfermedades y consolando a gentes afligidas. Él mismo sufrió en sus carnes la fatiga, el hambre, la sed, la incomprensión, el odio y la tortura de la Pasión. Particularmente conmovedora es la profecía en la que Isaías describe la Pasión de Cristo:
No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro (...). Pero fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Nuestro castigo cayó sobre Él y en sus llagas hemos sido curados.
De todas las respuestas al misterio del sufrimiento, ésta que San Pablo llamará "la doctrina de la Cruz" es la más radical. Porque nos dice que, si la Pasión de Cristo es el precio de la Redención, el sufrimiento humano es la colaboración del hombre en su misma redención. Por eso la Iglesia considera el sufrimiento un bien ante el cual se inclina con veneración, con la profundidad de su fe en la Redención.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento: Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día... Varias veces anuncia a sus discípulos que encontrarán odio y persecuciones por su nombre, al mismo tiempo que se revela como Señor de la Historia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo. Si el sufrimiento puede hundir y aplastar, también es cierto que puede acrisolar el corazón humano y acercarlo a Dios. Al sufrimiento deben su profunda conversión, entre otros muchos, santos como Ignacio de Loyola o Francisco de Asís, porque entendieron que Cristo, al morir en la cruz, ha tocado y regenerado las raíces mismas del mal. En cualquier caso, aunque la respuesta de Cristo en la cruz es inequívoca, puede ser desconocida por muchos, o puede necesitar mucho tiempo para ser percibida y aceptada interiormente.
En la parábola del buen samaritano, Jesucristo nos dice que nadie debe ser indiferente ante el dolor ajeno. Que no podemos pasar de largo, sino pararnos junto al que sufre, y no con curiosidad sino con disponibilidad. El buen samaritano no sólo se conmueve, sino que ofrece su ayuda. Encontramos aquí uno de los rasgos esenciales de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y de la antropología cristiana: la dignidad del hombre se realiza en la entrega afectiva y efectiva a los demás. En este sentido, Juan Pablo II llega a decir que parte del sentido del sufrimiento consiste en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Y añade que las instituciones sanitarias, siendo indispensables, no pueden sustituir al corazón humano, pues no pueden compadecerse y amar.
Por esta parábola entendemos que el Cristianismo es la negación de cualquier pasividad ante el sufrimiento. Y nos reafirmamos en esta apreciación al escuchar el agradecimiento de Cristo "porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Estuve preso y vinisteis a verme", pues "cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos pequeños, a Mí me lo hicisteis". Cito las palabras finales de la carta Salvifici doloris:
El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer que nazcan obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor (...). Las palabras de Cristo sobre el Juicio Final permiten comprender esto con toda la sencillez y claridad evangélica (...). Cristo ha enseñado al hombre al mismo tiempo a convertir su sufrimiento en un bien y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
Ponía Camus como ejemplo de amistad verdadera la de "un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba". Y añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma: "¿Quién se acostará en el suelo por nosotros?". Sin proponérselo explícitamente, Juan Pablo II responde a Camus con la tortura de Cristo clavado en la cruz: "Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Cruzando el umbral de la Esperanza).
El misterio envuelve cuestiones como el origen y el fin del universo, la estructura última de la materia, la diversificación de las especies, y tantas otras. El dolor, además de misterio, es un problema. Porque nos afecta muy directamente: puede incordiarnos a diario y llega a presentarse insoportable y trágico en ciertas ocasiones. Es el problema más grave de la humanidad, la realidad humana más desconcertante, pues en su descripción figuran tres adjetivos abrumadores: universal, inevitable e incomprensible.
La primera vez que me asomé con curiosidad intelectual al tema del dolor, lo hice después de leer unos versos de Blas de Otero:
Quiero encontrar, ando buscando la causa del sufrimiento.
La causa a secas del sufrimiento a veces
mojado en sangre, en lágrimas y en seco
muchas más. La causa de las causas de las cosas
horribles que nos pasan a los hombres.
