La
dominación masculina,
por Pierre Bordieu |
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Introducción
1 - La violencia simbólica: una contención del cuerpo
2 - La somatización de las relaciones de dominio
3 - La construcción social del sexo
4 - La ilusión y la génesis social de la libido dominandi
5 - La lucidez de los excluidos
6 - La mujer objeto
7 - Una libido institucional - notas
1 - La violencia simbólica: una contención del cuerpo
2 - La somatización de las relaciones de dominio
3 - La construcción social del sexo
4 - La ilusión y la génesis social de la libido dominandi
5 - La lucidez de los excluidos
6 - La mujer objeto
7 - Una libido institucional - notas
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El
recelo, cargado de prejuicios, con que la crítica feminista observa los
escritos masculinos sobre el tema de la diferencia entre los sexos no
carece de fundamento. No sólo porque el analista, una vez metido en lo
que cree comprender, obedeciendo sin saberlo intereses justificatorios,
puede presentar las presuposiciones o los prejuicios que él mismo ha
introducido en su reflexión, sino sobre todo porque enfrentado a una
institución que se encuentra inscrita desde hace milenios en la
objetividad de las estructuras sociales y en la subjetividad de las
estructuras mentales, suele emplear como instrumentos de conocimiento
categorías de percepción y pensamiento que debiera abordar como objetos
de conocimiento. Citaré un solo ejemplo que, dado el autor, nos permitirá
razonar a fortiori: Se puede afirmar que ese significante (el falo) se
selecciona como lo más saliente de lo que se puede atrapar en la realidad
de la cópula sexual, como también lo más simbólico en sentido literal
(tipográfico) del término, puesto que equivale a la cópula (lógica).
Se puede afirmar asimismo que por su turgencia es la imagen del flujo
vital en tanto que formaliza la generación. (1)
No
hay que ser un fanático de la "lectura sintomática" para
percibir detrás del "saliente" la "embestida", acto
sexual imperioso y bestial, y detrás de "atrapar", el ingenuo
orgullo viril ante el gesto de la sumisión femenina para apoderarse del
atributo "codiciado" y no, simple y sencillamente, deseado. El término
atributo se escoge a propósito para recordar lo que valen los juegos de
palabras -aquí copulación, cópula- a los que se refieren a menudo los
mitos famosos: esas palabras llenas de significado que (como señalaba
Freud, son también las palabras del inconsciente) se esfuerzan por dar la
apariencia de necesidad lógica (es decir, de carácter científico) a los
fantasmas sociales cuya emergencia no han autorizado salvo en una forma
sublimada científicamente.(2) Es significativo que la intuición del
antropólogo, familiarizado con los símbolos de la ultramasculinidad
mediterránea, se vea corroborada por la de un analista que, siguiendo la
tradición de la reflexibilidad inaugurada por Sandoz Ferenczi y Michael
Balint, opte por aplicar las técnicas del análisis a la práctica del
analista: Roberto Speziale-Bagliaca ve en Lacan un perfecto ejemplar de la
personalidad "falonarcisista", caracterizada por la propensión
a "acentuar los aspectos viriles en detrimento de los aspectos
dependientes, infantiles o femeninos", y a "entregarse a la
adoración". (3) Así pues, conviene preguntar si el discurso del
psicoanalista no se halla permeado, hasta en sus conceptos y problemática,
por un inconsciente no analizado que, al igual que entre los analizados,
se burla de él, aprovechando sus juegos de palabras teóricas, y si, en
consecuencia, él no toma sin saberlo, de las regiones impensadas de su
inconsciente, los instrumentos mentales que emplea para pensar el
inconsciente.
Es
obvio que convendría llevar mucho más lejos la lectura antropológica de
los textos psicoanalíticos, de sus conjeturas, de sus sobreentendidos y
de sus lapsus. A título indicativo, me referiré sólo a dos pasajes de
un texto famoso de Freud al que basta con acercarse para ver cómo la
diferencia biológica se ha constituido como deficiencia, es decir, como
inferioridad ética. Ella (la niña) observa el gran pene bien visible de
su hermano o de un compañero de juegos, lo reconoce de inmediato como la
réplica superior de su propio pequeño órgano oculto y, a partir de ese
momento, es víctima de la envidia del pene.(3)
Se
vacila antes de confesarlo, pero no se puede dejar de pensar que el nivel
de lo que es moralmente normal entre las mujeres es otro. El superyo de éstas
jamás será tan inexorable, tan impersonal, tan independiente de sus orígenes
afectivos como el del hombre.(4)
La
ambigüedad teórica del psicoanálisis que, al aceptar sin
cuestionamiento los postulados fundamentales de la visión masculina del
mundo los expone sin saberlo como ideología justificadora, no está diseñada
para simplificar la tarea de las pensadoras feministas que se inspiran en
él (así sea negativamente) y que, al sentirse afrentadas por el
inconsciente masculino, tanto en sí mismas como en sus instrumentos de análisis,
oscilan entre dos visiones y dos usos opuestos de ese mensaje incierto y
la visión esencialista de la condición femenina, naturalización de una
construcción social, o lo que revela sobre la condición disminuida que
el mundo social asigna objetivamente a las mujeres.(5)
Para
tratar de romper el círculo, se puede, por una suerte de subterfugio
metodológico, aplicar el análisis antropológico a las estructuras de la
mitología colectiva que remite a una tradición extranjera, y sin embargo
familiar: la de los montañeses bereberes de Kabilia que, más allá de
las conquistas y de las conversiones, y sin duda en reacción contra
ellas, hacen de su cultura el conservatorio de un viejo fondo de creencias
mediterráneas organizadas en torno al culto de la virilidad.(6) Este
universo de discursos y de actos rituales orientados a la reproducción de
un orden social y cósmico fundado en la afirmación ultraconsecuente del
carácter primado de la masculinidad ofrece al intérprete una imagen
burda y sistemática de la cosmología "falonarcisista" que
obsesiona nuestros inconscientes. A través de los cuerpos socializados,
es decir los habitus y las prácticas rituales, parcialmente arrancadas al
tiempo por la estereotipación y la repetición indefinida, el pasado se
perpetúa en el largo plazo de la mitología colectiva, relativamente
ayuna de las intermitencias de la memoria individual.(7) Así, el
principio de división que organiza esta visión del mundo no se entrega
jamás de manera tan evidente y tan coherente como en el caso límite y,
por ese hecho paradigmático, de un universo social donde recibe el
refuerzo permanente de las estructuras objetivas y de una expresión
colectiva y pública: hay un gran trecho entre la libertad ordenada que
las grandes ceremonias rituales ofrecen en la manifestación de la mitología
justificadora y las fugas estrechas y controladas que nuestras sociedades
les permiten, ya sea a través de la licencia poética o bien mediante la
experiencia semiprivada de la cura analítica.
Uno
se podrá convencer de la unidad cultural de las sociedades mediterráneas
(del presente o del pasado, como la Grecia antigua) y del lugar particular
de la sociedad kabila consultando el conjunto de los estudios consagrados
al problema del honor y de la vergüenza en sociedades mediterráneas
diferentes: Grecia, Italia, España, Egipto, Turquía, Kabilia, etc.(8) La
pertenencia de la cultura tradicional europea a esta área cultural
proviene de la comparación de los rituales observados en Kabilia con los
rituales recogidos por Arnold Van Gennep en Francia a principios del siglo
XX.(9) Se habría podido hallar en la tradición griega, en la cual,
conviene no olvidarlo, el psicoanálisis ha volcado lo esencial de esos
esquemas interpretativos, elementos de ese inconsciente cultural mediterráneo,
apoyándose abiertamente en las investigaciones recientes de Page du Bois
o de Jaspers Svenbro, o en las obras de los historiadores franceses de las
religiones antiguas, Jean-Pierre Vernant, Marcel Détienne o Pierre Vidal-Naquet.(10)
Pero ese inconsciente cultural que todavía portamos jamás encuentra
expresión directa y abierta en la tradición letrada del Occidente.(11)
Parece
preferible la referencia a un sistema todavía vigente (por tanto
directamente observable como tal) que permite interrogar metódicamente
todo el universo de relaciones debido a que, como ya lo he indicado en
otra parte,(12) los análisis consagrados a una tradición literaria cuya
producción se extiende por varios siglos corren el riesgo de sincronizar
artificialmente, por necesidades de análisis, estados sucesivos y
diferentes del sistema, y sobre todo de ofrecer el mismo estatuto
epistemológico a textos que han sometido los viejos fondos mítico-rituales
a reelaboraciones más o menos profundas: el intérprete que pretende
hacer las veces de etnógrafo corre el riesgo de tratar como informantes a
los autores que, como él, la hacen de etnógrafos, y cuyas cuentas y
testimonios, aun los más arcaicos en apariencia, tales como los de Homero
o Hesíodo, implican omisiones y reinterpretaciones. El mayor mérito de
la obra de Page du Bois consiste en describir una evolución de los temas
mítico-rituales que adquiere sentido desde el momento en que se relaciona
con el proceso de "literaturización" inherente: desde esta
perspectiva se entiende mejor que la mujer haya sido pensada a través de
analogías entre el cuerpo femenino y la tierra labrada (por el arado
masculino) o entre el vientre femenino y el horno, ya sea aprehendida a
través de la analogía, típicamente letrada si no literaria, entre el
cuerpo de la mujer y la tablilla sobre la que se escribe. En un sentido más
general, lo que dificulta la utilización de los documentos que integran
en una dirección docta una experiencia mítica del cuerpo(13) es que están
particularmente expuestos al efecto Montesquieu: resulta vano tratar de
distinguir lo que se ha tomado de las autoridades (como Aristóteles que,
en puntos esenciales, reproducía la antigua mitología masculina) y lo
que se ha reinventado a partir de estructuras inconscientes y, en caso de
fracasar, sancionado o ratificado mediante la precaución de saber tomar
prestado.
La violencia simbólica: una contención del cuerpo
El
dominio masculino está suficientemente bien asegurado como para no
requerir justificación: puede limitarse a ser y a manifestarse en
costumbres y discursos que enuncian el ser conforme a la evidencia,
contribuyendo así a ajustar los dichos con los hechos.(14) La visión
dominante de la división sexual se expresa en discursos como los
refranes, proverbios, enigmas, cantos, poemas o en representaciones gráficas
como las decoraciones murales, los adornos de la cerámica o de los
tejidos. Pero se expresa también en objetos técnicos o en prácticas:
por ejemplo, en la estructuración del espacio, en particular en las
divisiones interiores de la casa o en la oposición entre la casa y el
campo, o bien en la organización del tiempo, de la jornada o del año agrícola
y, de modo más amplio, en todas las prácticas, casi siempre a la vez técnicas
y rituales, especialmente en las técnicas del cuerpo, postura, ademanes y
porte.(15)
Si
esta división parece "natural", como se dice a veces para
hablar de lo que es normal, al punto de volverse inevitable, se debe a que
se presenta, en el estado objetivado, en el mundo social y también en el
estado incorporado, en los habitus, como un sistema de categorías de
percepción, pensamiento y acción. Se trata de la concordancia entre las
estructuras objetivas y las estructuras cognitivas que posibilita esa
relación con el mundo que Husserl describía con el nombre de
"actitud natural" o experiencia dóxica. Ajena a cualquier
postura y cuestión herética, esta experiencia es la forma más absoluta
de reconocimiento de la legitimidad; aprehende al mundo social y a sus
divisiones arbitrarias como naturales, evidentes, ineluctables, comenzando
por la división socialmente construida entre los sexos.
Las
"tesis" no propositivas de la doxa están fuera de
cuestionamiento. Como "elecciones" que se ignoran, se plantean
como algo obvio y a salvo de cualquier contingencia que pueda
cuestionarlas: la universalidad de hecho del dominio masculino
excluye,(16) en la práctica, el efecto de "desnaturalización"
o, si se prefiere, de la relativización que genera casi siempre el
encuentro con los estilos de vida diferentes, que suelen hacer aparecer
las "elecciones" naturalizadas de la tradición como
arbitrarias, históricamente constituidas (ex instituto), con base en la
costumbre o la ley (nomos, nomo) y no en la naturaleza (phusis, phusei).
El hombre (vir) es un ser particular que se ve como ser universal (homo),
que tiene el monopolio, de hecho y de derecho, de lo humano (es decir, de
lo universal), que se halla socialmente facultado para sentirse portador
de la forma completa de la condición humana.(17) Basta examinar lo que es
en Kabilia (y otras partes) la forma acabada de la humanidad. El
hombre de honor es por definición un hombre, en el sentido de vir, y
todas las virtudes que lo caracterizan, y que son indisociablemente los
poderes, las facultades, las capacidades y los deberes o cualidades, son
atributos propiamente masculinos. Es el caso del nif, el pundonor, que
tiene lazos evidentes con la violencia heroica, el valor belicoso y también,
de manera muy directa, con la potencia sexual.
