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En rigor, lo fundamental de lo que se pretendía decir queda ya dicho. Pero un capítulo final ofrece siempre una gran ventaja: permite aclarar aspectos que podrían haber quedado ambiguos y explicitar consecuencias no inmediatamente obvias. Algo así pretende este capítulo, y para ello va a atender justamente a los dos polos que han articulado toda la reflexión: la interrogante atea y la experiencia -actualizada, renovada y liberadora- de la fe en el Dios de Jesús. Si bien, insistiendo ante todo en lo segundo, porque es también lo que antes que nada se le pide al creyente: ofrecer fraternalmente su fe.
1.
El ateísmo como posibilidad autónoma
a)
El ateísmo y la responsabilidad de los cristianos
ATEISMO/CR/RBA:
De todo el talante de nuestro discurso, acaso alguien haya
podido sacar la impresión de un cierto optimismo ingenuo.
Simplificando, cabría expresarlo como si, en el fondo, todo
se redujese a la hipótesis siguiente: si los cristianos
acertasen en su manera de presentar el cristianismo, prácticamente
no habría ateos. Se trataría de una especie de «rousseaunianismo»
optimista aplicado a la religión: el hombre, naturalmente
bueno, aceptaría sin más la fe si una perversa configuración
social de la misma no viniera a estropear las cosas.
Obviamente,
no se trata de eso. Aun cuando, por un imposible histórico,
la presencia del cristianismo en la cultura y en la sociedad
fuese óptima, sin fallos, fisuras ni deformaciones, habría
ateísmo. Esta es una posibilidad abierta a la libertad del
hombre: su falibilidad radical, así como la terrible pero
innegable realidad del pecado, hacen del ateísmo algo
inevitable en la historia humana.
FE/HUMANIDAD-AUT:
Pero vivimos en una época en la que al creyente no le toca
juzgar, sino comprender. Sin negar la responsabilidad del
otro -esa su grandeza y su miseria-, al creyente le
corresponde, ante todo, el ofrecimiento de la propia fe como
posibilidad de humanidad auténtica. Para ello, tal
ofrecimiento ha de ser limpio y fraternal; es decir, por un
lado, purificado de las contaminaciones o simples retrasos
históricos que la deforman; y, por otro, abierto a las
legitimas preguntas y a las auténticas búsquedas de
aquellos a quienes se dirige. Si lo que de veras se busca es
la promoción de una vida plenamente humana para el hombre,
carece de sentido cualquier tipo de recriminación, y
constituiría una indignidad salir a la caza de los fallos
ajenos. Como queda dicho al principio, lo que precisamos es
una dialéctica de lo mejor con lo mejor: de lo mejor de la
búsqueda atea con lo mejor de la oferta cristiana.
Unicamente así estaremos a la altura de las exigencias de
nuestro tiempo y no demasiado por debajo de lo que postula
la más elemental dignidad humana.
Asunto
distinto es buscar con ese talante las causas objetivas del
ateísmo moderno. Porque entonces -reconocida ya la propia
responsabilidad- deja de sonar a acusación, para mostrarse
más bien como intento de participación en la empresa común:
la preservación de lo humano y su potenciación. Además,
ahora cabe aportar ya los resultados de la visión obtenida
mediante las reflexiones anteriores, a la vez que éstas
deben ser más explícitamente confrontadas con las
dificultades específicas del encuentro del hombre con Dios
-también del hombre creyente.
Porque
-y esto es importantísimo señalarlo- la empresa aparece así
como verdaderamente común. El creyente, como hombre y
hombre de su tiempo, encuentra dentro de sí las mismas
barreras y los mismos condicionamientos que encuentran sus
semejantes a la hora de relacionarse con Dios; justamente
por eso las respuestas creyentes pueden servir de ayuda a
los demás. Por su parte, el no-creyente que busca la
afirmación del hombre lucha contra aquellos aspectos de la
cultura reinante que amenazan con degradar lo humano, insertándose
así en el mismísimo proceso real que el creyente
interpreta como realización del plan de Dios.
Esto
hace aún más agudo el problema del ateísmo, ya enunciado
al principio, y permite percatarse de lo profundas que deben
de ser las causas que lo provocan. En realidad, estamos aquí
ante uno de los rostros -y no el menos terrible- del
problema del mal. Hay toda una serie de factores que
explican el ocultamiento de Dios para el hombre. Factores
cada vez más profundos, hasta alcanzar la raíz misma de la
«creaturalidad». Intentemos una visión rápida.
b)
El ateísmo y la cultura moderna
1.
El hecho de que el ateísmo sea un fenómeno estrictamente
moderno, coincidente con la eclosión de la «modernidad»,
hizo caer en la cuenta de que existe ahí una conexión de
tipo causal: de algún modo, al menos bajo aspectos
importantes, la modernidad provocó el ateísmo1. En el
capitulo 1° insistimos en la responsabilidad que les toca a
las iglesias: al no tener la lucidez y el coraje de
renunciar a la ya caduca visión cultural y a la organización
institucional en que tenían «traducida» la fe, provocaron
la confusión de ésta con su revestimiento externo; y al
quedar éste superado por la nueva visión del mundo,
pensaron muchos que quedaba superada también la misma fe.
(Desgraciadamente, fue un presupuesto común: muchos
creyentes supusieron que la fe era incompatible con la nueva
cultura, y muchos hombres de la cultura pensaron que ésta
era incompatible con la fe. Fe sin cultura o cultura sin fe:
he ahí el trágico -y artificial- dilema).
El
diagnóstico conserva intacta su validez. Pero ahora
conviene completarlo en un aspecto importante. Determinados
rasgos de la nueva cultura -¡no la cultura como tal!- se
mostraron como generadores activos de ateísmo, induciendo
una visión del hombre y de sus relaciones con sus
semejantes y con la naturaleza que tendía a dificultar el
acceso a lo profundo, a la transcendencia y, en última
instancia, a Dios. Martin Heidegger2 habló de que la
civilización tecnológica provocó -y sigue provocando- un
ocultamiento del Ser. Y Max Weber3, con una terminología
que acaso nos resulte más inmediatamente utilizable, habló
de un «desencantamiento» del mundo que tiende a reducir la
realidad a su aspecto manipulable, eliminando lo profundo y
misterioso. Concretando más, cabe hablar de un doble
desencantamiento como característico de la sociedad
moderna: el de la naturaleza, que se traduce en la producción
económico-industrial, con su afán de explotación, sus
costes ecológicos y el predominio de la razón
instrumental, y el de la sociedad, que se traduce en el
Estado burocrático-administrativo, con su objetivación de
las relaciones personales, reducidas a lo abstracto,
clasificatorio y legalista.