No a Juan de Yepes, a Blas de Otero, a Leon
Bloy, a César Vallejo, no, no busco eso,
qué va, ando buscando únicamente
la causa del sufrimiento
(del sufrimiento a secas),
la causa a secas del sufrimiento a veces...
Y siempre vuelta a empezar.
En estos versos aparece ya ese carácter inevitable e incomprensible del dolor, pues se presenta ante nosotros como una evidencia imposible de explicar: constatamos que existe, pero no sabemos por qué. "La causa de esta angustia no consigo / ni vagamente comprender siquiera", escribió Antonio Machado.
Solemos distinguir entre el dolor físico y el sufrimiento anímico. El sufrimiento es la resonancia emocional que nos causan ciertos hechos de índole fisiológica o psicológica. Así, el dolor del cuerpo se suele transformar en sufrimiento -dolor del alma- cuando su origen es desconocido, cuando es abrumador, cuando no parece controlable, cuando se considera espantoso. Ya hemos dicho que la causa del sufrimiento -dolor del alma- no es sólo el dolor físico. Así lo vemos en este vigoroso párrafo escrito en el siglo IV:
Me hice íntimo amigo de un antiguo compañero de estudios. Los dos éramos jóvenes. Pero he aquí que le dio una fuerte calentura y murió. Durante un año, su amistad había sido para mí lo más agradable de la vida, así que la vida se me hizo inaguantable: la ciudad, mi casa y todo lo que me traía su recuerdo era para mí un continuo tormento. Le buscaba por todas partes y ya no estaba. Sólo llorar me consolaba. Era yo entonces un miserable prisionero del amor, y me sentía despedazar por ese amor perdido. Así vivía yo, y lloraba de amargura y descansaba en la amargura (...). Me maravillaba que, muerto aquél a quien tanto había querido, siguiera yo viviendo. Bien dijo el poeta Horacio que su amigo era la mitad de su alma, porque yo sentí también que su alma y la mía no eran más que una en dos cuerpos (San Agustín, Confesiones).
No me atrevo a decir que el sufrimiento humano esté bien repartido, porque sería un agravio a las víctimas innumerables de la esclavitud, del holocausto judío, del Gulag soviético y de múltiples patologías. Pero ya he dicho que nadie se libra de él. Entre otras cosas porque al final, como escribió Blas de Otero siguiendo a Jorge Manrique: "La muerte siempre presente nos acompaña, y al fin nos hace a todos iguales". Ni los ricos, ni los poderosos, ni los famosos se libran del zarpazo del sufrimiento. Ni los dueños del mundo. Felipe II, el rey que murió en 1598, empezó a convertirse en un inválido seis años antes, cuando la gota fue impidiendo progresivamente sus movimientos. Nos lo cuenta su capellán, Fray Antonio Cervera de la Torre, en el libro donde narra la muerte del monarca. La gota afligió a Felipe II durante catorce años, y los siete últimos le debilitó y ocasionó dolores agudísimos. Los dos años y medio finales, la enfermedad no le dejó sino el pellejo y los huesos, y tan sin fuerzas que le fue forzoso andar en una silla e ir como si le llevaran a enterrar cada día. A esto se sumó un principio de hidropesía que le hinchó el vientre, los muslos y las piernas, bastando este rabioso accidente para descomponer al hombre más asentado del mundo. Se le hicieron llagas en los dedos de manos y pies, que le atormentaban especialmente cuando las curaban. Los últimos dos meses no le fue posible dejar la cama ni cambiar de postura, de forma que ni se le pudo mudar la ropa que tenía debajo, ni menearle o levantarle un poco para limpiarle los excrementos de la necesidad natural. Y así se convirtió aquella cámara real en poco menos que muladar podrido, y digo poco, porque no era sino harto peor.
