2.
El manifiesto del Resucitado (vv. 18b-20)
1.
La palabra plenipotenciaria
«Se
me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra» (v. 1 8b)
Esto
fue, por tanto, lo que había sucedido con el Jesús crucificado al que los
discípulos habían abandonado el Viernes Santo. Dios había pronunciado su
palabra a favor del Jesús ejecutado como supuesto pretendiente mesiánico, tal
como nos lo da a entender el pasivo «teológico»: "Se me ha dado». Para
llevar a plenitud su obra salvífica Dios le ha concedido a Jesús la
participación en su propio poder mediante la Resurrección.
Sentido
fundamental del acontecimiento pascual
Tal
es el sentido fundamental del acontecimiento pascual. Cierto que, mediante la
Resurrección, la muerte ha sido definitivamente vencida de manera que Pablo
puede concluir: Así como Dios ha resucitado a Cristo, también nos resucitará
a nosotros (1 Cor 6, 15; 2 Cor 4, 14). Pero la pascua implica, desde el
principio, incomparablemente más que un primer caso de la resurrección
universal de los muertos esperada en Israel como preludio del juicio. Nuestras
fuentes no permiten abrigar la menor duda de que, para la mentalidad de la fe
primigenia, en virtud de la pascua, se daba una respuesta a la pretensión de
Jesús de haber sido enviado como revelador definitivo y proclamador
plenipotenciario del Reino escatológico de Dios. La obra de Dios en el
crucificado fundamentaba una situación histórico-salvífica exclusiva y no
transferible en cuanto tal; situación que competía únicamente a Jesús. La
misma llegada del Reino escatológico de Dios, aún por acontecer, queda
religada a la persona de Jesús. A través de ese Jesús, Mesías
plenipotenciario, Dios revelará su poder y traerá la salvación definitiva.
Este sentido fundamental del acontecimiento pascual es el que proclama la
palabra reveladora que abre el manifiesto de Cristo.
La
inmediatez divina del Hijo
El
«se me ha dado» presupone la relación personal del Padre con el Hijo. De la
peculiaridad de esta relación filial hablaba ya aquella singular palabra
plenipotenciaria de la fuente de los logia que apunta igualmente al Resucitado:
«Todo me fue entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al
Padre lo conoce nadie sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo» (Mt
11, 27par). Esa filiación divina exclusiva capacitaba a Jesús para ser el
definitivo revelador de Dios y de sus intenciones salvíficas. La gran palabra
«todo me fue entregado» se refería en el contexto anterior de nuestro
evangelio al mensaje de Dios y del Reino de Dios que Jesús proclamaba y hacía
real a lo largo de su actividad terrena, como si estuviera en lugar de Dios. De
hecho Jesús había reivindicado ya poder, poder divino, durante su vida
terrena. Si Mt 11, 27 decía: «Todo me fue entregado por mi Padre», ahora se
afirma de manera más expresa: «Se me ha dado todo poder». Y el carácter
universal e ilimitado de este poder se subraya aún más con la adición,
típica en Mateo, de «en el cielo y sobre la tierra». Ese poder del Resucitado
abarca todo cuanto demanda la realización plena del plan salvífico de Dios.
¡Jesucristo
es Señor divino!
El
poder divino del Cristo exaltado es la coronación y plenitud del hablar y obrar
plenipotenciarios del Jesús terreno. Con esta palabra plenipotenciaria Mateo no
está anunciando una fe pascual nueva. Solamente dice de forma más explícita
lo que ya implicaba la súplica primitiva «Ven, Señor Jesús». Ese ruego de
la comunidad primitiva únicamente tenía sentido porque ya desde el comienzo se
creía que el Jesús resucitado era el salvador dotado del poder de decisión
propio de Dios, de modo que la revelación definitiva del Reinado de Dios, la
meta última de todos los caminos de Dios con la humanidad había de venir por
medio del Señor exaltado. No de otra manera se expresan todas las formulaciones
confesionales que articulan el acontecimiento pascual como elevación de Jesús
a compañero mesiánico del trono de Dios con las palabras «sentarse a la
derecha de Dios», o como instauración en cuanto «Hijo de Dios», tal como lo
formula la antiquísima fórmula confesional judeocristiana de Rom 1, 3s,
aduciendo también textos de la Escritura entendidos de modo mesiánico.
Nuestra
palabra plenipotenciaria expresa en modo más breve lo que proclamaba ya un
canto a Cristo, prepaulino, en su entusiasmo hímnico, como obrar de Dios en el
humillado hasta la muerte: «Por eso Dios lo elevó sobre todo y le otorgó el
nombre sobre todo nombre para que ante el nombre de Jesús doblen la rodilla
todos los poderes en el cielo, en la tierra y bajo la tierra y toda lengua
confiese: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).
¿Exponente
de una insoportable ideología de poder?
D/DOMINACION/QUE-ES:
¡Por la resurrección, Jesús se ha convertido en Kyrios,
Señor, representante del poderío divino que todo lo abarca! ¿Será, por
tanto, el Superego de un sistema insuperable de dominación total, el
representante del modelo arcaico, ya abandonado, del rey absoluto que se burla
de toda conciencia de emancipación, de cualquier libre autorrealización del
individuo? Es posible que surjan complejos reflexivos anclados en una ideología
totalmente determinada por la experiencia de la deficiente dominación humana,
pero en este caso están fuera de lugar porque no concuerdan con la realidad.
Quien ha sido dotado con ese poder inaudito es alguien que ha soportado el peso
de una vida humana y ha tenido que experimentar la fuerza del mal. Es ese Jesús
que con sus palabras y acciones se identificó plenamente con la voluntad
salvífica de Dios, con el Dios creador de salvación que libera al hombre hacia
una libertad activa y que, en consecuencia, renunció a ejercer derechos de
dominación según el modelo de los Señores de las naciones y de los grandes de
este mundo que para serlo utilizan la violencia; en lugar de la fuerza, hizo del
amor servicial la dimensión fundamental de su vida y la vivió así hasta la
muerte (Mt 20, 25-28). A través de este último mensajero divino, que entendía
su misión como un servicio altruista, es como Dios quiere instaurar su
«dominación». El «dominio» de Dios quiere decir, en razón del mismo
concepto, revelación de la salvación definitiva. El «Reinado de Dios» es, en
boca de Jesús, la quintaesencia de la vida, de la alegría, de la auténtica
liberación del ser humano de sí y para sí. Y esa liberación sólo se nos
comunica mediante la entrega creyente a ese Jesús ensalzado a Kyrios igual a
Dios, mediante el que Dios quiere revelar su dominación en cuanto estado de
vida plena.
PABLO/LIBERTAD:
Dejemos que nos lo afirme así un confesor de la fe en Cristo libre de toda
sospecha, alguien que pensaba que debía hacer un servicio a Dios persiguiendo a
las comunidades cristianas de Judea, antes de ser conducido ante Damasco hasta
la fe en el escándalo que suponía un Mesías crucificado y resucitado. Aquel
teólogo profesional que era Pablo se había sentido profundamente preocupado
por la pregunta acerca del éxito de la vida y la existencia humanas. Casi cada
página de sus cartas nos revela hasta qué punto era Pablo sensible al peligro
a que estaba expuesto el ser humano por los poderes hostiles a la vida y
esclavizantes, por el pecado, la enfermedad y la la muerte, por el error judaico
acerca de la «autojustificación» del hombre, tanto como por la locura pagana
en sus múltiples maneras de creer en el destino. Pues ese mismo apóstol,
portaestandarte de la libertad y que predicaba insistentemente que el
acontecimiento salvífico era una liberación, nunca deja de presentarse a sí
mismo, al comienzo de sus cartas, con el título de «esclavo de Jesucristo». A
través de esa denominación nos está hablando la verdadera humildad y el
auténtico orgullo de un hombre que se sabe al servicio de un Señor dominador
que es el único capaz de aportar la salvación al ser humano.
Precisamente
porque la fe apostólica pascual confiesa a Jesús resucitado como Kyrios igual
a Dios, da su aquiescencia a un dominador cuyo Reino no es de este mundo. Hasta
tal punto no es de este mundo que su poder puede aparecer ante el mundo como
impotencia, como una piadosa ilusión, toda vez que ese Señor no emplea la
fuerza de los dominadores terrenos. El rasgo característico de este Señor lo
constituye el poder del amor que sale a la búsqueda, amor que suscita la
convicción y la confianza, que no pretende la muerte del pecador, sino que
desea conducir a todos los seres humanos a la vida. Precisamente de eso va a
hablar la siguiente disposición «testamentaria» del plenipotenciario de Dios.
2.
