jueves, 24 de octubre de 2013

Acontecimiento pascual.

2. El manifiesto del Resucitado (vv. 18b-20)
1. La palabra plenipotenciaria
«Se me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra» (v. 1 8b)
Esto fue, por tanto, lo que había sucedido con el Jesús crucificado al que los discípulos habían abandonado el Viernes Santo. Dios había pronunciado su palabra a favor del Jesús ejecutado como supuesto pretendiente mesiánico, tal como nos lo da a entender el pasivo «teológico»: "Se me ha dado». Para llevar a plenitud su obra salvífica Dios le ha concedido a Jesús la participación en su propio poder mediante la Resurrección.
Sentido fundamental del acontecimiento pascual
Tal es el sentido fundamental del acontecimiento pascual. Cierto que, mediante la Resurrección, la muerte ha sido definitivamente vencida de manera que Pablo puede concluir: Así como Dios ha resucitado a Cristo, también nos resucitará a nosotros (1 Cor 6, 15; 2 Cor 4, 14). Pero la pascua implica, desde el principio, incomparablemente más que un primer caso de la resurrección universal de los muertos esperada en Israel como preludio del juicio. Nuestras fuentes no permiten abrigar la menor duda de que, para la mentalidad de la fe primigenia, en virtud de la pascua, se daba una respuesta a la pretensión de Jesús de haber sido enviado como revelador definitivo y proclamador plenipotenciario del Reino escatológico de Dios. La obra de Dios en el crucificado fundamentaba una situación histórico-salvífica exclusiva y no transferible en cuanto tal; situación que competía únicamente a Jesús. La misma llegada del Reino escatológico de Dios, aún por acontecer, queda religada a la persona de Jesús. A través de ese Jesús, Mesías plenipotenciario, Dios revelará su poder y traerá la salvación definitiva. Este sentido fundamental del acontecimiento pascual es el que proclama la palabra reveladora que abre el manifiesto de Cristo.
La inmediatez divina del Hijo
El «se me ha dado» presupone la relación personal del Padre con el Hijo. De la peculiaridad de esta relación filial hablaba ya aquella singular palabra plenipotenciaria de la fuente de los logia que apunta igualmente al Resucitado: «Todo me fue entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt 11, 27par). Esa filiación divina exclusiva capacitaba a Jesús para ser el definitivo revelador de Dios y de sus intenciones salvíficas. La gran palabra «todo me fue entregado» se refería en el contexto anterior de nuestro evangelio al mensaje de Dios y del Reino de Dios que Jesús proclamaba y hacía real a lo largo de su actividad terrena, como si estuviera en lugar de Dios. De hecho Jesús había reivindicado ya poder, poder divino, durante su vida terrena. Si Mt 11, 27 decía: «Todo me fue entregado por mi Padre», ahora se afirma de manera más expresa: «Se me ha dado todo poder». Y el carácter universal e ilimitado de este poder se subraya aún más con la adición, típica en Mateo, de «en el cielo y sobre la tierra». Ese poder del Resucitado abarca todo cuanto demanda la realización plena del plan salvífico de Dios.
¡Jesucristo es Señor divino!
El poder divino del Cristo exaltado es la coronación y plenitud del hablar y obrar plenipotenciarios del Jesús terreno. Con esta palabra plenipotenciaria Mateo no está anunciando una fe pascual nueva. Solamente dice de forma más explícita lo que ya implicaba la súplica primitiva «Ven, Señor Jesús». Ese ruego de la comunidad primitiva únicamente tenía sentido porque ya desde el comienzo se creía que el Jesús resucitado era el salvador dotado del poder de decisión propio de Dios, de modo que la revelación definitiva del Reinado de Dios, la meta última de todos los caminos de Dios con la humanidad había de venir por medio del Señor exaltado. No de otra manera se expresan todas las formulaciones confesionales que articulan el acontecimiento pascual como elevación de Jesús a compañero mesiánico del trono de Dios con las palabras «sentarse a la derecha de Dios», o como instauración en cuanto «Hijo de Dios», tal como lo formula la antiquísima fórmula confesional judeocristiana de Rom 1, 3s, aduciendo también textos de la Escritura entendidos de modo mesiánico.
Nuestra palabra plenipotenciaria expresa en modo más breve lo que proclamaba ya un canto a Cristo, prepaulino, en su entusiasmo hímnico, como obrar de Dios en el humillado hasta la muerte: «Por eso Dios lo elevó sobre todo y le otorgó el nombre sobre todo nombre para que ante el nombre de Jesús doblen la rodilla todos los poderes en el cielo, en la tierra y bajo la tierra y toda lengua confiese: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).
¿Exponente de una insoportable ideología de poder?
D/DOMINACION/QUE-ES: ¡Por la resurrección, Jesús se ha convertido en Kyrios, Señor, representante del poderío divino que todo lo abarca! ¿Será, por tanto, el Superego de un sistema insuperable de dominación total, el representante del modelo arcaico, ya abandonado, del rey absoluto que se burla de toda conciencia de emancipación, de cualquier libre autorrealización del individuo? Es posible que surjan complejos reflexivos anclados en una ideología totalmente determinada por la experiencia de la deficiente dominación humana, pero en este caso están fuera de lugar porque no concuerdan con la realidad. Quien ha sido dotado con ese poder inaudito es alguien que ha soportado el peso de una vida humana y ha tenido que experimentar la fuerza del mal. Es ese Jesús que con sus palabras y acciones se identificó plenamente con la voluntad salvífica de Dios, con el Dios creador de salvación que libera al hombre hacia una libertad activa y que, en consecuencia, renunció a ejercer derechos de dominación según el modelo de los Señores de las naciones y de los grandes de este mundo que para serlo utilizan la violencia; en lugar de la fuerza, hizo del amor servicial la dimensión fundamental de su vida y la vivió así hasta la muerte (Mt 20, 25-28). A través de este último mensajero divino, que entendía su misión como un servicio altruista, es como Dios quiere instaurar su «dominación». El «dominio» de Dios quiere decir, en razón del mismo concepto, revelación de la salvación definitiva. El «Reinado de Dios» es, en boca de Jesús, la quintaesencia de la vida, de la alegría, de la auténtica liberación del ser humano de sí y para sí. Y esa liberación sólo se nos comunica mediante la entrega creyente a ese Jesús ensalzado a Kyrios igual a Dios, mediante el que Dios quiere revelar su dominación en cuanto estado de vida plena.
PABLO/LIBERTAD: Dejemos que nos lo afirme así un confesor de la fe en Cristo libre de toda sospecha, alguien que pensaba que debía hacer un servicio a Dios persiguiendo a las comunidades cristianas de Judea, antes de ser conducido ante Damasco hasta la fe en el escándalo que suponía un Mesías crucificado y resucitado. Aquel teólogo profesional que era Pablo se había sentido profundamente preocupado por la pregunta acerca del éxito de la vida y la existencia humanas. Casi cada página de sus cartas nos revela hasta qué punto era Pablo sensible al peligro a que estaba expuesto el ser humano por los poderes hostiles a la vida y esclavizantes, por el pecado, la enfermedad y la la muerte, por el error judaico acerca de la «autojustificación» del hombre, tanto como por la locura pagana en sus múltiples maneras de creer en el destino. Pues ese mismo apóstol, portaestandarte de la libertad y que predicaba insistentemente que el acontecimiento salvífico era una liberación, nunca deja de presentarse a sí mismo, al comienzo de sus cartas, con el título de «esclavo de Jesucristo». A través de esa denominación nos está hablando la verdadera humildad y el auténtico orgullo de un hombre que se sabe al servicio de un Señor dominador que es el único capaz de aportar la salvación al ser humano.
Precisamente porque la fe apostólica pascual confiesa a Jesús resucitado como Kyrios igual a Dios, da su aquiescencia a un dominador cuyo Reino no es de este mundo. Hasta tal punto no es de este mundo que su poder puede aparecer ante el mundo como impotencia, como una piadosa ilusión, toda vez que ese Señor no emplea la fuerza de los dominadores terrenos. El rasgo característico de este Señor lo constituye el poder del amor que sale a la búsqueda, amor que suscita la convicción y la confianza, que no pretende la muerte del pecador, sino que desea conducir a todos los seres humanos a la vida. Precisamente de eso va a hablar la siguiente disposición «testamentaria» del plenipotenciario de Dios.