En
estas circunstancias se crea una atmósfera espiritual que,
de un modo casi inevitable, corta el acceso del hombre a
Dios: desde la pérdida de evidencia de lo divino, pasando
por un tipo de pensamiento positivista e instrumental que «ciega»
para captarlo, hasta el ateísmo explícito y confeso, hay
toda una gama de posturas que encuentran aquí su explicación.
Por la vía de la impregnación ambiental, tiene además una
enorme fuerza expansiva, alcanzando en alguna medida a todas
las capas de la población. Como bien observa un autor
norteamericano, «esta visión del mundo representada por
unos pocos intelectuales es, sin embargo, el fondo
inconsciente de la vida moderna»4. Sin necesidad de
profesar ningún tipo de determinismo social, resulta
innegable que la conciencia individual está siempre
profunda y eficacísimamente condicionada por su entorno
comunitario.
2.
Pero, constatado lo anterior, se impone una importantísima
precisión, so pena de exponerse a caer en una trampa
mortal. Como hemos advertido lineas arriba, no se trata en
todo esto de la cultura en sí, sino de determinados rasgos
de la misma que ni la totalizan ni representan lo mejor de
su aportación. La prueba está en que es dentro de la
propia cultura donde se levantan las criticas más radicales
a la misma, justamente porque se descubre que esos rasgos
amenazan con la destrucción del hombre y de la naturaleza.
Los análisis de la «dialéctica de la llustración»5
(poniendo al descubierto sus riesgos y perversiones), la
critica social, la superación del positivismo científico,
los movimientos ecologistas y pacifistas... muestran una
reacción autocrítica que, sin negar -fuera de algunos
casos extremos- la cultura, buscan abrirla a favor de una más
justa autenticidad humana.
Por
eso puede convertirse en una trampa mortal el hablar, como
de algo obvio, de contraposición entre una «cultura de la
fe» y una «cultura de la increencia»6. A un cierto nivel
superficial -tanto en la fe como en la increencia-, eso
puede tener una cierta fundamentación: desconocimientos,
descalificaciones, acaparamientos partidistas de la intención
liberadora... Pero más profundo que todo eso está la
cultura del hombre: esa búsqueda constante y esforzada de
su elevación. Búsqueda que cada cual realiza a su manera y
que no admite otras credenciales que no sean las de la
lucidez, el acierto y la generosidad. Toda pretensión de
acaparamiento, sea desde la «progresía» social o desde la
pureza de la fe, resulta absolutamente injusta y, sobre
todo, perjudica gravemente a la causa del hombre. En la
circunstancia que atraviesa España, y aun reconociendo la
gravedad de muchas contradicciones concretas, deberíamos
todos -por la gloria de Dios y por el bien del hombre-
evitar con seriedad absoluta elevar a principio tan
peligroso malentendido.
3.
Quede dicho esto como descargo de conciencia ante un
problema urgente y gravísimo. Ahora continuemos con el análisis.
Christian
Duquoc, haciéndose eco de una intuición largamente
elaborada por la teología de la liberación y por las
diversas teologías políticas, hace una observación que
conjuga perfectamente los dos aspectos aquí aludidos, haciéndolos
avanzar en una dimensión hoy fundamental. En efecto, pone
al descubierto la perversa connivencia entre la objetividad
de los dinamismos socio-culturales y la subjetividad
pecadora del hombre:
«Quizá
seria esclarecedor analizar el proceso de ateización en
Occidente no a partir de la idea de dominio científico,
sino a partir de la de dominación y explotación»7.
El
teólogo francés prosigue a continuación insistiendo en la
complicidad de las iglesias en el proceso. La observación
está ahí y ya la hemos analizado en el capitulo 2º. Aquí,
tal vez resulte preferible mantenerla en su tenor general:
una configuración social basada en el desinterés por el
otro y en el egoísmo de lo propio ciega la mirada para lo
auténtico, clausurándola en la inmanencia asfixiante de
una infinitud que se degrada en el consumo, en la «diversión»
o en el poder. La negación del otro -del hermano- lleva,
como tan enérgica y lúcidamente analizó E. Levinas, a la
negación del Otro -de Dios-, al ateísmo.
No
cabe duda de que las acusaciones que en este sentido le
llegan desde el Tercer Mundo a la opulencia del primero
tienen aquí sobrada justificación: la secularización y el
ateísmo galopantes que reinan en éste se contraponen a la
profunda aspiración religiosa y a los vivos movimientos
liberadores que animan a aquél. No sólo las iglesias
tienen que sacar de aquí su lección; también la soberbia
del homo technicus occidentalis recibe una fuerte llamada a
revisar sus esquemas de pensamiento, incluidos los que, cegándolo
para lo profundo, le inducen al ateísmo.
c)
El «ateísmo de la creatura»
1.
Existen, por lo tanto, causas serias en la sociedad y en la
cultura modernas que, prescindiendo de la «parte no pequeña»
que corresponde a los creyentes (Gaudium et Spes, no 19),
explican la presencia y la gravedad del fenómeno ateo. Y
cabe todavía dar un paso más. Porque una mínima
radicalización del asunto lleva enseguida a preguntarse por
las condiciones que hacen posible el efecto de las causas.
Al fin y al cabo, Dios sigue presente y actuante en esta
cultura y en esta sociedad: ¿cómo es posible que los
hombres no lo vean?
Con
esta pregunta nos acercamos a la raíz misma del problema, a
su fundamentación, digamos -¿por qué evitar la palabra?-
metafísica. No sería conveniente enmarañar nuestro camino
con análisis de detalle. Tampoco es necesario para ver adónde
apunta la cuestión.