Debido
a que se encuentra inscrito y en las divisiones del mundo social, o más
concretamente en las relaciones sociales de dominio y explotación que se
han instituido entre los sexos, y en las mentes, bajo la forma de los
principios de división que conducen a clasificar todas las cosas del
mundo y todas las prácticas según distinciones reducibles a la oposición
entre lo masculino y lo femenino, el sistema mítico-ritual es
continuamente confirmado y legitimado mediante las prácticas mismas que
determina y legitima. Al estar clasificadas por la taxonomía oficial del
lado de lo interior, lo húmedo, lo bajo, lo curvo, lo continuo, las
mujeres ven cómo se les atribuyen todas las tareas domésticas, es decir,
privadas y ocultas, o dicho de otro modo, invisibles o vergonzosas, como
el cuidado de los niños y los animales, y una buena parte de los trabajos
exteriores, sobre todo los que tienen que ver con el agua, la hierba, lo
verde, la leche, la madera, y en especial las tareas más sucias (como el
transporte del estiércol), las más monótonas, las más penosas y las más
humildes. En cuanto a los hombres, al estar situados del lado del
exterior, de lo oficial, lo público, la ley, lo seco, lo alto, lo
discontinuo, se arrogan todos los actos breves, peligrosos y
espectaculares que, como el degüello de una res, la labranza o la
cosecha, por no hablar del asesinato o la guerra, marcan rupturas en el
curso ordinario de la vida y emplean instrumentos forjados.
La
división de las cosas y las actividades conforme a la oposición entre lo
masculino y lo femenino recibe su necesidad objetiva de su inserción en
un sistema de oposiciones homólogas (alto/bajo, dentro/afuera,
adelante/atrás, derecha/izquierda, derecho/curvo, seco/húmedo,
duro/blando, picante/insípido, claro/oscuro) que, siendo semejantes en la
diferencia, son bastante concordantes para sostenerse mutuamente en y
mediante el juego inagotable de las transferencias y de las metáforas, y
bastante divergentes para conferirle a cada una de ellas una suerte de
espesor semántico, sacado de la sobredeterminación de lo armónico, las
connotaciones y las correspondencias.(18) Dado que esas formas de
pensamiento de aplicación universal parecen siempre registrar diferencias
inscritas en la naturaleza de las cosas y que se ven confirmadas una y
otra vez por el curso de los acontecimientos, en particular por todos los
ciclos biológicos y cósmicos así como por el acuerdo de todos los espíritus
en los cuales se encuentran inscritos, no se ve cómo podría ver la luz
la relación social de dominio que le dio origen y que, por un
trastocamiento completo de las causas y los efectos, aparece como una
consecuencia de un sistema de relaciones de sentido independiente de las
relaciones de fuerza.
La
somatización progresiva de las relaciones fundamentales que forman parte
del orden social desemboca en la institución de dos
"naturalezas" diferentes, es decir, dos sistemas de diferencias
sociales naturalizadas que se inscriben a la vez en los hexis corporales,
bajo la forma de dos clases opuestas y complementarias de posturas, porte,
presencia y gestos, y en las mentes que los perciben, conforme a una serie
de oposiciones dualistas milagrosamente ajustadas a las distinciones que
ellas han contribuido a producir, como la que se hace entre lo derecho y
lo enderezado, lo curvo y lo encorvado, y que permitiría volver a
engendrar todas las diferencias registradas en el uso del cuerpo o en las
disposiciones éticas.
La
eficacia simbólica del prejuicio desfavorable socialmente instituido en
el orden social se debe en buena medida al hecho de que produce su propia
confirmación a modo de una self-fulfilling prophecy mediante el amor fati
que lleva a las víctimas a entregarse y abandonarse al destino al que
socialmente están consagradas. Así, habiendo recibido en el reparto lo
pequeño, lo cotidiano, lo curvo -las mujeres, inclinadas sobre el suelo,
recogen las aceitunas o las ramillas, mientras que los hombres, armados de
pértiga o hacha, cortan y tumban-, viéndose relegadas a las
preocupaciones vulgares de la gestión cotidiana de la economía doméstica,
las mujeres parecen disfrutar las mezquindades de la economía del cálculo,
de los vencimientos, del interés, y que el hombre de honor, que puede
hacerlo y disfrutarlo mediante su intermediaria, debe fingir que desprecia
esas tareas.(19) El reforzamiento que prestan las anticipaciones del
prejuicio favorable instituido en el meollo del orden social y las prácticas
que aquéllas favorecen y que no pueden sino confirmarlas, encierra a
hombres y mujeres en un círculo de espejos que reflejan indefinidamente
imágenes antagónicas, pero inclinadas a validarse mutuamente. A falta de
poder descubrir el sustrato de una creencia compartida que constituye la
base de todo el juego, no pueden percibir más que las propiedades
negativas que la visión dominante presta a las mujeres, como la astucia y
la intuición,(20) le son impuestas mediante una relación de fuerza que
las une y las enfrenta, por la misma razón que las virtudes, siempre
negativas, que la moral les prescribe: como si lo curvo atrajera al engaño,
la mujer que está simbólicamente consagrada a la sumisión y a la
resignación no puede obtener poder alguno en las luchas domésticas más
que usando la fuerza sumisa que representa la astucia, capaz de devolver
contra el fuerte su propia fuerza, por ejemplo actuando como eminencia
gris, que ha de aceptar borrarse, negarse en tanto detentadora de poder,
para ejercer el poder por procuración. Y cómo no ver que la identidad
por entero negativa, definida mediante prohibiciones pletóricas de tantas
ocasiones de transgresión, condenaba de antemano a las mujeres a aportar
continuamente la prueba de su carácter maligno, justificando así a la
vez las prohibiciones y el sistema simbólico que les asigna una
naturaleza maléfica?(21).
No
se puede pensar de modo adecuado esta forma particular de dominio más que
a condición de superar la alternativa ingenua de la contención y el
consentimiento, de la coerción y la adhesión: la violencia simbólica
impone una coerción que se instituye por medio del reconocimiento
extorsionado que el dominado no puede dejar de prestar al dominante al no
disponer, para pensarlo y pensarse, más que de instrumentos de
conocimiento que tiene en común con él y que no son otra cosa que la
forma incorporada de la relación de dominio. Esto hace que las formas
larvadas o denegadas (en el sentido freudiano) del dominio y la explotación,
sobre todo las que reciben una parte de su eficacia de la lógica específica
de las relaciones de parentesco, es decir de la experiencia y el lenguaje
del deber o del sentimiento (a menudo reunidos en la lógica de la
abnegación afectiva), como la relación entre los conjuntos o entre el
hermano mayor y el chico (o la chica),(22) o incluso la relación del amo
y el esclavo o del patrón al que se llama paternalista, o del obrero,
representan un desafío insuperable para todo tipo de economismo: ponen en
juego otro tipo de economía, la de la fuerza simbólica, que se ejerce,
como por arte de magia, fuera de toda constricción física y en
contradicción, en su gratuidad aparente, con las leyes ordinarias de la
economía. Pero esta apariencia se disipa cuando se percibe que la
eficiencia simbólica encuentra sus condiciones de posibilidad y su
contrapartida económica (en el sentido amplio de la palabra) en el
inmenso trabajo previo de inculcación y de transformación duradera de
los cuerpos que es necesario para producir las disposiciones permanentes y
transponibles en las que descansa la acción simbólica capaz de ponerlas
en acción o de despertarlas.
Todo
poder admite una dimensión simbólica: debe obtener de los dominados una
forma de adhesión que no descansa en la decisión deliberada de una
conciencia ilustrada sino en la sumisión inmediata y prerreflexiva de los
cuerpos socializados. Los dominados aplican a todo, en particular a las
relaciones de poder en las que se hallan inmersos, a las personas a través
de las cuales esas relaciones se llevan a efecto y por tanto también a
ellos mismos, esquemas de pensamiento impensados que, al ser fruto de la
incorporación de esas relaciones de poder bajo la forma mutada de un
conjunto de pares de opuestos (alto/bajo, grande/pequeño, etc.) que
funcionan como categorías de percepción, construyen esas relaciones de
poder desde el mismo punto de vista de los que afirman su dominio, haciéndolas
aparecer como naturales. Así, por ejemplo, cada vez que un dominado
emplea para juzgarse una de las categorías constitutivas de la taxonomía
dominante (por ejemplo, estridente/serio, distinguido/vulgar, único/común),
adopta, sin saberlo, el punto de vista dominante, al adoptar para
evaluarse la lógica del prejuicio desfavorable. De todos modos, el
lenguaje de las categorías corre el riesgo de enmascarar, por sus
connotaciones intelectualistas, que el efecto del dominio simbólico no se
ejerce en la lógica pura de las conciencias conocedoras sino en la
oscuridad de los esquemas prácticos del habitus en que se halla inscrita
la relación de dominio, con frecuencia inaccesible a la toma de
conciencia reflexiva y a los controles de la voluntad.
La
somatización de las relaciones de dominio.
Así
pues, no es posible explicar la violencia simbólica, que es una dimensión
de todo dominio y que constituye lo esencial de la dominación masculina,
sin hacer intervenir al habitus y sin plantear, al mismo tiempo, la cuestión
de las condiciones sociales de la que es fruto y que constituyen, en último
análisis, la condición escondida de la eficacia real de esta acción en
apariencia mágica. Es preciso evocar el trabajo de formación que se
lleva a cabo, ya sea a través de la familiaridad con un mundo simbólicamente
estructurado, ya sea a través de una labor de inculcación colectiva, más
implícita que explícita, de la que forman parte sobre todo los grandes
rituales colectivos, y mediante la cual se opera una transformación
durable de los cuerpos y de la manera usual de utilizarlos. Esta acción,
muy semejante en su principio a todas las formas de terapia por la práctica
o el discurso, no se reduce a la inculcación de saberes o de recuerdos.
Hablar de habitus equivale a recordar un modo de fijación y evocación
del pasado que la vieja alternativa bergsoniana de la memoria-imagen y de
la memoria-hábito (la una "espiritual" y la otra "mecánica")
impide pensar. El boxeador que esquiva un golpe, el pianista o el orador
que improvisa o, simplemente, el hombre o la mujer que camina, se sienta,
que sostiene un cuchillo (en la mano derecha...), que se quita el sombrero
o inclina la cabeza para saludar, no evocan un recuerdo, una imagen
inscrita en su espíritu, la de la primera experiencia, por ejemplo, de la
acción que está en vías de ejecutar; no se contentan con dejar
funcionar los mecanismos materiales, físicos o químicos, y no es
casualidad que hoy en día provoque tanta inquietud imitar mecánicamente
(por medio de robots) a un locutor que dice una de las frases sencillas
pero realmente adaptadas que son posibles en cada situación (más
esfuerzo, a la inversa de la jerarquía que introdujo de manera implícita
Bergson para reproducir la imagen de un acontecimiento, aun tan complejo
como una representación teatral o una manifestación política). Todos
esos agentes ponen en marcha formas globales, esquemas generadores que,
contra la alternativa en que pretenden encerrarlos tanto el mecanicismo
como el intelectualismo, no son ni una suma de reflejos locales mecánicamente
agregados ni el producto coherente de un cálculo racional. Esos esquemas
de aplicación muy general permiten, por un lado, construir la situación
como una totalidad dotada de sentido, en una operación práctica de
anticipación casi corporal, y por el otro, producir una respuesta
adaptada que, sin ser jamás la simple ejecución de un modelo o de un
plan, se presenta como una totalidad integrada e inmediatamente
inteligible.
Es
importante tratar de evocar el modo de operación propio del habitus
sexuado y sexuante y las condiciones de su formación. El habitus produce
tanto construcciones socialmente sexuadas del mundo y del cuerpo mismo,
que sin ser representaciones intelectuales no por ello son menos activas,
como las respuestas sintéticas y adaptadas, que sin descansar en modo
alguno en el cálculo explícito de una conciencia que moviliza una
memoria, no son, empero, producto del ciego funcionamiento de mecanismos físicos
o químicos capaces de poner el espíritu en paz. A través de un trabajo
permanente de formación, de bildung, el mundo social construye el cuerpo
a la vez como realidad sexuada y como depositaria de categorías de
percepción y de apreciación sexuantes que se aplican al cuerpo mismo en
su realidad biológica.
El
mundo social trata al cuerpo como un pense-bête.(23) Inscribe en él,
sobre todo bajo la forma de principios sociales de división que el
lenguaje ordinario condensa en pares opositores, las categorías
fundamentales de una visión del mundo (o, si se prefiere, de un sistema
de valores o preferencias). Es en sí mismo algo impresionante hacerse el
tonto, "embrutecerse", conforme a la prescripción pascaliana,
que le asegura cierta posibilidad de hacerse el ángel o de adoptar
cualquier otra identidad cultural, siempre más o menos contra natura
(biológica), que se le exija. Socializar a la bestia, cultivar la
naturaleza en y mediante la sumisión incondicional del cuerpo a las
prescripciones a menudo implícitas (debido a que son indecibles o
inefables) del orden social, equivale a dar a la bestia la ocasión de
pensar, según su propia lógica, que no es la que asociamos espontáneamente
(después de dos milenios de platonismo difuso) a la idea de pensamiento.