2. El mandato misionero
«Así que id, haced discípulos a todos los pueblos» (v. 19a)
La «Cristología» es, por su mismo concepto, «Soteriología»: discurso acerca del Salvador y su obra salvífica. Siempre que se habla de Jesús como del Cristo-Mesías, se está hablando de él como del salvador prometido. La institución de Jesús como Kyrios igual a Dios no se realizo por sí misma, sino en razón de nuestra salvación. A eso hace referencia el «así que», mediante el cual el encargo de la misión universal se va a vincular al envío plenipotenciario precedente.
La hora de la Iglesia de las naciones
La comunidad salvífica formada por todos los pueblos es el fruto de Jesús muerto «por los muchos», por los innumerables de todas las naciones, y resucitado para el acabamiento de su obra salvadora. La convicción unánime de todo el Nuevo Testamento es que la existencia de la Iglesia presupone la muerte y exaltación de Jesús. Esa convicción ya la expuso con anterioridad nuestro evangelista mediante una frase que prenuncia el obrar del Cristo exaltado: «Tú eres Pedro y sobre esa piedra edificaré mi Iglesia...» (16, 18). A pesar de toda la diversidad de formulaciones y aplicaciones particulares, la idea del envío de los discípulos por el Resucitado constituye, de hecho, el elemento central de todas las escenificaciones de la aparición a los once. La formulación de esta perícopa nos resulta ya tan conocida desde la infancia que difícilmente percibimos en ella algo que suscite nuestro interés. Naturalmente hablamos con exactitud si la denominamos encargo de misión universal a los discípulos. Pero ¿percibimos con ello el dramatismo económico-salvífico con el que a todas luces pretende concientizar a los lectores del evangelio de Mateo la exacta formulación del mandato misionero?
Este recapitula simultáneamente, con una densidad maravillosa, el proceso y el avance de la revelación de Cristo pretendidos por Dios. Jesús respetó la pretensión de primacía de Israel en cuanto pueblo elegido y propiedad de Dios y quiso con su esfuerzo misionero y el de sus discípulos preparar a Israel y sólo a Israel como heredero de la salvación. Esto nos lo recuerda especialmente el evangelio de Mateo, que entre otras cosas tiene un interés particular en dejar en claro que no es Jesús, sino el mismo Israel, el responsable de no haber accedido a la fe en su Salvador. Mateo es el único que recoge en su evangelio frases de Jesús que formulan expresamente esta limitación en el objetivo misionero (15, 24; 10, 5s). «No vayáis hacia los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos (semipaganos), sino id más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (10, 5s). Nuestro evangelista hace que el Resucitado reasuma ese «id» con el que Jesús había enviado a sus discípulos a la misión palestina; pero ahora, en lugar de la comunidad étnica israelítica que se ha quedado sin pastor, el objetivo de la misión son «todos los pueblos». Con ello, y no en última instancia, Mateo está pagando tributo a la situación histórica eclesial de su época. La evolución que de hecho se había producido hasta la constitución de una Iglesia en la que quedaban eliminadas las diferencias entre judíos y gentiles es reconocida y aceptada como algo querido por Dios; más exactamente, como el encargo del Señor a la Iglesia. La limitación de la predicación misionera a Israel queda superada a nivel económico-salvífico por el acontecimiento pascual, lo mismo que la promesa hecha en tiempos pasados del advenimiento de los gentiles a la salvación del Reino de Dios revelado (8, 11). Viernes Santo y Pascua fundamentan el nuevo comienzo del mensaje salvífico a todos los hombres.
DO/I-NACIMIENTO: La Iglesia primitiva, que ya pocos años después de su nacimiento estaba formada por creyentes de diversas naciones, ha percibido vivamente y en toda su importancia el significado económico-salvífico de la Pascua. En lugar del Sábado, heredado de los judíos, distinguió de manera particular al primer día de la semana como día de la resurrección de Cristo en el que se celebraba la proclamación eucarística de la Muerte y la Resurrección del Señor. Aún en tiempos neotestamentarios, ese día recibía la honrosa denominación de «domingo», el «día del Señor». ¿Nos recuerda todavía el domingo la hora exacta del nacimiento de la Iglesia compuesta por todos los pueblos? No es casualidad que la mayor parte del año litúrgico gire bajo el signo de la celebración de la revelación pascual.
El ser. cristiano como «discipulado» permanente
CR/DISCIPULO: PREDICACION/CV: La misión es la mediación de la salvación donada en Cristo y que se ha de llevar a cumplimiento por medio de El. Su primer contenido será informar acerca de lo que Dios ha hecho por medio de Jesús y en Jesús y el cumplimiento pleno a que quiere conducirlo. Y esto lo sabe muy bien nuestro evangelista. Sin embargo, renuncia al empleo expreso de conceptos propios de la terminología misionera protocristiana, tales como «predicar», «proclamar la Buena Nueva». Quien llega a oir el mensaje salvífico de Jesucristo, quien lo conoce, no es ya cristiano automáticamente. Es más, según los escritos neotestamentarios tardíos, que ya habían tenido que debatirse con el doloroso fenómeno de los cristianos apóstatas, éstos están en una situación peor que antes, cuando todavía eran paganos y aún no poseían «el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe 2, 20s). La predicación misionera pretende bastante más que un mero instruir. Apunta a la conversión del individuo. Ha de conducir a los hombres hasta el ser cristiano. Por eso nuestro evangelista apunta a esa meta cuando recapitula la tarea del envío plenipotenciario en el encargo de «hacedlos discípulos (míos)», «hacedlos alumnos (míos)». Por esa misma razón, ya anteriormente no había contemplado a los doce tanto como «apóstoles», cuanto como los discípulos ejemplares, como discípulos de Jesús que se van ejercitando en la voluntad de Dios proclamada y explicada por El (27, 57) y que van practicando el ser cristiano como un seguimiento de Jesús. Son los alumnos de un maestro del que se puede afirmar algo que no se puede decir de ningún maestro judío ni de ningún maestro cristiano: Vino para «dar cumplimiento» a la ley y los profetas (5, 17). Vino a descubrir en su sentido exacto, no desfigurado, la voluntad del Dios que dona la salvación, y a llevarla a cumplimiento. En cuanto tal maestro es el auxiliar bondadoso de los que se entregan a su seguimiento, porque los ha liberado de la carga pesada de la casuística legal de entonces y puede calificar su demanda de acomodarse a la voluntad salvífica de Dios como yugo suave (11, 28-30; 23, 4). Pero como esta escuela implica una dotación para el ingreso en la salvación del Reino de Dios, la realidad aludida con esta denominación supera cuanto conocemos en el mundo como relación maestro-discípulo.
En el mundo escolar de los maestros judíos y en el de los filósofos griegos llegaba un momento en que el alumno lo había aprendido todo. A diferencia de cualquier género de alumnado, los discípulos de Jesús nunca dejan de serlo. Ser discípulo equivale a ser cristiano, y esto significa no haber acabado nunca, tener que vivir constantemente el seguimiento de Jesús. Pero aunque el manifiesto de Cristo que estamos estudiando, con la formulación del mandato de misión universal (y por razones muy claras en las que habremos aún de detenernos), pone ya en un primer plano la realización existencial del ser cristiano, no olvida por ello el fundamento plenamente gracioso de la existencia cristiana, tal como lo patentiza el primer «modo de proceder» que sigue y plasma de manera inconfundible el encargo general de «hacer discípulos», «hacer cristianos».
¿En qué se basa propiamente el mandato misionero?
Antes de pasar adelante no podemos eludir una cuestión que concierne al mandato misionero en su totalidad. Ya conocemos el envío plenipotenciario por parte del Resucitado como motivo central de toda la escenificación de la aparición al grupo de discípulos. Concederemos con toda espontaneidad que no podía ser de otra manera. ¡Si los discípulos, después de la ejecución de Jesús en Jerusalén, comienzan a ganar para la fe en el Mesías Jesús, crucificado y resucitado, a los israelitas y con ello a reunir a la comunidad escatológica de los herederos de la salvación, ese nuevo arranque ha de partir de un encargo expreso del Resucitado! De no ser así, la Iglesia sería una mera creación de los hombres y no la oferta de Dios y de su Cristo.