20. Tres respuestas: Caos, Destino, Providencia
El carácter misterioso del dolor aumenta el desconcierto que nos produce. Nadie decide el día de su nacimiento, y casi nadie el de su muerte. Tampoco escogemos nuestras enfermedades e infortunios. Nacer, morir y sufrir, por ser realidades fundamentales que escapan a nuestra voluntad, plantean dos preguntas radicales: ¿Quién mueve los hilos de nuestra existencia?, ¿quién mueve los hilos del dolor? Parece que sólo caben tres posibles respuestas, conocidas desde antiguo: Caos ciego, Destino inmutable o Providencia buena.
El caos como explicación -en realidad, como negación de toda explicación- ha tenido pocos defensores. Uno de los más famosos, Nietzsche, tiene buena pluma y mala vista cuando escribe: "He encontrado en las cosas esta feliz certidumbre: prefieren danzar con los pies del azar". Desconozco si Nietzsche leyó Las nubes, la famosa comedia en la que Aristófanes se burla de la educación de los sofistas, que niegan la divinidad y la sustituyen por el caos. Al discípulo se le hace prometer "no reconocer ya más dioses que las tres divinidades que nosotros veneramos: el caos, las nubes y la lengua". El maestro sofista asegura que ya no existe Zeus. Y, cuando el asombrado alumno pregunta quién reina entonces, la respuesta es tajante: "Reina el Torbellino, que ha expulsado a Zeus".
¿De veras nos gobierna el caos? La danza de las cosas parece demasiado bella y compleja para ser efecto del azar. ¿Cómo saben las estaciones que deben cambiar de camisa? ¿Y cómo saben las raíces que deben subir a la luz? Es claro que sobre la realidad impera una ley no humana, y que las leyes físicas y biológicas están muy por encima de la alta tecnología. Son programas de precisión que repiten una actividad incansable e inexorable. Por ello, no es muy aventurado sospechar, como Borges, que "Algo que ciertamente no se nombra / con la palabra azar, rige estas cosas". Pero, ¿qué significa ese "algo"? Sólo puede significar dos cosas: Destino o Providencia.
Homero no supo a qué carta quedarse y jugó las dos: las Hilanderas -personificación del Destino- tejen las líneas maestras de nuestra vida. Los dioses, sometidos a las Hilanderas, sólo pueden obrar dentro de los límites del Destino. Así, puesto que el regreso de Ulises estaba decidido por el Destino, los dioses no pudieron acabar con él, y sólo les estuvo permitido alargar ese regreso durante muchos años y sembrarlo de penalidades.
Después de Homero, los que apuestan por el Destino integran la postura deísta, representada por el estoicismo antiguo y la Ilustración moderna. Atribuyen la aparición del cosmos a una ley universal impersonal. "Creo", dice Einstein, "en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía de todo lo que existe, pero no en un Dios que se preocupa del destino y las acciones de los hombres". Karl Sagan, uno de los últimos defensores de esta Divinidad impersonal, piensa que "la idea de que Dios es un varón blanco y descomunal, con barba blanca, que se sienta en el cielo y controla el vuelo de cada gorrión, es ridícula. Pero si por Dios entendemos el conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo, no hay duda de que existe". Sagan es un excelente divulgador, pero en este caso, además de tomar el símbolo por lo simbolizado -el rábano por las hojas- deja sin explicar cómo es posible un conjunto de leyes sin un legislador.
El pensamiento antiguo occidental se decantó, en general, hacia la Providencia. Casi todos los clásicos grecolatinos, con más o menos reservas y matices, apuestan por una Suprema Inteligencia interesada en los asuntos humanos. Piensan así Heráclito y Parménides, Anaxágoras, Sócrates, Platón y Aristóteles, Cicerón y Séneca. No existen reservas en Sócrates y Platón. Aristóteles es más indeciso, pero se le escapa una declaración sorprendente. En la Ética a Nicómaco, al señalar que la felicidad no depende enteramente del esfuerzo humano y requiere cierta buena suerte, añade: "En este sentido, si algo es un don divino, más debe serlo la felicidad, puesto que es la mejor de las cosas humanas".