El mandato misionero
«Así
que id, haced discípulos a todos los pueblos» (v. 19a)
La
«Cristología» es, por su mismo concepto, «Soteriología»: discurso acerca
del Salvador y su obra salvífica. Siempre que se habla de Jesús como del
Cristo-Mesías, se está hablando de él como del salvador prometido. La
institución de Jesús como Kyrios igual a Dios no se realizo por sí misma,
sino en razón de nuestra salvación. A eso hace referencia el «así que»,
mediante el cual el encargo de la misión universal se va a vincular al envío
plenipotenciario precedente.
La
hora de la Iglesia de las naciones
La
comunidad salvífica formada por todos los pueblos es el fruto de Jesús muerto
«por los muchos», por los innumerables de todas las naciones, y resucitado
para el acabamiento de su obra salvadora. La convicción unánime de todo el
Nuevo Testamento es que la existencia de la Iglesia presupone la muerte y
exaltación de Jesús. Esa convicción ya la expuso con anterioridad nuestro
evangelista mediante una frase que prenuncia el obrar del Cristo exaltado: «Tú
eres Pedro y sobre esa piedra edificaré mi Iglesia...» (16, 18). A pesar de
toda la diversidad de formulaciones y aplicaciones particulares, la idea del
envío de los discípulos por el Resucitado constituye, de hecho, el elemento
central de todas las escenificaciones de la aparición a los once. La
formulación de esta perícopa nos resulta ya tan conocida desde la infancia que
difícilmente percibimos en ella algo que suscite nuestro interés. Naturalmente
hablamos con exactitud si la denominamos encargo de misión universal a los
discípulos. Pero ¿percibimos con ello el dramatismo económico-salvífico con
el que a todas luces pretende concientizar a los lectores del evangelio de Mateo
la exacta formulación del mandato misionero?
Este
recapitula simultáneamente, con una densidad maravillosa, el proceso y el
avance de la revelación de Cristo pretendidos por Dios. Jesús respetó la
pretensión de primacía de Israel en cuanto pueblo elegido y propiedad de Dios
y quiso con su esfuerzo misionero y el de sus discípulos preparar a Israel y
sólo a Israel como heredero de la salvación. Esto nos lo recuerda
especialmente el evangelio de Mateo, que entre otras cosas tiene un interés
particular en dejar en claro que no es Jesús, sino el mismo Israel, el
responsable de no haber accedido a la fe en su Salvador. Mateo es el único que
recoge en su evangelio frases de Jesús que formulan expresamente esta
limitación en el objetivo misionero (15, 24; 10, 5s). «No vayáis hacia los
gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos (semipaganos), sino id más bien a
las ovejas perdidas de la casa de Israel» (10, 5s). Nuestro evangelista hace
que el Resucitado reasuma ese «id» con el que Jesús había enviado a sus
discípulos a la misión palestina; pero ahora, en lugar de la comunidad étnica
israelítica que se ha quedado sin pastor, el objetivo de la misión son «todos
los pueblos». Con ello, y no en última instancia, Mateo está pagando tributo
a la situación histórica eclesial de su época. La evolución que de hecho se
había producido hasta la constitución de una Iglesia en la que quedaban
eliminadas las diferencias entre judíos y gentiles es reconocida y aceptada
como algo querido por Dios; más exactamente, como el encargo del Señor a la
Iglesia. La limitación de la predicación misionera a Israel queda superada a
nivel económico-salvífico por el acontecimiento pascual, lo mismo que la
promesa hecha en tiempos pasados del advenimiento de los gentiles a la
salvación del Reino de Dios revelado (8, 11). Viernes Santo y Pascua
fundamentan el nuevo comienzo del mensaje salvífico a todos los hombres.
DO/I-NACIMIENTO:
La Iglesia primitiva, que ya pocos años después de su nacimiento estaba
formada por creyentes de diversas naciones, ha percibido vivamente y en toda su
importancia el significado económico-salvífico de la Pascua. En lugar del
Sábado, heredado de los judíos, distinguió de manera particular al primer
día de la semana como día de la resurrección de Cristo en el que se celebraba
la proclamación eucarística de la Muerte y la Resurrección del Señor. Aún
en tiempos neotestamentarios, ese día recibía la honrosa denominación de
«domingo», el «día del Señor». ¿Nos recuerda todavía el domingo la hora
exacta del nacimiento de la Iglesia compuesta por todos los pueblos? No es
casualidad que la mayor parte del año litúrgico gire bajo el signo de la
celebración de la revelación pascual.
El
ser. cristiano como «discipulado» permanente
CR/DISCIPULO:
PREDICACION/CV: La misión es la mediación de la
salvación donada en Cristo y que se ha de llevar a cumplimiento por medio de
El. Su primer contenido será informar acerca de lo que Dios ha hecho por medio
de Jesús y en Jesús y el cumplimiento pleno a que quiere conducirlo. Y esto lo
sabe muy bien nuestro evangelista. Sin embargo, renuncia al empleo expreso de
conceptos propios de la terminología misionera protocristiana, tales como
«predicar», «proclamar la Buena Nueva». Quien llega a oir el mensaje
salvífico de Jesucristo, quien lo conoce, no es ya cristiano automáticamente.
Es más, según los escritos neotestamentarios tardíos, que ya habían tenido
que debatirse con el doloroso fenómeno de los cristianos apóstatas, éstos
están en una situación peor que antes, cuando todavía eran paganos y aún no
poseían «el conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo» (2 Pe 2, 20s). La
predicación misionera pretende bastante más que un mero instruir. Apunta a la
conversión del individuo. Ha de conducir a los hombres hasta el ser cristiano.
Por eso nuestro evangelista apunta a esa meta cuando recapitula la tarea del
envío plenipotenciario en el encargo de «hacedlos discípulos (míos)»,
«hacedlos alumnos (míos)». Por esa misma razón, ya anteriormente no había
contemplado a los doce tanto como «apóstoles», cuanto como los discípulos
ejemplares, como discípulos de Jesús que se van ejercitando en la voluntad de
Dios proclamada y explicada por El (27, 57) y que van practicando el ser
cristiano como un seguimiento de Jesús. Son los alumnos de un maestro del que
se puede afirmar algo que no se puede decir de ningún maestro judío ni de
ningún maestro cristiano: Vino para «dar cumplimiento» a la ley y los
profetas (5, 17). Vino a descubrir en su sentido exacto, no desfigurado, la
voluntad del Dios que dona la salvación, y a llevarla a cumplimiento. En cuanto
tal maestro es el auxiliar bondadoso de los que se entregan a su seguimiento,
porque los ha liberado de la carga pesada de la casuística legal de entonces y
puede calificar su demanda de acomodarse a la voluntad salvífica de Dios como
yugo suave (11, 28-30; 23, 4). Pero como esta escuela implica una dotación para
el ingreso en la salvación del Reino de Dios, la realidad aludida con esta
denominación supera cuanto conocemos en el mundo como relación
maestro-discípulo.
En
el mundo escolar de los maestros judíos y en el de los filósofos griegos
llegaba un momento en que el alumno lo había aprendido todo. A diferencia de
cualquier género de alumnado, los discípulos de Jesús nunca dejan de serlo.
Ser discípulo equivale a ser cristiano, y esto significa no haber acabado
nunca, tener que vivir constantemente el seguimiento de Jesús. Pero aunque el
manifiesto de Cristo que estamos estudiando, con la formulación del mandato de
misión universal (y por razones muy claras en las que habremos aún de
detenernos), pone ya en un primer plano la realización existencial del ser
cristiano, no olvida por ello el fundamento plenamente gracioso de la existencia
cristiana, tal como lo patentiza el primer «modo de proceder» que sigue y
plasma de manera inconfundible el encargo general de «hacer discípulos»,
«hacer cristianos».
¿En
qué se basa propiamente el mandato misionero?
Antes
de pasar adelante no podemos eludir una cuestión que concierne al mandato
misionero en su totalidad. Ya conocemos el envío plenipotenciario por parte del
Resucitado como motivo central de toda la escenificación de la aparición al
grupo de discípulos. Concederemos con toda espontaneidad que no podía ser de
otra manera. ¡Si los discípulos, después de la ejecución de Jesús en
Jerusalén, comienzan a ganar para la fe en el Mesías Jesús, crucificado y
resucitado, a los israelitas y con ello a reunir a la comunidad escatológica de
los herederos de la salvación, ese nuevo arranque ha de partir de un encargo
expreso del Resucitado! De no ser así, la Iglesia sería una mera creación de
los hombres y no la oferta de Dios y de su Cristo.