Pero ¿en qué se basa la legitimación de los discípulos si, según la convicción casi unánimemente compartida, el Resucitado no habló ni, por supuesto, transmitió expresamente un mandato misionero universal? De hecho la historia misionera de la primera generación de la que tenemos conocimiento, apenas si nos. permite presuponer la conciencia inicial de una instrucción expresa de Jesús, ya del terreno ya del exaltado, en base a la cual hubiera que proclamar el Evangelio a todos los pueblos, incluidos los gentiles, después de su resurrección. Los Hechos de los Apóstoles ejemplifican con el episodio de Cornelio la cuestión de si estaba permitida la recepción de paganos en la Iglesia. Sólo después de dos signos milagrosos del cielo se decide Pedro a bautizar al capitán pagano. Aún más importante resulta el llamado Concilio de los Apóstoles al final de los años cuarenta. En él se planteaba a discusión la espinosa cuestión de si los paganos podían ser recibidos en la Iglesia y alcanzar la salvación sin tener antes que asumir el status de los judíos obligados a cumplir con la ley ritual de Moisés. Ni en este caso ni en el anterior se le ocurre a nadie citar durante el debate un encargo misionero universal expreso del Resucitado; no lo mencionan ni el protoapóstol Cefas ni el apóstol vocacional de los gentiles, Pablo. ¿Será que las palabras de misión de los relatos de apariciones refieren a fin de cuentas un suceso carente de cualquier género de legitimación?
El asunto no debe hacernos perder el sueño También a este respecto el acontecimiento pascual supone el cumplimiento de lo que ya había comenzado con la actividad reveladora de Jesús. Ya durante el transcurso de su actuación terrena Jesús había formulado el principio del envío plenipotenciario (Mt 10, 40; 10, 16; 10, 5s.), poniéndolo en práctica mediante la participación activa de sus discípulos en la predicación del Reino de Dios (Mt 6, 7-12). Entre los discípulos enviados por él a la misión palestina, con la que Jesús quería ampliar su propia actuación, se encontraban con seguridad los que la antigua tradición confesional mencionaba como receptores de apariciones: Cefas y los once (cfr. I Cor 15, 3b-5). Pues si estos primeros discípulos llegaron, mediante el acontecimiento denominado «aparición», a la firme convicción de que Dios había confirmado a Jesús como revelador escatológico y lo había revalidado como el salvador que se esperaba, lo lógico es que esa convicción, que les había sido donada y a la vez se les imponía, fuese entendida por ellos como un encargo vinculante. Esta convicción debió llevar a Cefas y a los once a la conciencia subsiguiente de que tenían que testimoniar y predicar esa fe recién adquirida. El que también ellos comenzasen a predicar a Cristo en Israel, en Jerusalén, en reconocimiento del privilegio histórico-salvífico de ese pueblo, pone tan poco en cuestión la legitimación de principio de su misión como el modo y manera providenciales con los que la expansión de la fe en Cristo traspasó muy pronto las fronteras étnicas de Israel aceptando en su seno, en medida creciente, a personas pertenecientes a los pueblos del área mediterránea que se convirtieron en «discípulos» de Jesús, el Kyrios exaltado. No tenemos por tanto el más mínimo motivo para sentirnos inseguros. La validez objetiva del mandato misionero no depende en absoluto de que el Resucitado haya o no haya hablado. Lo que el evangelista pone en boca del Resucitado formula, ni más ni menos, el sentido eclesial del acontecimiento pascual.
(«Así que id, haced discípulos a todos los pueblos), bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (v. 19b)
«Haced discípulos» abarca la totalidad: el hacerse cristianos y el mantenerse cristianos. Lo confirman las siguientes «normas de ejecución» que desarrollan, en cuanto al contenido, el encargo misionero general. Esto queda patente desde el punto de vista sintáctico por el hecho de que se unen a la frase anterior como proposiciones participiales.
El Sacramento fundamental de la Pascua
¿De qué manera se convierten en cristianos todos esos seres humanos procedentes de «todos los pueblos»? No se unen a los que confiesan a Cristo sólo por un acto de propia decisión. Por su mismo origen y naturaleza, la Iglesia es mucho más que un club en el que se pueda «entrar» o «salir» por propia elección. La incorporación a la Iglesia se produce, desde siempre, mediante un misterioso acontecimiento por el que el individuo es atraído, por pura gracia, al ámbito de actuación del único salvador, Jesucristo, religándose a El. En la misma época de los apóstoles no faltaron puntos controvertidos que fueron objeto de discusión entre los dirigentes judeocristianos y cristianos procedentes del paganismo. Pero de lo que no tenemos la más leve noticia es de que se haya discutido jamás acerca de la necesidad salvífica de este acto de iniciación.
BAU/SO-PASCUAL: Pretender despotenciar el Reino de Dios, quintaesencia de la salvación, a mera función del obrar humano; pretender diluir la teología y la Cristología en una antropología y sociología con tinte religioso, no es más que una manifestación virulentamente morbosa de una teología moderna que tiene en contra a la vez al kerigma y al sacramento iniciático del cristianismo apostólico. Por supuesto que nuestro evangelista comparte la convicción generalizada entre todos los cristianos de que la recepción del bautismo presupone la fe personal en el poder salvador que reside en la muerte y resurrección de Jesucristo. Pero, por otra parte, un manifiesto conclusivo puede y debe ser breve. Únicamente ha de mencionar de forma expresa el acontecimiento salvífico decisivo. Y ése es el sacramento del bautismo que pone al hombre en relación con el Dios trinitario, relación que el hombre no puede establecer por sí mismo. El ser cristiano no se fundamenta en la autorrealización del ser humano (que, por lo demás, se contradice en su empeño y fracasa constantemente en él), sino sobre la actuación de la gracia divina que se le adelanta.
¿A qué viene ese rito «mágico"?
BAU/SO-FUNDAMENTAL: «Percibo bien el mensaje, pero me falta la fe». ¿Qué puede ser el bautismo sino una ceremonia exterior pasada de moda? ¿Para qué sirve esa acción mágica realizada sobre recién nacidos que carecen de conciencia y de capacidad de decisión? ¿Para forzarlos de antemano a la asistencia a las clases de Religión y asegurarlos como cotizadores potenciales del impuesto religioso? ¡El don salvífico del Bautismo como oportunidad vital, como posibilidad de una vida con sentido y de una nueva capacidad de vivir! No hay que llamarse a engaño y sí ser conscientes de hasta qué punto los mismos cristianos han perdido el sentido del sacramento fundamental de la Iglesia. Y esto no siempre porque no estén dispuestos a creer. Se puede caer en la tentación de no ver en el bautismo más que un rito externo de recepción, sobre todo si se contempla el acto sacramental aislado, sin percibir su contexto dentro de la historia de la revelación.
Precisamente sobre ese contexto habrá de meditar una y otra vez el cristiano si quiere poner cuanto está de su parte para el fortalecimiento de su fe. El bautismo sacramental realiza el mensaje fundamental de toda la Biblia, mensaje que se mantiene como una buena noticia, nueva y portadora de dicha, desde el comienzo de la revelación de Cristo hasta el punto culminante de la pascua. ¡Se trata del mensaje de la primacía de la gracia de Dios!
El mensaje de la primacía de la gracia
GRACIA-PRIMACIA: Este mensaje resplandece con toda su claridad por vez primera sobre el trasfondo de la predicación penitencial de Juan el Bautista. Este se comprendía a si mismo como el último enviado de Dios que, ante la inminencia del juicio, debía llamar a los israelitas a la conversión y al cumplimiento definitivo de la voluntad de Dios. Jesús reconoció en ese predicador del juicio a un profeta auténtico, enviado por Dios. ¿Por qué, entonces, no continuó su predicación del juicio y su bautismo de conversión? ¿Con qué derecho puede a su vez Jesús, que al fin y al cabo se presentó en gran proximidad temporal a Juan, considerarse el último mensajero de Dios aunque no continuara la actividad del Bautista? Su aparición nos suministra una respuesta diáfana: porque el mensaje que había de dirigir a Israel, comparado con la predicación del Bautista, suponía un comienzo totalmente nuevo.
Jesús no partía de la amenaza del juicio venidero y, en consecuencia, no hablaba en primer término de lo que los hombres habían de hacer para poder superar ese juicio. Para El el primer plano lo ocupaba el obrar salvador de Dios, previo a todo obrar humano y actuante ya en sus palabras y acciones. La inclinación salvífica de Dios hacia los hombres, que acontecía mediante El, precedía a la proclamación del juicio condenatorio sobre los pecadores que permanecen en su obstinación. En primer lugar Jesús proclamaba al Dios inconcebiblemente bueno para los seres humanos, que sigue los pasos del pecador y le perdona gozoso; al Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y pecadores (Mt 5, 45). El publicano, consciente de que no tiene en su haber más que pecados, recibe el perdón (Lc 18, 9-14). Jesús quería acercar a los israelitas de su tiempo a ese Dios que, mediante su amor creador previniente, otorga la felicidad al pecador para que ya desde ahora viva del amor de ese Padre y bajo su cobijo.