De
una manera elemental, basta con aludir a la dinámica
esencial de los seres finitos. Porque son finitos y tienen
que realizarse en el tiempo y en la historia, aparecen
sometidos a dos fuerzas polares: una que tira hacia arriba,
al «más ser»; y otra que tiende hacia abajo, a la
pasividad de lo inerte, a la entropía de la disgregación y
del «no ser». Se ve muy claro en el hombre, precisamente
por ser la flecha en el proceso de avance. Hay en nosotros
un dinamismo de crecimiento y apertura a lo infinito, la «acción»
(Blondel), que nunca se contenta con lo ya alcanzado y busca
siempre metas de nueva realización que, a su vez, se abrirán
a otras. Tal es el proceso que constituye lo íntimo de la
grandeza humana, pero que marca también la cota
inalcanzable de su esfuerzo: «el hombre sobrepasa
infinitamente al hombre», dijo admirablemente Pascal.
PEREZA/ATEISMO:
Con lo cual ya se está diciendo, por otro lado, que existe
una dificultad intrínseca que debe ser constantemente
superada: la pereza o inercia vital, que renuncia al
crecimiento; la pendiente del instinto, que renuncia al
esfuerzo de la libertad y lleva a la disgregación; la
inautenticidad o la mala conciencia, que, renunciando a la
propia originalidad, se entrega al anonimato de lo uniforme
y sin relieve. En el límite, por discutible que pueda ser
la teoría, Freud lo expresó perfectamente al hablar de
eros y thanatos, instinto de vida e instinto de muerte. Y
Simone Weil, acaso exagerando un tanto el dualismo, lo
expresó bellamente al hablar de la «pesadez y la gracia»8.
2.
En un apretado y fino análisis que se acerca más
directamente a nuestra búsqueda, B. Welte mostró9 cómo de
esa tensión nacen las posibilidades fundamentales de
realización de la existencia (también la atea). El hombre
puede afrontar el esfuerzo de la diferencia abriéndose al
Absoluto y reconociendo en él -en la confianza y en la
aceptación- la posibilidad de su realización máxima. Pero
puede también evitar la diferencia: o bien, concentrándose
en las positividades inmanentes, intenta apagar en el cambio
siempre renovado de los objetos su sed de Absoluto, o bien,
limitándose conscientemente -en la resignación o la
rebeldia- a la finitud, acepta la nada como meta de su ser y
de su destino.
El
ateísmo se muestra, de este modo, como salida que desde la
experiencia de la fe, aparece como un corte fatal en la
entraña misma del ser, pero que en sí mismo posee fuertes
agarraderos en la estructura ontológica del hombre.
Emmanuel
Levinas10 llega incluso a hablar de un «ateismo de la
creatura» por el mero hecho de ser: en cuanto distinta de
Dios -ésa es la maravilla de la creación-, tiende a
afirmarse en sí misma, a asegurar su consistencia. Cosa
legitima, pero que puede tomar el mal camino de hacerlo
clausurándose en la pura inmanencia o, peor todavía, rebelándose
contra el Creador (¿no han visto siempre aquí las diversas
tradiciones religiosas, de uno u otro modo, la esencia del
pecado?).
3.
A poco que se asome uno al abismo que aquí se abre,
enseguida se da cuenta de que la consideración apunta a un
extremo insuperable. Estamos ante una consecuencia
inevitable de la finitud, ante un nuevo rostro del precio
que la creatura tiene que pagar para que sea posible su
plena realización y su personal felicidad. En una palabra,
nos enfrentamos, por otro camino, a la dialéctica del mal.
Pero
ahora contamos ya con la comprensión -conquistada a la luz
conjunta de la razón y de la fe- del sentido fundamental de
su dinamismo. Por eso cabe esperar que también aquí pueda
producirse la paradójica inversión que en la negatividad
del mal hace brillar, a pesar de todo, la positividad
infinita del amor que lo com-padece y supera. En la
oscuridad de lo divino causada por la finitud del mundo es
posible, por fin, divisar la presencia amorosa del Dios que
insistentemente nos está llamando desde todas las esquinas
de lo real, en un intento continuado -en eso consiste la
historia de la salvación- de hacernos oir su voz y lograr
que «su rostro brille sobre nosotros».
Intentemos
demostrarlo brevemente.
2.
Del «silencio» de Dios a su «evidencia»
a)
El equivoco del «silencio» de Dios
Tal
vez nada resulte más clarificador que empezar por un
concepto muy extendido y de larga tradición: el del «silencio
de Dios». Clarificador, porque expresa al mismo tiempo la
dificultad real y el equivoco que hace a ésta inasimilable.
1.
Dificultad real, en efecto. Desde siempre ha constituido el
gran enigma. En la propia Biblia, los creyentes sienten
duramente el peso del silencio divino: no como negación de
la existencia (pues, como dijimos, lo sagrado era en la
antigüedad algo obvio), pero sí como sensación de
abandono e indiferencia. Abandono íntimo: «no seas sordo a
mi voz, que, si tú callas, seré uno más de los que bajan
a la fosa» (Sal 28,1). Desamparo frente a la negación: «no
estés callado, en silencio y quieto, Señor; mira que tus
enemigos se agitan, y los que te odian levantan la cabeza»
(Sal 83,2-3; cfr. Sal 53,22; 39,13; 109,1; Hab 1,13; Is
64,11). En nuestro tiempo, una obra de tanta resonancia en
el público y tan fina a la hora de captar la atmósfera
cultural como es la de Charles Moeller, Literatura del siglo
XX y cristianismo11, abre el primer tomo justamente con este
titulo: «El silencio de Dios». Con muy significativo
acierto, incluye como protagonistas tanto a creyentes como a
no-creyentes, porque, si distinta es la respuesta, común es
el problema.
Y
no hace falta acudir a testimonios externos: de uno u otro
modo, en la vida de cada uno de nosotros -en la certeza de
la presencia y en la esperanza del encuentro o en la
angustia de la ausencia y en el temor del desamparo- deja
sentir inevitablemente su peso. La dificultad es real.
2.
Pero al mismo tiempo encierra un equívoco. Exactamente el
mismo equivoco que encontramos al estudiar el mal: se da por
supuesto que Dios calla. Que calla voluntariamente, cuando
podia hablar mostrándose con claridad y haciéndolo todo más
fácil y sencillo.