Pero
¿en qué se basa la legitimación de los discípulos si, según la convicción
casi unánimemente compartida, el Resucitado no habló ni, por supuesto,
transmitió expresamente un mandato misionero universal? De hecho la historia
misionera de la primera generación de la que tenemos conocimiento, apenas si
nos. permite presuponer la conciencia inicial de una instrucción expresa de
Jesús, ya del terreno ya del exaltado, en base a la cual hubiera que proclamar
el Evangelio a todos los pueblos, incluidos los gentiles, después de su
resurrección. Los Hechos de los Apóstoles ejemplifican con el episodio de
Cornelio la cuestión de si estaba permitida la recepción de paganos en la
Iglesia. Sólo después de dos signos milagrosos del cielo se decide Pedro a
bautizar al capitán pagano. Aún más importante resulta el llamado Concilio de
los Apóstoles al final de los años cuarenta. En él se planteaba a discusión
la espinosa cuestión de si los paganos podían ser recibidos en la Iglesia y
alcanzar la salvación sin tener antes que asumir el status de los judíos
obligados a cumplir con la ley ritual de Moisés. Ni en este caso ni en el
anterior se le ocurre a nadie citar durante el debate un encargo misionero
universal expreso del Resucitado; no lo mencionan ni el protoapóstol Cefas ni
el apóstol vocacional de los gentiles, Pablo. ¿Será que las palabras de
misión de los relatos de apariciones refieren a fin de cuentas un suceso
carente de cualquier género de legitimación?
El
asunto no debe hacernos perder el sueño También a este respecto el
acontecimiento pascual supone el cumplimiento de lo que ya había comenzado con
la actividad reveladora de Jesús. Ya durante el transcurso de su actuación
terrena Jesús había formulado el principio del envío plenipotenciario (Mt 10,
40; 10, 16; 10, 5s.), poniéndolo en práctica mediante la participación activa
de sus discípulos en la predicación del Reino de Dios (Mt 6, 7-12). Entre los
discípulos enviados por él a la misión palestina, con la que Jesús quería
ampliar su propia actuación, se encontraban con seguridad los que la antigua
tradición confesional mencionaba como receptores de apariciones: Cefas y los
once (cfr. I Cor 15, 3b-5). Pues si estos primeros discípulos llegaron,
mediante el acontecimiento denominado «aparición», a la firme convicción de
que Dios había confirmado a Jesús como revelador escatológico y lo había
revalidado como el salvador que se esperaba, lo lógico es que esa convicción,
que les había sido donada y a la vez se les imponía, fuese entendida por ellos
como un encargo vinculante. Esta convicción debió llevar a Cefas y a los once
a la conciencia subsiguiente de que tenían que testimoniar y predicar esa fe
recién adquirida. El que también ellos comenzasen a predicar a Cristo en
Israel, en Jerusalén, en reconocimiento del privilegio histórico-salvífico de
ese pueblo, pone tan poco en cuestión la legitimación de principio de su
misión como el modo y manera providenciales con los que la expansión de la fe
en Cristo traspasó muy pronto las fronteras étnicas de Israel aceptando en su
seno, en medida creciente, a personas pertenecientes a los pueblos del área
mediterránea que se convirtieron en «discípulos» de Jesús, el Kyrios
exaltado. No tenemos por tanto el más mínimo motivo para sentirnos inseguros.
La validez objetiva del mandato misionero no depende en absoluto de que el
Resucitado haya o no haya hablado. Lo que el evangelista pone en boca del
Resucitado formula, ni más ni menos, el sentido eclesial del acontecimiento
pascual.
(«Así
que id, haced discípulos a todos los pueblos), bautizándolos en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (v. 19b)
«Haced
discípulos» abarca la totalidad: el hacerse cristianos y el mantenerse
cristianos. Lo confirman las siguientes «normas de ejecución» que
desarrollan, en cuanto al contenido, el encargo misionero general. Esto queda
patente desde el punto de vista sintáctico por el hecho de que se unen a la
frase anterior como proposiciones participiales.
El
Sacramento fundamental de la Pascua
¿De
qué manera se convierten en cristianos todos esos seres humanos procedentes de
«todos los pueblos»? No se unen a los que confiesan a Cristo sólo por un acto
de propia decisión. Por su mismo origen y naturaleza, la Iglesia es mucho más
que un club en el que se pueda «entrar» o «salir» por propia elección. La
incorporación a la Iglesia se produce, desde siempre, mediante un misterioso
acontecimiento por el que el individuo es atraído, por pura gracia, al ámbito
de actuación del único salvador, Jesucristo, religándose a El. En la misma
época de los apóstoles no faltaron puntos controvertidos que fueron objeto de
discusión entre los dirigentes judeocristianos y cristianos procedentes del
paganismo. Pero de lo que no tenemos la más leve noticia es de que se haya
discutido jamás acerca de la necesidad salvífica de este acto de iniciación.
BAU/SO-PASCUAL:
Pretender despotenciar el Reino de Dios, quintaesencia de la salvación, a mera
función del obrar humano; pretender diluir la teología y la Cristología en
una antropología y sociología con tinte religioso, no es más que una
manifestación virulentamente morbosa de una teología moderna que tiene en
contra a la vez al kerigma y al sacramento iniciático del cristianismo
apostólico. Por supuesto que nuestro evangelista comparte la convicción
generalizada entre todos los cristianos de que la recepción del bautismo
presupone la fe personal en el poder salvador que reside en la muerte y
resurrección de Jesucristo. Pero, por otra parte, un manifiesto conclusivo
puede y debe ser breve. Únicamente ha de mencionar de forma expresa el
acontecimiento salvífico decisivo. Y ése es el sacramento del bautismo que
pone al hombre en relación con el Dios trinitario, relación que el hombre no
puede establecer por sí mismo. El ser cristiano no se fundamenta en la
autorrealización del ser humano (que, por lo demás, se contradice en su
empeño y fracasa constantemente en él), sino sobre la actuación de la gracia
divina que se le adelanta.
¿A
qué viene ese rito «mágico"?
BAU/SO-FUNDAMENTAL:
«Percibo bien el mensaje, pero me falta la fe». ¿Qué puede ser el bautismo
sino una ceremonia exterior pasada de moda? ¿Para qué sirve esa acción
mágica realizada sobre recién nacidos que carecen de conciencia y de capacidad
de decisión? ¿Para forzarlos de antemano a la asistencia a las clases de
Religión y asegurarlos como cotizadores potenciales del impuesto religioso?
¡El don salvífico del Bautismo como oportunidad vital, como posibilidad de una
vida con sentido y de una nueva capacidad de vivir! No hay que llamarse a
engaño y sí ser conscientes de hasta qué punto los mismos cristianos han
perdido el sentido del sacramento fundamental de la Iglesia. Y esto no siempre
porque no estén dispuestos a creer. Se puede caer en la tentación de no ver en
el bautismo más que un rito externo de recepción, sobre todo si se contempla
el acto sacramental aislado, sin percibir su contexto dentro de la historia de
la revelación.
Precisamente
sobre ese contexto habrá de meditar una y otra vez el cristiano si quiere poner
cuanto está de su parte para el fortalecimiento de su fe. El bautismo
sacramental realiza el mensaje fundamental de toda la Biblia, mensaje que se
mantiene como una buena noticia, nueva y portadora de dicha, desde el comienzo
de la revelación de Cristo hasta el punto culminante de la pascua. ¡Se trata
del mensaje de la primacía de la gracia de Dios!
El
mensaje de la primacía de la gracia
GRACIA-PRIMACIA:
Este mensaje resplandece con toda su claridad por vez primera sobre el trasfondo
de la predicación penitencial de Juan el Bautista. Este se comprendía a si
mismo como el último enviado de Dios que, ante la inminencia del juicio, debía
llamar a los israelitas a la conversión y al cumplimiento definitivo de la
voluntad de Dios. Jesús reconoció en ese predicador del juicio a un profeta
auténtico, enviado por Dios. ¿Por qué, entonces, no continuó su predicación
del juicio y su bautismo de conversión? ¿Con qué derecho puede a su vez
Jesús, que al fin y al cabo se presentó en gran proximidad temporal a Juan,
considerarse el último mensajero de Dios aunque no continuara la actividad del
Bautista? Su aparición nos suministra una respuesta diáfana: porque el mensaje
que había de dirigir a Israel, comparado con la predicación del Bautista,
suponía un comienzo totalmente nuevo.
Jesús
no partía de la amenaza del juicio venidero y, en consecuencia, no hablaba en
primer término de lo que los hombres habían de hacer para poder superar ese
juicio. Para El el primer plano lo ocupaba el obrar salvador de Dios, previo a
todo obrar humano y actuante ya en sus palabras y acciones. La inclinación
salvífica de Dios hacia los hombres, que acontecía mediante El, precedía a la
proclamación del juicio condenatorio sobre los pecadores que permanecen en su
obstinación. En primer lugar Jesús proclamaba al Dios inconcebiblemente bueno
para los seres humanos, que sigue los pasos del pecador y le perdona gozoso; al
Dios que hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos y
pecadores (Mt 5, 45). El publicano, consciente de que no tiene en su haber más
que pecados, recibe el perdón (Lc 18, 9-14). Jesús quería acercar a los
israelitas de su tiempo a ese Dios que, mediante su amor creador previniente,
otorga la felicidad al pecador para que ya desde ahora viva del amor de ese
Padre y bajo su cobijo.