Sin desconocer que Séneca ha repetido la doctrina estoica sobre la inmanencia de Dios en el mundo, hay que señalar el esfuerzo del filósofo por superar el dogma estoico y proclamar sin titubeos la existencia de un Dios trascendente y personal: de Él dirá que es nuestro creador y padre, que determinó nuestros derechos en la vida, a quien nada se oculta y cuyo propósito es la bondad.
21. La Providencia y el dolor
No es fácil compaginar la Providencia con el sufrimiento que la propia naturaleza física causa al hombre. Sin embargo se piensa desde Platón que la naturaleza ofrece suficiente armonía como para no dudar de la Divinidad. Para los griegos, el orden del mundo prueba que se halla regulado por Dios, y su desorden demuestra que Dios es más grande que sus propias leyes. Pero el hombre que sufre no tiene la cabeza clara para pensar así. Se nos dice que el dolor es una sensación desagradable, una emoción contraria al placer, una voz de alarma del organismo enfermo, un reflejo de protección. Todo eso es verdad, pero no explica la existencia del dolor, ni el agobio íntimo del que sufre. Tampoco sabemos si es una venganza siniestra, como la caja de Pandora, o quizá la gran oportunidad de mostrar lo mejor de uno mismo, como intuyó C. S. Lewis. Sobre dicha intuición escribió The problem of pain, donde nos dice que el dolor, la injusticia y el error son tres tipos de males con una curiosa diferencia. La injusticia y el error pueden ser ignorados por el que vive dentro de ellos. El dolor, en cambio, no puede ser ignorado, es un mal desenmascarado, inequívoco: toda persona sabe que algo anda mal cuando ella sufre. Y es que Dios -dice Lewis- "nos habla por medio de la conciencia, y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo sordo".
Lewis explica que un hombre satisfecho en su injusticia no siente la necesidad de corregir su conducta equivocada. En cambio, el sufrimiento destroza la ilusión de que todo marcha bien. Por eso "el dolor es la única oportunidad que el hombre injusto tiene de corregirse: porque quita el velo de la apariencia e implanta la bandera de la verdad dentro de la fortaleza del alma rebelde".
El dolor causado por el propio hombre es sin duda el más fácil de comprender, porque lo experimentamos como posibilidad constante de la libertad. Una queja de Zeus en la Odisea pone de manifiesto la exclusiva responsabilidad humana en muchos males: "¡Ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde". Estas palabras de Zeus se anticiparán siempre a la historia, pues son los hombres quienes han inventado los potros de tortura, la esclavitud, los látigos, los cañones y las bombas.
La responsabilidad humana en el sufrimiento humano es abrumadora. No sólo la naturaleza se arma contra el hombre y le destruye; sabemos que también el hombre se arma contra el hombre y se convierte en carne de cañón, carne de la carnicería de Auschwitz, carne de feto abortivo, carne desintegrada en Hirosima, carne que muere en las guerras y guerrillas constantes, carne aplastada en las sistemáticas persecuciones de los grandes imperios. Hobbes se quedó corto: por desgracia, el hombre ha demostrado ser, cuando se lo ha propuesto, mucho peor que lobo para el hombre.
La existencia del dolor, y en concreto el sufrimiento de los inocentes, es el gran argumento del ateísmo. Elie Wiesel era un adolescente judío que llegó una noche, en un vagón de ganado, a un campo de exterminio:
No lejos de nosotros, de un foso subían llamas gigantescas. Estaban quemando algo. Un camión se acercó al foso y descargó su carga: ¡eran niños! Sí, lo vi con mis propios ojos. No podía creerlo. Tenía que ser una pesadilla. Me mordí los labios para comprobar que estaba vivo y despierto. ¿Cómo era posible que se quemara a hombres, a niños, y que el mundo callara? No podía ser verdad. Jamás olvidaré esa primera noche en el campo, que hizo de mi vida una larga noche bajo siete vueltas de llave. Jamás olvidaré esa humareda y las caras de los niños que vi convertirse en humo. Jamás olvidaré esos instantes que asesinaron a mi Dios y a mi alma, y que dieron a mis sueños el rostro del desierto. Jamás olvidaré ese silencio nocturno que me quitó para siempre las ganas de vivir.