Después
de las reflexiones del capitulo precedente no resulta
demasiado difícil comprender que no es así; que, más
bien, es exactamente lo contrario. No se trata del silencio
de Dios, sino de la incapacidad de la creatura para
escucharlo. Basta con pensar un poco para intuir que no podría
ser de otra manera.
Oir,
ver, percibir, conocer... son operaciones que suponen una
reciprocidad en el ser y en el actuar. Captamos el color de
una cosa y escuchamos la voz de una persona porque
participamos del mismo engranaje físico, nos movemos en el
mismo juego de fuerzas y estamos con ellos en un interflujo
continuo que constituye la normalidad de nuestro ser: la luz
reflejada en el paisaje o la onda sonora que viene del
interlocutor nos encuentran en nuestro terreno y suscitan en
nosotros una respuesta connatural. Pero con Dios no sucede
(no puede suceder) lo mismo. La «diferencia ontológica»
enuncia en terminología técnica lo que, a su manera, es de
evidencia común: entre lo Absoluto y lo relativo, entre lo
Infinito y lo finito, entre el Creador y la creatura, hay
una distancia insalvable, una heterogeneidad radical, una
disimilitud abismal. Falta el «enganche» natural, y todos
los caminos parecen cortados. En esas circunstancias, ¿qué
puede captar el hombre?; ¿cómo podría contener en su
concha de niño el océano de la comunicación divina?
Un
sencillo experimento a contrario puede aclarar esto.
Imaginemos que Dios decide manifestarse de un modo
totalmente claro e inequívoco a los hombres. ¿Cómo lo hará,
si El es por esencia el Invisible? Tendrá que mostrarse de
alguna forma concreta, la cual, por lo mismo, ya no sería
El, porque su Ser supera toda forma y está más allá de
toda figura. La máxima evidencia se tornaría así, automáticamente,
en el máximo engaño. Leszek Kolakowski, que se plantea
algo parecido, concluye con profunda sobriedad filosófica:
«¿Qué
hará? ¿Qué clase de milagros extraordinarios tendrá que
realizar para que nadie en su sano juicio deje de percibir
Su mano? Es fácil darse cuenta de que no podría hacer nada
de esa clase. (...) Asi pues, Dios está incapacitado para
crear una evidencia empírica de su existencia que parezca
irrefutable o siquiera sumamente plausible en términos
científicos; afirmar esto no equivale en absoluto a limitar
su omnipotencia...».
3.
A poco que se reflexione, lo admirable no es lo dificil que
resulta captar a Dios; lo maravilloso está en cómo, a
pesar de ello, puede haber alguna comunicación; cómo,
salvando el abismo de la diferencia infinita, logra Dios
hacerse presente en la vida y en la historia del hombre. Tal
es la maravilla y el misterio de la revelación. Los propios
escolásticos, a pesar de su confianza pre-crítica en la
razón, no se atrevieron a llegar más que a esto: no se
puede demostrar que la revelación sea imposible (nótese
que tal proposición resulta muchísimo más modesta que la
que parecería normal: se puede demostrar, al menos, que la
revelación es posible). En definitiva, sólo cabe apuntar a
la apertura infinita del espíritu humano para poder intuir
de lejos que ahí le resulta posible a Dios la «imposibilidad»
de hacerse sentir en los frágiles y oscuros límites de la
creatura.
Es
muy sano sentir esta desproporción y medir la distancia
inconmensurable de nuestra impotencia. Porque, entonces,
también aquí se nos pueden invertir las perspectivas. La
oscuridad de la revelación se descubre de súbito como la
distancia vencida por la generosidad del amor; y el «silencio»
de Dios se desenmascara como el malentendido acerca de un
Hablar que está siempre viniendo a nosotros, abriéndose
camino sin descanso en la oscuridad de nuestra conciencia y
esperando pacientemente la más mínima oportunidad para
entrar en nuestra vida. Mírese a la historia de las
religiones, y a ese sector más concreto de la misma que
llamamos «historia de la salvación», y acaso empiece a
presentirse el profundo y revolucionario significado de esta
intuición.
Verdaderamente,
cuando esta perspectiva, aunque sea por una esquina mínima,
empieza a ser percepción viva en nuestro espíritu, todo se
transfigura en una nueva luz. El amor brilla con toda su
intensidad justamente allí donde parecía ausente; y lo que
semejaba indiferencia, desinterés y hasta capricho, se
revela como la generosidad irrestricta y la impaciencia
exquisita de un amor que agota los recursos y «apresura los
tiempos», a fin de llegar, en lo posible, a todos los
hombres; y llegar del modo más rápido, profundo y
liberador que la limitación histórica y el pecado de la
creatura se lo permitan.
Abrigo
la esperanza de que, a estas alturas, el lector sintonice de
alguna manera con esta perspectiva e intuya su profunda
verdad y hasta su «evidencia», una vez captada su onda.
Entrar en más detalles estaría fuera de lugar, y me
permito remitir a otra obra13 donde intento mostrar todo
esto más pormenorizadamente. En lo que sigue, se trata únicamente
de explicitar lo fundamental de la nueva perspectiva en
vistas a convertirla en base de una «nueva» actitud en
nuestra relación con Dios. De algún modo, prolonga en
clave más contemplativa lo que el precedente capitulo sobre
el mal intentaba en un terreno más práctico.
b)
La «evidencia» de Dios
El
titulo de este apartado -«La evidencia de Dios»-
constituye una fórmula excelente para expresar, en la
provocación de una paradoja cordial, el sesgo decisivo de
la nueva perspectiva. Justamente porque Dios no puede ser
visible en nada, puede de algún modo hacerse visible en
todo. Por carecer de forma y figura, no puede ser
representado por nada concreto; pero por eso mismo es capaz
de mostrarse en cada ser. Un resultado sorprendente que sólo
extrañará a quien no posea el sentido del carácter
sintetizador de contrarios -coincidentia oppositorum- de
todo lo verdaderamente alto y profundo.
1.
Con todo, sería mal camino el de adentrarse en este tipo de
consideraciones. Mejor será recurrir a evidencias más
accesibles.