La
fe percibe esa misma iniciativa del obrar salvífico de Dios en el proceso de la
revelación de Cristo. Dios, que había hecho donación a Israel de su Ley como
una guía para vivir, ha prescindido de su mismo don gracioso de tal modo que
los seres humanos, aun no teniendo en cuenta esa ley, puedan ser justificados
sin realizaciones morales previas: en razón de su gracia, mediante la
salvación en Cristo Jesús (Rom 3, 21-24). «Dios ha demostrado su amor por
nosotros en el hecho de que Cristo haya muerto por nosotros cuando todavía
éramos pecadores». El apóstol no puede finalmente concebir la infamante
ejecución de Jesús en el patíbulo, ese «escandaloso» e «insensato» modo
del obrar de Dios, más que como manifestación del insondable amor de Dios y de
la amorosa entrega de Jesucristo (Rom 5, 6-8; Gal 2, 20). Para él, con la
recepción del Bautismo acontece, por tanto, la aplicación de la fuerza
redentora de la muerte y resurrección de Cristo. Ser bautizado significa ser «co-crucificado»
y «co-revivificado» con Cristo, de manera que para el cristiano quede muerta
la fuerza del pecado esclavizador y así reciba una nueva vida en Cristo (Rom 6,
4-8). Gracias al Pneuma, el don de la fuerza vivificadora divina, se puede decir
del bautizado: «El que está en Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha
desaparecido, ha surgido lo nuevo» (2 Cor 5, 17). Y porque el acontecer
salvífico del Bautismo supone un acto de pura gracia, la Iglesia primitiva que,
como es natural, comenzó bautizando adultos, pudo, sin el más mínimo titubeo,
comenzar a practicar el bautismo de niños no llegados todavía al uso de
razón.
Creer
en el acontecimiento salvífico del Bautismo quiere decir creer en el mismo amor
creador y antecedente de Dios que Jesús proclamó durante su actividad terrena
como comienzo del obrar escatológico de Dios... El ser humano sólo puede
devenir cristiano gracias a la actuación salvadora de Dios en Jesucristo. En
esto quiere hacernos meditar expresamente el manifiesto de Cristo que estamos
considerando, cuando concretiza en primer término el encargo misionero como
administración del sacramento fundamental de la pascua que es el Bautismo.
El
Bautismo «en el nombre de Jesucristo»
¿Cuál
es el enunciado del mandato de bautizar? El apóstol Pablo, lo mismo que el
autor de los Hechos de los Apóstoles, que escribía casi una generación más
tarde, hablaba únicamente del Bautismo «en el Nombre» o también «en el
Nombre de Jesucristo». De entre todos los escritos del Nuevo Testamento sólo
el evangelio de Mateo conoce el bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo». En lugar de «Jesucristo», de repente se habla aquí del
«Hijo». Y totalmente nueva es esa adición «del Padre» y «del Espíritu
Santo». ¿No estaremos palpando aquí una «invención» dogmática posterior?
Considerarlo así sería precipitado y superficial. Un vistazo a la historia de
la fe de los primeros tiempos bastará para convencernos de algo distinto. La
antigua expresión de bautizarse en el nombre o para el nombre de Jesucristo
subrayaba el efecto inmediato y más esencial del Bautismo, la apropiación del
bautizado por el Señor y, con ella, la purificación del pasado y la apertura a
una nueva vida.
BAU/EN-NOMBRE-XTO:
Esta denominación del Bautismo, que servía también de fórmula bautismal,
expresaba sin duda de manera adecuada el aspecto esencial. Por supuesto que no
tuvo su origen en la intención de suministrar una definición dogmática
exhaustiva del Bautismo cristiano. Más bien se produjo por una necesidad de
tipo práctico. El «Bautizo», la inmersión en el agua (como indica de suyo la
palabra), no era algo que se produjese por vez primera en la nueva comunidad de
los creyentes en el Mesías Jesús. El judaísmo poseía numerosas prácticas
ablutorias. Piénsese igualmente en los baños rituales diarios de los piadosos
de Qumrán. Habrá en concreto que recordar aquellos ritos de ablución que
presuponían un administrador, un «bautizante». Los paganos que se convertían
a la fe judaica recibían el llamado Bautismo de prosélitos. En la memoria
reciente estaba sobre todo el Bautismo de Juan, quien era ya conocido entre sus
coterráneos judíos como el «Bautista» por excelencia. Al menos muchos de sus
seguidores seguían considerando que el último y decisivo enviado de Dios no
era Jesucristo, sino el bautista penitencial del Jordán. En consecuencia,
seguían administrando el bautismo de Juan, como nos lo testimonian repetidas
veces los escritores tardíos del Nuevo Testamento. Por ello, cuando los
cristianos querían hablar de su baño por inmersión, que era la forma como se
practicaba el Bautismo en los tiempos neotestamentarios, se veían obligados a
caracterizarlo de manera más concreta. Ese aspecto nuevo, peculiar e inaudito
de su rito del agua, Io expresaba con precisión la predicación apostólica al
hablar de un Bautismo «en el nombre de Jesucristo» o bien, de manera
equivalente en cuanto al contenido, «en Cristo (Jesús)».
¿Un
proceso de «invención» dogmática?
Supongamos
por un momento que se hubiese mantenido vigente en la Iglesia hasta nuestros
días la antigua fórmula de administración del Bautismo «Yo te bautizo en el
nombre de Jesucristo». Por supuesto que, en ese caso, el Bautismo habría
tenido el mismo sentido y efecto salvífico que el que tiene nuestro empleo de
la fórmula de administración bautismal trinitaria, de época más reciente. La
conciencia de esa identidad de sentido está testimoniada con toda claridad.
Aunque la «Doctrina de los doce apóstoles», escrita en torno al año 100 d.
C., aduce la fórmula bautismal trinitaria como forma prescrita (7, 1.3),
curiosamente menciona también a su lado el Bautismo «en el nombre del Señor»
(9, 5). Lo mismo hacen otros escritos de los siglos segundo y tercero cuando ya
era universalmente conocido el evangelio de Mateo y se le reconocía como
Sagrada Escritura. Con la ampliación de la fórmula bautismal de un solo
miembro, acaecida a lo que parece en la segunda generación cristiana, lo que se
hacía era ilustrar, únicamente, aspectos ya presupuestos y expresados por la
predicación apostólica acerca de Cristo. No se podía proclamar que Jesús era
«el Cristo», el mediador de la salvación, sin hablar simultáneamente de
Dios: del Dios que había resucitado y ensalzado a Jesús, de Dios en cuanto
«Padre» que había enviado al Hijo como revelador y salvador. Ya un «apóstol
de Jesucristo por vocación» proclamaba a Jesús como «el Hijo», gracias al
cual, los que se bautizaban en él se convertían en hijos adoptivos del Padre y
coherederos con el Hijo. Y para el mismo apóstol Pablo no hay existencia
cristiana, ni Iglesia, sin «el Espíritu (Santo)», por cuyo medio sigue
actuando y dando vida el Cristo exaltado, sin ese Espíritu que confirma a
nuestro espíritu en el convencimiento de que somos hijos de Dios. Por eso a
partir de las epístolas paulinas auténticas empezamos a encontrarnos con
enunciados que hablan de la actividad y colaboración de Dios, de Cristo y del
Espíritu (Santo), por más que la secuencia de los tres nombres sagrados pueda
cambiar dependiendo de la intencionalidad temática (1 Cor 12, 4-6; 2 Cor 13,
13; 1 Pe 1, 2; Jn 14, 16s.26; 15, 26). «Existen diversos dones de la gracia,
pero sólo un Espíritu. Existen diversos servicios, pero sólo un Señor.
Existen diversas fuerzas que actúan, pero sólo un Dios: El obra todo en
todos» (1 Cor 12, 4-6) .
Para
caracterizar en todos sus rasgos personales el acontecimiento salvífico
fundamentado en la revelación de Cristo, hubo que hablar de la interrelación y
de la unidad en el obrar de Dios, del Cristo y del Espíritu Santo. Justamente
ese dinamismo es el que condensa en la fórmula más breve el mandato bautismal
de Mateo, al juntar «el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Y
como en la concepción bíblica el «nombre» manifiesta la naturaleza y el
obrar, ese «en el nombre», empleado una sola vez, da a entender, al menos de
forma implícita, que Ia unidad en el obrar se basa en la unidad del ser.
Que
esta fórmula trinitaria breve y. precisa haga su aparición en nuestras fuentes
por vez primera en una formulación del mandato de bautizar no es mera
casualidad. Al hacer esta formulación, el autor del evangelio de Mateo ha
utilizado una fórmula de administración del Bautismo que ya era usual en su
tiempo. Desde mucho antes la administración del Bautismo iba precedida por una
introducción en las verdades fundamentales de la fe. Esto nos hace comprender
cómo, con el tiempo, se produjo una ampliación de la fórmula bautismal de un
solo miembro. Por medio de esa ampliación se pretendía, también en el mismo
instante de la administración del Bautismo, expresar en forma concisa y
recordarle al bautizando lo que éste había escuchado a lo largo de la
catequesis bautismal anterior: que el don salvífico que se le otorgaba en ese
momento por medio del Bautismo era obra y regalo del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo.