La fe percibe esa misma iniciativa del obrar salvífico de Dios en el proceso de la revelación de Cristo. Dios, que había hecho donación a Israel de su Ley como una guía para vivir, ha prescindido de su mismo don gracioso de tal modo que los seres humanos, aun no teniendo en cuenta esa ley, puedan ser justificados sin realizaciones morales previas: en razón de su gracia, mediante la salvación en Cristo Jesús (Rom 3, 21-24). «Dios ha demostrado su amor por nosotros en el hecho de que Cristo haya muerto por nosotros cuando todavía éramos pecadores». El apóstol no puede finalmente concebir la infamante ejecución de Jesús en el patíbulo, ese «escandaloso» e «insensato» modo del obrar de Dios, más que como manifestación del insondable amor de Dios y de la amorosa entrega de Jesucristo (Rom 5, 6-8; Gal 2, 20). Para él, con la recepción del Bautismo acontece, por tanto, la aplicación de la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo. Ser bautizado significa ser «co-crucificado» y «co-revivificado» con Cristo, de manera que para el cristiano quede muerta la fuerza del pecado esclavizador y así reciba una nueva vida en Cristo (Rom 6, 4-8). Gracias al Pneuma, el don de la fuerza vivificadora divina, se puede decir del bautizado: «El que está en Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha desaparecido, ha surgido lo nuevo» (2 Cor 5, 17). Y porque el acontecer salvífico del Bautismo supone un acto de pura gracia, la Iglesia primitiva que, como es natural, comenzó bautizando adultos, pudo, sin el más mínimo titubeo, comenzar a practicar el bautismo de niños no llegados todavía al uso de razón.
Creer en el acontecimiento salvífico del Bautismo quiere decir creer en el mismo amor creador y antecedente de Dios que Jesús proclamó durante su actividad terrena como comienzo del obrar escatológico de Dios... El ser humano sólo puede devenir cristiano gracias a la actuación salvadora de Dios en Jesucristo. En esto quiere hacernos meditar expresamente el manifiesto de Cristo que estamos considerando, cuando concretiza en primer término el encargo misionero como administración del sacramento fundamental de la pascua que es el Bautismo.
El Bautismo «en el nombre de Jesucristo»
¿Cuál es el enunciado del mandato de bautizar? El apóstol Pablo, lo mismo que el autor de los Hechos de los Apóstoles, que escribía casi una generación más tarde, hablaba únicamente del Bautismo «en el Nombre» o también «en el Nombre de Jesucristo». De entre todos los escritos del Nuevo Testamento sólo el evangelio de Mateo conoce el bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». En lugar de «Jesucristo», de repente se habla aquí del «Hijo». Y totalmente nueva es esa adición «del Padre» y «del Espíritu Santo». ¿No estaremos palpando aquí una «invención» dogmática posterior? Considerarlo así sería precipitado y superficial. Un vistazo a la historia de la fe de los primeros tiempos bastará para convencernos de algo distinto. La antigua expresión de bautizarse en el nombre o para el nombre de Jesucristo subrayaba el efecto inmediato y más esencial del Bautismo, la apropiación del bautizado por el Señor y, con ella, la purificación del pasado y la apertura a una nueva vida.
BAU/EN-NOMBRE-XTO: Esta denominación del Bautismo, que servía también de fórmula bautismal, expresaba sin duda de manera adecuada el aspecto esencial. Por supuesto que no tuvo su origen en la intención de suministrar una definición dogmática exhaustiva del Bautismo cristiano. Más bien se produjo por una necesidad de tipo práctico. El «Bautizo», la inmersión en el agua (como indica de suyo la palabra), no era algo que se produjese por vez primera en la nueva comunidad de los creyentes en el Mesías Jesús. El judaísmo poseía numerosas prácticas ablutorias. Piénsese igualmente en los baños rituales diarios de los piadosos de Qumrán. Habrá en concreto que recordar aquellos ritos de ablución que presuponían un administrador, un «bautizante». Los paganos que se convertían a la fe judaica recibían el llamado Bautismo de prosélitos. En la memoria reciente estaba sobre todo el Bautismo de Juan, quien era ya conocido entre sus coterráneos judíos como el «Bautista» por excelencia. Al menos muchos de sus seguidores seguían considerando que el último y decisivo enviado de Dios no era Jesucristo, sino el bautista penitencial del Jordán. En consecuencia, seguían administrando el bautismo de Juan, como nos lo testimonian repetidas veces los escritores tardíos del Nuevo Testamento. Por ello, cuando los cristianos querían hablar de su baño por inmersión, que era la forma como se practicaba el Bautismo en los tiempos neotestamentarios, se veían obligados a caracterizarlo de manera más concreta. Ese aspecto nuevo, peculiar e inaudito de su rito del agua, Io expresaba con precisión la predicación apostólica al hablar de un Bautismo «en el nombre de Jesucristo» o bien, de manera equivalente en cuanto al contenido, «en Cristo (Jesús)».
¿Un proceso de «invención» dogmática?
Supongamos por un momento que se hubiese mantenido vigente en la Iglesia hasta nuestros días la antigua fórmula de administración del Bautismo «Yo te bautizo en el nombre de Jesucristo». Por supuesto que, en ese caso, el Bautismo habría tenido el mismo sentido y efecto salvífico que el que tiene nuestro empleo de la fórmula de administración bautismal trinitaria, de época más reciente. La conciencia de esa identidad de sentido está testimoniada con toda claridad. Aunque la «Doctrina de los doce apóstoles», escrita en torno al año 100 d. C., aduce la fórmula bautismal trinitaria como forma prescrita (7, 1.3), curiosamente menciona también a su lado el Bautismo «en el nombre del Señor» (9, 5). Lo mismo hacen otros escritos de los siglos segundo y tercero cuando ya era universalmente conocido el evangelio de Mateo y se le reconocía como Sagrada Escritura. Con la ampliación de la fórmula bautismal de un solo miembro, acaecida a lo que parece en la segunda generación cristiana, lo que se hacía era ilustrar, únicamente, aspectos ya presupuestos y expresados por la predicación apostólica acerca de Cristo. No se podía proclamar que Jesús era «el Cristo», el mediador de la salvación, sin hablar simultáneamente de Dios: del Dios que había resucitado y ensalzado a Jesús, de Dios en cuanto «Padre» que había enviado al Hijo como revelador y salvador. Ya un «apóstol de Jesucristo por vocación» proclamaba a Jesús como «el Hijo», gracias al cual, los que se bautizaban en él se convertían en hijos adoptivos del Padre y coherederos con el Hijo. Y para el mismo apóstol Pablo no hay existencia cristiana, ni Iglesia, sin «el Espíritu (Santo)», por cuyo medio sigue actuando y dando vida el Cristo exaltado, sin ese Espíritu que confirma a nuestro espíritu en el convencimiento de que somos hijos de Dios. Por eso a partir de las epístolas paulinas auténticas empezamos a encontrarnos con enunciados que hablan de la actividad y colaboración de Dios, de Cristo y del Espíritu (Santo), por más que la secuencia de los tres nombres sagrados pueda cambiar dependiendo de la intencionalidad temática (1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 13, 13; 1 Pe 1, 2; Jn 14, 16s.26; 15, 26). «Existen diversos dones de la gracia, pero sólo un Espíritu. Existen diversos servicios, pero sólo un Señor. Existen diversas fuerzas que actúan, pero sólo un Dios: El obra todo en todos» (1 Cor 12, 4-6) .
Para caracterizar en todos sus rasgos personales el acontecimiento salvífico fundamentado en la revelación de Cristo, hubo que hablar de la interrelación y de la unidad en el obrar de Dios, del Cristo y del Espíritu Santo. Justamente ese dinamismo es el que condensa en la fórmula más breve el mandato bautismal de Mateo, al juntar «el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y como en la concepción bíblica el «nombre» manifiesta la naturaleza y el obrar, ese «en el nombre», empleado una sola vez, da a entender, al menos de forma implícita, que Ia unidad en el obrar se basa en la unidad del ser.