Aquel muchacho judío no pudo entender el silencio del Dios en el que creía, del Señor del Universo, del Todopoderoso y Eterno. Tampoco pudo entender la plegaria sabática de los demás prisioneros. "Todas mis fibras se rebelaban. ¿Alabaría yo a Dios porque había hecho quemar a millares de niños en las fosas? ¿Porque hacía funcionar seis crematorios noche y día? ¿Porque en su omnipotencia había creado Auschwitz, Birkenau, Buna y tantas fábricas de la muerte?".
Me parece oportuno recordar la protesta de Zeus, pues no es decente echar sobre Dios la responsabilidad de nuestros crímenes, pero nos gustaría preguntarle por qué ha concedido a los hombres la enorme libertad de torturar a sus semejantes. Nos gustaría preguntar, como Shakespeare, por qué el alma humana, que a veces lleva tanta belleza, tanta bondad, tanta savia de nobleza, puede ser el nido de los instintos más deshumanizados. Quizá sirva como respuesta la que ofrece Jean-Marie Lustiger, otro muchacho judío con una historia similar:
Yo tenía la sensación de que nos hundíamos en un abismo infernal, en una injusticia monstruosa. Hay en la experiencia humana abismos de maldad que la razón no puede ni siquiera calificar. Bruscos virajes hacia lo irracional, donde las causas no están en proporción con los efectos. Y los hombres que encarnan esa maldad parecen pobres actores, porque el mal que sale de ellos les excede infinitamente. Son peleles, títeres insignificantes de un mal absoluto que los desborda. Y el rostro que se oculta tras el suyo es el de Satán. Sólo así se explica que una civilización que desea la razón y la justicia caiga en todo lo contrario: en la aniquilación y en el absurdo absoluto.
Los dos adolescentes -Elie Wiesel y Jean-Marie Lustiger- se salvaron de la barbarie nazi. El primero era un judío creyente que perdió su fe. El segundo era un adolescente ateo que llegó a la conclusión de que sólo Dios puede explicar el absurdo del mal. Medio siglo después, Wiesel es Premio Nobel de la Paz, y Lustiger arzobispo de París.
Desde antiguo, la extensión e intensidad del dolor humano ha hecho intuir, junto a un Dios bueno, la existencia de un principio maligno con poderes sobrehumanos. Pero si el Dios bueno es todopoderoso, Él aparece como último responsable del triunfo del dolor, al menos por no impedirlo. Por eso, sumergida tantas veces en el horror, la historia humana se convierte a veces en el juicio a Dios, en su acusación por parte del hombre. Hay épocas en las que la opinión pública sienta a Dios en el banquillo. Sucedió en el siglo de Voltaire, y ha sucedido a lo largo de todo el siglo XX. Me gustaría exponer las conclusiones opuestas de otro premio Nobel y otro obispo, testigos privilegiados de este proceso a Dios: el novelista Albert Camus y el Papa Juan Pablo II.
22. Albert Camus y Karol Wojtyla
"Bajo el sol de la mañana", escribió Camus, "una gran dicha se balancea en el espacio. Bien pobres son los que tienen necesidad de mitos". Y también: "Si hay un pecado contra la vida, no es quizá tanto desesperar de ella como esperar otra vida". Los biógrafos de Camus atribuyen su profunda incredulidad a una herida que nunca cicatrizó, producida en la adolescencia por el zarpazo del mal. Vivía en Argel. Tenía quince o dieciséis años y paseaba con un amigo a la orilla del mar. Se encontraron con un revuelo de gente. En el suelo yacía el cadáver de un niño árabe, aplastado por un autobús. La madre daba alaridos y el padre callaba. Camus, después de unos momentos, mostró a su amigo el cielo azul, señaló luego el cadáver y dijo: "Mira, el cielo no responde".