Equivale a la capacidad de pensarse, de pensar el cuerpo y la práctica,
aunque tenemos dificultades para pensar porque es intrínsecamente difícil
pero también porque llevamos en nuestros espíritus, o nuestros habitus
letrados, una idea muy particular de la reflexión, heredada de la tradición
inaugurada por Descartes, una representación de la acción de reflexionar
que excluye la posibilidad de reflexionar en la acción.
Y
sin embargo la fuerza que ejerce el mundo social sobre cada sujeto
consiste en imprimir en su cuerpo (la metáfora del carácter vuelve a
adquirir aquí su sentido completo) un verdadero programa de percepción,
apreciación y acción que, en su dimensión sexuada y sexuante, como en
el resto, funciona como una naturaleza (cultivada, segunda), es decir, con
la violencia imperiosa y (aparentemente) ciega de la pulsión o el
fantasma (construidos socialmente). Y al aplicarla a todas las cosas del
mundo, comenzando por la naturaleza biológica del cuerpo (los antiguos
gascones hablaban de "naturaleza" para designar al sexo de la
mujer), ese programa social naturalizado construye -o instituye- la
diferencia entre los sexos biológicos conforme a los principios de división
de una visión mítica del mundo; principios que son ellos mismos el
producto de la relación arbitraria de dominio de los hombres sobre las
mujeres, relación que se halla inscrita en la realidad del mundo en
calidad de estructura fundamental del orden social. Ese programa social
hace aparecer la diferencia biológica entre los cuerpos masculino y
femenino, y de manera particular la diferencia anatómica entre los órganos
sexuales (disponible para varios tipos de construcción), como la
justificación indiscutible de la diferencia socialmente construida entre
los sexos.
El
sexismo es un esencialismo: al igual que el racismo, étnico o clasista,
busca atribuir diferencias sociales históricamente construidas a una
naturaleza biológica que funciona como una esencia de donde se deducen de
modo implacable todos los actos de la existencia. De todas las formas de
esencialismo es la más difícil de desarraigar. El trabajo que busca
transformar en naturaleza un producto arbitrario de la historia encuentra
fundamento aparente tanto en las apariencias del cuerpo como en los
efectos enteramente reales que ha producido en el cuerpo y en la mente, es
decir, en la realidad y en las representaciones de la realidad. El trabajo
milenario de socialización de lo biológico y de biologización de lo
social, al revertir la relación entre causa y efecto hace aparecer una
construcción social naturalizada (los habitus diferentes, fruto de las
diversas condiciones producidas socialmente) como la justificación
natural de la representación arbitraria de la naturaleza que le dio
origen y de la realidad y la representación de ésta.
El
analista cuidadoso de no ratificar lo real so pretexto de registrarlo
científicamente enfrenta una seria dificultad: en el caso de las mujeres,
y en general de todos los grupos económica y simbólicamente
dominados,(24) puede optar por dejar pasar en silencio, en nombre de un
humanismo populista, tal o cual diferencia socialmente constituida e
instituida, por ejemplo, las que ciertos antropólogos norteamericanos han
subsumido, en el caso de los negros, bajo el nombre de la "cultura de
la pobreza".(25) Eso, ante el temor de dar armas al racismo, el cual
precisamente atribuye esas diferencias culturales a la naturaleza de los
agentes (los pobres), poniendo entre paréntesis las condiciones de
existencia (la pobreza) de la que son el resultado, y proporcionando de
esta forma los medios para "culpar a las víctimas" (como se ve
también en el caso del sexismo, sobre todo cuando, como en el caso de
Kabilia, se encuentra socialmente instituido).
Al
ser fruto de la inscripción en el cuerpo de una relación de dominio, las
estructuras estructuradas y estructurantes del habitus constituyen el
principio de actos de conocimiento y reconocimiento prácticos de la
frontera mágica que produce la diferencia entre los dominantes y los
dominados, es decir, su identidad social, toda ella contenida en esta
relación. Este conocimiento corporativo lleva a los dominados a
contribuir a su propio dominio al aceptar tácitamente, fuera de toda
decisión de la conciencia y de todo acto volitivo, los límites que le
son impuestos, o incluso al producir o reproducir mediante su práctica
los límites abolidos en el ámbito del derecho.
Por
este motivo la liberación de las víctimas de la violencia simbólica no
pueda lograrse por decreto. Se observa incluso que los límites
incorporados no se manifiestan jamás tanto como cuando los constreñimientos
externos son abolidos y las libertades formales -derecho de voto, derecho
a la educación, acceso a todas las profesiones, incluida la política-
son adquiridas: la autoexclusión y la "vocación" (negativa
tanto como positiva) vienen entonces a tomar el relevo de la exclusión
expresa. Procesos análogos se observan entre todas las víctimas del
dominio simbólico (por ejemplo, entre los hijos de familias económica y
culturalmente desfavorecidas, cuando el acceso a la educación secundaria
o superior les es formal y realmente abierto, o entre los miembros de las
categorías más desprovistas de capital cultural, cuando son invitados a
usar su derecho formal a la cultura), y como se ha podido ver en tantas
revoluciones anunciadoras de un "hombre nuevo", los hábitos de
los dominados tienden a menudo a reproducir las estructuras
provisoriamente revolucionadas de las que son fruto.
El
conocimiento-reconocimiento práctico de los límites excluye la
posibilidad misma de la transgresión, espontáneamente rechazada en el
orden de lo impensable. Las conductas censuradas que son impuestas a las
mujeres, sobre todo en presencia de los hombres y en los lugares públicos,
no constituyen poses dispuestas para la ocasión sino maneras de ser
permanentes de las que no es posible afirmar si producen su acompañamiento
de experiencias subjetivas (vergüenza, modestia, timidez, pudor,
ansiedad) o si son el resultado de ello. Esas emociones corporales, que
pueden surgir incluso al margen de las situaciones en las que son
exigidas, son otras tantas formas de reconocimiento anticipado del
prejuicio desfavorable y otras maneras de someterse, aunque sea a pesar de
uno mismo, al juicio dominante; son otras tantas formas de mostrar, a
veces en el conflicto interior y la división del yo, la complicidad
subterránea que un cuerpo que se sustrae a las directrices de la
conciencia y la voluntad mantiene con las censuras sociales.
El
peso del habitus no se puede aliviar por un simple esfuerzo de la
voluntad, fruto de una toma de conciencia liberadora. El que se abandona a
la timidez es traicionado por su cuerpo, que reconoce prohibiciones y
llamados al orden inhibidores allí donde otro hábito, producto de
condiciones diferentes, se inclinaría a percibir prescripciones o
incitaciones estimulantes. La exclusión fuera de la plaza pública que,
cuando se afirma explícitamente, condena a las mujeres a espacios
separados y a una censura despiadada de cualquier expresión pública,
verbal y aun corporal, haciendo de la incursión en un espacio masculino
(como los alrededores de un lugar de asamblea) una prueba terrible, puede
realizarse en otra parte casi con igual eficacia: de esta suerte, adquiere
los visos de una agorafobia socialmente impuesta que puede sobrevivir
largo tiempo a la abolición de las prohibiciones más visibles y que
lleva a las mujeres a excluirse a sí mismas del ágora.
Es
público y notorio que las mujeres se abstienen más a menudo que los
hombres de responder a cuestiones de opinión que afectan los asuntos públicos
(la separación es tanto más grande cuanto que suelen ser menos
instruidas). La competencia socialmente reconocida a un agente impone su
propensión a adquirir la competencia técnica correspondiente y, por eso,
las posibilidades de poseerla. Eso, a través sobre todo de la tendencia a
ajustarse a esta competencia, induce al reconocimiento oficial del derecho
a poseerla. Se observa así que las mujeres tienden menos que los hombres
a atribuirse las competencias legítimas: por ejemplo, en las encuestas
realizadas en la entrada de los museos, un buen número de mujeres
entrevistadas, sobre todo entre las menos cultas, expresó su deseo de
ceder a su compañero de visita la tarea de responder a las preguntas.
Ocultamiento del yo, no carente de cierto grado de ansiedad, como lo
prueban las miradas furtivas que las esposas dóciles dirigían a sus
maridos y al encuestador durante el intercambio de opiniones. Valdría la
pena hacer un inventario todas las conductas que demuestran la dificultad
casi física que las mujeres tienen para entrar en las acciones públicas
y librarse de la sumisión al hombre como protector, tomador de decisiones
y juez (podría recordar aquí, a fin de estar en posición de razonar a
fortiori, la relación entre Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre,
conforme al análisis de Toril Moi en un texto inédito). Y, a la manera
de las mujeres kabilas, que ponen en práctica los principios de la visión
dominante en los ritos mágicos destinados a revertir los efectos de
clausura que tratan de provocar la impotencia masculina o los ritos de
magia amorosa propios para generar la sumisión y la docilidad de la
amada, las mujeres más liberadas del modo de pensamiento falocéntrico
traicionan a menudo su sumisión a sus principios en el hecho de que los
obedecen hasta en las acciones y los discursos que buscan cuestionar los
efectos (argumentando, por ejemplo, como si ciertos rasgos fueran intrínsecamente
femeninos o no femeninos).
En
el caso de los que están designados a ocupar las posiciones dominantes,
también es indispensable, la mediación de los habitus que disponen al
heredero a aceptar su herencia (de hombre, hijo mayor o noble), es decir,
su destino social, y, contrariamente a la ilusión del sentido común, las
disposiciones que llevan a reivindicar o a ejercer tal o cual forma de
dominio, como la libido dominandi masculina en una sociedad falocéntrica,
no son algo que se da por sentado sino que deben ser construidas mediante
un arduo trabajo de socialización, tan indispensable como el que dispone
a la sumisión. Decir "nobleza obliga" equivale a afirmar que la
nobleza, inscrita en el cuerpo del noble bajo la forma de un conjunto de
disposicines de apariencia natural (una forma de sostener la cabeza, el
porte, la manera de caminar, el ethos aristocrático), gobierna al noble,
al margen de cualquier constreñimiento externo. Esta fuerza superior, que
puede hacerle aceptar como inevitables o ineludibles, es decir, sin
deliberación ni examen, actos que parecerían a otros imposibles o
impensables, es la trascendencia de lo social que se hace cuerpo y que
funciona como un amor fati, inclinación corporal por realizar una
identidad constituida en esencia social y de este modo transformada en
destino. La nobleza, en el sentido de conjunto de disposiciones
consideradas como nobles en un universo social determinado (pundonor,
coraje físico y moral, generosidad, magnanimidad, etc.), es el resultado
de un trabajo social de nominación e inculcación al término del cual
una identidad social instituida por una de esas rupturas mágicas,
conocidas y reconocidas por todos, que opera el mundo social, se inscribe
en una naturaleza biológica y se vuelve un habitus.
Todo
ocurre como si, una vez trazado el límite arbitrario, el nomos que
instituye las dos clases en la objetividad, se tratase de crear las
condiciones de la aceptación duradera de ese nomos, es decir, de
favorecer la institución en las mentes, bajo la forma de categorías de
percepción susceptibles de ser aplicadas a cualquier cosa, comenzando por
el cuerpo, bajo la forma de disposiciones socialmente sexuadas.(26) El
nomos arbitrario no reviste la apariencia de una ley de la naturaleza (o
habla comúnmente de sexualidad "contra natura") más que al término
de una somatización de las relaciones sociales de dominio: a través de
un formidable trabajo colectivo de socialización difusa y continua, las
identidades distintivas que instituye el nomos cultural se encarnan bajo
la forma de habitus claramente diferenciadas, según el principio de
división dominante y capaces de percibir el mundo según ese principio de
división (por ejemplo, tratándose de nuestros universos sociales, bajo
las especies de la "distinción natural" y del "sentido de
la distinción").
