El
sistema religioso imperial unía elementos romanos y de otras culturas.
Por una parte, eran características entre las atribuciones del emperador
la de supremo magistrado y supremo sacerdote. Entre las influencias de
otras civilizaciones, como la egipcia, destaca la idea del soberano como
un ser de estatus superior.
De
este modo se consolidaba su posición en un imperio extensísimo y variado
que abarcaba desde Britania a Mesopotamia y desde el África
septentrional al centro de Europa y que requería una centralización
extrema para que pudiese mantenerse unido.
A
pesar de ello el culto imperial podía no resultar un mecanismo
suficientemente eficaz de control, pues se limitaba al ámbito de lo
público. Una religión tan variada como la romana, hecha a la medida de
tantas mentalidades, facilitaba que el campo de la religión privada no
fuera único.
Posteriormente,
el cristianismo traería una mayor homogeneidad, ya que en él la
religión pública y la privada apenas se distinguían. El cristianismo
apareció como el instrumento definitivo para la disolución de la
diversidad de la religión romana.
El
imperio romano ofreció estabilidad, paz y seguridad durante siglos a una
extensa zona del mundo. Las rutas comerciales se multiplicaron y hubo
una prosperidad general que llevó a muchos a pensar que vivían en una
edad de oro y que el imperio de Roma duraría eternamente bajo sus
gobernantes divinos.
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