La
primera está a la mano: por difícil y rebuscado que todo
esto pueda parecer, de hecho v desde siempre la humanidad ha
descubierto a Dios en el mundo real. Desde que hay hombres,
hay religión, porque en el mundo se hace espontáneamente
visible la presencia de lo divino. Algo que -no sin romper
concepciones apriorísticas y prejuicios evolucionistas- se
demostró válido incluso para los hombres más primitivos,
según evidenció, como ya hemos dicho, la Escuela de Viena.
Algo que sigue siendo válido para todos los hombres
religiosos que en el mundo son -somos- hoy. Y algo que
incluso, contra todo pronóstico, se deja sentir en el seno
mismo de la racionalidad técnica y de la burocracia
moderna: eso significan -al menos, entre otras cosas,
significan también eso- los movimientos de «reencantamiento»
del mundo, el pulular de religiones, para-religiones y
supersticiones. (Lo que de aberrante pueda haber en
determinadas manifestaciones, seguramente no es otra cosa
que la «venganza de lo reprimido»: impedida por la chata
racionalidad ambiental la salida espontánea de la percepción
de lo divino, entra por la ventana de lo irracional o por la
negatividad de la protesta).
2.
La fenomenología de las religiones no permite ya las
descalificaciones simplistas y etnocéntricas de «primitivismo»
o de «falta de lógica», porque el análisis de las
hierofanias muestra la finura y la profunda coherencia de
este tipo de percepciones. Mircea Eliade, por ejemplo,
hablando de la percepción de lo sagrado en la contemplación
del cielo, observa certeramente:
«Esa
contemplación equivale a una revelación. El cielo se
revela tal como es en realidad: infinito y trascendente; la
bóveda celeste es "lo otro" por excelencia,
frente a lo poco que el hombre y su espacio vital
representan. Diriamos que el simbolismo de su trascendencia
se deduce de la simple consideración de su altura infinita.
"EI altísimo" se convierte con toda naturalidad
en un atributo de la divinidad»14.
Por
su parte, Romano Guardini escribió un libro que constituye
todo un programa: Los sentidos y el conocimiento religioso.
Con la claridad y limpieza que le caracterizan, intenta
demostrar algo tan sencillo como sorprendente: que podemos
«ver» a Dios con nuestros ojos, percibirlo con nuestros
sentidos. Parte Guardini del carácter expresivo y simbólico
de toda la realidad: «vemos» la figura armónica en un
cristal, la vida en un animal, el carácter en el rostro de
un hombre... No se trata de raciocinio, sino de captación
directa de la expresividad de las cosas. Por eso podemos
también ver a Dios en la expresividad del mundo, porque,
cuando miramos a éste en la justa perspectiva, su condición
de creatura se trasluce inmediatamente en todo su modo de
ser: la creatura es, pues, como un rostro de Dios, la
expresividad de su presencia. Veámoslo en palabras del
autor:
«¿Es
el carácter de creatura algo que yo tengo que añadir
consecutivamente a las cosas o es un carácter, una forma de
existir, que se manifiesta por sí misma en medio de todas
las demás determinaciones? ¿No ocurre que yo veo
sencillamente que las cosas, en su conjunto, no pueden
existir por si mismas -de igual modo que tampoco el
instrumento puede basarse en si mismo-? ¿Que yo creo que
están creadas? Pero, si veo su condición de creadas, -¿no
veo también, justamente por ello, su relación con el
Creador? ¿No se expresa inmediatamente esta relación en lo
creado por El?»15.
No
sorprende el que Teilhard de Chardin, con su agudeza y
sensibilidad para lo infinito, insistiera también en este
punto. El hombre vive en el «medio divino». Unicamente
precisa abrir los ojos:
«No
intentaré hacer Metafísica ni Apologética. Con los que me
quieran seguir, volveré al Agora. Y allí, todos juntos,
oiremos a San Pablo decirle a la gente del Areópago:
"Dios, que hizo al Hombre para que éste lo encuentre
-Dios, a quien intentamos aprehender a base de buscarlo a
tientas en nuestras vidas-, este Dios se encuentra tan
extendido y tan tangible como una atmósfera que nos bañase.
Por todas partes nos envuelve a nosotros, como al propio
mundo. ¿Qué os falta, pues, para que lo podáis abrazar?
Tan sólo una cosa: verlo"»16.
Por
eso acude Teilhard al concepto de diafanía: no ya el
aparecer -«epifania»- de Dios en el universo, sino su
transparencia en él, en todas y cada una de las cosas17.
3.
No es cuestión de ampliar con nuevos matices estas
consideraciones, que únicamente pretenden situar el
problema. Aludamos, para terminar, al hecho de que, cuando
la vida religiosa culmina en la experiencia mística, la
visibilidad de Dios se hace central.
En
la mística oriental resulta evidente: romper la ceguera -la
avidya- y llegar a la«iluminación» -bodhi-, en la que por
fin se abren los ojos para ver lo Real a través de la
apariencia -maia-: tal es la estructura básica sobre la que
todo descansa. En la mística cristiana nos resulta aún más
accesible. Sobre todo en los últimos estadios de los
grandes místicos, la claridad de Dios inunda lo real, que
se hace pura y transparente referencia. Basta leer el Cántico
Espiritual de San Juan de la Cruz: todo habla ya de Dios:
«Mi amado, las montañas, los valles solitarios, nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos, la noche sosegada en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora...» (Cántico, 14-15).
Conviene
dejarse llevar por el ritmo del verso y de su evocación,
acercarse después al comentario en prosa y presentir de
lejos lo que aquí se anuncia. Algo que incluso supera la
simple mostración de Dios, para mostrarse como identidad
misteriosa: «Y así, no se ha de entender que lo que aquí
se dice que siente el alma, es como ver las cosas en la luz
o las creaturas en Dios, sino que en aquella posesión
siente serle todas las cosas en Dios». Afirmación que
remachará bellamente al remate de los breves comentarios de
los dos primeros versos: «Estas montañas es mi Amado para
mi» (repitiendo luego lo mismo acerca de los valles)18.
Teniendo
en cuenta que la experiencia mística no es lo raro y ajeno,
sino lo íntimo y central a que se orienta toda la vida
cristiana -como se orienta, más profundamente aún, a la
visión plena de la gloria-, en esa maravilla se hace
patente lo que todos vivenciamos de algún modo. El místico
no revela sólo nuestra posibilidad, sino el fondo de
nuestra misma experiencia.