Con
esto, una vez más, nos sentimos interpelados en nuestro propio comportamiento
como creyentes. Nos bautizan, bautizamos y hacemos bautizar «en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». No nos debe inquietar en absoluto el
que nuestro evangelista revista el mandato bautismal con el ropaje de la
fórmula trinitaria de administración del Bautismo de época más reciente,
fórmula que expresaba el acontecimiento del Bautismo de manera más explícita
que la antigua, que sólo citaba el nombre de «Jesucristo». Nuestro
evangelista estaba en su derecho al proceder así. Los autores de los escritos
evangélicos pretendían servir a la proclamación, fundamentación y
explicación actuales del mensaje de Cristo. Lo único importante, por lo que se
refiere al mandato bautismal de Mateo como por lo que atañe a la realización
de nuestra fe personal, es que esa fórmula trinitaria de administración del
Bautismo esté conforme con la revelación. Y en este sentido no tenemos la más
mínima razón histórica para titubear en nuestra fe, ya que esta confesión
trinitaria no hace más que situarse en la línea de consecuencia interna de lo
que la predicación apostólica confesaba acerca de la colaboración de Dios, de
Cristo y del Espíritu (Santo).
Lo
que nos debe preocupar
Lo
que sí nos debe preocupar es más bien el peligro de una fe raquítica en
exceso. Confesiones verbales de la fe no nos suelen faltar a los cristianos de
hoy. Como bautizados que somos comenzamos nuestras oraciones con la invocación
"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». ¿Pero esa
confesión hace mella también en nuestro pensamiento y en nuestros sentimientos
más íntimos? ¿No la pronuncian nuestros labios como una fórmula ya muy
usada, hasta manida? Eso sucede porque en nuestra conciencia no se hace presente
lo que esta brevísima recapitulación del credo pretendía explicitar y
revivir, como Buena Nueva, entre los catecúmenos de la Iglesia primitiva. El
Dios invisible, realidad que sustenta y abarca la totalidad del universo, se ha
acercado a nosotros en Jesús de Nazaret. El amor creador y la donación de Dios
se nos han aproximado como «el Padre» y se nos han manifestado en un hombre
visible y verdadero, Jesús, que simultáneamente es "el Hijo» en cuanto
que habla y actúa a partir de una exclusiva inmediatez a Dios, de una manera
como no lo había hecho ningún mensajero de Dios antes que El. La misma fuerza
del amor creador de Dios es la que se reveló en el envío del Hijo, en la
entrega de su vida y en su resurrección de eficacia salvífica.
Por
medio del Hijo unido al Padre, por el Bautismo, somos en un sentido verdadero
hijos de Dios y nos situamos bajo la operatividad del Espíritu Santo, el
Espíritu de Dios, que es el Espíritu de Cristo (Rom 8, 9); «habéis recibido
el Espíritu que os convierte en hijos, el Espíritu en el que clamamos: ¡Abba,
Padre»! (8, 15). ¿Cómo podría un ser humano atreverse a afirmar que está
tan próximo a Dios, por sus propias fuerzas, que le puede llamar «Abba»,
«papá», igual que un niño habla con su padre terreno? El que podamos llamar
Padre a Dios es en sí gracia, efecto del Espíritu de Dios en Cristo, puesto
que sólo la relación de filiación que se nos ha concedido nos capacita para
esa forma tan obvia de alocución. El Espíritu de filiación que nos ha sido
regalado en el Bautismo pretende y trabaja en nosotros para que la mentalidad
del hijo sea igual que la voluntad del Padre. El Pneuma en cuanto fuerza vital
divina que hemos recibido en regalo nos capacita y convoca a expulsar de
nosotros el pecado y a producir «los frutos del Espíritu» como una «nueva
creación». «Y la vida terrena de ahora la vivo por la fe en el Hijo que me
amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20).
«(Así
que id, haced discípulos a todos los pueblos...) enseñándoles a guardar todo
lo que os he mandado» (v.20a)
Ser
cristiano quiere decir vivir realmente la vida nueva recibida como don en el
Bautismo. Únicamente es válida la fe que se hace eficaz por medio del amor, la
fe viva (Gal 5, 6). Esa fe debe poner por obra «todo» lo que Jesús mandó.
Parte inalienable de la inserción graciosa en el acontecer salvífico la
constituye la puesta en práctica de la voluntad de Dios, que plantea exigencias
y configura a la persona humana.
El
modo de vida de la Iglesia
Por
última vez aparecen aquí los términos «enseñar» y «mandar» cuyos campos
conceptuales son tan característicos de Mateo. Lo mandado por Jesús no implica
nada diverso de «la voluntad de Dios anunciada en la ley y los profetas,
expuesta y realizada con autoridad en la doctrina de Jesús y recapitulada en el
mandamiento del amor» (G. Bornkamm). Esa autoridad semejante a la de Dios queda
también reflejada en ese «todo lo que (os) he mandado», que no aparece más
que en este pasaje en todo el Nuevo Testamento. El evangelista está empleando
para ello una expresión de la Biblia griega que surge constantemente en el
Pentateuco para designar la voluntad llena de autoridad de Dios. Con la
reivindicación de esta expresión veterotestamentaria se está volviendo a
insistir en que Jesús, ya durante su actividad terrena, enseñó y ordenó con
la plenitud divina de poder. Su exposición bondadosa y conminatoria de la
voluntad de Dios ha recibido una sanción definitiva mediante su resurrección y
exaltación a Señor mesiánico. Ella determina la totalidad del régimen de
vida del pueblo escatológico de Dios que ahora se va congregando de entre todos
los pueblos.
Responsabilidad
de los maestros de la Comunidad salvífica de Cristo
Este
Cristo exaltado es el maestro por excelencia; «pues uno solo es vuestro
maestro: Cristo» (Mt 23, 10). La enseñanza de los discípulos, de la que se
hace mención por vez primera en nuestro evangelio, no puede hacerse, por tanto,
más que por encargo del Señor ensalzado. Esto supone una tarea cargada de
responsabilidad. Los predicadores postpascuales sólo pueden enseñar lo que
Jesús ordenó. Y deben proclamarlo sin reducciones, sin sustraer nada de lo
ordenado. Pero esto no basta: esa enseñanza exige más que la mera transmisión
de saber e información. Nuestro evangelista califica muy conscientemente desde
el principio a los doce dándoles el papel de discípulos, de alumnos, llamados
al seguimiento de Jesús. Para ello habrían de ejercitarse en la fe y en la
obediencia, en la renuncia y la disponibilidad al sufrimiento, en el seguimiento
de Jesús. La frase de Cristo no habla, por tanto, únicamente del cumplimiento
por los bautizados de lo ordenado por Jesús; alude también al compromiso
personal de los predicadores, presentados expresamente como «discípulos» y
«cristianos» e interpelados como tales. Si su tarea de convertir a todos los
hombres en discípulos únicamente se concretizara en el esfuerzo porque todos
los bautizados guarden y enseñen a guardar lo ordenado por Jesús, aún no se
cumpliría la intencionalidad de las exigencias de Jesús. Para llevar a cabo el
encargo misionero del Señor exaltado, la palabra de la predicación ha de ir
sostenida y acompañada por la praxis vital existencial del discipulado de
Jesús. La confesión puramente verbal de Jesús como Señor celestial no es
suficiente ni para el cristiano predicador ni para el oyente.
Hoy
como ayer, la precariedad del cristiano
Por
supuesto llama la atención que únicamente se mencione lo ordenado por Jesús
como objeto de la enseñanza posterior a la Pascua. Si tenemos en cuenta la
época de composición de nuestro evangelio, esto no nos ha de maravillar. Con
él nos hallamos ya al final de la segunda generación cristiana. El celo
religioso de la etapa inicial se ha diluido. La ley de la masa se va imponiendo.
La costumbre y la inercia ganan terreno. La pertenencia a la comunidad cristiana
va siendo, cada vez más, un asunto de tradición familiar. Van haciendo su
aparición tendencias laxistas. El nombre de Cristo se ve blasfemado porque
personas no cristianas afirman y tienen motivo para afirmar que muchos
cristianos no son ni diferentes ni mejores que los demás. El evangelista se ve,
además, confrontado con un movimiento entusiasta de origen cristiano-pagano
para el que, con la llegada del tiempo de Jesús, han quedado absolutamente
abrogados «La Ley y los Profetas» (5, 17ss). Al aludir a los once, que como es
obvio ya no vivían por entonces, el evangelista pretende interpelar, sobre
todo, a los maestros y pastores de su época. Estos han de intervenir en contra
de los «falsos Profetas» (7, 15ss) y poner el mayor énfasis posible en las
consecuencias, sobre todo ético-morales, que se siguen de la recepción del
sagrado Bautismo.
