A finales del siglo tercero comenzamos a
saber de hombres que abandonaron las ciudades para vivir una vida de
oración y soledad. El mejor conocido entre ellos es al que se le llama
el fundador del monaquismo: San Antonio el Grande (252-356). Su
contemporáneo, san Atanasio, nos cuenta su historia.
has poblado el desierto, oh Padre Antonio, y fortalecido al mundo con tu oración.
Intercede ante Cristo nuestro Dios para que salve nuestras almas.” A finales del siglo tercero comenzamos a saber de hombres que abandonaron las ciudades para vivir una vida de oración y soledad. El mejor conocido entre ellos es al que se le llama el fundador del monaquismo: San Antonio el Grande (252-356). Su contemporáneo, san Atanasio, nos cuenta su historia.
has poblado el desierto, oh Padre Antonio, y fortalecido al mundo con tu oración.
Intercede ante Cristo nuestro Dios para que salve nuestras almas.”
Un día, cuando Antonio tenía 18 años,
entró a la iglesia de su pueblo para asistir al oficio. De repente
escuchó las palabras del Evangelio: “si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el
cielo; luego ven y sígueme” (Mt.19:21). Había escuchado estas mismas
palabras muchas veces antes , pero esta vez le pareció como si Cristo le
estuviera hablando directamente y que las palabras fueran un mensaje
personal. La impresión que recibió fue tan fuerte que, sin vacilar ni un
momento, Antonio inmediatamente entregó todos los bienes que heredó de
sus padres para ser distribuidos a los pobres del pueblo. Le quedaba
sólo un problema que le preocupaba. Antonio tenía una hermana menor. Las
dos eran huérfanos, y él se sentía responsable por ella. Nuevamente un
verso del Evangelio, que a menudo había oído en la iglesia, de repente
le pareció responder a sus problemas personales. “Así, que no os afanéis
por el día de mañana; porque el día de mañana traerá su afán”
(Mt.6:34). Antonio encontró a una buena mujer cristiana en su pueblo
quien se encargó del cuidado de su hermana. Ahora él podría dedicarse a
su nueva vida.
Antonio se fue a vivir a Egipto, donde
el inmenso desierto quemado por el sol, nunca estaba muy lejos de
pueblos y ciudades. Primero se fue a vivir junto a un ermitaño, quien
vivía a poca distancia de su pueblo. Luego, visitó a varios otros
ermitaños antes de cruzar el río Nilo. Después vivió solo en las ruinas
de un antiguo fuerte en el desierto.
¿Puedes imaginar todas las tentaciones y
luchas espirituales que hay en la vida de un ermitaño? Años más tarde,
Antonio recordó sus primeros días en el desierto. Aseguró que la
dificultades físicas de hambre, sed, calor y frío, eran mucho más
fáciles de soportar que la soledad, la depresión y todos los
pensamientos y deseos perturbantes que le afligían. A veces se sentía
como si no tuviera la fuerza para seguir, pero visiones le inspiraban en
su necesidad y le dieron valentía.
“¿Dónde estabas, Señor Jesús? ¿por qué
no viniste a ayudarme antes?” exclamó Antonio un día después de una de
aquellas visiones reconfortantes. “Yo estaba -escuchó en respuesta- yo
estaba aquí esperando ver tu esfuerzo.” En otra ocasión, en medio de una
terrible lucha con sus pensamientos, Antonio dirigió a Dios una
oración: “quiero salvar mi alma, oh Señor, pero mis pensamientos no me
lo permiten.” De pronto vio a alguien, parecido a él, sentado y
trabajando en algo con sus manos; luego se levantó para rezar, y
entonces volvió de nuevo a su trabajo. “Haz tú lo mismo y tendrás
éxito”, le dijo el ángel a Antonio. Aquel mismo día, Antonio dedicó
parte de él al trabajo manual.
Otras personas descubrieron donde estaba
y fueron a vivir cerca de él. Lo encontraron sereno, tranquilo y
amigable. Se habían terminado los años de lucha, y ya no se veía rastro
de dificultad ni de cansancio, aunque Antonio seguía su vida de oración y
ayuno.
Cientos de ermitaños fueron al desierto a
vivir cerca de Antonio, y él les aconsejó e instruyó. No organizó una
comunidad; tampoco dio a los ermitaños ninguna regla común de vida. Más
tarde dejó ese poblado para vivir en otra parte del desierto, más
lejana. Nuevamente otros ermitaños llegaron a su lado. Así Antonio
rompió el silencio del desierto con las alabanzas de cientos de monjes.
Alcanzó la edad de 106 años, y falleció en el año 365 d.C. Sus
intercesiones sean con nosotros. Amén.