La construcción social del sexo
No
terminaríamos nunca de hacer el inventario de las acciones sexualmente
diferenciadas de diferenciación sexual que buscan acentuar en cada uno
las señales exteriores más inmediatamente conformes a la definición
social de su identidad sexual o a fomentar las prácticas que convienen a
su sexo al tiempo que prohíben o desalientan las conductas impropias,
sobre todo en la relación con el otro sexo. Aun cuando no aborden más
que aspectos superficiales de la persona, esas acciones surten el efecto
de construir, mediante una verdadera acción psicosomática, las
disposiciones y los esquemas que organizan las posturas y los hábitos más
incontrolados del hexis corporal y la pulsiones más oscuras del
inconsciente, como las revela el psicoanálisis. Así, por ejemplo, la lógica
de todo el proceso social en el cual se engendra el fetichismo de la
virilidad se manifiesta con toda claridad en los ritos de institución
que, como mostré en otra parte, buscan instaurar una separación
sacralizante no entre quienes ellos han ya sometido y quienes no han sido
sometidos todavía, como lo deja entrever la noción de rito de paso
(entre un antes y un después), sino entre quienes son socialmente dignos
de sufrirlos y quienes están excluidos a perpetuidad, es decir, las
mujeres.(27)
El
cuerpo masculino y el cuerpo femenino, y en especial los órganos sexuales
que, como condensan la diferencia entre los sexos, están predispuestos a
simbolizarla, son percibidos y construidos según los esquemas prácticos
del habitus y de este modo en apoyos simbólicos privilegiados de aquellos
significados y valores que están en concordancia con los principios de la
visión falocéntrica del mundo. No es el falo (o su ausencia) lo que
constituye el principio generador de esta visión del mundo sino que es
esta visión del mundo la que, al estar organizada, por razones sociales
que convendrá tratar de descubrir, según la división en géneros
relacionales, masculino y femenino, puede instituir al falo, erigido en símbolo
de la virilidad, del nif propiamente masculino, en principio de la
diferencia entre los sexos (en el sentido de géneros) y dejar sentada la
diferencia social entre dos esencias jerarquizadas en la objetividad de
una diferencia natural entre los cuerpos biológicos.
La
precedencia masculina que se afirma en la definición legítima de la
división del trabajo sexual y de la división sexual del trabajo (en
ambos casos el hombre "es el ser superior" y la mujer "se
somete") tiende a imponerse, a través del sistema de los esquemas
constitutivos del habitus, en tanto matriz de todas las percepciones, los
pensamientos y las acciones del conjunto de los miembros de la sociedad y
en tanto fundamento indiscutido, porque se halla situado fuera de las
tomas de conciencia y del examen, de una representación androcéntrica de
la reproducción biológica y de la reproducción social. Lejos de que las
necesidades de la reproducción biológica determinen la organización
simbólica de la división sexual del trabajo y, por ende, de todo el
orden natural y social, es una construcción arbitraria de lo biológico,
y en particular del cuerpo, masculino y femenino, de sus usos y de sus
funciones, en especial en la reproducción biológica, que da una base en
apariencia natural a la visión masculina de la división del trabajo
sexual y de la división sexual del trabajo y, por ende, a toda la visión
masculina del mundo. La fuerza particular de la sociodicea masculina le
viene de que asume dos funciones: legitima una relación de dominio
inscribiéndola en lo biológico, que a su vez es una construcción social
biologizada.
La
definición de cuerpo en sí, apoyo real de la labor de naturalización,
es en efecto el fruto de todo un trabajo social de construcción, sobre
todo en su dimensión sexual. A través de la valorización del pundonor,
principio de la conservación y del aumento del honor, es decir del
capital simbólico que, con el capital social de las relaciones de
parentesco, representa la principal (si no la única) forma de acumulación
posible en este universo, los kabilas son llevados a otorgar un privilegio
indiscutido a la virilidad masculina; o en su aspecto ético mismo, ésta
permanece asociada, al menos tácitamente, a la virilidad física, a través
sobre todo de los testimonios de poder-desfloración de la novia, numerosa
prole masculina, etc.- que se esperan del hombre realizado, así como del
falo que parece hecho para cargar con todos los fantasmas colectivos de la
potencia fecundadora.(28)
Por
su turgencia, tan cara a Lacán, es lo que se hincha y lo que hace
hinchar, el término más ordinario para designar al pene es abbuch -cuyo
femenino, thabbuchth, sirve para designar el seno-, mientras que el falo
"erecto" se llama ambul, morcilla gruesa.(29) El esquema de
hinchazón es el principio generador de los ritos de fecundidad, sobre
todo en su dimensión culinaria, que buscan producir miméticamente la
hinchazón mediante el recurso, por ejemplo, de los alimentos propensos a
hinchar y a hacer hinchar (como en nuestra tradición los buñuelos),(30)
y que se imponen en los momentos en que la acción fecundadora de la
potencia masculina debe ejercerse, como en las bodas -y también en el
inicio de las labores agrícolas, ocasión de una acción homóloga de
apertura y desfloración de la tierra. Las mismas asociaciones que
obsesionaban al pensamiento lacaniano (turgencia, flujo vital) se
encuentran en las palabras que designan el esperma, zzel y, sobre todo,
laamara que (por su raíz, aammar, significa llenar, prosperar) evoca la
plenitud, lo que está lleno de vida, el esquema de relleno (lleno/vacío,
fecundo/estéril), y que se combinan regularmente con el esquema del
relleno en la generación de ritos de fertilidad.(31)
Se
trata de categorías de percepción construidas en torno a oposiciones que
nos remiten, en último análisis, a la división del trabajo sexual, ella
misma organizada conforme a esas oposiciones que estructuran la percepción
de los órganos sexuales y de la actividad sexual. Las representaciones
colectivas deben su fuerza simbólica al hecho de que, como bien lo
muestra el tratamiento social de la "hinchazón" fálica, que
identifica al falo con la dinámica vital del hinchamiento, inmanente a
todo el proceso de procreación natural (germinación, gestación, etc.),
la construcción social de la percepción de los órganos y del acto
sexual registra y ratifica la "preñez" de las formas objetivas
-como el hinchamiento y la erección del falo.(32) El hecho de que la
"selección" cultural de los rasgos semánticamente pertinentes
asuma simbólicamente algunas de las propiedades naturales más
indiscutibles contribuye así, con otros mecanismos, el más importante de
los cuales es la inserción de cada relación (lleno/vacío, por ejemplo)
en un sistema de relaciones homólogas e interconectadas para transmutar
lo arbitrario del nomos social en necesidad de la naturaleza (phusis).
Esta lógica de la consagración simbólica de los procesos objetivos, cósmicos
y biológicos funciona en todo el sistema mítico-ritual, por ejemplo con
la constitución de la germinación del grano como resurrección,
acontecimiento homólogo del renacimiento del abuelo en el nieto
sancionado con el retorno del nombre. Se trata de lo que le presta una
base casi objetiva a ese sistema de representaciones y, por ende, a la
creencia, reforzada así por su unanimidad, de la que es objeto.
Huelga
señalar, por pequeña que sea la correspondencia entre las realidades o
los procesos del mundo natural y los principios de visión y de división
que les son aplicados, y por fuerte que pueda ser el proceso de
reforzamiento circular de ratificación mutua, que siempre hay lugar para
la lucha cognitiva a propósito del sentido de las cosas del mundo y en
particular de las realidades sexuales. Cuando los dominados aplican a los
mecanismos o a las fuerzas que los dominan, o simplemente a los
dominantes, categorías que son resultado de la dominación, o en otros términos,
cuando sus conciencias y sus inconscientes son estructurados conforme a
las estructuras incluso de la relación de dominio que les es impuesta,
sus actos de conocimiento son, inevitablemente, actos de reconocimiento de
la doble imposición, objetiva y subjetiva, de la arbitrariedad de que son
objeto. Dicho esto, la indeterminación parcial de algunos de los
elementos del sistema mítico-ritual, desde el punto de vista de la
distinción incluso entre lo masculino y lo femenino que forma la base de
su simbolismo, puede servir de punto de apoyo de las reinterpretaciones
antagónicas por las cuales los dominados adquieren una forma de revancha
contra el efecto de imposición simbólica.(33) Así, por ejemplo, las
mujeres pueden, al aplicar otros esquemas fundamentales de la visión
mitopoética (alto/bajo, duro/blando, derecho/curvo, etc.) aprehender
también los atributos masculinos por analogía con cosas que penden sin
vigor (laalaleq, asaalaq, términos empleados también para las cebollas o
la carne hinchada, o acharbub, a veces asociado con ajerbub, harapo).(34)
Su punto de vista se halla permeado por las categorías de percepción
dominantes, y por esta razón pueden sacar partido de este estado
disminuido para afirmar la superioridad del sexo femenino, recordando así
que las propiedades sociales de los dos géneros son el producto del
dominio y pueden siempre ser puestas en juego en la lucha de los sexos
(como en el dicho: "En ti, todos tus pertrechos penden, dice la mujer
al hombre, mientras que yo soy una piedra soldada"). Esos análisis
valen para toda relación de violencia simbólica, de suerte que nada
resulta más vano que oponer, por ejemplo, el dominio simbólico ejercido
a través de la cultura legítima y la resistencia que pueden ofrecerle
los dominados, a menudo armándose de las mismas categorías de la cultura
legítima, como en la parodia, la burla o la trastocación carnavalesca.
Sin
tener la absoluta seguridad de que mis conclusiones no dependan de los límites
de mi información, creo poder afirmar que el sexo de la mujer es el
objeto de un esfuerzo semejante de construcción que tiende a hacer una
suerte de entidad negativa, definida esencialmente por la privación de
las propiedades masculinas y afectada por características peyorativas,
como lo viscoso (achermid, una de las palabras bereberes para designar la
vagina es también una de las más peyorativas, significa asimismo algo
viscoso).
Cómo
no vamos a recordar aquí, en su calidad de extraordinario documento
antropológico, el análisis sartriano, a menudo denunciado en la
literatura feminista, del sexo femenino como un agujero viscoso: La
obscenidad del sexo femenino es la de cualquier cosa abierta: es un
llamado a ser, como por otra parte todos los agujeros; en sí la mujer
apetece una carne extraña que debe llenarla plenamente por penetración y
dilución. Y, a la inversa, la mujer siente su condición como un llamado,
precisamente porque ella está "agujereada" Sin duda el sexo es
una boca, boca voraz que engulle el pene -lo que puede conducir a la idea
de castración: el acto amoroso es castración del hombre-, pero ante todo
el sexo es un agujero.(35) Esta objetivación inconsciente del
inconsciente masculino se extiende al análisis de lo viscoso. Esta
sustancia "blanda" que "da primero la impresión de ser lo
que se puede poseer", "dócil", es una realidad
"inquietante" que "posee", que "se adhiere",
"bombea", "aspira": es una actividad blanda, babosa y
femenina en su aspiración, vive de manera oscura bajo mis dedos y siento
como un vértigo, me atrae hacia ella, como lo haría el fondo de un
precipicio. Existe una fascinación táctil de lo viscoso. Ya no soy dueño
de detener el proceso de apropiación. Continúa. En cierto sentido, es
como una docilidad suprema del poseído, una fidelidad de perro que se
entrega, aun cuando ya no se quiere saber nada de él y, en otro sentido,
representa, bajo esta docilidad, una taimada apropiación del posesor
sobre el poseído.(36)
La
última metáfora, la más reveladora, la de "la avispa que se hunde
en la mermelada y se ahoga",(37) símbolo de la muerte dulce del para
sí y de la "revancha dulzona y femenina del en sí", cancela de
manera maravillosa la evocación de las oposiciones fundamentales de la
mitología masculina (masculino/femenino, pene/vagina, puro/manchado,
duro/blando, seco/húmedo, lleno/vacío, salado/dulce) y las formas que
revisten, después de la transformación, en el discurso filosófico (para
sí/en sí, conciencia/materia, etc.). Se puede incluso ver el punto donde
el mito colectivo se dobla en fantasma privado (una representación muy
singular del acto sexual), directamente sublimado en intuición
fundamental del sistema filosófico: "Ahora bien, esta dilución, en
sí misma es ya pavorosa, porque ella es absorción del para sí por el en
sí, como la tinta por un secante Es horrible en sí volverse viscoso para
una conciencia".(38)
La
representación de la vagina como falo invertido que Marie-Christine
Pouchelle descubre en las mismas oposiciones fundamentales entre lo
positivo y lo negativo, el derecho y el revés, que se impone desde el
principio masculino, se plantea como medida de todo.(39) Y para
convencerse de que la definición social del sexo como órgano, lejos de
ser un simple registro de propiedades naturales, directamente confiadas a
la percepción, es fruto de una serie de acentuaciones o supresiones de
las diferencias o de similitudes operadas en función del estatuto social
asignado al hombre y a la mujer y diseñadas para justificar la
representación dominante de la naturaleza femenina,(40) bastaría seguir
la historia del "descubrimiento" del clítoris, tal como lo
informa Thomas Laqueur,(41) prolongándola hasta la teoría freudiana de
la migración de la sexualidad femenina del clítoris a la vagina, que
podría ser otro ejemplo del efecto Montesquieu, transfiguración de
conducta prudente de un mito social.
El
cuerpo en su conjunto es también percibido a través de las grandes
oposiciones culturales: tiene su parte elevada y su parte baja, cuya
frontera está marcada por la cintura, señal de cierre y límite simbólico,
al menos entre las mujeres, entre lo puro y lo impuro; tiene su parte
delantera, lugar de la diferencia sexual (por tanto privilegiada por un
sistema que busque siempre diferenciar), y su parte posterior, sexualmente
indiferenciada y potencialmente femenina, es decir, sumisa, como lo
recuerda, por el gesto o la palabra, el insulto mediterráneo por
excelencia contra la homosexualidad. La combinación de los dos esquemas
engendra la oposición entre las partes nobles y públicas, frente, ojos,
bigote, boca, órganos de presentación del yo donde se condensa la
identidad social, el honor social, el nif, que obliga a hacer frente y a
mirar a los otros a la cara, y sus partes privadas, escondidas o
vergonzosas, que el honor obliga a disimular.