Años más tarde, Camus sufrió en sus carnes el choque brutal de la enfermedad grave. Un hedonista apasionado del mar y del sol se descubre enfermo. El absurdo se instala en una vida que sólo quería cantar. Y entonces es cuando hace decir a Calígula esa "verdad muy sencilla y muy clara, un poco tonta, pero difícil de descubrir y pesada de llevar... Los hombres mueren y no son felices".
Camus se esfuerza en compaginar el sinsentido de la vida con el hedonismo. Su solución voluntarista se resume en una línea: "Es preciso imaginarse a Sísifo dichoso". La peste es un nuevo intento de hacer posible la vida dichosa en un mundo sumergido en el absurdo y con la muerte como telón de fondo. Más que una novela, La peste es la radiografía de la generación que ha vivido la Segunda Guerra Mundial. Camus ya no habla de su sufrimiento, sino de esa inmensa ola de dolor que sumergió al mundo a partir de 1939. En La peste habla el dolor del mundo, no el dolor de Camus.
Al final de la novela, el autor nos recuerda que las guerras, las enfermedades, el sufrimiento de los inocentes, la maldad del hombre hacia el hombre sólo conocen treguas inciertas, tras las cuales reaundarán su ciclo de pesadilla. Éstas son sus palabras:
Escuchando los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux recordaba que esta alegría estaba siempre amenazada. Porque sabía lo que esta multitud alegre ignoraba, y que puede leerse en los libros: que el bacilo de la peste -léase "el mal"- no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenas de años dormido en los muebles y en la ropa, que espera pacientemente en las habitaciones, en los sótanos, en los baúles, en los pañuelos y en los papeles, y que quizá llegaría un día en que, para desgracia y enseñanza de los hombres, la peste despertaría otra vez a sus ratas y las enviaría a morir en una ciudad dichosa.
El Papa Juan Pablo II -Karol Wojtyla- ha resumido en su carta Salvifici doloris el sentido cristiano del dolor, afirmando en su inicio que la Biblia es un gran tratado sobre el sufrimiento. Hay en el Antiguo Testamento enfermedades y guerras, muerte de los propios hijos, deportación y esclavitud, persecución, hostilidad, escarnio y humillación, soledad y abandono, infidelidad e ingratitud, así como remordimiento de conciencia. Pero si el sufrimiento es inevitable, también es inevitable preguntarse por qué.
Los amigos de Job interpretan su desgracia como un castigo por pecados cometidos. Sin embargo, Dios reprocha esa interpretación y reconoce que Job no es culpable. Estamos ante el escándalo del sufrimiento de un inocente, escándalo que Dios provoca para demostrar la santidad de Job, pues el sufrimiento tiene en Job carácter de prueba. Recuerda el Papa que la última palabra no es el libro de Job sino la respuesta que Dios da al hombre en la cruz de Jesucristo. "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna". Estas palabras de Cristo a Nicodemo indican que el hombre será salvado mediante el propio sufrimiento de Cristo. El sufrimiento, vinculado misteriosamente al pecado original y a los pecados personales de los hombres, es padecido misteriosamente por el mismo Dios. Repito de intento el adverbio "misteriosamente" porque es la misma Iglesia Católica quien reconoce la profundidad de una explicación que, a fin de cuentas, exige un acto de fe.
