miércoles, 31 de julio de 2013

Amuleto.

En griego: phylakterion; amuleta, en latín.
Se trata de objetos en los que se inscriben fórmulas misteriosas y son utilizados por los no creyentes como protección contra varias enfermedades, brujería y encantamientos. El primer autor que menciona los amuletos (beneficiorum amuleta) es Plinio (XXX, 4, 19). No se tiene certeza acerca del origen de la palabra, pero se cree que viene del árabe "hamala", que significa "portar", ya que los amuletos siempre son portados por alguien. Los pueblos orientales han sido especialmente adictos a las prácticas de superstición, y su absorción en el Imperio Romano ocasionó que el uso de amuletos se generalizara también en Occidente. Siguiendo el ejemplo de Moisés, quien intentó alejar las mentes de los judíos de los emblemas de la superstición a los que se habían acostumbrado en Egipto, a base de substituirlos con signos que elevaran sus espíritus, la Iglesia, si bien prohíbe el uso de amuletos, fomenta la utilización de emblemas que puedan recordar a sus portadores algo de la doctrina cristiana. Así, san Clemente de Alejandría (Paed. III, 3) recomendaba que emblemas tales como el pez, la paloma y el ancla se inscribieran en sellos y anillos. Una medalla de plomo, fechada en el siglo IV, representa a un mártir extendido sobre una parrilla; una del siglo V ó VI lleva el monograma de Cristo y una Cruz rodeada de letras. Una tercera representa, en una de sus caras, el sacrificio de Abraham y, al reverso, a un padre que ofrece a su hijo ante la confessio de un mártir. El Papa san Gregorio Magno envió a Teodolinda, Reina de Lombardía, con ocasión del nacimiento de su hijo, dos phylacteria, una de las cuales contenía un fragmento de la verdadera Cruz y la otra una frase del Evangelio. La costumbre de portar párrafos de las Sagradas Escrituras a modo de phylacteria ya se menciona en san Jerónimo y san Juan Crisóstomo (San Jerónimo, sobre Mateo 4:24; San Juan Crisóstomo, Homilía sobre Mateo, 73). Fue, sin embargo, a partir del siglo IV, cuando el favor imperial atrajo a grandes masas a la Iglesia, que el uso de emblemas sagrados como si fueran amuletos se convirtió en un problema muy grande, y la autoridad eclesiástica hubo de lanzar amenazas contra ese vicio. El Concilio de Laodicea (parte posterior del siglo IV) prohibió que los eclesiásticos elaboraran amuletos y castigó con excomunión a quien los portase (canon 36). San Juan Crisóstomo, predicando en Antioquía, denunció los amuletos, comunes entre los miembros de sus comunidades, como una especie de idolatría. San Agustín también puso en evidencia a los numerosos charlatanes que vendían encantamientos, y una recopilación de cánones elaborada por san Cesáreo de Arles (+ 542), de los cuales un tiempo se pensó que eran los del IV Concilio de Cartago, imponían la pena de excomunión a quien fomentara la adivinación (canon 89; Cfr. Hefele, Conciliengesch., II, 76). De uno de los sermones (P.L. XXXIX, 2272) de san Cesáreo se puede saber que la venta de amuletos era una profesión común. Había un amuleto para cada enfermedad. Esas y otras prácticas similares sobrevivieron en cierta medida, en una forma o en otra, hasta el Medioevo, y su eliminación siempre ha constituido una tarea difícil para la Iglesia. El amuleto cristiano más antiguo que se conoce, originario de Beirut, se cree que es del siglo II. Está elaborado en oro y tiene un anillo con el cual se colgaba al cuello. La inscripción que se lee en él, de un interés especial, dice: "Te exorcizo, Satanás (Oh, Cruz, purifícame) en el nombre del Dios vivo, para que nunca abandones tu morada. Pronunciado en la casa de ella a quien he ungido". Leclercq ve en esa invocación pruebas "(1) del poder del signo de la Cruz para ahuyentar al demonio, (2) de la administración del sacramento de la extremaunción, (3) y del uso de exorcismos", de cuyas fórmulas es un ejemplo. Un amuleto cristiano favorito del Oriente en los siglos IV y V llevaba en una cara la imagen de Alejandro Magno. San Juan Crisóstomo, en una de sus instrucciones antioquenas (Ad Illumin. Cat. II,5), censura el uso, por parte de los cristianos, de amuletos con la efigie del conquistador macedonio. Varios amuletos de este tipo, pertenecientes al Gabinete de Medallas de París, muestran en una cara a Alejandro personificando a Hércules y, en la otra, una burra con su pollino, un escorpión y el nombre de Jesucristo. Un amuleto de la colección de la Biblioteca Vaticana, conteniendo la efigie de Alejandro, tiene al reverso el monograma de Nuestro Señor. También se enterraban junto a los muertos clavos mágicos que contenían inscripciones. Uno de ellos, de uso entre los cristianos, muestra la leyenda: "ter dico, ter incanto, in signu Deo et signu Salomonis et signu de nostra Art(e)mix" ( tres veces digo, tres veces encanto, en la señal de Dios, en la señal de Salomón y en la señal de nuestra Artemisa". Los gnósticos eran particularmente afectos a usar amuletos. En ellos, los nombres más frecuentemente utilizados son: Adonai, Sabaoth, Jao, Rafael, Souriel (Uriel) y Gabriel. Los amuletos y todo tipo de artefactos dedicados a la brujería, adivinación y artes semejantes continúan afectando la vida cristiana de muchos fieles en pleno siglo XXI, debido en gran parte a su falta de formación religiosa. En Europa y América del Norte las brujas y los artículos que van relacionados con sus aquelarres y sesiones son muy populares; en Latinoamérica y África es particularmente notable este fenómeno de la práctica de ritos paganos, y la utilización de amuletos y otros objetos. Hasta hay anuncios televisivos ofreciendo tales objetos. La doctrina de la Iglesia continúa invariable respecto a su oposición a la utilización de los amuletos.
Los números 2110 y siguientes del Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, de 1992 , explican las razones de esta oposición.

Bibliografía LECLERCQ en Dict. darch. chrét. (Paris, 1905), I, 1783-1859; KRAUS, Realencyklopädie (Friburgo, 1882), I, 49-51; PLUMPTRE en Dict. Christ. Antiq. (Londres, 1875), I, 78, ss.; Realencyklopädie für prot. Theologie u. Kirche (Leipzig, 1896), 1, 467-476. Catecismo de la Iglesia Católica, nums. 2110 ss.
Escrito por Maurice M. Hassett. Transcrito por W.S. French, Jr. Traducido por Javier Algara Cossío

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