Claro
que todo esto no resulta accesible a la superficialidad
banal del «dilettantismo» religioso. Postula la atención
a lo profundo y la seriedad del compromiso íntimo. Exige la
atención y el cultivo, la oración y el cuidado de la
sensibilidad. En expresión preciosa, Teilhard indica que es
necesaria la «educación de los ojos»19. Con lo cual la
consideración se abre por sí misma sobre un riquísimo
panorama.
Pero
ese panorama debe quedar entregado a la disposición del
lector, a su intimidad. Aquí habrá que tomar otro camino más
objetivo, pero también más interesante: el significado
actual de las «pruebas» de la existencia de Dios.
3.
Probar hoy la existencia de Dios
a)
«Mostración» frente a «demostración»
Ya
se comprende que la nueva perspectiva pide ser traducida en
un planteamiento igualmente renovado. Algo que, de hecho, ya
se está dando en el pensamiento religioso actual, pero que
acaso no suceda de un modo suficientemente consciente y
reflejo. Con lo cual pierde gran parte de su eficacia y no
contribuye como debería a la tan deseable y necesaria
claridad en un punto verdaderamente vital para nuestra época.
1.
D/EXISTENCIA/PRUEBAS: De
ordinario, cuando se habla de «pruebas» de la existencia
de Dios, se parte de un esquema espontáneo: nosotros aquí;
Dios allá; y las pruebas, medio o camino para llegar a El.
No resulta difícil ver que así nunca se llegará: lo
finito nunca alcanzará lo Infinito; ninguna escalera puede
salvar tal distancia. A partir de Kant20, esta imposibilidad
se hizo prácticamente postulado común del pensamiento
moderno y, mientras persista aquel esquema, será muy difícil
que dicho postulado pueda ser desmentido.
Por
fortuna, el esquema es falso, porque sugiere justamente lo
contrario de la situación real. No tenemos por qué llegar
a Dios, por la sencilla razón de que El ya está siempre
con nosotros. No se trata de poner un medio, sino de
suprimir un obstáculo. La distancia no existe, porque Dios
está sustentando nuestro ser desde la misma raíz; está más
presente a nosotros que nosotros mismos. No necesitamos ir a
buscarlo, porque se nos está manifestando siempre. Tan sólo
precisamos -y aquí está la clave- caer en la cuenta, abrir
los ojos, percatarnos. Esa y no otra es la función de las
«pruebas», que no pueden ser «demostración», sino
mostración: llamada de atención, ayuda a despertar, ocasión
para caer en la cuenta...
Dado
que estamos en el ámbito de lo transcendente, de la
referencia simbólica y de la ruptura de lo superficial, no
vendrá mal el sugerente y transgresor lenguaje de la parábola.
Esta, que viene de la India contada por un cristiano,
expresa magníficamente lo que se intenta decir:
«"Usted
perdone", le dijo un pez a otro, "es usted más
viejo y con mas experiencia que yo, y probablemente podrá
usted ayudarme. Dígame: ¿dónde puedo encontrar eso que
llaman Océano? He estado buscándolo por todas partes, sin
resultado". "El Océano", respondió el viejo
pez, "es donde estás ahora mismo". "¿Esto?
Pero si esto no es más que agua... Lo que yo busco es el Océano",
replicó el joven pez, totalmente decepcionado, mientras se
marchaba nadando a buscar en otra parte»24 .
Muchos
sabios discursos acerca de la existencia de Dios no son sino
«nadar en otra parte». Por eso no llegan nunca, y las
discusiones no tienen término. Aunque sea de un modo muy
vulgar para lo elevado del tema, se diría que buscan las
gafas que llevan puestas, y precisamente por eso no las
pueden encontrar.
2.
¿Se debe concluir, entonces, que las pruebas y los
argumentos no sirven para nada? No; de lo que se trata es de
una inversión radical del proceso: en lugar de salir a
buscar a Dios, caer en la cuenta de que ya está dentro. San
Agustín lo dijo hace ya siglos: «no vayas fuera: la Verdad
habita en tu interior». Y de un modo más pragmático,
conscientemente secular, Peter L. Berger habla de que hoy sólo
resulta significativa una «fe inductiva» que trate de
descubrir en la realidad cotidiana «señales de la
transcendencia». Y por éstas entiende «fenómenos que se
encuentran dentro del dominio de nuestra realidad
"natural", pero que apuntan más allá de esa
realidad»22. Expresado con las palabras del titulo de la
obra, conviene escuchar el «rumor de ángeles» que desde
todos los rincones de la realidad -también de nuestra
realidad técnica, burocrática y secular- está anunciando
la presencia de Dios.
Ese
rumor no es igual de claro ni de intenso en todas partes, ni
habla la misma lengua en todas las circunstancias. Berger,
por ejemplo, se concentra en los «gestos prototipicos» que
expresan aspectos esenciales del ser humano. A través de
ellos se trasluce para nosotros la transcendencia. Y señala
él cinco fundamentales: la propensión al orden como último
«estar-bien» de la realidad y que hace ésta habitable; el
juego como intuición gozosa de la eternidad en el tiempo;
la esperanza como coraje de afirmar el futuro a pesar de
todo; la condena como rechazo absoluto del mal monstruoso y
humanamente irremediable; y el humor como capacidad de
relativizarlo todo, incluso la tragedia23.
Habría
que leer toda la exposición, a fin de captar su capacidad
sugestiva. Pero acaso sea suficiente lo dicho para intuir cuál
es su dirección: la misma en la que, en definitiva, deben
orientarse las llamadas «pruebas de la existencia de Dios»,
las cuales, de este modo, se muestran como lugares,
elaborados con especial cuidado lógico, donde lo real
aparece apuntando a su fundamento transcendente, gracias al
modo de ser de su constitución finita. Lugares, por tanto,
donde la superficie de lo real quiebra su apariencia
uniforme, despertando nuestra atención para que abra los
ojos y se percate de la presencia que lo sustenta. En
terminología de Guardini, lugares donde la realidad es
percibida como rostro de Dios que la habita.
3.
