En
1492, los Reyes Católicos decretaron la expulsión de todas sus tierras
de aquellos judíos que no quisieran renunciar a su religión y profesar
la católica. Hubo conversiones, pero también muchos optaron por el
destierro. Esta nueva diáspora llevó a los sefardíes a instalarse por
todo el Mediterráneo, en territorios del imperio otomano como Salónica,
Estambul, las islas griegas o Palestina, y en el norte de África. Fueron
bien recibidos porque solían tener una alta cualificación profesional.
También
se asentaron en países europeos, como Francia, Italia, Holanda o
Inglaterra, donde destacaron sus logros en el ámbito intelectual.
Las
comunidades sefardíes pensaban que la expulsión sería un asunto
temporal, como había ocurrido en anteriores ocasiones y en otros países.
La denominación que daban los judíos a la península Ibérica, Sefarad,
aparece en el libro de Abdías donde se cita como uno de los lugares
donde residían los judíos deportados de Jerusalén. Fue Jonatán ben Uziel
quien identificó la península Ibérica con la Sefarad bíblica, y por
ello los judíos españoles se llamaron a sí mismos sefardíes. El libro de
Abdías tiene 21 versículos y constituye, por tanto, el libro profético
más breve de la Biblia. Los dos últimos versículos son:
«Los desterrados de Jerusalén, que están en Sefarad, poseerán las ciudades del Négueb.»
«Y subirán victoriosos al monte de Sión, para gobernar el monte de Esáu. ¡Y el reino será del Señor!»
Algunos
mantuvieron la lengua que hablaban en Sefarad, el ladino o sefardí, que
se parece al castellano, aunque con palabras que hoy suenan antiguas.
También han perdurado los apellidos hispanos, como es el caso del
político israelí Simón Peres.
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