La
parte alta, masculina, del cuerpo, y sus usos legítimos, hacer frente,
enfrentar (qabel), mirar a la cara, a los ojos, tomar la palabra públicamente,
etc., constituyen el monopolio exclusivo de los hombres: es pues mediante
la división sexual de los usos legítimos del cuerpo que se establece el
vínculo (enunciado por los psicoanalistas) entre el falo y el logos.
Prueba de ello es que la mujer que, en Kabilia, está oculta a las
miradas, sin estar velada, debe en cierto modo renunciar a hacer uso de su
mirada (camina en público con los ojos mirando a los pies) y de su
palabra (la única voz que le sienta es wissen, no sé, antítesis de la
palabra viril que es afirmación decisiva, clara, al mismo tiempo que
reflexiva y mesurada). ¿Cómo no ver que el mismo acto sexual, aunque no
deja de funcionar como una suerte de matriz original, a partir de la cual
se construyen todas las formas de unión de dos principios opuestos, verja
del arado y surco, cielo y tierra, fuego y agua, etc., está pensado en
función del principio de primacía de la masculinidad? Al igual que la
vagina, debe su carácter funesto, maléfico, al hecho de que es un
agujero, vacío, así como inversión en negativo del falo, lo mismo la
posición amorosa en la cual la mujer se monta sobre el hombre,
invirtiendo la relación considerada como normal, en la que el hombre se
"queda debajo", se halla explícitamente condenada en numerosas
civilizaciones.(42) Los kabilas, no obstante que son poco dados a los
discursos justificadores, apelan a una suerte de mito original para
legitimar las posiciones asignadas a los dos sexos en la división del
acto sexual y, más ampliamente, a través de la división sexual del acto
de producción y de reproducción biológica y sobre todo social, en todo
el orden social y, más allá, en el orden cósmico.
Fue
en la fuente (tala) donde el primer hombre encontró a la primera mujer.
Ella se encontraba sacando agua cuando el hombre, arrogante, se le acercó
y exigió beber. Pero ella había llegado primero y tenía sed también.
Descontento, el hombre la zarandeó. Ella dio un paso en falso y se cayó.
Entonces el hombre vio los muslos de la mujer, que eran diferentes a los
de él. Quedó estupefacto. La mujer, más astuta, le enseñó muchas
cosas. "Acuéstate, le dijo, te diré para qué sirven tus órganos".
El se recostó en el suelo; ella acarició su pene que se volvió dos
veces de su tamaño y se acostó encima de él. El hombre experimentó un
gran placer. Comenzó a seguir a la mujer por doquier para volver a hacer
lo mismo, pues ella sabía más cosas que él, encender la lumbre, etc. Un
buen día, el hombre le dijo a la mujer: "Yo también quiero enseñarte;
yo sé hacer cosas. Tiéndete y me acostaré sobre ti". La mujer se
tendió en el suelo, y el hombre se puso encima de ella. Volvió a sentir
el mismo placer y dijo entonces a la mujer: "En la fuente, eres tú
quien manda; en la caso, soy yo". En el espíritu del hombre, son
siempre los últimos propósitos los que cuentan y desde entonces a los
hombres les gusta colocarse encima de las mujeres. De esta suerte, los
hombres se convirtieron en los primeros y son ellos quienes deben
gobernar.(43)
La
intención de sociodicea se afirma aquí sin ambages: el mito fundador
instituye, en el origen mismo de un orden social dominado por el principio
constitutivo (ya enganchado, de hecho, en los considerandos, la oposición
entre la fuente y la casa) entre la naturaleza y la cultura, entre la
"sexualidad" de naturaleza y la "sexualidad" de
cultura:(44) en el acto anómico, realizado en la fuente, lugar femenino
por excelencia, y a iniciativa de la mujer, perversa iniciadora,
naturalmente iniciada en las cosas del amor, se opone al acto conforme al
nomos, acto doméstico y domesticado, que se ejecuta a petición del
hombre y conforme al orden de las cosas, dentro de la jerarquía
fundamental del orden social y del orden cósmico, y en la casa, lugar de
la naturaleza cultivada, del dominio legítimo del principio masculino
sobre el principio femenino, simbolizado por la preeminencia de la viga
maestra (asalas alemmas) sobre el pilar vertical (thigejdith), horca
abierta hacia el cielo.
Pero
lo que los discursos míticos profesan de manera bastante ingenua, los
ritos institutivos, que de hecho son actos simbólicos de diferenciación,
lo cumplen de manera más insidiosa y más eficaz simbólicamente. Baste
pensar en la circuncisión, rito de institución de la masculinidad por
excelencia, que afirma la diferencia entre aquéllos cuya virilidad
consagra al mismo tiempo que los prepara simbólicamente para ejercerla y
aquéllas que no están en situación de sufrir la iniciación y que no
pueden descubrirse como privadas de lo que constituye la ocasión y el
respaldo del ritual de confirmación de la virilidad. El trabajo psicosomático
que se lleva a cabo continuamente, sobre todo mediante el ritual, jamás
es tan evidente como en los llamados ritos de "separación", que
tienen la función de emancipar al muchacho en relación a su madre y
garantizar su masculinización progresiva fomentándola y preparando a aquél
a hacer frente al mundo exterior.
Esta
"intención" objetiva de negar la parte femenina de lo masculino
(la misma que Mélanie Klein exigía al análisis recuperar, mediante una
operación inversa de la que realiza el ritual), de abolir los lazos y los
afectos con la madre, la tierra, la humedad, la noche, la naturaleza, en
una palabra, a lo femenino, se imagina de una manera particularmente
asombrosa en los ritos llevados a cabo en el momento de la "separación
introductoria" (el aazla gennayer) como el primer corte de cabellos
de los muchachos, y en todas las ceremonias que marcan el paso del umbral
del mundo masculino y que encuentran su punto culminante en la circuncisión.
Estos ritos se sitúan en la larga serie de actos que buscan separar al
muchacho de su madre, empleando objetos fabricados al fuego y propios para
simbolizar la hendidura, el puñal, la verja del arado. Después del
nacimiento, el niño es colocado a la derecha (lado masculino) de su
madre, a su vez acostada sobre su lado derecho, y se colocan entre ellos
objetos típicamente masculinos tales como una carda, un gran cuchillo,
una verja de arado, una de las piedras del hogar. Igualmente, la
importancia del primer corte de cabellos está relacionada con el hecho de
que la cabellera, femenina, es uno de los lazos simbólicos que atan al
muchacho con el mundo materno. Es al padre a quien incumbe realizar este
corte inaugural, al atardecer, en la fecha fijada de antemano y poco antes
de la primera entrada al mercado, es decir, una fecha entre los seis y los
diez años. La tarea de masculinización se sigue con esta introducción
en el mundo de los hombres, del pundonor y de las luchas simbólicas, que
representa la primera entrada al mercado: el niño, vestido con ropa nueva
y peinado con un turbante de seda, recibe un puñal, un candado y un
espejo, mientras que su madre coloca un huevo fresco en la capucha de su
albornoz. En la puerta del mercado rompe el huevo y abre el candado, actos
viriles de desfloración, y se mira al espejo, operador del cambio, una
suerte de umbral. Su padre le guía al mercado, mundo exclusivamente
masculino, presentándolo a unos y otros. Al regreso, atan una cabeza de
res, símbolo fálico -como los cuernos- asociado al nif.
El
mismo trabajo psicosomático que, aplicado a los muchachos, trata de
virilizarlos, despojándolos de todo lo que puedan mantener de femenino
-como entre los "hijos de la viuda"-, adquiere, aplicado a las
muchachas, una forma más radical: la mujer, al estar constituida como una
entidad negativa, definida sólo en términos de privación, por ausencia,
sus virtudes mismas no pueden existir más que por una doble negación,
como vicio negado o superado, o como mal menor. Todo el trabajo de
socialización, en consecuencia, interioriza los límites, que afectan
antes que nada y que se inscriben en el cuerpo -porque lo más sagrado,
h'aram, tiene que ver con los usos del cuerpo. La joven kabila aprendía
los principios fundamentales del arte de vivir femenino, de la celebración
inseparablemente corporal y moral, aprendiendo a vestirse y a llevar las
diferentes indumentarias que corresponden a sus estados sucesivos (niña,
virgen, núbil, esposa, madre de familia), apropiándose de modo
insensible, tanto por mimetismo inconsciente como por obediencia expresa,
la forma correcta de anudarse la cintura o los cabellos, mover o mantener
inmóvil tal o cual parte de su cuerpo al andar, presentar la cara y
manejar la mirada.(45) Este aprendizaje que permanece básicamente tácito,
puesto que los ritos mismos de institución tratan sobre todo de aislar a
las que los sufren de las que están excluidas, tiende a inscribir en lo más
profundo de los inconscientes los principios antagónicos de la identidad
masculina y de la identidad femenina, esas costumbres del cuerpo que
orientan la elección de vocación, todavía hoy en día, según
divisiones semejantes a las de la división sexual del trabajo en la
sociedad kabila.
El
sistema de las oposiciones fundamentales se ha conservado, transformándose,
a través de los cambios que han estado determinados por la revolución
industrial y que han afectado a las mujeres de manera diferente según su
posición en la división del trabajo. Así, la división entre lo
masculino y lo femenino continúa organizándose en torno a la oposición
entre el interior y el exterior, entre la casa, con la educación de sus
hijos, y el trabajo. Ha hallado su forma canónica en la burguesía, con
la división entre el universo de la empresa, orientada hacia la producción
y la utilidad, y el universo de la casa, orientado a la reproducción biológica,
social y simbólica de la unidad doméstica, por ende a la gratuidad y a
la futilidad aparentes de los gastos de dinero y tiempo, destinados a
exhibir el capital simbólico y a redoblarlo mediante su manifestación.
Huelga señalar que, con la entrada de las mujeres al mercado de trabajo,
la frontera se ha desplazado, sin anularse, porque se han constituido al
interior del mundo laboral sectores protegidos. Y sobre todo, los
principios de visión y de división tradicionales se han visto sometidos
a un desafío permanente que conduce a cuestionamientos y revisiones
parciales de la distribución entre los atributos y las atribuciones.
El
grupo, por considerar que la sexualidad es algo demasiado importante
socialmente para ser dejada al azar de las improvisaciones individuales,
propone e impone una definición oficial de los usos legítimos del
cuerpo, excluyendo, tanto representaciones como prácticas, todo lo que,
en especial entre los hombres, puede evocar las propiedades
estatutariamente asignadas a otra categoría. El trabajo de construcción
simbólica, que se termina en un trabajo de construcción práctica, de
bildung, de educación, opera lógicamente por diferenciación en relación
al otro sexo socialmente constituido; tiende en consecuencia a excluir del
universo de lo pensable y de lo factible todo lo que marque la pertenencia
al sexo opuesto -y en particular todas las virtualidades biológicamente
inscritas en el "polimorfo perverso" que es, de creer a Freud,
todo niño pequeño, para producir este artefacto social que es un hombre
viril o una mujer femenina.
El
cuerpo biológico socialmente forjado es así un cuerpo politizado, una
política incorporada. Los principios fundamentales de la visión del
mundo androcéntrico son naturalizados bajo la forma de posiciones y
disposiciones elementales del cuerpo que son percibidas como expresiones
naturales de tendencias naturales. Toda la moral del honor puede
encontrarse así resumida en una palabra, mil veces repetida por los
informadores, qabel, plantar cara, mirar a la cara, y en la postura
corporal que designa,(46) mientras que la sumisión parece encontrar una
traducción natural en el hecho de meterse debajo, someterse, inclinarse,
rebajarse, encorvarse, lo derecho asociándose por el contrario a una
postura derecha, que es monopolio del hombre, mientras que las posturas
curvas, suaves, y la docilidad correlativa, se consideran propias de las
mujeres.(47)
Por
este motivo la educación básica es fundamentalmente política: tiende a
inculcar formas de mantener el cuerpo en su conjunto, o tal o cual de sus
partes, la mano derecha, masculina, o la mano izquierda, femenina, la
manera de caminar, de sostener la cabeza o la mirada, de cara, a los ojos,
o al contrario, a los pies, que son copias de una ética, una política y
una cosmología, y eso porque son casi todas sexualmente diferenciadas y,
a través de sus diferencias, expresan las oposiciones fundamentales de la
visión del mundo. El hexis corporal, redoblado y sostenido por la
indumentaria, se encuentra también sexualmente diferenciado, es un pense-bête
permanente, inolvidable, en el que se encuentran inscritos, de manera
visible y sensible, todos los pensamientos o las acciones potenciales,
todas las posibilidades y las imposibilidades prácticas que definen un
habitus. La somatización de lo cultural es construcción del
inconsciente.