Jesucristo, además de declarar bienaventuradas a muchas personas probadas por diversos sufrimientos, pasó por Palestina curando enfermedades y consolando a gentes afligidas. Él mismo sufrió en sus carnes la fatiga, el hambre, la sed, la incomprensión, el odio y la tortura de la Pasión. Particularmente conmovedora es la profecía en la que Isaías describe la Pasión de Cristo:
No hay en Él parecer, no hay hermosura que atraiga las miradas, ni belleza que agrade. Despreciado, desecho de los hombres, varón de dolores, conocedor de todos los quebrantos, ante quien se vuelve el rostro (...). Pero fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. Nuestro castigo cayó sobre Él y en sus llagas hemos sido curados.
De todas las respuestas al misterio del sufrimiento, ésta que San Pablo llamará "la doctrina de la Cruz" es la más radical. Porque nos dice que, si la Pasión de Cristo es el precio de la Redención, el sufrimiento humano es la colaboración del hombre en su misma redención. Por eso la Iglesia considera el sufrimiento un bien ante el cual se inclina con veneración, con la profundidad de su fe en la Redención.
Cristo no escondía a sus oyentes la necesidad del sufrimiento: Si alguno quiere venir en pos de mí, tome su cruz cada día... Varias veces anuncia a sus discípulos que encontrarán odio y persecuciones por su nombre, al mismo tiempo que se revela como Señor de la Historia: En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: Yo he vencido al mundo. Si el sufrimiento puede hundir y aplastar, también es cierto que puede acrisolar el corazón humano y acercarlo a Dios. Al sufrimiento deben su profunda conversión, entre otros muchos, santos como Ignacio de Loyola o Francisco de Asís, porque entendieron que Cristo, al morir en la cruz, ha tocado y regenerado las raíces mismas del mal. En cualquier caso, aunque la respuesta de Cristo en la cruz es inequívoca, puede ser desconocida por muchos, o puede necesitar mucho tiempo para ser percibida y aceptada interiormente.
En la parábola del buen samaritano, Jesucristo nos dice que nadie debe ser indiferente ante el dolor ajeno. Que no podemos pasar de largo, sino pararnos junto al que sufre, y no con curiosidad sino con disponibilidad. El buen samaritano no sólo se conmueve, sino que ofrece su ayuda. Encontramos aquí uno de los rasgos esenciales de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y de la antropología cristiana: la dignidad del hombre se realiza en la entrega afectiva y efectiva a los demás. En este sentido, Juan Pablo II llega a decir que parte del sentido del sufrimiento consiste en ser despertador de un amor compasivo y desinteresado hacia el prójimo sufriente. Y añade que las instituciones sanitarias, siendo indispensables, no pueden sustituir al corazón humano, pues no pueden compadecerse y amar.
Por esta parábola entendemos que el Cristianismo es la negación de cualquier pasividad ante el sufrimiento. Y nos reafirmamos en esta apreciación al escuchar el agradecimiento de Cristo "porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Estuve preso y vinisteis a verme", pues "cuantas veces hicisteis eso a uno de mis hermanos pequeños, a Mí me lo hicisteis". Cito las palabras finales de la carta Salvifici doloris:
El sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer que nazcan obras de amor al prójimo, para transformar toda la civilización humana en la civilización del amor (...). Las palabras de Cristo sobre el Juicio Final permiten comprender esto con toda la sencillez y claridad evangélica (...). Cristo ha enseñado al hombre al mismo tiempo a convertir su sufrimiento en un bien y a hacer bien a quien sufre. Bajo este doble aspecto ha manifestado cabalmente el sentido del sufrimiento.
Ponía Camus como ejemplo de amistad verdadera la de "un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y todas las noches se acostaba en el suelo de su habitación para no gozar de una comodidad arrebatada a aquel a quien amaba". Y añadía el novelista que la gran cuestión para los hombres que sufrimos es la misma: "¿Quién se acostará en el suelo por nosotros?". Sin proponérselo explícitamente, Juan Pablo II responde a Camus con la tortura de Cristo clavado en la cruz: "Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar" (Cruzando el umbral de la Esperanza).
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