Pero
de esa acentuación del obrar propio, condicionada por las circunstancias, no
deberíamos deducir falsas conclusiones. También aquí el «debes» iba
precedido con claridad meridiana por el «puedes», en este caso la palabra de
la gracia de filiación recibida como don por el Bautismo. Ese nuevo comienzo de
la predicación y de la apropiación de la salvación fundado en la pascua
abarca también, para nuestro evangelista, la totalidad del mensaje salvífico,
el Cristo terreno y el ensalzado. La frase conclusiva de nuestro manifiesto
hablará por tanto, también, del obrar salvífico de ese Señor exaltado
presente entre nosotros.
3.
La promesa de asistencia
«Y
mirad, yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20b)
A
la Iglesia que vive entre la Pascua y el Juicio final se le pregunta si descubre
y camina en este mundo, en fe y obediencia, por la senda de la salvación.
«Estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la vida...» (7, 14).
El «y mirad» introductorio llama la atención del lector para que escuche la
frase final del Señor resucitado. En su marcha a través del tiempo y del mundo
la Iglesia no está abandonada a si misma. Por última vez vuelve a resonar la
palabra clave «todos», tan característica de nuestro manifiesto crítico. El
mismo Cristo que ha sido hecho participe por la Resurrección del poder total de
Dios (v. 18b), que ordena una actividad total (misionar «todos los pueblos»,
hacer «todo» lo ordenado por él) (v. 19-20a), corrobora a la Iglesia su
presencia permanente y su asistencia constante para todo el tiempo que dure el
mundo.
¿Qué
fue de la Ascensión de Cristo?
ASC/SIMBOLISMOS:
De hecho, no se hace en estas lineas la mas mínima alusión a una despedida o
desaparición del Resucitado que está hablando. ¿No es éste un aspecto que
nos debería dar que pensar? ¡Por supuesto que el Resucitado se halla en el
cielo! En este contexto nos vienen a la memoria, con toda naturalidad, los
relatos lucanos de las apariciones. Estos nos presentan al Resucitado
despidiéndose de los discípulos con una bendición (Lc 24, 50s), o bien
elevándose ante sus ojos hasta que una nube lo rodea y lo oculta a sus miradas
(Hech 1, 9-11). Es muy comprensible que esas escenas lucanas de despedida, en
particular la más extensa de los Hechos de los Apóstoles, se nos hayan grabado
intensamente, tanto más si tenemos en cuenta que la imagen de la ascensión
visible al cielo ha marcado las representaciones pictóricas en Occidente. ¡No
hay por qué alarmarse!
También
esa visualización apunta a un aspecto esencial del suceso pascual que vamos a
someter de inmediato a consideración. Por ese motivo podemos seguir, hoy como
ayer, celebrando sin perplejidades la «Ascensión de Cristo» como fiesta
propia del tiempo pascual, en este caso no ya como «octava» sino como «cuadragesimava»
de la Pascua, si se nos permite emplear esa expresión desacostumbrada.
Tendremos por tanto que meditar ahora sobre el auténtico sentido y el contenido
de verdad que tiene la «ascensión» de Jesús.
En
primer término, no podemos ceder a la impresión de que el kerigma apostólico,
y en general los numerosos testigos restantes y los testimonios del Nuevo
Testamento, hayan suprimido algo, por el hecho de que no digan nada acerca de
una Ascensión visible del Resucitado. Nada de eso. No es casual que la
separación visible y la visible elevación del aparecido se nos presenten
precisamente en los escritos lucanos, escritos que, por motivos bien conocidos
desde hace tiempo, pretenden asegurar la realidad de la Resurrección de Jesús
mediante la constatación de la corporeidad del Resucitado y que, como también
sucede en los Hechos de los Apóstoles, hacen que el Resucitado conviva y coma
con los Doce durante cuarenta días. El autor no pretendía presentar estas
visualizaciones tan concretas como relatos originarios de vivencias, tal como lo
da a entender él mismo suficientemente. En su doble obra dedicada al mismo
Teófilo, se permite presentar dos escenificaciones muy diversas de la despedida
de Jesús, situándolas además en dos momentos diversos y no conciliables: en
el evangelio, durante la tarde del domingo de Pascua, como conclusión clara de
la única aparición a los Once; por el contrario, en los Hechos de los
Apóstoles, la presenta como conclusión de la convivencia de cuarenta días del
Resucitado con esos mismos Once.
El
acontecimiento pascual como «Ascensión»
Pero
como cristianos deseamos saber si podemos recitar con buena conciencia el
«subió a los cielos» del Credo y celebrar la fiesta de la «Ascensión de
Cristo». Si tenemos en cuenta que la representación lucana de una elevación
de Jesús ante los ojos de sus discípulos no es sino una consecuencia de una
escenificación secundaria del «se dejó ver», no negamos con ello la
cuestión, sino que avanzamos hacia el sentido y contenido del acontecimiento
pascual trayendo a consideración las posibilidades expresivas condicionadas por
la cosmovisión de entonces.
Dentro
de lo que es la imagen bíblica del cosmos, el cielo se imagina como un lugar,
como una cúpula consistente sobre la que descansa el palacio o templo de Dios.
La cúpula celeste, el firmamento, se concibe como la divisoria entre el más
acá y el más allá. Presuponiendo esta imagen del cielo como lugar donde
reside Dios, era normal que el acontecimiento pascual se formulase también como
Ascensión de Jesús, como un ser elevado, una subida o algo similar, aun
tratándose de un suceso como el de la Pascua, que ningún hombre había
percibido. La denominación «Ascensión» expresa de este modo un elemento
esencial de la fe apostólica pascual: Jesús ha sido liberado de los
condicionantes vitales terrenos precisamente por la Resurrección.
Superación
de la imagen espacial
La
fe en la Resurrección del Crucificado afirma, desde el comienzo, algo más, a
saber, su asunción en una existencia de poder vital y operativo igual al de
Dios; la institución de Jesús como representante del obrar salvífico y
judicial de Dios. Eso mismo lo formulaba ya la expresión plenipotenciaria que
introducía nuestro manifiesto, como sentido básico del acontecimiento pascual.
El Nuevo Testamento no habla en ningún sitio de esa posición de poder del
Cristo crucificado en el sentido de una lejanía espacial o temporal. La fe
pascual nada tiene que ver con un Cristo lejano, sino con un Cristo cercano y
presente a nosotros. «En lugar de la convivencia espacial y temporal con sus
discípulos de entonces, se da ahora la comunidad con los seres humanos de todos
los tiempos y de todo el mundo» (F. Hahn). Por eso la fe pascual no vuelve la
vista atrás hacia la actividad del enviado escatológico de Dios, concluida con
su muerte. La mirada se orienta fundamentalmente hacia adelante, hacia el obrar
salvífico del Señor exaltado. Tal es la unánime convicción del Nuevo
Testamento. El evangelio de Juan, que hace confluir con tanta fuerza la
proclamación pospascual de Cristo con las palabras del Jesús terreno, puede en
consecuencia hacer que Jesús asegure ya la víspera de su muerte: «No os
dejaré huérfanos, sino que volveré a vosotros. Todavía un poco y el mundo ya
no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y vosotros viviréis» (14,
18s.).
«Yo
estoy con vosotros»
Esta
formulación de la frase conclusiva de Cristo hace destellar por última vez el
poder divino del Resucitado. «Yo estoy contigo», «Yo estoy con vosotros»
constituye la expresión más densa con la que Yahvé se dirigía en las
Sagradas Escrituras, ya fuese a Israel en conjunto, ya a los hombres más
responsables de él, cuando lo que estaba en juego era un encargo especial o un
particular peligro. «Yo estoy contigo...» (Ex 3, 12). «Como estuve con
Moisés, también estaré contigo; nunca te dejaré en la estacada ni te
abandonaré» (Jos 1, 5). Pero es sobre todo en los esbozos históricos
veterotestamentarios donde aparece la expresión «contigo» y «con vosotros»
como «fórmula condensada de la teología de la alianza y del gracioso y
ayudador «estar con» de Yahvé con su pueblo y con individuos concretos» (H.
Frankenmölle).
¡Pascua
significa esto también! Con esos discursos-YO que son exclusivos de Dios, el
Resucitado puede asegurar su presencia autorizante, activamente auxiliadora y
salvadora. Hasta tal punto se ha identificado Dios con el Jesús de Nazaret
resucitado. Este, en cuanto Kyrios igual a Dios, se sitúa por encima del
espacio y del tiempo. De la misma manera que Dios, puede hacerse presente en
todo tiempo y en todo lugar. «Y le pondrán por nombre Emmanuel, que traducido
quiere decir: Dios con nosotros" (1, 23). Con ese nombre, «Emmanuel», fue
introducido Jesús al comienzo de nuestro evangelio. Lo que aquel nombre
prometía se ha cumplido con una amplitud universal merced a la pascua: una vez
resucitado, Jesús es el Señor divino, cercano y presente a nosotros.