Se comprende que tales lugares estén sometidos a una
evolución histórica: no todo habla del mismo modo al
hombre en cada época. De ahí que haya una verdadera «historia
de las pruebas de la existencia de Dios»24. En el mundo
antiguo primaban las pruebas cosmológicas: la mutabilidad,
el orden o la contingencia del cosmos llamaban la atención
del hombre, haciéndole intuir en ellos la presencia del
Fundamento último. En la modernidad se vuelven, sobre todo,
antropológicas: es el ser mismo del hombre, con su aspiración
a la inmortalidad y a la felicidad, con su apertura a lo
infinito en el conocimiento y en la libertad, lo que hace de
«despertador» más sensible. Hoy asumen una clara
orientación histórica: la historia de la libertad humana,
con su búsqueda de sentido y, sobre todo, con las
verdaderas montañas de dolor irredento, agravadas por la
tremenda anti-utopía de la muerte, dirige los ojos de
muchos hacia un Garante último del sentido y de la
esperanza, contra el absurdo y la injusticia irremediables.
A
estas «pruebas» se les puede dar forma de silogismo e
incluso formalizarlas con los recursos de la lógica
moderna. Pero no está ahí su verdadera significación, y sí
su segura debilidad. La normalización lógica constituye más
bien un recurso a posteriori que tan sólo es de alguna
ayuda y tiene cierta validez cuando está previamente
habitado por la viva intuición de lo divino en esos plexos
reales que las «pruebas» tratan luego de reducir a
esquema. Pero, una vez más, debemos dejar a la reflexión
del lector este camino tan brevemente iniciado.
Ahora
nos interesa explicitar en rápidas pinceladas otro tipo de
consecuencias más inmediatas.
b)
Un nuevo estilo: «mayéutica» y «blick»
La
primera consecuencia se refiere a la importancia de las «pruebas»:
escasa o mucha, según se mire. Escasa (y puede que nula)
cuando se convierten en una discusión externa a los
participantes. Ahora podemos entenderlo: así no pasan de un
juego lógico que no puede llevar a Dios, justamente porque,
cuando se dirigen a El, ya lo han dejado atrás. En cambio,
tienen mucha importancia si responden a una inquietud real y
a una búsqueda sincera. El diálogo puede servir entonces
de despertador; y las «pruebas», de puntos concretos que
ayuden a abrir los ojos y a caer en la cuenta.
1.
Se trata de una actitud muy distinta de la que
ordinariamente se adopta. Personalmente, me gusta
denominarla «mayéutica»25, recordando a Sócrates: la
palabra que se le dice, le ayuda al otro a «dar a luz» lo
que ya llevaba dentro, a caer en la cuenta de algo que, de
algún modo, ya se le había anunciado en su interior. Si
estoy con un compañero contemplando un paisaje y, porque él
es poco sensible o nunca ha estado allí, no percibe su
belleza, hago algo parecido. No lo traslado a otro lugar ni
inicio un proceso deductivo: comunicándole lo que yo veo y
cómo lo veo, trato de que descubra, en lo que ya está
percibiendo, la belleza de las lineas o el contraste de los
tonos y colores.
Con
Dios no sucede de otro modo; lo que ocurre es que todo es aún
más íntimo. No se trata de llevar al interlocutor a algo
que está fuera o lejos de él, de convencerle de algo extraño.
Dios -lo sabemos una vez que lo descubrimos- está siempre
dentro de todo interlocutor, incluso de aquel que no lo ve o
le niega; más aún: está siempre manifestándose, tratando
de hacer sentir su amor y la fuerza de su salvación. No
somos nosotros los que le llevamos al otro: es Dios quien
está siempre llegando. Nuestra palabra tiene tan sólo la
humilde función de hacer de «partera» -«mayéutica»- ,
de ayudar a que su presencia salga a la luz y que quien nos
oye caiga por fin en la cuenta.
Se
comprende fácilmente la transcendencia de estas
consideraciones. Frente a la angustia del que quiere «llevar»
a Dios a toda costa, propician la confianza básica de quien
sabe que El ya está allí y que es El quien se manifiesta y
tiene interés en salvar. Confianza que constituye, al mismo
tiempo, llamada a la autenticidad: palabra verdaderamente
mayéutica que ayude a descubrir al Dios presente, sólo
podrá serlo aquella palabra que nazca de la experiencia y
hunda sus raíces en la vida real. Ayudará al otro porque
ya antes me ayudó a mí. No importa tanto el rigor lógico
-que puede, naturalmente, tener su función- cuanto el
testimonio, la vivencia que se comparte, la empatía de una
palabra que trae a la luz la realidad de la presencia común.
Por eso no son los lógicos, sino los santos, quienes
sensibilizan el ambiente y hacen perceptible a Dios en su
entorno y en su tiempo.
2.
La filosofía anglosajona del lenguaje habla, a este
respecto, de una categoría interesante: el blick26, que
indica un modo fundamental de ver la realidad, una
perspectiva de fondo que condiciona la captación -o el
ocultamiento- de determinados aspectos de lo real. Ante un
mismo paisaje, el labrador puede «ver» la feracidad o la
escasez de la tierra; el pintor, los contrastes de la
belleza; el arquitecto, las posibilidades de ordenación del
territorio; el constructor, la rentabilidad de una
urbanización... No tienen por qué excluirse; pero sucede a
menudo que una actitud capaz de intuir un aspecto sea
insensible para captar otro. El pintor puede no ver
absolutamente nada de la feracidad o falta de feracidad de
la tierra, y el constructor acaso esté ciego para captar la
belleza de la misma. Pero no por ello dejan de estar allí,
de ser objetivas, esas cualidades.
FE/VER-MAS:
También respecto del mundo como totalidad, el blick
religioso descubre una cualidad -la presencia de Dios como
Fundamento- que tal vez otros no vean. La fe en Dios no añade
nada al mundo; sencillamente ve en él su dimensión de
profundidad última. Walter Kasper señala con acierto al
respecto: «el que cree, ve más»:
«Por
eso la disputa de la fe con la increencia no es una disputa
en torno a un trasmundo o un supramundo, sino una disputa
sobre la comprensión y la consistencia de la realidad del
hombre y del mundo. La fe en Dios pretende hacer bueno el
dicho "el que cree, ve más". La fe pretende
mostrar en lo empíricamente perceptible algo más allá de
lo empíricamente perceptible. La fe descubre la realidad
como signo y como símbolo. El lenguaje figurado y metafórico
de la fe hace aparecer la realidad misma como metáfora.
