Esta basílica fue erigida en el siglo IV en Milán, por su gran obispo San Ambrosio, y fue consagrada en el año 386. La estructura actual de la basílica fue construida durante cuatro diferentes épocas, tres de las cuales caen dentro del siglo IX y la cuarta en el siglo XII. Empero, si bien desapareció el templo original, es posible obtener una [[idea] aceptable de su apariencia en tiempos de su fundador gracias a las referencias que contienen los escritos de san Ambrosio, complementadas con investigaciones modernas.
El edificio original, al igual que las grandes iglesias de Roma en la misma época, pertenecían al género de las basílicas, que consistían en una nave central iluminada desde el clerestorio, dos pasillos laterales, un ábside y un atrio. Las investigaciones realizadas en 1864 sacaron a la luz que la nave y los pasillos de la basílica existente corresponden a los de la basílica primitiva. El atrio, sin embargo, cuya erección data del siglo IX, y dos pequeños ábsides que flanquean el nuevo ábside central, son de mucha mayor profundidad que el original. El altar ocupa casi el mismo sitio que ocupaba en tiempos de san Ambrosio, y las columnas del ciborio no muestran señales de haber sido tocadas; se mantienen en el piso original. La Basílica Ambrosiana, ya llamada así desde tiempos de su fundador, fue consagrada en circunstancias que nos hacen recordar uno de los momentos más importantes de las relaciones entre la Iglesia y Estado en el siglo IV.
A la muerte del Emperador Graciano (833), la Emperatriz Justina, en nombre de su hijo, el joven Valentiniano II, asumió el gobierno de la mitad occidental del Imperio. Justina era una arriana celosa y Milán, donde ella puso su capital, era militantemente ortodoxa. Como en ese momento los arrianos no tenían lugar de culto en Milán, la Emperatriz exigió a san Ambrosio que le entregara uno, pero el obispo inmediatamente rehusó conceder tal petición. Durante más de un año, Justina y sus seguidores se esforzaron por lograr su propósito, pero la firmeza de Ambrosio, apoyado por los católicos de Milán, impidieron que tuvieran éxito. Esa crisis sin precedente llegó a su punto culminante durante la Semana Santa de 386. Ambrosio recibió la orden de salir de la ciudad, pero respondió que no lo haría porque no podía abandonar su rebaño a menos que se le forzara a ello. Y siguió celebrando los oficios de la Semana Santa en la nueva basílica. Mientras se realizaba la celebración las tropas rodearon la basílica, con el objeto de capturar al obispo y tomar el templo en la misma acción, pero el pueblo se negó a ceder. Las puertas se cerraron, y durante varios días san Ambrosio y la comunidad soportaron el asedio. Los soldados, sin embargo, no tenían una actitud hostil, y muchos de ellos se adhirieron al canto de los himnos que el Obispo había compuesto para esa ocasión. En esas circunstancias, la Emperatriz, prácticamente abandonada por sus tropas, hubo de ceder y se pudo restablecer la paz. Quien desee profundizar más en el tema de la exclusión de Teodosio de las celebraciones litúrgicas, así como de la sumisión del gran Emperador, (ver San Ambrosio).
Luego de la victoria de Ambrosio sobre la facción arriana en la corte, la gente le pidió que consagrara la basílica, la que hasta ese momento únicamente había sido dedicada. El obispo replicó que así lo haría en cuanto pudiera obtener reliquias de algunos mártires. Este obstáculo fue eliminado, nos informa Agustín, (Confesiones, IX, 7), gracias al descubrimiento en la basílica naboriana de las reliquias de los Santos Gervasio y Protasio, cuya tumba le fue señalada a san Ambrosio en una visión. El traslado de las reliquias de dichos mártires a la nueva basílica fue realizado con la mayor solemnidad, y sirvió de victoria final de la ortodoxia sobre los arrianos. En las exploraciones de 1864 fueron descubiertos en la confesión de la basílica los sarcófagos que contenían esas reliquias en el siglo IV, así como el que contenía los de san Ambrosio. Los restos de los tres santos fueron hallados en un sarcófago Porfirio al que habían sido transferidos, probablemente en el siglo IX por el Arzobispo Angilberto II (624-859).
Tal como hizo su amigo y contemporáneo, San Paulino de Nola, san Ambrosio adornó los muros de su basílica con frescos que representaban escenas varias del Antiguo y Nuevo Testamento. Gracias a las inscripciones dísticas, compuestas por san Ambrosio, que acompañan a cada grupo, podemos saber a quiénes se refieren. Noé, el arca, y la paloma nos recuerdan un tema favorito de las catacumbas, aunque el significado simbólico sea un tanto diferente. A Abraham se le representa mirando las estrellas, menos numerosas que lo que su descendencia estaba destinada a ser. El mismo patriarca, al lado de Sara, en otra escena, acoge a los tres ángeles. Isaac y Rebeca, dos escenas de la vida de Jacob, y dos de la de José, formaban parte del ciclo del Antiguo Testamento. El Nuevo Testamento está representado por cinco escenas: la Anunciación, la conversión de Zaqueo, la hemorroísa, la Transfiguración y San Juan reclinado sobre el pecho de nuestro Salvador. El altar de la basílica, erigido en la primera mitad del siglo IX, es una obra de mérito singular. La famosa serpiente de bronce reposa sobre una columna en la nave, a la izquierda, y encuentra su contrapeso en una cruz, a la derecha. Esta fue traída desde Constantinopla, alrededor del año 1001, por el arzobispo Arnolfo, y colocada en la Basílica Ambrosiana bajo el supuesto de que tal serpiente era la que había sido izada por Moisés en el desierto. Los arqueólogos, sin embargo, opinan que probablemente se trate de un emblema pagano de Escolapio.
Fuente: Hassett, Maurice. "Ambrosian Basilica." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01388c.htm>.
Traducido por Javier Algara Cossío
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