«Con»
cada generación de la Iglesia
«Yo
estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo». Esta aseveración
de la presencia graciosa de Cristo tiene validez para todo el tiempo y para cada
fracción temporal del pueblo escatológico de Dios. La mirada del evangelista,
que escribe hacia finales del siglo primero, se dirige, más allá del presente,
hacia el futuro. Cuán próximo o lejano esté el fin de este decurso temporal y
con él la parusía del Señor, es algo que queda plenamente indeterminado. Lo
importante también en este caso, conforme a la concepción bíblica del tiempo,
no es la cantidad, sino la cualidad de ese tiempo, el contenido de novedad que
califica al tiempo de la Iglesia que irrumpe con la Pascua. Ese es el perdurable
«estar con» del Señor exaltado.
Esa
permanente presencia graciosa de Cristo se refiere a todas las generaciones de
la Iglesia, por muchas que puedan sucederse. La perícopa de la aparición de
Mateo no habla expresamente, por supuesto, de generaciones que hayan de seguir a
la de los «Once discípulos»; como tampoco lo hacen los relatos de aparición
de los evangelios restantes. Tampoco era de esperar partiendo del género de
«relato de aparición». El lenguaje de nuestro evangelista, que por una parte
casi seguro que no cuenta ya con la presencia en vida de miembros del grupo de
los Doce y por otra parte tiende su mirada por encima del presente propio hacia
un largo período temporal del mundo todavía desconocido, es, con todo,
suficientemente claro. Cuando refiere la promesa de asistencia de Cristo no
tiene únicamente en consideración a los Once discípulos, que por supuesto
eran los destinatarios directos del manifiesto de Cristo. Incluía también a
todos aquellos otros que además} y después de los Once, proclamaban el mensaje
salvífico; más aún, también a todos aquellos que en su tiempo y en el futuro
se lo transmitiesen a los hombres. A todos cuantos trabajan en ese servicio
particular del Señor exaltado se les promete la asistencia defensora y
fortalecedora.
La
promesa solemne de esa eficaz presencia de la gracia de Cristo se dirige
igualmente a todo el discipulado postpascual. En la concepción de nuestro
evangelista, éste se ve representado por los «Once discípulos». Son aludidos
los bautizados de «todos los pueblos»; por tanto también nosotros. La «poca
fe», esa fe a medias, plagada de dudas, supone, en la concepción del
evangelista, una tentación que pone en peligro la existencia de cualquier
discípulo (Mt 14, 30s.). ¿O es que somos ya unos racionalistas tan
recalcitrantes que estamos incapacitados para una fe viva en la presencia y
auxilio del Señor? Si tal es el caso, dejemos que la primera cristiandad nos
dé una lección. Ella sentía aún profundamente el «estar con» de su Señor
exaltado. Un «profeta» que hablaba en el Espíritu y en el nombre del Señor
exaltado dio expresión a esa bienaventurada vivencia de novedad: «Pues
dondequiera que dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos» (Mt 18, 20). Lo que los piadosos doctores de la ley de Israel alababan
como la gracia suprema del abandono en la voluntad de Dios, ha hallado su
plenitud y realización escatológica por'medio de la Pascua. La colección
judaica de Dichos de los Padres conserva la siguiente sentencia: SEKINA/PRESENCIA:
«Cuando dos se sientan y se ocupan con frases de la Torá, la Shekiná está
entre ellos». La meditación compartida de las instrucciones divinas logra, por
tanto, que Dios mismo se haga presente. A partir de la Pascua, es Jesús
exaltado aquél en quien Dios se hace presente a los suyos. La «shekiná» del
Antiguo Pacto, la inhabitación prefiguradora de Dios, ha llegado a su plenitud
con Cristo resucitado. Pues en El esa palabra, que es plenamente Palabra de
Dios, se ha hecho hombre. El ha «puesto su habitación» (Jn 1, 14) entre
nosotros de una forma muy distinta y mucho más real que lo que podía confesar
la fe de la época profética acerca de Yahvé.
¿Un
camuflaje para encubrir la expectativa futura de los primeros tiempos?
También
nuestro evangelista presenta en varias ocasiones a Jesús prediciendo la venida
del Hijo del hombre para juzgar. El hecho de que la «vuelta» de Cristo no
hubiera ocurrido ni siquiera al final de la segunda generación, no disminuyó,
al parecer, lo más mínimo su fe en el Jesús Salvador resucitado y que había
de volver. Y la afirmación apodíctica de la asistencia del Cristo exaltado
deja sin lugar a dudas espacio para un transcurso de tiempo indeterminadamente
prolongado hasta la llegada de la parusía. ¿No contradice claramente todo esto
las expectativas de futuro que bullían en los comienzos? ¿No hablan
constantemente los teólogos de que Jesús vivió en una expectativa cercana del
Reino? Y lo hacen con todo derecho. Todo el contexto de su predicación apunta a
que el Reino escatológico de Dios puede, por así decirlo, irrumpir en
cualquier instante.
Pero
lo inmediatamente relevante para el punto que estamos analizando es más bien el
proceso de la revelación de Cristo que culmina en el acontecimiento de la
Pascua. Si Jesús proclamó esa llegada, aún por venir, del Reino de Dios como
una obra y don de Dios, también ese revelarse de la salvación del Reino que se
espera queda religado a la persona de Jesús, al Jesús Mesías al que se ha
capacitado para concluir el obrar salvífico. Esa nueva fe trajo como
consecuencia la expectativa de que el Mesías Jesús en persona intervendría
muy pronto como juez y operador de la salvación. Tampoco se puede negar esta
«expectativa próxima» postpascual. Pero en ese caso ¿cómo pudieron
acomodarse los escritos de la segunda generación cristiana a un largo período
de tiempo indeterminado e indeterminable sin caer en contradicción? ¡Algo no
cuadraba! ¿No habrá resultado que la dura experiencia de una parusía que se
iba retrasando indujo a hacer de la necesidad virtud falsificando la expectativa
de futuro inicial? En este caso se juega algo más que una cuestión histórica
interesante. Lo que está sobre el tapete es la validez de nuestra fe y del
mismo futuro salvífico.
¿No
será nuestra fe en una salvación futura más que el sucedáneo camuflado de la
ruda decepción que sufrió la primera generación cristiana? La respuesta
afirmativa a esta cuestión no sería sino el caso típico de una conclusión
apresurada que pasa por alto la realidad histórica. Antes que nada hay que
traer a consideración otra circunstancia que supone un hecho tan
incontrovertido como el de la expectativa próxima de los comienzos: el de que,
además de la primera, tampoco la segunda ni la tercera generación
experimentaron la parusía de Cristo y que esa realidad no provocó ni el más
mínimo indicio de una crisis en los fundamentos de su fe. Precisamente este
hecho tan elocuente demanda una explicación satisfactoria para la que la
ciencia neotestamentaria está desde hace tiempo preparada. Rememoremos los
datos más importantes. La firme expectativa de una plenitud de salvación que
aún se había de producir, en ningún momento se basó en el conocimiento de
fechas concretas. No existieron ni existen frases originarias de Jesús en las
que El mismo haya puesto fecha determinada a la revelación final del Reino de
Dios. No se puede, por tanto, argumentar diciendo que, por ejemplo, Jesús
había afirmado que el Reino de Dios se revelaría aun antes de la desaparición
total de la generación contemporánea a él.
PARUSIA/PROXIMA:
Por el contrario, la expectación de la parusía se basaba única y
exclusivamente en la misma fe pascual, en la fe en la plenitud de poder del
Resucitado, en el poder que Dios tiene de hacer llegar la salvación definitiva.
La «expectativa próxima» presuponía, por cierto, la fe inconmovible en la
parusía de Cristo, pero ésta, por su misma naturaleza, no era más que una
forma particularmente intensa de la fe en la parusía. Esta intensificación es,
por otra parte, plenamente comprensible desde el punto de vista histórico. La
espera en una pronta venida de Cristo era la expresión de un anhelo de
salvación que se alimentaba en una fe pascual viva. Más objetiva que la
denominación usual de «expectativa próxima»» sería la expresión de este
fenómeno como un «esperar» en una pronta parusía. Al menos resulta confuso
hablar de una «fe» inicial en una inmediata venida de Cristo. Si queremos
precisar con un concepto filosófico la relación existente entre la «fe en la
parusía» y la «expectativa próxima» tendremos que afirmar que la segunda no
supone más que un «accidente», algo, por tanto, que no afecta esencialmente a
una materia: en este caso a la fe en la parusía. También aquí tenemos en el
apóstol Pablo a un garante auténtico de la primera generación. El emplea la
expectativa próxima como un punto de vista adicional para estimular a los
creyentes a la actualización de la nueva vida exigida por la misma recepción
de la salvación que ya ha tenido lugar. Con ello está utilizando la
expectativa próxima como un motivo más de orden parenético, pero nunca la
declara por sí misma objeto de fe.