Que esta fórmula trinitaria breve y. precisa haga su aparición en nuestras fuentes por vez primera en una formulación del mandato de bautizar no es mera casualidad. Al hacer esta formulación, el autor del evangelio de Mateo ha utilizado una fórmula de administración del Bautismo que ya era usual en su tiempo. Desde mucho antes la administración del Bautismo iba precedida por una introducción en las verdades fundamentales de la fe. Esto nos hace comprender cómo, con el tiempo, se produjo una ampliación de la fórmula bautismal de un solo miembro. Por medio de esa ampliación se pretendía, también en el mismo instante de la administración del Bautismo, expresar en forma concisa y recordarle al bautizando lo que éste había escuchado a lo largo de la catequesis bautismal anterior: que el don salvífico que se le otorgaba en ese momento por medio del Bautismo era obra y regalo del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Con esto, una vez más, nos sentimos interpelados en nuestro propio comportamiento como creyentes. Nos bautizan, bautizamos y hacemos bautizar «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». No nos debe inquietar en absoluto el que nuestro evangelista revista el mandato bautismal con el ropaje de la fórmula trinitaria de administración del Bautismo de época más reciente, fórmula que expresaba el acontecimiento del Bautismo de manera más explícita que la antigua, que sólo citaba el nombre de «Jesucristo». Nuestro evangelista estaba en su derecho al proceder así. Los autores de los escritos evangélicos pretendían servir a la proclamación, fundamentación y explicación actuales del mensaje de Cristo. Lo único importante, por lo que se refiere al mandato bautismal de Mateo como por lo que atañe a la realización de nuestra fe personal, es que esa fórmula trinitaria de administración del Bautismo esté conforme con la revelación. Y en este sentido no tenemos la más mínima razón histórica para titubear en nuestra fe, ya que esta confesión trinitaria no hace más que situarse en la línea de consecuencia interna de lo que la predicación apostólica confesaba acerca de la colaboración de Dios, de Cristo y del Espíritu (Santo).
Lo que nos debe preocupar
Lo que sí nos debe preocupar es más bien el peligro de una fe raquítica en exceso. Confesiones verbales de la fe no nos suelen faltar a los cristianos de hoy. Como bautizados que somos comenzamos nuestras oraciones con la invocación "En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». ¿Pero esa confesión hace mella también en nuestro pensamiento y en nuestros sentimientos más íntimos? ¿No la pronuncian nuestros labios como una fórmula ya muy usada, hasta manida? Eso sucede porque en nuestra conciencia no se hace presente lo que esta brevísima recapitulación del credo pretendía explicitar y revivir, como Buena Nueva, entre los catecúmenos de la Iglesia primitiva. El Dios invisible, realidad que sustenta y abarca la totalidad del universo, se ha acercado a nosotros en Jesús de Nazaret. El amor creador y la donación de Dios se nos han aproximado como «el Padre» y se nos han manifestado en un hombre visible y verdadero, Jesús, que simultáneamente es "el Hijo» en cuanto que habla y actúa a partir de una exclusiva inmediatez a Dios, de una manera como no lo había hecho ningún mensajero de Dios antes que El. La misma fuerza del amor creador de Dios es la que se reveló en el envío del Hijo, en la entrega de su vida y en su resurrección de eficacia salvífica.
Por medio del Hijo unido al Padre, por el Bautismo, somos en un sentido verdadero hijos de Dios y nos situamos bajo la operatividad del Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, que es el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9); «habéis recibido el Espíritu que os convierte en hijos, el Espíritu en el que clamamos: ¡Abba, Padre»! (8, 15). ¿Cómo podría un ser humano atreverse a afirmar que está tan próximo a Dios, por sus propias fuerzas, que le puede llamar «Abba», «papá», igual que un niño habla con su padre terreno? El que podamos llamar Padre a Dios es en sí gracia, efecto del Espíritu de Dios en Cristo, puesto que sólo la relación de filiación que se nos ha concedido nos capacita para esa forma tan obvia de alocución. El Espíritu de filiación que nos ha sido regalado en el Bautismo pretende y trabaja en nosotros para que la mentalidad del hijo sea igual que la voluntad del Padre. El Pneuma en cuanto fuerza vital divina que hemos recibido en regalo nos capacita y convoca a expulsar de nosotros el pecado y a producir «los frutos del Espíritu» como una «nueva creación». «Y la vida terrena de ahora la vivo por la fe en el Hijo que me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20).
«(Así que id, haced discípulos a todos los pueblos...) enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado» (v.20a)
Ser cristiano quiere decir vivir realmente la vida nueva recibida como don en el Bautismo. Únicamente es válida la fe que se hace eficaz por medio del amor, la fe viva (Gal 5, 6). Esa fe debe poner por obra «todo» lo que Jesús mandó. Parte inalienable de la inserción graciosa en el acontecer salvífico la constituye la puesta en práctica de la voluntad de Dios, que plantea exigencias y configura a la persona humana.
El modo de vida de la Iglesia
Por última vez aparecen aquí los términos «enseñar» y «mandar» cuyos campos conceptuales son tan característicos de Mateo. Lo mandado por Jesús no implica nada diverso de «la voluntad de Dios anunciada en la ley y los profetas, expuesta y realizada con autoridad en la doctrina de Jesús y recapitulada en el mandamiento del amor» (G. Bornkamm). Esa autoridad semejante a la de Dios queda también reflejada en ese «todo lo que (os) he mandado», que no aparece más que en este pasaje en todo el Nuevo Testamento. El evangelista está empleando para ello una expresión de la Biblia griega que surge constantemente en el Pentateuco para designar la voluntad llena de autoridad de Dios. Con la reivindicación de esta expresión veterotestamentaria se está volviendo a insistir en que Jesús, ya durante su actividad terrena, enseñó y ordenó con la plenitud divina de poder. Su exposición bondadosa y conminatoria de la voluntad de Dios ha recibido una sanción definitiva mediante su resurrección y exaltación a Señor mesiánico. Ella determina la totalidad del régimen de vida del pueblo escatológico de Dios que ahora se va congregando de entre todos los pueblos.
Responsabilidad de los maestros de la Comunidad salvífica de Cristo
Este Cristo exaltado es el maestro por excelencia; «pues uno solo es vuestro maestro: Cristo» (Mt 23, 10). La enseñanza de los discípulos, de la que se hace mención por vez primera en nuestro evangelio, no puede hacerse, por tanto, más que por encargo del Señor ensalzado. Esto supone una tarea cargada de responsabilidad. Los predicadores postpascuales sólo pueden enseñar lo que Jesús ordenó. Y deben proclamarlo sin reducciones, sin sustraer nada de lo ordenado. Pero esto no basta: esa enseñanza exige más que la mera transmisión de saber e información. Nuestro evangelista califica muy conscientemente desde el principio a los doce dándoles el papel de discípulos, de alumnos, llamados al seguimiento de Jesús. Para ello habrían de ejercitarse en la fe y en la obediencia, en la renuncia y la disponibilidad al sufrimiento, en el seguimiento de Jesús. La frase de Cristo no habla, por tanto, únicamente del cumplimiento por los bautizados de lo ordenado por Jesús; alude también al compromiso personal de los predicadores, presentados expresamente como «discípulos» y «cristianos» e interpelados como tales. Si su tarea de convertir a todos los hombres en discípulos únicamente se concretizara en el esfuerzo porque todos los bautizados guarden y enseñen a guardar lo ordenado por Jesús, aún no se cumpliría la intencionalidad de las exigencias de Jesús. Para llevar a cabo el encargo misionero del Señor exaltado, la palabra de la predicación ha de ir sostenida y acompañada por la praxis vital existencial del discipulado de Jesús. La confesión puramente verbal de Jesús como Señor celestial no es suficiente ni para el cristiano predicador ni para el oyente.
Hoy como ayer, la precariedad del cristiano
Por supuesto llama la atención que únicamente se mencione lo ordenado por Jesús como objeto de la enseñanza posterior a la Pascua. Si tenemos en cuenta la época de composición de nuestro evangelio, esto no nos ha de maravillar. Con él nos hallamos ya al final de la segunda generación cristiana. El celo religioso de la etapa inicial se ha diluido. La ley de la masa se va imponiendo. La costumbre y la inercia ganan terreno. La pertenencia a la comunidad cristiana va siendo, cada vez más, un asunto de tradición familiar. Van haciendo su aparición tendencias laxistas. El nombre de Cristo se ve blasfemado porque personas no cristianas afirman y tienen motivo para afirmar que muchos cristianos no son ni diferentes ni mejores que los demás. El evangelista se ve, además, confrontado con un movimiento entusiasta de origen cristiano-pagano para el que, con la llegada del tiempo de Jesús, han quedado absolutamente abrogados «La Ley y los Profetas» (5, 17ss). Al aludir a los once, que como es obvio ya no vivían por entonces, el evangelista pretende interpelar, sobre todo, a los maestros y pastores de su época. Estos han de intervenir en contra de los «falsos Profetas» (7, 15ss) y poner el mayor énfasis posible en las consecuencias, sobre todo ético-morales, que se siguen de la recepción del sagrado Bautismo.