“Imitando con tu vida al celoso Elías
y siguiendo los rectos caminos del Bautista,has poblado el desierto, oh Padre Antonio, y fortalecido al mundo con tu oración.
Intercede ante Cristo nuestro Dios para que salve nuestras almas.” A finales del siglo tercero comenzamos a saber de hombres que abandonaron las ciudades para vivir una vida de oración y soledad. El mejor conocido entre ellos es al que se le llama el fundador del monaquismo: San Antonio el Grande (252-356). Su contemporáneo, san Atanasio, nos cuenta su historia.
Un día, cuando Antonio tenía 18 años,
entró a la iglesia de su pueblo para asistir al oficio. De repente
escuchó las palabras del Evangelio: “si quieres ser perfecto, anda,
vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el
cielo; luego ven y sígueme” (Mt.19:21). Había escuchado estas mismas
palabras muchas veces antes , pero esta vez le pareció como si Cristo le
estuviera hablando directamente y que las palabras fueran un mensaje
personal. La impresión que recibió fue tan fuerte que, sin vacilar ni un
momento, Antonio inmediatamente entregó todos los bienes que heredó de
sus padres para ser distribuidos a los pobres del pueblo. Le quedaba
sólo un problema que le preocupaba. Antonio tenía una hermana menor. Las
dos eran huérfanos, y él se sentía responsable por ella. Nuevamente un
verso del Evangelio, que a menudo había oído en la iglesia, de repente
le pareció responder a sus problemas personales. “Así, que no os afanéis
por el día de mañana; porque el día de mañana traerá su afán”
(Mt.6:34). Antonio encontró a una buena mujer cristiana en su pueblo
quien se encargó del cuidado de su hermana. Ahora él podría dedicarse a
su nueva vida.
Antonio se fue a vivir a Egipto, donde
el inmenso desierto quemado por el sol, nunca estaba muy lejos de
pueblos y ciudades. Primero se fue a vivir junto a un ermitaño, quien
vivía a poca distancia de su pueblo. Luego, visitó a varios otros
ermitaños antes de cruzar el río Nilo. Después vivió solo en las ruinas
de un antiguo fuerte en el desierto.
¿Puedes imaginar todas las tentaciones y
luchas espirituales que hay en la vida de un ermitaño? Años más tarde,
Antonio recordó sus primeros días en el desierto. Aseguró que la
dificultades físicas de hambre, sed, calor y frío, eran mucho más
fáciles de soportar que la soledad, la depresión y todos los
pensamientos y deseos perturbantes que le afligían. A veces se sentía
como si no tuviera la fuerza para seguir, pero visiones le inspiraban en
su necesidad y le dieron valentía.
“¿Dónde estabas, Señor Jesús? ¿por qué
no viniste a ayudarme antes?” exclamó Antonio un día después de una de
aquellas visiones reconfortantes. “Yo estaba -escuchó en respuesta- yo
estaba aquí esperando ver tu esfuerzo.” En otra ocasión, en medio de una
terrible lucha con sus pensamientos, Antonio dirigió a Dios una
oración: “quiero salvar mi alma, oh Señor, pero mis pensamientos no me
lo permiten.” De pronto vio a alguien, parecido a él, sentado y
trabajando en algo con sus manos; luego se levantó para rezar, y
entonces volvió de nuevo a su trabajo. “Haz tú lo mismo y tendrás
éxito”, le dijo el ángel a Antonio. Aquel mismo día, Antonio dedicó
parte de él al trabajo manual.
Otras personas descubrieron donde estaba
y fueron a vivir cerca de él. Lo encontraron sereno, tranquilo y
amigable. Se habían terminado los años de lucha, y ya no se veía rastro
de dificultad ni de cansancio, aunque Antonio seguía su vida de oración y
ayuno.
Cientos de ermitaños fueron al desierto a
vivir cerca de Antonio, y él les aconsejó e instruyó. No organizó una
comunidad; tampoco dio a los ermitaños ninguna regla común de vida. Más
tarde dejó ese poblado para vivir en otra parte del desierto, más
lejana. Nuevamente otros ermitaños llegaron a su lado. Así Antonio
rompió el silencio del desierto con las alabanzas de cientos de monjes.
Alcanzó la edad de 106 años, y falleció en el año 365 d.C. Sus
intercesiones sean con nosotros. Amén.
“Imitando con tu vida al celoso Elías
y siguiendo los rectos caminos del Bautista,has poblado el desierto, oh Padre Antonio, y fortalecido al mundo con tu oración.
Intercede ante Cristo nuestro Dios para que salve nuestras almas.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.