Vittorio
MESSORI
A
partir del 11 de septiembre un impresionante goteo
de palabras ha rezumado y rezuma desde los periódicos
y canales de televisión. Entre los infinitos
comentarios no han faltado los de los ateos, que muy
complacidos han vuelto a lanzar la propuesta de su
negación: «Os lo habíamos dicho, ¿habéis visto
a lo que llevan las religiones, todas, y no sólo la
islámica?» Particularmente virulenta fue la
intervención del Premio Nobel portugués, José
Saramago y explícita la conclusión de su artículo-invectiva:
«al espíritu humano no le faltan enemigos, pero la
creencia en Dios, en cualquier Dios, es uno de los más
corrosivos».
A decir verdad, buena parte del razonamiento de Saramago se basaba en un lapsus clamoroso para tratarse de un señor distinguido con el más prestigioso reconocimiento cultural del mundo: ni más ni menos que una frase famosísima («si Dios no existiese, todo estaría permitido») en vez de a un cristiano por los cuatro costados como Dostoievsky, se la atribuía al profeta de la muerte de Dios, Nietzsche. El premio Nobel lusitano aparecía así un poco grotesco, totalmente levantado sobre un presupuesto equivocado.
Un error significativo. Pero sería despiadado tomarlo como pretexto para aconsejar al escritor octogenario, todavía tercamente marxista, un mejor dominio de sus fuentes, o para ignorar el resto de su arenga donde encontramos expresiones como ésta: «Las religiones todas, sin excepción nunca servirán para reconciliar a los hombres. Al contrario, han sido y serán causa de inenarrables sufrimientos, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales. Son uno de los más tenebrosos capítulos de la historia humana». A partir de esto lanza la propuesta de su «ateismo liberador».
A decir verdad, buena parte del razonamiento de Saramago se basaba en un lapsus clamoroso para tratarse de un señor distinguido con el más prestigioso reconocimiento cultural del mundo: ni más ni menos que una frase famosísima («si Dios no existiese, todo estaría permitido») en vez de a un cristiano por los cuatro costados como Dostoievsky, se la atribuía al profeta de la muerte de Dios, Nietzsche. El premio Nobel lusitano aparecía así un poco grotesco, totalmente levantado sobre un presupuesto equivocado.
Un error significativo. Pero sería despiadado tomarlo como pretexto para aconsejar al escritor octogenario, todavía tercamente marxista, un mejor dominio de sus fuentes, o para ignorar el resto de su arenga donde encontramos expresiones como ésta: «Las religiones todas, sin excepción nunca servirán para reconciliar a los hombres. Al contrario, han sido y serán causa de inenarrables sufrimientos, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales. Son uno de los más tenebrosos capítulos de la historia humana». A partir de esto lanza la propuesta de su «ateismo liberador».
Las religiones no son iguales
Palabras fuertes, pero que pueden tener una cierta justificación, reconozcámoslo. Naturalmente, pero siempre que se precise en seguida que las «religiones» no son todas iguales, y que hay cierta diferencia entre la liturgia del degüello en masa de jóvenes sobre los altares-pirámides de los Aztecas y la liturgia eucarística de un altar católico; entre Ben Laden y el Papa Juan. Esto admitido, será oportuno un enfrentamiento, más que sobre disquisiciones teóricas, sobre las lecciones de la historia: ¿qué es lo que pasó cuando se trató de extirpar la «religión» de la sociedad y del corazón de los hombres? ¿Se desplegó entonces el reino de la paz, de la humildad, de la fraternidad, de la convivencia justa y armoniosa? La verdad es que los hechos muestran que, en las dos principales ocasiones en las que, por limitarnos a Europa, se ha tratado de imponer la perspectiva atea que todavía alguno hoy propone como panacea, sucedió exactamente lo contrario. Pasaron más de 14 siglos desde Constantino antes de que un Estado entero el más rico y prestigioso entonces de todo Occidente se propusiera como objetivo la desaparición misma de la fe en Jesús como Cristo, como Mesías. Como ha demostrado Jean Dumont, el gran historiador recientemente desaparecido, en ese libro implacable que es «Les prodiges du sacrilège», la campaña de descristianización conducida con el Terror de la Revolución Francesa no fue un episodio más entre otros muchos, sino la revelación de su intención profunda y primaria. Precisamente, la de dar el finiquito sobre todo al catolicismo, pero también a cualquier religión «revelada» (junto al culto católico se prohibieron, bajo pena de muerte, también el protestante y el judío) para pasar a un culto totalmente humano, en nombre de la Razón. Un historiador americano, Donald Greer, hizo las cuentas de dicho intento: en solo dos años, entre 1792 y 1793, las víctimas de la Revolución fueron muchas veces superiores a las de todas las inquisiciones durante cinco siglos. Los guillotinados con sentencia regular fueron casi 20.000, y otros tantos los liquidados sin proceso, linchados, o liquidados por las penurias de las cárceles. Se desilusionaría quien quisiera justificar ese frenesí sangriento, atribuyéndolo a una comprensible cólera popular reprimida por mucho tiempo. Entre aquellas 40.000 víctimas, nada menos que el 84 por ciento pertenecía al Tercer Estado: pequeños burgueses, obreros, y campesinos.