Pero de esa acentuación del obrar propio, condicionada por las circunstancias, no deberíamos deducir falsas conclusiones. También aquí el «debes» iba precedido con claridad meridiana por el «puedes», en este caso la palabra de la gracia de filiación recibida como don por el Bautismo. Ese nuevo comienzo de la predicación y de la apropiación de la salvación fundado en la pascua abarca también, para nuestro evangelista, la totalidad del mensaje salvífico, el Cristo terreno y el ensalzado. La frase conclusiva de nuestro manifiesto hablará por tanto, también, del obrar salvífico de ese Señor exaltado presente entre nosotros.


3. La promesa de asistencia
«Y mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20b)
A la Iglesia que vive entre la Pascua y el Juicio final se le pregunta si descubre y camina en este mundo, en fe y obediencia, por la senda de la salvación. «Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la vida...» (7, 14). El «y mirad» introductorio llama la atención del lector para que escuche la frase final del Señor resucitado. En su marcha a través del tiempo y del mundo la Iglesia no está abandonada a si misma. Por última vez vuelve a resonar la palabra clave «todos», tan característica de nuestro manifiesto crítico. El mismo Cristo que ha sido hecho participe por la Resurrección del poder total de Dios (v. 18b), que ordena una actividad total (misionar «todos los pueblos», hacer «todo» lo ordenado por él) (v. 19-20a), corrobora a la Iglesia su presencia permanente y su asistencia constante para todo el tiempo que dure el mundo.
¿Qué fue de la Ascensión de Cristo?
ASC/SIMBOLISMOS: De hecho, no se hace en estas lineas la mas mínima alusión a una despedida o desaparición del Resucitado que está hablando. ¿No es éste un aspecto que nos debería dar que pensar? ¡Por supuesto que el Resucitado se halla en el cielo! En este contexto nos vienen a la memoria, con toda naturalidad, los relatos lucanos de las apariciones. Estos nos presentan al Resucitado despidiéndose de los discípulos con una bendición (Lc 24, 50s), o bien elevándose ante sus ojos hasta que una nube lo rodea y lo oculta a sus miradas (Hech 1, 9-11). Es muy comprensible que esas escenas lucanas de despedida, en particular la más extensa de los Hechos de los Apóstoles, se nos hayan grabado intensamente, tanto más si tenemos en cuenta que la imagen de la ascensión visible al cielo ha marcado las representaciones pictóricas en Occidente. ¡No hay por qué alarmarse!
También esa visualización apunta a un aspecto esencial del suceso pascual que vamos a someter de inmediato a consideración. Por ese motivo podemos seguir, hoy como ayer, celebrando sin perplejidades la «Ascensión de Cristo» como fiesta propia del tiempo pascual, en este caso no ya como «octava» sino como «cuadragesimava» de la Pascua, si se nos permite emplear esa expresión desacostumbrada. Tendremos por tanto que meditar ahora sobre el auténtico sentido y el contenido de verdad que tiene la «ascensión» de Jesús.
En primer término, no podemos ceder a la impresión de que el kerigma apostólico, y en general los numerosos testigos restantes y los testimonios del Nuevo Testamento, hayan suprimido algo, por el hecho de que no digan nada acerca de una Ascensión visible del Resucitado. Nada de eso. No es casual que la separación visible y la visible elevación del aparecido se nos presenten precisamente en los escritos lucanos, escritos que, por motivos bien conocidos desde hace tiempo, pretenden asegurar la realidad de la Resurrección de Jesús mediante la constatación de la corporeidad del Resucitado y que, como también sucede en los Hechos de los Apóstoles, hacen que el Resucitado conviva y coma con los Doce durante cuarenta días. El autor no pretendía presentar estas visualizaciones tan concretas como relatos originarios de vivencias, tal como lo da a entender él mismo suficientemente. En su doble obra dedicada al mismo Teófilo, se permite presentar dos escenificaciones muy diversas de la despedida de Jesús, situándolas además en dos momentos diversos y no conciliables: en el evangelio, durante la tarde del domingo de Pascua, como conclusión clara de la única aparición a los Once; por el contrario, en los Hechos de los Apóstoles, la presenta como conclusión de la convivencia de cuarenta días del Resucitado con esos mismos Once.
El acontecimiento pascual como «Ascensión»
Pero como cristianos deseamos saber si podemos recitar con buena conciencia el «subió a los cielos» del Credo y celebrar la fiesta de la «Ascensión de Cristo». Si tenemos en cuenta que la representación lucana de una elevación de Jesús ante los ojos de sus discípulos no es sino una consecuencia de una escenificación secundaria del «se dejó ver», no negamos con ello la cuestión, sino que avanzamos hacia el sentido y contenido del acontecimiento pascual trayendo a consideración las posibilidades expresivas condicionadas por la cosmovisión de entonces.
Dentro de lo que es la imagen bíblica del cosmos, el cielo se imagina como un lugar, como una cúpula consistente sobre la que descansa el palacio o templo de Dios. La cúpula celeste, el firmamento, se concibe como la divisoria entre el más acá y el más allá. Presuponiendo esta imagen del cielo como lugar donde reside Dios, era normal que el acontecimiento pascual se formulase también como Ascensión de Jesús, como un ser elevado, una subida o algo similar, aun tratándose de un suceso como el de la Pascua, que ningún hombre había percibido. La denominación «Ascensión» expresa de este modo un elemento esencial de la fe apostólica pascual: Jesús ha sido liberado de los condicionantes vitales terrenos precisamente por la Resurrección.
Superación de la imagen espacial
La fe en la Resurrección del Crucificado afirma, desde el comienzo, algo más, a saber, su asunción en una existencia de poder vital y operativo igual al de Dios; la institución de Jesús como representante del obrar salvífico y judicial de Dios. Eso mismo lo formulaba ya la expresión plenipotenciaria que introducía nuestro manifiesto, como sentido básico del acontecimiento pascual. El Nuevo Testamento no habla en ningún sitio de esa posición de poder del Cristo crucificado en el sentido de una lejanía espacial o temporal. La fe pascual nada tiene que ver con un Cristo lejano, sino con un Cristo cercano y presente a nosotros. «En lugar de la convivencia espacial y temporal con sus discípulos de entonces, se da ahora la comunidad con los seres humanos de todos los tiempos y de todo el mundo» (F. Hahn). Por eso la fe pascual no vuelve la vista atrás hacia la actividad del enviado escatológico de Dios, concluida con su muerte. La mirada se orienta fundamentalmente hacia adelante, hacia el obrar salvífico del Señor exaltado. Tal es la unánime convicción del Nuevo Testamento. El evangelio de Juan, que hace confluir con tanta fuerza la proclamación pospascual de Cristo con las palabras del Jesús terreno, puede en consecuencia hacer que Jesús asegure ya la víspera de su muerte: «No os dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis» (14, 18s.).
«Yo estoy con vosotros»
Esta formulación de la frase conclusiva de Cristo hace destellar por última vez el poder divino del Resucitado. «Yo estoy contigo», «Yo estoy con vosotros» constituye la expresión más densa con la que Yahvé se dirigía en las Sagradas Escrituras, ya fuese a Israel en conjunto, ya a los hombres más responsables de él, cuando lo que estaba en juego era un encargo especial o un particular peligro. «Yo estoy contigo...» (Ex 3, 12). «Como estuve con Moisés, también estaré contigo; nunca te dejaré en la estacada ni te abandonaré» (Jos 1, 5). Pero es sobre todo en los esbozos históricos veterotestamentarios donde aparece la expresión «contigo» y «con vosotros» como «fórmula condensada de la teología de la alianza y del gracioso y ayudador «estar con» de Yahvé con su pueblo y con individuos concretos» (H. Frankenmölle).