Hay
todavía otra razón fundamental por la que la cuestión de la fecha exacta no
podía cobrar peso específico propio para la fe en la plenitud de la salvación
futura. La decisión acerca del futuro salvífico ya había tenido lugar hacía
tiempo. El esperado es alguien que ya ha venido en Cristo, alguien en quien y
por medio de quien Dios ya ha actuado de modo definitivo para la salvación del
mundo. Los creyentes en el Mesías Jesús no se diferenciaban de los demás
seres humanos únicamente por el hecho de que veían en la exaltación de Jesús
la garantía de la venida segura de la salvación, aunque por otra parte
viviesen en un mero estado de expectativa privado de cualquier modo de posesión
de salvación. No; en su visión de fe, la redención definitiva ya estaba
asentada dentro de ellos. Experimentaban su presencia, su existencia en este
mundo sometido al pecado y a la muerte; y la experimentaban como una presencia
actual de la salvación.
Por
los motivos enunciados es lógico que la experiencia de la prolongación del
tiempo llevase a una distensión de la «expectación próxima» sin que por
ello se cuestionase lo más mínimo la validez de la fe en la parusía de
Cristo. La misma aparición por vez primera en el Nuevo Testamento de una
negación de la parusía puede confirmar indirectamente esta afirmación. La
verdadera razón esgrimida por los que negaban la parusía, contra los que hubo
de intervenir el autor de la segunda carta de Pedro entre los años 120 y 140,
no fue el hecho de que el tiempo siguiera adelante, sino una interpretación
gnóstica de la fe en Cristo. Esos herejes afirmaban la absoluta presencia de la
salvación y por ello rechazaban una plenitud salvífica aún por realizar; la
rechazaban como algo superfluo; estaban en total contradicción con todos los
testimonios del Nuevo Testamento para los que la fe en la parusía de Cristo
constituye una consecuencia irrenunciable de la misma fe pascual. Por
consiguiente, no se puede hablar de una falsificación a posteriori de la fe
original en el futuro salvífico, puesto que la cuestión acerca de cuán
próxima o lejana pueda estar la «vuelta» de Cristo es irrelevante aun para
nuestro manifiesto crístico.
Nuestra
fe pascual en cuestión
«Yo
estoy con vosotros todos los días...» La aseveración de la permanente
asistencia graciosa de Cristo apela a nuestra disponibilidad personal a tener
una fe decidida. El miedo paralizador ante el futuro no se detiene ni ante las
puertas de la Iglesia. Los mismos teólogos cristianos se preguntan si el
cristianismo tiene aún un futuro auténtico. La virulenta tentación de hacer
desaparecer, o al menos reducir de modo manifiesto, el mensaje provocador del
Jesucristo resucitado y actuante, tras la figura histórica del Jesús humano y
tras su exigencia de un comportamiento interhumano ideal, ¿no se alimentará de
manera determinante de la preocupación acerca del futuro del cristianismo? La
oportunidad de supervivencia sólo la podría esperar una cristiandad que
aportara sus claros y potentes impulsos en pro de un compromiso social y
societario en la situación actual y en la futura, que tomara en serio como
norma decisiva de actuación la Carta Magna del amor a todos y a todo. Por
esencial e irrenunciable que sea ese aspecto de relevancia social de la fe y la
vida cristianas, se está corriendo el peligro de perder de vista el centro de
la fe cristiana, que no es otro que el futuro que se nos abre en el Cristo
pascual, único capaz de proporcionar a los cristianos un firme apoyo para el
presente y para el futuro.
FE/OPTIMISMO:
¿No tendremos honradamente que avergonzarnos cuando resuenan en nuestros oídos
las voces múltiples, pero unánimes, de la fe pascual de los primeros
cristianos? El autor de los Hechos de los Apóstoles tenía aún presente el
martirio romano del apóstol Pablo ocurrido hacía años y sin embargo no
concluía su escrito de predicación y propaganda con la relación del fin del
gran apóstol de los pueblos. Acaba más bien con la noticia de que el apóstol,
que vivía en libertad provisional, «predicaba el Reino de Dios y enseñaba lo
que se refiere al Señor Jesucristo con toda libertad y sin obstáculos» (/Hch/28/31).
Este final sorprendente implica todo un programa: el futuro no está en manos
del señor que se sienta sobre el trono de los césares en la capital del
imperio, ni pertenece a los múltiples señores divinos propagados entonces por
la fe pagana y sus numerosos cultos mistéricos. El futuro le pertenece al
único y verdadero Señor divino, a Jesucristo. ¡Tal es la fe pascual viva que,
segura de sí misma, mira hacia el futuro!
Se
podrá objetar que en aquel entonces la fe resultaba más sencilla que lo que lo
es hoy para una persona que ha de estar a la altura del pensamiento y de la
comprensión moderna de la realidad. En la actualidad nos vemos confrontados,
incluso en países cristianos, a un amplio frente de decidida incredulidad o por
lo menos a la ignorancia de hecho de cuanto signifique cristianismo e Iglesia.
¿Cuántos son los que creen todavía seriamente que el Jesús crucificado no
está tan muerto como cualquier otro difunto, sino que ha penetrado en una
existencia de energía vital y llena de eficacia divina y que se habrá de
revelar como el Salvador? No pensemos, sin embargo, que haya sido el pensamiento
moderno el primero en formular su oposición a la fe pascual. El evangelio de
Juan, escrito hacia finales del siglo primero, no está dominado casualmente por
la alternativa fe-incredulidad. Su autor afrontaba manifiestamente una
situación en la que era posible que el mensaje de Cristo experimentase un
rechazo total hasta el punto de que llega a considerar que ese rechazo, en
definitiva, se debe a un influjo diabólico. Pero: «Ahora se produce la condena
de este mundo; ahora el dominador de este mundo va a ser expulsado afuera. Y yo,
cuando sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (12, 31s). Se
trata de todos esos que se dejan llevar con Cristo al espacio vital de Dios. Y
por ello el Jesús de este evangelio proclama también el mandato del amor. Pero
renuncia a la exposición particularizada de la voluntad de Dios. La exigencia
fundamental que propone a los seres humanos, exigencia que atraviesa todo el
evangelio, es la de la decisión por la fe en Jesucristo como revelador y
mediador absoluto de la verdadera vida; la decisión por la fe en la fuerza
salvadora de su Muerte y Resurrección: «Yo soy la resurrección y la vida.
Quien crea en mí, aunque haya muerto, vivirá...» (11, 25).
Sólo
mediante la confesión de Cristo Crucificado y Resucitado se puede comprender
plenamente a Jesús de Nazaret. La mirada hacia el Señor exaltado y presente en
ella capacitaba a la joven Iglesia para resistir los ataques exteriores más
duros. Aquel Juan lleno de carisma profético que hacia finales del gobierno del
emperador Domiciano veía que se aproximaba a las comunidades cristianas de Asia
menor una terrible persecución, intentaba con su Apocalipsis fortalecerlas para
que se dispusieran a sufrir el martirio antes de renegar de su Señor divino
Jesucristo, tributando culto al emperador. En ese dificultoso camino los fieles
no están solos. La visión introductoria de ese libro proclama al Cristo
celeste como alguien presente a sus comunidades, como el Señor que las auxilia
y defiende. El es el Kyrios divino, el único que, empleando el estilo en
primera persona, propio de Dios, puede afirmar: «Yo soy el primero y el último
y el viviente; Yo estuve muerto, pero mira, estoy vivo por los siglos de los
siglos, y tengo las llaves de la muerte y del Abismo» (1, 17-18) .
¿Estamos
también nosotros dispuestos a seguir el camino de Jesús hasta su
Resurrección, hasta su exaltación a Señor divino y realizador de nuestra
salvación? ¿Estamos también dispuestos a creer en la presencia llena de
eficacia de este Señor de la Iglesia? ¿A creer que su comunidad salvífica
será conducida a buen término por El a través de las tormentas más
peligrosas? ¿Estamos dispuestos a dejarnos interpelar y exigir «todos los
días», a revitalizarnos a diario, a estimularnos y activarnos por ese Jesús
que, en cuanto resucitado, es el Señor divino próximo a nosotros? Estas son
las preguntas que propone a nuestra vida la consoladora promesa de asistencia
que nos proclama el manifiesto final de Cristo que hemos estudiado.
Anton
Vögtle
PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO
Ed. Sal Terrae. Col Alcance 29
Santander 1983. Págs. 55-141
PASCUA Y EL HOMBRE NUEVO
Ed. Sal Terrae. Col Alcance 29
Santander 1983. Págs. 55-141
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