Desollados
Otro historiador, Reynald Sécher ha hecho las trágicas cuentas de la Vandea, surgida en nombre de la fe de sus padres: sobre un territorio de nada más que 10.000 kilómetros cuadrados, 120.000 masacrados (el 35 por ciento de la población), 30.000 casas de 50.000, derruidas sistemáticamente, las fuentes envenenadas y toda la vegetación arrancada para quitar a los supervivientes toda posibilidad de recuperación. Y también en este caso, no nos conformemos apelando a los horrores desgraciadamente habituales en toda guerra: la orden explícita de los jacobinos de París (ateos, ni siquiera deístas como algunos pretenden) no era sólo vencer en batalla, sino proceder, en frío, al genocidio, masacrando en primer lugar a las mujeres fértiles, para que no engendraran «más malditos creyentes en las supersticiones religiosas». Con la piel de aquellas mujeres, muy suave, se confeccionaron guantes para los oficiales, mientras que la de los hombres se destinó a fabricar botas. Los cadáveres desollados fueron hervidos para obtener grasa para las armas y jabón para el ejército. Y en ausencia de cámaras de gas, todas las noches, durante meses, se procedió sistemáticamente a las noyades: los sacerdotes, con sus parroquianos sobrevivientes, eran encerrados en grandes cajones y hundidos en medio del Loira.
Pero, en el fondo, un fruto todavía más venenoso de aquel primer intento (europeo, pero si lo pensamos bien, mundial) de arrancar toda trascendencia, fue lo que sintetizó el teólogo protestante Karl Barth con su famosa constatación: «cuando el Cielo se vacía de Dios, la tierra se llena de ídolos». Uno de aquellos ídolos, el nacionalismo desconocido en la tradición cristiana devastará todo el diecinueve y terminará explotando con toda su virulencia en la llamada, por antonomasia, la Gran Guerra, que no fue más que el prólogo de la otra. Entre los ídolos ideológicos desencadenados en el vacío religioso, despuntará ese marxismo que, llegado en 1917 al poder, retoma, amplía, y en la medida de lo posible, radicaliza la obra atea del jacobinismo a la francesa. Nunca en la historia se ha visto un intento tan sanguinario y sistemático por transferir las huellas anacrónicas de toda «religión» a las salas del Museo del Ateismo de Leningrado. Desde 1989, los resultados están ante los ojos de todos, y se corre el riesgo de lo banal y de lo ya sabido cuando se recuerda una vez más el desastroso balance. Como se ha señalado, el intento de proclamar la muerte de Dios provocó en el Este la muerte del hombre: y no sólo la muerte física del alucinante montón de 100 millones de víctimas. Sino también la muerte moral, al quitar a las masas el gusto del trabajo, el sentido de la dignidad, el respeto por la ética, la tensión hacia el futuro, la práctica de la solidaridad. Por citar sólo un caso: la Albania «democrática» fue el primer y único ejemplo en la historia de un Estado que proclamase la inexistencia de Dios desde la Constitución. A nuestro, quizá retórico, pero desde luego inocuo «Italia es una república fundada sobre el trabajo», correspondía su primer artículo: «Albania es una república popular fundada sobre el ateismo». Los carromatos oxidados que atraviesan el estrecho de Otranto nos dicen con elocuencia a lo que han llevado esos «fundamentos».
Lo repetimos, hay religión y religión. No toda concepción de lo divino es siempre y de cualquier manera aceptable. Hay una religiosidad inquietante, hay fes oscuras. No nos contamos, desde luego, entre los ecumenistas del abrazo fácil, aquellos para los que cualquier escritura sagrada o cualquier Dios valen lo que otro. Es más, respondemos sólo por la nuestra, hablamos de «religión». Al menos de ésta, la Historia habla claro: los intentos de erradicarla iniciados en 1789 en París y en 1917 en San Petersburgo han llevado a lo contrario de cuanto en este momento cree, o finge que cree, cierto apóstol del ateismo como solución a los males del hombre.
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