Este "más" no se puede demostrar de un modo apodíctico;
pero una serie de signos y sugerencias generan, a la luz de
la opción incondicional de sentido, una certeza humana y
global»27.
3.
La alusión final remite a un problema importante. Como tal,
un blick determinado no tiene por qué ser meramente
subjetivo, pero tampoco puede postular a priori la aceptación
de su validez por parte de todos. Debe dar muestras de su
validez, de no ser una asunción puramente arbitraria (hay
gente que con toda seriedad cree ser Napoleón...). En
asunto tan omniabarcante y transcendente no cabe esperar ni
apodicticidad -por fuerza incluye la libertad de opción
personal, como sucede con todo lo profundo: el amor o la
amistad, por ejemplo- ni una demostración unidimensional.
Las
«pruebas» clásicas (y las nuevas posibles) tienen su «rol»,
sobre todo a nivel de exigencia lógica y de rigor científico.
El testimonio opera más a nivel de sensibilización y de
posibilitar la opción de la libertad. En cualquier caso, la
función decisiva de unos u otros recursos consiste en su
fuerza «mayéutica»: ayudar a la eclosión de lo profundo,
propiciar el parto de una visión integral de la realidad.
Con
lo cual ya se está indicando el sentido auténtico de la fe
en Dios: se admita o no se admita, se vea o no lo que ella
descubre, resulta claro que lo único que busca es algo
positivo. No, por tanto, una alienación del hombre, sino
llevarlo al encuentro total y definitivo consigo mismo, con
su mundo y con su Fundamento. Convencerá o no convencerá,
pero sería injusto que el no-creyente rechazase la fe por
temor a ver mermado o alienado su ser de hombre; y sería
perverso que el creyente, con su modo de presentarla o de
vivirla él o de imponerla a los demás, diese pie a
semejante temor.
Pero
es preciso abandonar ya estas reflexiones, necesarias e
interesantes en sí, pero que, para nuestro propósito, podrían
convertirse en una trampa empobrecedora. Las «pruebas»
son, en realidad, una especie de función colateral de la
fe. Lo central y decisivo está en la vivencia positiva de
la riqueza que en ella se nos abre y ofrece.
ANDRÉS
TORRES QUEIRUGA: CREO EN DIOS PADRE
El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre Sal Terrae. Col.: Presencia Teológica, 34. Santander 1997
1.
Cfr. la excelente síntesis de J.M. MANDONES, Raíces del
ateísmo moderno, Madrid 1985.
2.
Sobre todo el «último Heidegger». Cfr.
A. JAGER, Gott. Nochmals Martin Heidegger. Tübingen
1978, pp. 70-75
3.
Cfr. M. WEBER, Economía v sociología (2 vols.) México
1944-1964 (véase, sobre todo. «Socio- logía de la
comunidad religiosa»).
4.
W.T. STACE, Religion and the Modern Mind, Philadelphia 1952,
p 97.
5.
Cfr. M. HORKHEIMER - Th.W. ADORNO, Dialéctica del
lluminismo, Buenos Aires 1969.
6.
A esto tiende de algún modo, por ejemplo, la segunda parte
del libro de O. GONZALEZ DE CARDEDAL, La gloria del hombre,
Madrid 1985; en cambio, en la primera parte expone y
fundamenta de un modo magistral las ideas que alimentan
buena parte de mi reflexión teológica a partir de Recupera
la salvación. Vigo 1977.
7.
Ch DUQUOC, Mesianismo de Jesús y discreción de Dios. Madrid
1985, pág. 136.
8.
S. WEIL, La pesanteur et la grâce, Paris 1948.
9.
B. WELTE, Helsverständnis. Freiburg i.B. Basel-Wien 1966.
pp. 176-185.
10.
E. LEVINAS. Totalidad e infinito. Salamanca 1977, pp. 83-84,
87, 110-111, 166. 253-303.
11.
Ch. MOELLER, Literatura del siglo XX y cristianismo 1,
Madrid 1964 (4ª ed.), que estudia a A. Ca- mus, A. Gide, A.
Huxley, S. Weil, G. Greene. J. Green, G. Bernanos.
12.
L. KOLAKOWSKI. Si Dios no existe... Madrid 1985, pp. 77-78.
13.
A. TORRES QUEIRUGA, A revelación de Deus na realización do
home, Vigo 1985.
14.
M. ELIADE, Tratado de historia de las religiones, Madrid
1981 (2ª ed.), pp. 62-63.
15.
R. GUARDINI. Los sentidos y el conocimiento religioso,
Madrid 1965, p. 39.
16.
P. TEILHARD DE CHARDIN, El medio divino. Madrid 1967 pp.
18-19; cfr. pp. 109-113.
17.
Ibid. p. 111.
18.
S. JUAN DE LA CRUZ. Vida y Obras. Madrid 1964 (5ª ed.). p.
39.
19.
P. TEILHARD DE CHARDIN, Op. cit. en nota 16.
20.
Cfr. las excelentes observaciones que hace L. KOLAKOWSKI, Op.
cit. en nota 12.
21.
A. DE MELLO. El canto del pájaro. Santander 1982, p. 26.
22.
P.L. BERGER. Rumor de ángeles Barcelona 1975.
23.
Ibid. p. 70.
24.
Véase un buen resumen en W. KASPER. El Dios de Jesucristo,
Salamanca 1985. pp. 124-142.
25.
Cfr. A. TORRES QUEIRUGA. A revelación de Deus na realización
do home (cit.). cap. IV, pp. 95-134.
26.
Cfr. D. ANTISERI. El problema del lenguaje religioso. Madrid
1976. pp. 107-110.
27.
W. KASPER, Op. Cit. en nota 24 (hemos suprimido los
subrayados).
28.
Categoría muy usada por W. JAMES en psicología y por A.
AMOR RUIBAL en teología (princi- palmente en Los problemas
fundamentales de la filosofía y del dogma. t. lIl). |
NUEVO TESTAMENTO COMENTADO POR JUAN MATEOS.
- NUEVO TESTAMENTO COMENTADO POR JUAN MATEOS.
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jueves, 27 de marzo de 2014
La evidencia de Dios y su alegría (1)
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