La ilusión y la génesis social de la libido dominandi
Si
bien las mujeres, sometidas a un trabajo de socialización que tiende a
disminuirlas y negarlas, hacen el aprendizaje de las virtudes negativas de
la abnegación, la resignación y el silencio, los hombres son también
prisioneros e, irónicamente, víctimas de la representación dominante,
por más que sea conforme a sus intereses: cuando logra instituirse
completamente en la objetividad de las estructuras sociales y en la
subjetividad de las estructuras mentales que organizan las percepciones,
los pensamientos y las acciones de todo el grupo, el sistema mítico-ritual
funciona como una representación autorrealizadora y no puede encontrar en
él mismo, ni fuera de él, el menor desmentido. La exaltación arrebatada
de los valores masculinos tiene su contrapartida tenebrosa en las
angustias que suscita la feminidad y que son el origen del trato
sospechoso que se da a las mujeres, en razón incluso del peligro que
ellas hacen correr al pundonor masculino: por el hecho de que ella encarna
la vulnerabilidad del honor, de la h'urma, izquierda sagrada, siempre
expuesta a la ofensa, y que encierra siempre la posibilidad de la astucia
diabólica, thah'ramith, arma de la debilidad que opone el recurso del
engaño y de la magia a los recursos de la fuerza y del derecho, la mujer
encierra la posibilidad de acarrear el deshonor y la desgracia.(48) Por
esta razón, el privilegio encuentra su contraparte en la tensión y
contención permanentes, a veces llevadas al absurdo, que imponen a cada
hombre el deber de afirmar la virilidad.(49)
Así,
por lo mismo que basta decir de un hombre, para encomiarlo, que "es
todo un hombre",(50) el hombre es un ser que implica un deber ser,
que se impone como algo sin discusión: ser hombre equivale a estar
instalado de golpe en una posición que implica poderes y privilegios,
pero también deberes, y todas las obligaciones inscritas en la
masculinidad como nobleza. Y eso no equivale a evadir las
responsabilidades (como pareciera sugerir cierta lectura superficialmente
feminista) cuanto a intentar comprender lo que implica esta forma
particular de dominio situándose en el principio del privilegio
masculino, que es también una trampa. Excluir a la mujer del ágora y de
todos los lugares públicos donde se desarrollan las tareas que suelen
considerarse las más serias de la existencia humana, como la política o
la guerra, equivale a impedirle de hecho apropiarse de las disposiciones
que se adquieren al frecuentar esos lugares y esas tareas, como el
pundonor, que equivale a rivalizar con los otros hombres.
El
principio de división primordial, el que divide a los seres humanos en
hombres y mujeres, asigna a los primeros las únicas tareas dignas de ser
desempeñadas, incitándolos a adquirir la disposición a tomar en serio
las labores que el mundo social constituye como serias. Esta illusio
original, que hace al hombre verdaderamente hombre, y que puede designarse
como sentido del honor, virilidad, o en el léxico de los kabilas, más
radical, "kabilidad" (thakbaylith), es el principio indiscutido
de todos los deberes hacia uno, el morot o el móvil de todas las acciones
que se deben realizar para estar en paz con uno mismo, para permanecer
digno, a los propios ojos, de una idea (recibida) del hombre. Es en la
relación entre un habitus construido según la división fundamental de
lo derecho y lo curvo, de lo parado y lo acostado, de lo lleno y lo vacío,
en suma, de lo masculino y lo femenino, y de un espacio social organizado
también conforme a esta división, y por entero dominado por la oposición
entre los hombres, preparados a entrar en las luchas por la acumulación
de capital simbólico, y las mujeres, preparadas a excluirse o a no
entrar, con ocasión del matrimonio, que en tanto objetos de intercambio,
revestidos de una elevada función simbólica, que se definen las
inversiones agonísticas de los hombres, y de las virtudes, todas ellas de
abstención y de abstinencia, de las mujeres.
Así,
el dominante es también dominado, pero mediante su dominio, lo que
evidentemente no es algo desdeñable. Para analizar esta dimensión paradójica
del dominio simbólico, casi siempre ignorado por la crítica feminista,
conviene, al pasar sin transición de un extremo al otro del espacio
cultural, de los montañeses kabilas al grupo Bloomsbury, apelar a
Virginia Woolf, pero no tanto a la autora de esos clásicos del feminismo
como A room of one's own (Una recámara propia) o Three guineas (Tres
guineas), sino a la novelista que, gracias al acto de escribir y a la
amnesia que favorece, revela cosas que han estado ocultas a la mirada del
sexo dominante por lo que ella denomina "el poder hipnótico de la
dominación".(51) La novela To the lighthouse (Paseo hasta el faro)
propone una evocación de las relaciones entre los sexos libre de toda
clase de clichés y frases hechas acerca del sexo, el dinero y la cultura
o el poder, que aún transmiten los textos más teóricos, y un análisis
incomparable de lo que puede ser la mirada femenina a esta suerte de
esfuerzo desesperado, y bastante patético, en su inconsciente triunfante,
que todo hombre debe hacer para estar a la altura de su idea infantil del
hombre.
En
pocas palabras, To the lighthouse es la historia de la familia Ramsay, que
se encuentra de veraneo en una de las islas Hébridas con unos amigos. La
señora Ramsay prometió a su hijo menor, James, de seis años, llevarlo
al día siguiente a dar un paseo al faro que se ve iluminado todas las
noches. Pero el señor Ramsay anuncia que al día siguiente hará mal
tiempo. Estalla una discusión al respecto. Pasa el tiempo. La señora
Ramsay se muere. De vuelta a la casa largamente abandonada, el señor
Ramsay emprenderá, con James, el paseo otrora frustrado.
Es
probable que, a diferencia de la señora Ramsay, que teme que su marido no
ha entendido, la mayor parte de los lectores, sobre todo masculinos, no
comprendan, a la primera lectura, la situación extraña que evoca el
inicio de la novela: De repente, un grito violento, semejante al de un sonámbulo
a medio despertar, en el cual se detectaba algo como "bajo las balas,
bajo las granadas de un cañón, ráfaga ardiente", resonó en sus oídos
con una enorme intensidad y la hizo volverse, inquieta, para ver si
alguien no había oído a su marido.(52)
Y
es probable que tampoco comprendan cuando, páginas adelante, el señor
Ramsay es sorprendido por otros personajes, Lily Briscoe y su amigo:
"Así, cuando Ramsay se precipitó hacia ellos con gritos y
aspavientos, se cercioró de que la señorita Briscoe comprendiese cuál
era el problema. "!Error! Craso error!'". Sólo poco a poco, a
través de las diferentes visiones de diversos personajes (en las páginas
35, 39-42, 45-46), la conducta del señor Ramsay adquiere sentido.
"Ella abrigaba el temor de que el hábito de hablar solo o recitar
versos iba en aumento. Se suscitaban situaciones embarazosas" (p.87).
De
este modo, el mismo señor Ramsay, que había aparecido, desde la primera
página de la novela, como un formidable personaje masculino, y paternal,
es descubierto en flagrante delito de infantilismo. Toda la lógica del
personaje radica en esta contradicción aparente. El señor Ramsay, cual
rey arcaico que evoca el Benveniste del Vocabulario de las instituciones
indoeuropeas, es aquél cuyas palabras son veredictos; el que puede anular
con una frase la "alegría extraordinaria" de su hijo,
entusiasmado con el plan del paseo al día siguiente hasta el faro
("Pero, dice su padre deteniéndose ante la ventana del salón, no
hará buen tiempo"). Sus previsiones tienen el poder de hacerse
realidad: ya sea que actúen como órdenes, bendiciones o maldiciones que
hacen ocurrir, por arte de magia, lo que anuncian, ya sea que, por un
efecto infinitamente más sobrecogedor, enuncien simplemente lo que se
anuncia, lo que está inscrito en las señales accesibles a la previsión
simple del visionario casi divino, capaz de dar razón al mundo, redoblar
la fuerza de las leyes de la naturaleza natural o social convirtiéndolas
en leyes de la razón y de la experiencia, en enunciados a la vez
racionales y razonables de la ciencia y de la sabiduría. Previsión de la
ciencia, el acto de comprobación imperativo de la profecía paterna envía
el futuro al pasado; predicción de la sabiduría, da a este porvenir
todavía irreal la sanción de la experiencia y del conformismo absoluto
que implica. Adhesión incondicional al orden de las cosas y ratificación
apresurada del principio de realidad, se opone a la comprensión materna,
que concede una adhesión evidente a la ley del deseo y del placer pero
escindida en una doble concesión condicional al principio de realidad:
"`Sí, por supuesto, si hace buen tiempo mañana', dijo la señora
Ramsay. `Pero tendrán que levantarse de madrugada', añadió".(53)
Basta comparar esta frase(54) con el veredicto paterno para ver que el
nombre del padre no tiene necesidad de anunciarse, ni de justificarse, el
"pero" ("`Pero, no hará buen día'"), subrayando que
no existe, para un ser razonable ("Sé razonable", "Más
tarde comprenderás"), otra opción que someterse sin más ante la
fuerza de las cosas. Es ese realismo, mata-alegrías y cómplice del orden
imperante en el mundo, lo que desencadena el odio al padre, odio que, como
en la rebeldía adolescente, se dirige menos contra la necesidad que el
discurso paterno pretende desvelar cuanto en oposición a la adhesión
arbitraria que el padre todopoderoso le concede, probando así su
debilidad: debilidad de la complicidad resignada que admite sin
resistencia; debilidad de la complacencia que obtiene satisfacción y
vanidad del placer cruel de desilusionar, es decir, de hacer compartir su
propia desilusión, su propia resignación, su propia derrota.(55) Las
rebeliones más radicales de la infancia y la adolescencia se dirigen no
tanto en contra del padre como en contra de la obediencia espontánea al
padre, contra el hecho de que el primer movimiento del habitus sea para
obedecerlo y para acatar sus razones.
En
ese punto, gracias a la indeterminación que autoriza el uso del estilo
indirecto libre, se pasa insensiblemente del punto de vista de los niños
sobre el padre al punto de vista del padre acerca de sí mismo. Punto de
vista que no tiene, en realidad, nada de personal puesto que, en tanto
punto de vista dominante y legítimo, no es otra cosa que la elevada idea
de sí mismo que tiene el derecho y la obligación de mantener, él que
está resuelto a realizar en su ser el deber ser que el mundo social le
asigna, en este caso, el ideal del hombre y del padre que se debe
realizar: lo que él decía era la verdad. Era siempre la verdad. Era
incapaz de no decir la verdad; no alteraba jamás un hecho, no modificaba
jamás una palabra desagradable en función de la comodidad o el beneplácito
de alma viviente alguna, mucho menos de sus propios hijos, carne de su
carne, y destinados por tanto a aprender lo antes posible que la vida es
ardua, que los hechos no aceptan compromisos, y que el paso al país
fabuloso donde se desvanecen nuestras esperanzas más luminosas, donde
nuestras barcas frágiles naufragan en la tiniebla (llegado a este punto,
el señor Ramsay se incorporaba y fijaba la mirada en el horizonte,
achicando sus ojillos azules), representa una prueba que exige ante todo
coraje, sinceridad y aguante.(56)
Vista
desde esta perspectiva, la dureza gratuita del señor Ramsay ya no es
resultado de una pulsión tan egoísta como el placer de desilusionar; es
la afirmación libre de una elección, la de la rectitud y también la del
amor paterno bien entendido que, al rehusar abandonarse a la facilidad
culpable de la indulgencia femenina, y ciegamente materna, debe presentar
el mundo en toda su crueldad. Es, sin duda, lo que significa la metáfora
del cuchillo o la hoja de metal, que la interpretación freudiana aplastaría,
y que, como entre los kabilas, cifra el papel masculino -la palabra y la
metáfora teatrales se imponen por una vez- del lado de la fractura, la
violencia, el asesinato, es decir, del lado de un orden natural construido
contra la fusión original con la naturaleza materna y contra el abandono
al laissez-faire, a las pulsiones y a las impulsiones de la naturaleza
femenina. Se empieza a sospechar que el verdugo es también víctima y que
la palabra paterna está expuesta, por lo mismo que su fuerza, a convertir
lo probable en destino en el esfuerzo mismo para conjurarlo y exorcizarlo
al expresarlo.
Y
ese sentimiento no puede sino intensificarse cuando se descubre que el
padre inflexible, que con una frase sin apelación posible acaba de matar
los sueños de su hijo, ha sido sorprendido en vías de jugar como un niño,
entregando a quienes se han encontrado así "introducidos en un
dominio privado", Lily Briscoe y su amigo, "algo que no había
tenido la intención de mostrarles": los fantasmas de la libido
academica que se expresan metafóricamente en los juegos bélicos. Pero
conviene citar en toda su amplitud el largo ensueño del señor Ramsay en
el cual la evocación de la aventura guerrera, la carga en el valle de la
Muerte, la batalla perdida y el heroísmo del jefe ("Pero no quería
morir acostado; encontraría alguna arista rocosa y moriría parado, los
ojos fijos en la tempestad "), se mezcla íntimamente con la evocación
ansiosa del destino póstumo del filósofo ("Z no es atacado más que
una vez por generación". "Jamás alcanzará a R"):
Cuántos
hombres en un millar de millones, se preguntaba, terminan por llegar a Z?
