La Giralda, antiguo minarete de la mezquita de Sevilla (Siglo XII).
Los
omeyas, la antigua dinastía de califas de Damasco, gobernó Al Ándalus
tras la llegada a la península de Abderramán I, único superviviente del
exterminio de su familia, que se nombró a sí mismo emir andalusí.
En
929 uno de sus sucesores, Abderramán III, se proclamó califa, situando
la capital en Córdoba y reivindicando una autoridad semejante, religiosa
y política, a la de los califas de Bagdad.
El
califato omeya perduró hasta que, a finales del siglo X, el primer
ministro Almanzor (Al Mansur) tomó el poder en Córdoba. Este emprendió
más de cincuenta campañas contra los cristianos, llegando a saquear
Santiago de Compostela. Sin embargo, nunca atacó Pamplona, ya que el rey
era su suegro, lo que permite entender mejor lo que significaban las
relaciones entre cristianos y musulmanes.
El
califato se disolvió en un gran número de pequeños reinos, las taifas,
que eran débiles frente al contraataque cristiano, que en 1085 tomó
Toledo, la antigua capital visigoda.
Los
monarcas musulmanes solicitaron ayuda a las dinastías africanas: a los
almorávides (1090-1146) y a los almohades (1147-1212), que contuvieron a
los cristianos con una política de persecución religiosa, que en época
almohade llevó a muchas familias judías a salir de Al Ándalus.
El
reino de Granada fue el último reducto islámico andalusí y marcó un
nuevo florecimiento cultural, tanto de musulmanes como de judíos.
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