¡Pascua significa esto también! Con esos discursos-YO que son exclusivos de Dios, el Resucitado puede asegurar su presencia autorizante, activamente auxiliadora y salvadora. Hasta tal punto se ha identificado Dios con el Jesús de Nazaret resucitado. Este, en cuanto Kyrios igual a Dios, se sitúa por encima del espacio y del tiempo. De la misma manera que Dios, puede hacerse presente en todo tiempo y en todo lugar. «Y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido quiere decir: Dios con nosotros" (1, 23). Con ese nombre, «Emmanuel», fue introducido Jesús al comienzo de nuestro evangelio. Lo que aquel nombre prometía se ha cumplido con una amplitud universal merced a la pascua: una vez resucitado, Jesús es el Señor divino, cercano y presente a nosotros.
«Con» cada generación de la Iglesia
«Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Esta aseveración de la presencia graciosa de Cristo tiene validez para todo el tiempo y para cada fracción temporal del pueblo escatológico de Dios. La mirada del evangelista, que escribe hacia finales del siglo primero, se dirige, más allá del presente, hacia el futuro. Cuán próximo o lejano esté el fin de este decurso temporal y con él la parusía del Señor, es algo que queda plenamente indeterminado. Lo importante también en este caso, conforme a la concepción bíblica del tiempo, no es la cantidad, sino la cualidad de ese tiempo, el contenido de novedad que califica al tiempo de la Iglesia que irrumpe con la Pascua. Ese es el perdurable «estar con» del Señor exaltado.
Esa permanente presencia graciosa de Cristo se refiere a todas las generaciones de la Iglesia, por muchas que puedan sucederse. La perícopa de la aparición de Mateo no habla expresamente, por supuesto, de generaciones que hayan de seguir a la de los «Once discípulos»; como tampoco lo hacen los relatos de aparición de los evangelios restantes. Tampoco era de esperar partiendo del género de «relato de aparición». El lenguaje de nuestro evangelista, que por una parte casi seguro que no cuenta ya con la presencia en vida de miembros del grupo de los Doce y por otra parte tiende su mirada por encima del presente propio hacia un largo período temporal del mundo todavía desconocido, es, con todo, suficientemente claro. Cuando refiere la promesa de asistencia de Cristo no tiene únicamente en consideración a los Once discípulos, que por supuesto eran los destinatarios directos del manifiesto de Cristo. Incluía también a todos aquellos otros que además} y después de los Once, proclamaban el mensaje salvífico; más aún, también a todos aquellos que en su tiempo y en el futuro se lo transmitiesen a los hombres. A todos cuantos trabajan en ese servicio particular del Señor exaltado se les promete la asistencia defensora y fortalecedora.
La promesa solemne de esa eficaz presencia de la gracia de Cristo se dirige igualmente a todo el discipulado postpascual. En la concepción de nuestro evangelista, éste se ve representado por los «Once discípulos». Son aludidos los bautizados de «todos los pueblos»; por tanto también nosotros. La «poca fe», esa fe a medias, plagada de dudas, supone, en la concepción del evangelista, una tentación que pone en peligro la existencia de cualquier discípulo (Mt 14, 30s.). ¿O es que somos ya unos racionalistas tan recalcitrantes que estamos incapacitados para una fe viva en la presencia y auxilio del Señor? Si tal es el caso, dejemos que la primera cristiandad nos dé una lección. Ella sentía aún profundamente el «estar con» de su Señor exaltado. Un «profeta» que hablaba en el Espíritu y en el nombre del Señor exaltado dio expresión a esa bienaventurada vivencia de novedad: «Pues dondequiera que dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Lo que los piadosos doctores de la ley de Israel alababan como la gracia suprema del abandono en la voluntad de Dios, ha hallado su plenitud y realización escatológica por'medio de la Pascua. La colección judaica de Dichos de los Padres conserva la siguiente sentencia: SEKINA/PRESENCIA: «Cuando dos se sientan y se ocupan con frases de la Torá, la Shekiná está entre ellos». La meditación compartida de las instrucciones divinas logra, por tanto, que Dios mismo se haga presente. A partir de la Pascua, es Jesús exaltado aquél en quien Dios se hace presente a los suyos. La «shekiná» del Antiguo Pacto, la inhabitación prefiguradora de Dios, ha llegado a su plenitud con Cristo resucitado. Pues en El esa palabra, que es plenamente Palabra de Dios, se ha hecho hombre. El ha «puesto su habitación» (Jn 1, 14) entre nosotros de una forma muy distinta y mucho más real que lo que podía confesar la fe de la época profética acerca de Yahvé.
¿Un camuflaje para encubrir la expectativa futura de los primeros tiempos?
También nuestro evangelista presenta en varias ocasiones a Jesús prediciendo la venida del Hijo del hombre para juzgar. El hecho de que la «vuelta» de Cristo no hubiera ocurrido ni siquiera al final de la segunda generación, no disminuyó, al parecer, lo más mínimo su fe en el Jesús Salvador resucitado y que había de volver. Y la afirmación apodíctica de la asistencia del Cristo exaltado deja sin lugar a dudas espacio para un transcurso de tiempo indeterminadamente prolongado hasta la llegada de la parusía. ¿No contradice claramente todo esto las expectativas de futuro que bullían en los comienzos? ¿No hablan constantemente los teólogos de que Jesús vivió en una expectativa cercana del Reino? Y lo hacen con todo derecho. Todo el contexto de su predicación apunta a que el Reino escatológico de Dios puede, por así decirlo, irrumpir en cualquier instante.
Pero lo inmediatamente relevante para el punto que estamos analizando es más bien el proceso de la revelación de Cristo que culmina en el acontecimiento de la Pascua. Si Jesús proclamó esa llegada, aún por venir, del Reino de Dios como una obra y don de Dios, también ese revelarse de la salvación del Reino que se espera queda religado a la persona de Jesús, al Jesús Mesías al que se ha capacitado para concluir el obrar salvífico. Esa nueva fe trajo como consecuencia la expectativa de que el Mesías Jesús en persona intervendría muy pronto como juez y operador de la salvación. Tampoco se puede negar esta «expectativa próxima» postpascual. Pero en ese caso ¿cómo pudieron acomodarse los escritos de la segunda generación cristiana a un largo período de tiempo indeterminado e indeterminable sin caer en contradicción? ¡Algo no cuadraba! ¿No habrá resultado que la dura experiencia de una parusía que se iba retrasando indujo a hacer de la necesidad virtud falsificando la expectativa de futuro inicial? En este caso se juega algo más que una cuestión histórica interesante. Lo que está sobre el tapete es la validez de nuestra fe y del mismo futuro salvífico.
¿No será nuestra fe en una salvación futura más que el sucedáneo camuflado de la ruda decepción que sufrió la primera generación cristiana? La respuesta afirmativa a esta cuestión no sería sino el caso típico de una conclusión apresurada que pasa por alto la realidad histórica. Antes que nada hay que traer a consideración otra circunstancia que supone un hecho tan incontrovertido como el de la expectativa próxima de los comienzos: el de que, además de la primera, tampoco la segunda ni la tercera generación experimentaron la parusía de Cristo y que esa realidad no provocó ni el más mínimo indicio de una crisis en los fundamentos de su fe. Precisamente este hecho tan elocuente demanda una explicación satisfactoria para la que la ciencia neotestamentaria está desde hace tiempo preparada. Rememoremos los datos más importantes. La firme expectativa de una plenitud de salvación que aún se había de producir, en ningún momento se basó en el conocimiento de fechas concretas. No existieron ni existen frases originarias de Jesús en las que El mismo haya puesto fecha determinada a la revelación final del Reino de Dios. No se puede, por tanto, argumentar diciendo que, por ejemplo, Jesús había afirmado que el Reino de Dios se revelaría aun antes de la desaparición total de la generación contemporánea a él.
PARUSIA/PROXIMA: Por el contrario, la expectación de la parusía se basaba única y exclusivamente en la misma fe pascual, en la fe en la plenitud de poder del Resucitado, en el poder que Dios tiene de hacer llegar la salvación definitiva. La «expectativa próxima» presuponía, por cierto, la fe inconmovible en la parusía de Cristo, pero ésta, por su misma naturaleza, no era más que una forma particularmente intensa de la fe en la parusía. Esta intensificación es, por otra parte, plenamente comprensible desde el punto de vista histórico. La espera en una pronta venida de Cristo era la expresión de un anhelo de salvación que se alimentaba en una fe pascual viva. Más objetiva que la denominación usual de «expectativa próxima»» sería la expresión de este fenómeno como un «esperar» en una pronta parusía. Al menos resulta confuso hablar de una «fe» inicial en una inmediata venida de Cristo. Si queremos precisar con un concepto filosófico la relación existente entre la «fe en la parusía» y la «expectativa próxima» tendremos que afirmar que la segunda no supone más que un «accidente», algo, por tanto, que no afecta esencialmente a una materia: en este caso a la fe en la parusía. También aquí tenemos en el apóstol Pablo a un garante auténtico de la primera generación. El emplea la expectativa próxima como un punto de vista adicional para estimular a los creyentes a la actualización de la nueva vida exigida por la misma recepción de la salvación que ya ha tenido lugar. Con ello está utilizando la expectativa próxima como un motivo más de orden parenético, pero nunca la declara por sí misma objeto de fe.