Desde luego, el jefe de una columna infernal puede plantearse esta
pregunta y responder sin traicionar a quienes lo siguen: `Uno, tal vez'.
Uno en una generación. ¿Debe ser entonces culpado si no es ése? ¿Con
tal de que haya penado sinceramente, entregado hasta que no le quede nada?
Su renombre, ¿cuánto dura? Incluso a un héroe se le permite preguntarse
al estar moribundo cómo se hablará de él tras su muerte. Ese renombre
durará posiblemente dos mil años . ¿Cómo culpar al jefe de esta
columna infernal que, después de todo, ha trepado bastante alto para ver
la perspectiva estéril de los años y de la muerte de las estrellas si,
antes de que la muerte entiese sus miembros y los deje sin movimiento,
eleva con cierta solemnidad sus dedos entumecidos ante sí y se incorpora?
Pues, de este modo, la expedición de socorro que ha ido en su busca lo
encontrará muerto en su puesto cual soldado glorioso. El señor Ramsay se
enderezó y se mantuvo muy derecho al lado de una urna. ¿Quién lo iba a
culpar si, mientras se mantenía así un momento, su pensamiento se detenía
en el renombre, las expediciones de socorro, las pirámides de piedra
erigidas sobre sus huesos por los discípulos agradecidos? Por último, ¿quién
culparía al jefe de la infausta expedición si ... (57)
La
técnica del difuminado-encadenado, que tanto gustaba a Virginia Woolf,
funciona aquí de maravilla: la aventura guerrera y el renombre que la
consagra es una metáfora de la aventura intelectual y del capital simbólico
de la celebridad al que aspiraba; la illusio lúdica permite reproducir en
un grado más elevado de desrealización, por ende a un menor costo, la
illusio de la existencia ordinaria, con sus apuestas vitales y sus asedios
apasionados, todo lo que agita las discusiones del señor Ramsay y sus
discípulos, autoriza el trabajo del levantamiento parcial y controlado
del sitio, que es necesario para asumir y superar la desilusión ("No
tenía genio; no se hacía ilusiones", p.44) conociendo al mismo
tiempo la illusio fundamental, la inversión en el juego mismo, la
convicción de que el juego merece ser jugado a pesar de todo, hasta el
final, y según las reglas (puesto que, después de todo, el último de
los soldados rasos siempre puede "morir de pie"). Ese cerco
visceral cuya expresión es esencialmente una postura se logra en las
poses, las posiciones o los gestos corporales que están orientados en el
sentido de lo derecho, lo recto, de la erección del cuerpo o de sus
sustitutos simbólicos, la pirámide de piedra, la estatua. La illusio que
es constitutiva de la masculinidad representa la base de todas las formas
de la libido dominandi, es decir, todas las formas específicas de illusio
que se generan en los diferentes campos. Esta illusio original es lo que
hace que los hombres (por oposición a las mujeres) sean socialmente
instituidos de tal manera que se dejen involucrar, como niños, en todos
los juegos que les son socialmente asignados y cuya forma por excelencia
es la guerra. Al dejarse sorprender en un ensueño despierto que descubre
la vanidad pueril de sus bloqueos más profundos, el señor Ramsay revela
bruscamente que los juegos a los cuales se presta, como el resto de los
hombres, son juegos de niños, que no se perciben en toda su extensión
porque, precisamente, la connivencia colectiva le confiere la necesidad y
la realidad de las evidencias compartidas. Por lo mismo que, entre los
juegos constitutivos de la existencia social, los que se dicen serios, estén
reservados a los hombres -mientras que las mujeres se dedican a los
hijos-(58) se olvida que el hombre es también un niño que juega al
hombre. La alienación genérica es el origen del privilegio específico.
La lucidez de los excluidos
Las
mujeres gozan del privilegio (negativo) de no dejarse engañar por los
juegos en los que se disputan los privilegios, y de no estar atrapadas, al
menos directamente, en primera persona. Pueden incluso vanagloriarse y,
mientras no estén comprometidas por procuración, considerar con una
divertida indulgencia los esfuerzos desesperados del "hombre-niño"
por hacerse el hombre y la desesperación que en él generan sus fracasos.
Ellas pueden adaptar sobre los juegos más serios el punto de vista
distante del espectador que observa la tempestad desde la orilla, lo que
puede valerles para ser tildadas de frívolas e incapaces de interesarse
en cosas serias, como la política. Pero, al ser esta distancia un efecto
de la dominación, están a menudo condenadas a participar por procuración,
por una solidaridad afectiva con el jugador, que no implica una verdadera
participación intelectual y afectiva en el juego y que las convierte con
frecuencia en seguidoras incondicionales, pero mal informadas, de la
realidad del juego y las correspondientes apuestas.(59)
Por
esta razón, la señora Ramsay comprende de inmediato la situación
embarazosa en la cual se ha puesto su marido al jugar en voz alta a la
Carga de la Brigada de la Caballería Ligera. Le duele el sufrimiento que
pueda causarle ser sorprendido de esta guisa, pero también y sobre todo
lo que origina su extraña conducta cuya verdadera razón ella captó al
instante. Todo su comportamiento lo dirá cuando, herido, y así reducido
a su verdad de niño grande, el padre severo, que acababa de sacrificar a
su gusto (compensatorio) "desilusionar a su hijo y ridiculizar a su
mujer", venga a pedirle su compasión por un sufrimiento nacido de la
illusio y de la desilusión: "Ella acarició la cabeza de James;
transfirió a su hijo los sentimientos que experimentaba por su
marido". Por una de esas condensaciones que permite la lógica de la
práctica, la señora Ramsay identifica, en un gesto de protección
afectuosa al que la destina y prepara su ser social,(60) al pequeño
hombre que acaba de descubrir la negatividad insoportable de lo real. Aun
si se empeña en disimular su clarividencia, sin duda para proteger la
dignidad de su marido, la señora Ramsay sabe perfectamente que el
veredicto enunciado sin piedad emana de un ser digno de lástima que, él
también, como víctima de los veredictos inexorables de lo real, merece
piedad.(61) Ahora bien, posiblemente ella sucumba así a una estrategia última,
la del hombre infeliz que, al hacerse el niño, se asegura de despertar
los sentimientos maternos que son estatutariamente asignados a las
mujeres.(62) Convendría citar aquí el extraordinario diálogo tácito en
el cual la señora Ramsay procura de continuo a su marido, primero
aceptando la apuesta aparente de la escena familiar, en lugar de sacar las
cosas de quicio, por ejemplo, dada la desproporción entre el furor del señor
Ramsay y su causa manifiesta. Cada una de las frases, en apariencia
anodinas, de los dos interlocutores abarca apuestas mucho más amplias, más
fundamentales, y cada uno de los dos adversarios-socios lo sabe, en virtud
de su conocimiento íntimo y casi perfecto de su interlocutor que, a
cambio de un mínimo de complicidad en la mala fe, permite provocar, a
propósito de naderías, conflictos últimos sobre el todo. Esta lógica
de todo o nada deja a los interlocutores la libertad de elegir, en cada
momento, la incomprensión más total que reduce el discurso adverso al
absurdo devolviéndolo a su objeto aparente (en este caso, el tiempo que
hará al día siguiente) o la comprensión, ella también total, que es la
condición tácita de la disputa mediante sobreentendidos y de la
reconciliación.
No
había la esperanza más remota de poder ir al día siguiente al faro,
declaró secamente el señor Ramsay, en tono irascible. ¿Cómo lo sabía?
le preguntó ella. El viento cambiaba de pronto. El carácter
extraordinariamente irracional de esta observación, lo absurdo del espíritu
femenino provocaron en el señor Ramsay un acceso de ira. El se había
arrojado al valle donde la muerta está siempre presta; lo habían hecho
pedazos y migajas, y he aquí que ahora ella evadía de frente la
realidad, daba a sus hijos esperanzas obviamente absurdas, en suma, decía
mentiras. Pateó el escalón de piedra. `¡Al diablo!', dijo él. Pero, ¿qué
había hecho ella? Simplemente había señalado que tal vez hiciera buen
tiempo al día siguiente. Y eso podía suceder. No con un barómetro a la
baja y viento del oeste. ¿De dónde le viene a la señora Ramsay su
extraordinaria perspicacia cuando oye una de esas discusiones entre
hombres acerca de asuntos tan futilmente serios como la raíz cúbica o
cuadrada, Voltaire o Madame de Stael, el carácter de Napoleón o el
sistema francés de propiedad rural? La señora Ramsay, ajena a los juegos
masculinos y a la exaltación obsesiva del yo y de las pulsiones sociales
que imponen, ve con entera naturalidad que las tomas de posición, en
apariencia las más puras y apasionadas a favor o en contra, no suelen
responder más que al deseo de "sentar algo" (otro más de esos
movimientos fundamentales del cuerpo, semejante al "dar la cara"
de los kabilas), a la manera de Tansley, otra encarnación del egotismo
masculino: ... haría siempre lo mismo, hasta que obtuviera su cátedra de
profesor o contrajera matrimonio; entonces no tendría necesidad de decir:
`Yo, yo, yo'. Pues a eso se reducía su crítica al pobre Sir Walter, o
tal vez se tratase de Jane Austen: `Yo, yo, yo'. El pensaba en sí mismo y
en la impresión que producía; ella lo sabía por el sonido de su voz,
por el acento y el tono molesto en su manera de hablar. El éxito le
sentaría bien".(63)
Por
otra parte, Virginia Woolf expresa bien la formidable alienación
inherente en este dominio: Si usted triunfa en su profesión, las palabras
"Por Dios y por el Imperio" probablemente serán grabadas como
una dirección en el collar de un perro. Y, si las palabras tienen
sentido, como debieran, tendrá que aceptar dicho sentido y hacer todo lo
que esté en su poder para imponerlo.(64) Percibe la trampa que
constituyen los juegos uniformes donde se engendra la illusio masculina,
que impone a los hombres hacer lo que tienen que hacer, ser lo que tienen
que ser. Y ella afirma explícitamente que son responsables de ello la
segregación de las mujeres y las "líneas de demarcación místicas",
esos ritos de institución de los que las mujeres están excluidas puesto
que tienen por función excluirlas: Inevitablemente nosotras consideramos
a la sociedad como un lugar de conspiración que absorbió al hermano que
muchas tienen razones para respetar en la vida privada, y que impone en su
lugar a un macho monstruoso, con voz estruendosa, de puño duro, que, de
una manera pueril, inscribe con tiza en el suelo esas líneas de demarcación
místicas -rígidas, separadas, artificiales- entre las cuales están los
seres humanos. Esos lugares donde, ataviado de oro y púrpura, decorado de
plumas como un salvaje, él prosigue sus rituales místicos y goza de
placeres sospechosos del poder y de la dominación, mientras que nosotras,
"sus" mujeres, estamos encerradas en el hogar sin que se nos
permita participar en ninguna de las numerosas sociedades que componen su
sociedad.(65)
De
hecho, las mujeres rara vez son lo suficientemente libres de toda
dependencia, si no frente a los juegos sociales, al menos respecto de los
hombres que los realizan, para llevar el desencanto hasta esta suerte de
conmiseración un poco condescendiente por la illusio masculina. Al
contrario, toda su educación las prepara a entrar en el juego por
procuración, es decir, en una posición a la vez exterior y subordinada,
y a conceder a la preocupación masculina, como la señora Ramsay, una
suerte de atención enternecida y de comprensión confiante generadoras
también de un profundo sentimiento de seguridad. Excluidas de los juegos
de poder, están preparadas a participar por medio de los hombres que
participan en él, ya se trate de su marido o, como la señora Ramsay, de
su hijo.(66)
El
principio de esas disposiciones afectivas radica en el estatuto que le es
asignado a la mujer en la división del trabajo de dominio y que Kant
describió en un lenguaje falsamente contestatario, el de una moral teórica
disfrazada en ciencia de las costumbres: Las mujeres no pueden defender
personalmente sus derechos y sus asuntos civiles como tampoco pueden hacer
la guerra; no pueden hacerlo más que por medio de un representante; y
esta irresponsabilidad legal desde el punto de vista de los asuntos públicos
no las hace sino más poderosas en la economía del hogar: ahí predomina
el derecho del más débil, que el sexo masculino por su naturaleza se
siente llamado a proteger y a defender.(67)
La
renuncia y la docilidad que Kant imputa a la naturaleza femenina están
bien inscritas en lo más profundo de las disposiciones constitutivas del
habitus, segunda naturaleza que no presenta tanto las apariencias de la
naturaleza y del instinto como la libido socialmente instituida que se
realiza en una forma particular de deseo, de libido en el sentido
ordinario del término. En la socialización diferencial que dispone a los
hombres a amar los juegos de poder y a las mujeres a los hombres que lo
juegan, el carisma masculino es, por una parte, el encanto del poder, la
seducción que la posesión del poder ejerce, por sí, sobre cuerpos cuya
sexualidad misma está políticamente socializada.(68) Como la socialización
inscribe las disposiciones políticas bajo la forma de disposiciones
corporales, la experiencia sexual misma está orientada políticamente. No
se puede negar que existe una seducción del poder o, si se prefiere, un
deseo o un amor a los poderosos, efecto sincero e ingenuo que ejerce el
poder cuando es aprehendido por cuerpos socialmente preparados para
reconocerlo, desearlo y amarlo, es decir, como carisma, encanto, gracia,
irradiación o simplemente belleza. Así, el dominio masculino encuentra
uno de sus mejores apoyos en el desconocimiento que favorece la aplicación
al dominante de categorías de pensamiento engendradas en la relación
misma de dominio (grande/pequeño, fuerte/débil) y que engendra esta
forma límite del amor fati, que es el amor del dominante y de su dominación,
libido dominantis que implica la renuncia a ejercer en primera persona la
libido dominandi.