Hay todavía otra razón fundamental por la que la cuestión de la fecha exacta no podía cobrar peso específico propio para la fe en la plenitud de la salvación futura. La decisión acerca del futuro salvífico ya había tenido lugar hacía tiempo. El esperado es alguien que ya ha venido en Cristo, alguien en quien y por medio de quien Dios ya ha actuado de modo definitivo para la salvación del mundo. Los creyentes en el Mesías Jesús no se diferenciaban de los demás seres humanos únicamente por el hecho de que veían en la exaltación de Jesús la garantía de la venida segura de la salvación, aunque por otra parte viviesen en un mero estado de expectativa privado de cualquier modo de posesión de salvación. No; en su visión de fe, la redención definitiva ya estaba asentada dentro de ellos. Experimentaban su presencia, su existencia en este mundo sometido al pecado y a la muerte; y la experimentaban como una presencia actual de la salvación.
Por los motivos enunciados es lógico que la experiencia de la prolongación del tiempo llevase a una distensión de la «expectación próxima» sin que por ello se cuestionase lo más mínimo la validez de la fe en la parusía de Cristo. La misma aparición por vez primera en el Nuevo Testamento de una negación de la parusía puede confirmar indirectamente esta afirmación. La verdadera razón esgrimida por los que negaban la parusía, contra los que hubo de intervenir el autor de la segunda carta de Pedro entre los años 120 y 140, no fue el hecho de que el tiempo siguiera adelante, sino una interpretación gnóstica de la fe en Cristo. Esos herejes afirmaban la absoluta presencia de la salvación y por ello rechazaban una plenitud salvífica aún por realizar; la rechazaban como algo superfluo; estaban en total contradicción con todos los testimonios del Nuevo Testamento para los que la fe en la parusía de Cristo constituye una consecuencia irrenunciable de la misma fe pascual. Por consiguiente, no se puede hablar de una falsificación a posteriori de la fe original en el futuro salvífico, puesto que la cuestión acerca de cuán próxima o lejana pueda estar la «vuelta» de Cristo es irrelevante aun para nuestro manifiesto crístico.
Nuestra fe pascual en cuestión
«Yo estoy con vosotros todos los días...» La aseveración de la permanente asistencia graciosa de Cristo apela a nuestra disponibilidad personal a tener una fe decidida. El miedo paralizador ante el futuro no se detiene ni ante las puertas de la Iglesia. Los mismos teólogos cristianos se preguntan si el cristianismo tiene aún un futuro auténtico. La virulenta tentación de hacer desaparecer, o al menos reducir de modo manifiesto, el mensaje provocador del Jesucristo resucitado y actuante, tras la figura histórica del Jesús humano y tras su exigencia de un comportamiento interhumano ideal, ¿no se alimentará de manera determinante de la preocupación acerca del futuro del cristianismo? La oportunidad de supervivencia sólo la podría esperar una cristiandad que aportara sus claros y potentes impulsos en pro de un compromiso social y societario en la situación actual y en la futura, que tomara en serio como norma decisiva de actuación la Carta Magna del amor a todos y a todo. Por esencial e irrenunciable que sea ese aspecto de relevancia social de la fe y la vida cristianas, se está corriendo el peligro de perder de vista el centro de la fe cristiana, que no es otro que el futuro que se nos abre en el Cristo pascual, único capaz de proporcionar a los cristianos un firme apoyo para el presente y para el futuro.
FE/OPTIMISMO: ¿No tendremos honradamente que avergonzarnos cuando resuenan en nuestros oídos las voces múltiples, pero unánimes, de la fe pascual de los primeros cristianos? El autor de los Hechos de los Apóstoles tenía aún presente el martirio romano del apóstol Pablo ocurrido hacía años y sin embargo no concluía su escrito de predicación y propaganda con la relación del fin del gran apóstol de los pueblos. Acaba más bien con la noticia de que el apóstol, que vivía en libertad provisional, «predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad y sin obstáculos» (/Hch/28/31). Este final sorprendente implica todo un programa: el futuro no está en manos del señor que se sienta sobre el trono de los césares en la capital del imperio, ni pertenece a los múltiples señores divinos propagados entonces por la fe pagana y sus numerosos cultos mistéricos. El futuro le pertenece al único y verdadero Señor divino, a Jesucristo. ¡Tal es la fe pascual viva que, segura de sí misma, mira hacia el futuro!
Se podrá objetar que en aquel entonces la fe resultaba más sencilla que lo que lo es hoy para una persona que ha de estar a la altura del pensamiento y de la comprensión moderna de la realidad. En la actualidad nos vemos confrontados, incluso en países cristianos, a un amplio frente de decidida incredulidad o por lo menos a la ignorancia de hecho de cuanto signifique cristianismo e Iglesia. ¿Cuántos son los que creen todavía seriamente que el Jesús crucificado no está tan muerto como cualquier otro difunto, sino que ha penetrado en una existencia de energía vital y llena de eficacia divina y que se habrá de revelar como el Salvador? No pensemos, sin embargo, que haya sido el pensamiento moderno el primero en formular su oposición a la fe pascual. El evangelio de Juan, escrito hacia finales del siglo primero, no está dominado casualmente por la alternativa fe-incredulidad. Su autor afrontaba manifiestamente una situación en la que era posible que el mensaje de Cristo experimentase un rechazo total hasta el punto de que llega a considerar que ese rechazo, en definitiva, se debe a un influjo diabólico. Pero: «Ahora se produce la condena de este mundo; ahora el dominador de este mundo va a ser expulsado afuera. Y yo, cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12, 31s). Se trata de todos esos que se dejan llevar con Cristo al espacio vital de Dios. Y por ello el Jesús de este evangelio proclama también el mandato del amor. Pero renuncia a la exposición particularizada de la voluntad de Dios. La exigencia fundamental que propone a los seres humanos, exigencia que atraviesa todo el evangelio, es la de la decisión por la fe en Jesucristo como revelador y mediador absoluto de la verdadera vida; la decisión por la fe en la fuerza salvadora de su Muerte y Resurrección: «Yo soy la resurrección y la vida. Quien crea en mí, aunque haya muerto, vivirá...» (11, 25).
Sólo mediante la confesión de Cristo Crucificado y Resucitado se puede comprender plenamente a Jesús de Nazaret. La mirada hacia el Señor exaltado y presente en ella capacitaba a la joven Iglesia para resistir los ataques exteriores más duros. Aquel Juan lleno de carisma profético que hacia finales del gobierno del emperador Domiciano veía que se aproximaba a las comunidades cristianas de Asia menor una terrible persecución, intentaba con su Apocalipsis fortalecerlas para que se dispusieran a sufrir el martirio antes de renegar de su Señor divino Jesucristo, tributando culto al emperador. En ese dificultoso camino los fieles no están solos. La visión introductoria de ese libro proclama al Cristo celeste como alguien presente a sus comunidades, como el Señor que las auxilia y defiende. El es el Kyrios divino, el único que, empleando el estilo en primera persona, propio de Dios, puede afirmar: «Yo soy el primero y el último y el viviente; Yo estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Abismo» (1, 17-18) .
¿Estamos también nosotros dispuestos a seguir el camino de Jesús hasta su Resurrección, hasta su exaltación a Señor divino y realizador de nuestra salvación? ¿Estamos también dispuestos a creer en la presencia llena de eficacia de este Señor de la Iglesia? ¿A creer que su comunidad salvífica será conducida a buen término por El a través de las tormentas más peligrosas? ¿Estamos dispuestos a dejarnos interpelar y exigir «todos los días», a revitalizarnos a diario, a estimularnos y activarnos por ese Jesús que, en cuanto resucitado, es el Señor divino próximo a nosotros? Estas son las preguntas que propone a nuestra vida la consoladora promesa de asistencia que nos proclama el manifiesto final de Cristo que hemos estudiado.
Anton Vögtle
PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO
Ed. Sal Terrae. Col Alcance 29
Santander 1983. Págs. 55-141

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