Kant
acierta al decir, en la continuación del texto ya citado, que
"renunciar uno mismo a su capacidad, a pesar de la degradación que
esto puede comportar, ofrece sin embargo muchas ventajas": el
dominante ve siempre muy bien los intereses de los dominados, lo que no
implica que todo enunciado de esos intereses sea desacreditado o refutado
por ello. De hecho, como no cesa de sugerirlo Virginia Woolf, al estar
excluido de la participación en los juegos de poder, privilegio y trampa,
el dominado se gana la quietud que presta la indiferencia frente al juego
y la seguridad garantizada por la delegación en quienes participan en él,
seguridad por otra parte ilusoria y siempre amenazada de dejar lugar a la
más terrible tristeza, porque jamás se ignora por completo la debilidad
real de la gran figura protectora y que, cual espectador fascinado de un
ejercicio peligroso, se está afectivamente implicado en la acción, a
través de una persona querida, sin ejercer realmente el dominio sobre
ella. En la imagen masculina siempre está presente la figura paterna,
cuyos veredictos perentorios, si bien pueden mortificar, tienen un inmenso
poder asegurador.(69) La señora Ramsay sabe demasiado bien lo que asegura
la delegación en el padre providencial y lo que cuesta matar la figura
paterna, sobre todo por el desarrollo que experimenta cuando descubre el
barullo de su marido, para fomentar la muerte del profeta veraz: quiere
proteger a su hijo de la violencia del veredicto paterno, pero sin
arruinar la imagen del padre omnisciente.
Por
medio de éste, que detenta el monopolio de la violencia simbólica legítima
(y no sólo de la potencia sexual) en el interior de la unidad social
elemental, se ejerce la acción psicosomática que conduce a la somatización
de la política. Como lo recuerda La metamorfosis de Kafka, los propósitos
paternos surten un efecto mágico de constitución, nominación creadora,
porque hablan directamente al cuerpo que, como lo recordaba Freud, sigue
las metáforas al pie de la letra ("no eres sino un pequeño
gusano"), y si la distribución diferencial de la libido social que
ellos manejan parece tan extraordinariamente ajustada a los lugares que le
serán asignados a unos y a otros (según el sexo, pero también según el
rango de nacimiento y muchas otras variables) en los diferentes juegos
sociales, eso se debe en buena parte al hecho de que, aun cuando parecen
no obedecer más que a lo arbitrario del buen placer, los veredictos
paternos emanan de un personaje que, habiendo sido labrado por y para las
censuras de los imperativos del mundo, tiene al principio de realidad por
principio de placer.
La mujer objeto
El
habitus masculino se construye y se realiza en relación con el espacio
reservado donde se efectúan, entre hombres, los juegos serios de la
competencia, ya se trate de juegos de honor, cuyo límite es la guerra, o
de juegos que, en las sociedades diferenciadas, ofrecen a la libido
dominandi, bajo todas sus formas (económica, política, religiosa, artística,
científica, etc.), campos de acción posibles. Al estar excluidas de
hecho o de derecho de esos juegos, las mujeres se hallan acantonadas en un
papel de espectadoras, o como señala Virginia Woolf, como espejos
lisonjeros que devuelven al hombre la figura engrandecida de él mismo, a
la cual debe y quiere equipararse, y que le refuerzan de este modo el
cerco narcisista en una imagen idealizada de su identidad.(70) En la
medida en que se dirige o parece hacerlo a la persona en su singularidad,
y hasta en sus bizarrías o sus imperfecciones, o incluso al cuerpo, es
decir la naturaleza en su facticidad, que arranca a la contingencia
constituyéndola como gracia, carisma, libertad, la sumisión femenina
aporta una forma irreemplazable de reconocimiento, justificando al que
hace de ello el objeto de existir y de existir como existe. Es probable
que el proceso de virilización en favor del cual conspira todo el orden
social no pueda llevarse a cabo por entero más que con la complicidad de
las mujeres, es decir, en y por la sumisión oblativa, atestiguada por la
ofrenda del cuerpo (se habla de "darse") que constituye la forma
suprema del reconocimiento otorgado a la dominación masculina en lo que
tiene de más específico.
Sigue
en pie que la ley fundamental de todos los juegos serios, sobre todo de
todos los cambios de honor; es el principio de isotimia, de igualdad de
honor: el desafío, porque se envuelve en el honor, no vale nada salvo si
se dirige a un hombre de honor, capaz de dar una réplica que, en tanto
que encierra también una forma de reconocimiento, se traduce en honor.
Dicho en otras palabras, sólo puede realmente honrar el reconocimiento
otorgado a un hombre (por oposición a una mujer) y por un hombre de
honor, esto es, alguien que pueda ser aceptado como un rival en la lucha
por el honor. El reconocimiento que persiguen los hombres en los juegos
donde se adquiere y se invierte el capital simbólico tiene tanto más
valor simbólico cuanto que quien se lo otorga es él mismo.
De
este modo, las mujeres quedan literalmente fuera de juego.(71) La frontera
mágica que las separa de los hombres coincide con "la línea de
demarcación mística", de la que habla Virginia Woolf, y que
distingue a la cultura de la naturaleza, lo público de lo privado,
confiriendo a los hombres el monopolio de la cultura, es decir, de la
humanidad y de lo universal. Al quedar recluidas en el ámbito de lo
privado, por tanto excluidas de todo lo que es del ámbito público,
oficial, no pueden intervenir en tanto que sujetos, en primera persona, en
los juegos en los que la masculinidad se afirma y se realiza, a través de
los actos de reconocimiento mutuo que implican todos los cambios isotímicos,
cambios de desafíos y respuestas, de dones y contradones, entre los
cuales el primer lugar lo ocupa el cambio de mujeres.
El
fundamento de esta exclusión original, que el sistema mítico-ritual
ratifica y amplía, al punto de hacer de ello el principio de división de
todo el universo, no es otra cosa que la disimetría fundamental que se
instaura entre el hombre y la mujer sobre el terreno de los intercambios
simbólicos, la del sujeto y la del objeto, del agente y del instrumento.
El ámbito de las relaciones de producción y reproducción del capital
simbólico, del cual el mercado matrimonial es una realización paradigmática,
descansa en una suerte de golpe original que hace que las mujeres no
puedan aparecer salvo como objetos o, mejor, en tanto que símbolos cuyo
sentido está constituido fuera de ellas y cuya función consiste en
contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico
detentado por los hombres. La cuestión de los fundamentos de la división
entre los sexos y del dominio masculino encuentra así su solución: en la
lógica de la economía de los intercambios simbólicos y, más
precisamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y
del matrimonio que asigna a las mujeres, universalmente, su estatuto
social de objetos de intercambio definidos conforme a los intereses
masculinos (es decir, primordialmente como hijas o hermanas) y destinadas
a contribuir así a la reproducción del capital simbólico de los
hombres, es donde se halla la explicación del carácter primado otorgado
universalmente a la masculinidad en las taxonomías culturales. El tabú
del incesto en el cual Lévi-Strauss ve el acto fundador de la sociedad,
en tanto que imperativo del intercambio pensado en la lógica de la
comunicación equitativa entre los hombres -lo que también es-,
constituye de hecho el reverso del acto inaugural de violencia simbólica
por el cual a las mujeres se les niega como sujetos del intercambio y de
la alianza que instauran a través de ellas, pero reduciéndolas al estado
de objeto: las mujeres son tratadas como instrumentos simbólicos que, al
circular y hacer circular las señales fiduciarias de importancia social,
producen o reproducen el capital simbólico, y que al unir e instituir
relaciones, producen o reproducen capital social. Si ellas son excluidas
de la política, remitidas al mundo privado, es con la finalidad de que
puedan ser instrumentos de política, medios para asegurar la reproducción
del capital social y del capital simbólico.
Es
notorio que los grandes ritos institucionales, por los cuales los grupos
asignan una identidad distintiva a menudo contenida en un nombre, sean
grandes ceremonias colectivas y públicas que buscan atribuir un nombre
propio (como el bautismo), es decir, un título que da derecho de
participación al capital simbólico de un grupo e impone el respeto del
conjunto de los deberes dictados por la voluntad de aumentarlo o
conservarlo o, en sentido más amplio, todos los actos oficiales de
nominación que realizan todos los detentadores legítimos de una
autoridad burocrática y que implican casi siempre una afirmación de la
fractura mágica entre los sexos (convendría entender en la misma lógica
el cambio de nombre que es casi siempre impuesto a la mujer en el momento
de contraer nupcias).
De
este modo se comprende que la exclusión impuesta a las mujeres no sea jamás
tan brutal y tan rigurosa como cuando la adquisición de capital simbólico
constituye la única forma de acumulación verdadera, como en Kabilia,
donde la perpetuación del honor social, es decir, del valor socialmente
reconocido a un grupo por un juicio colectivo construido según las
categorías fundamentales de la visión del mundo común, depende de su
capacidad de establecer alianzas propias para garantizar capital social y
capital simbólico. Así las cosas, las mujeres no son únicamente símbolos;
constituyen también valores que es preciso conservar a salvo de la ofensa
o la sospecha y que, al invertir en intercambios, pueden producir
alianzas, es decir, capital social, y aliados prestigiosos, esto es,
capital simbólico. En la medida en que el valor de esas alianzas, por
ende en el beneficio simbólico que pueden procurar, depende en gran parte
del valor simbólico de las mujeres disponibles para el intercambio y
abundantes beneficios simbólicos potenciales, el pundonor de los hermanos
o de los padres, que conduce a una vigilancia tan celosa, hasta paranoica,
como la de los maridos, es una forma de interés bien entendible.
Como
encuentra su principio y las condiciones sociales de su reproducción en
la lógica relativamente autónoma de los intercambios, a través de los
cuales se garantiza la reproducción del capital simbólico, el dominio
masculino puede perpetuarse más allá de las transformaciones de los
modos de producción económicos, habiendo afectado la revolución
industrial relativamente poco la estructura tradicional de la división
del trabajo entre los sexos:(72) el hecho de que las grandes familias
burguesas dependan en buena medida, aún hoy en día, de su capital simbólico
y de su capital social para el mantenimiento de su posición en el espacio
social, explica que perpetúen, más de lo que sería de esperar, los
principios fundamentales de la visión masculina del mundo.(73)
El
peso determinante de la economía de los bienes simbólicos que, a través
del principio de división fundamental, organiza toda la percepción del
mundo social, se impone al universo social, es decir, no sólo a la economía
de la producción material sino también a la economía de la reproducción
biológica. Por ello se puede explicar que, en el caso de Kabilia y en
muchas otras tradiciones, la obra propiamente femenina de gestación y de
alumbramiento se encuentra como anulada en favor de la obra propiamente
masculina de fecundación. En el ciclo de la procreación, al igual que en
el ciclo agrícola, la lógica mítico-ritual privilegia la intervención
masculina, siempre marcada, con ocasión del matrimonio o del inicio de la
labranza, por ritos públicos, oficiales, colectivos, en detrimento de los
periodos de gestación tanto la de la tierra como de la mujer, que no dan
lugar más que a manifestaciones potestativas y casi furtivas: de un lado,
una intervención discontinua y extraordinaria en el curso de la vida,
acción arriesgada y peligrosa de apertura que es lograda solemnemente -a
veces, como a propósito de la primera labranza, públicamente, frente al
grupo-; del otro, una suerte de proceso natural y pasivo de hinchamiento
en el cual la mujer o la tierra son el lugar, la ocasión, el apoyo, el
receptáculo, y que no exige más que prácticas técnicas o rituales de
acompañamiento asignados a las mujeres o actos "humildes y fáciles"
destinados a asistir a la naturaleza en su labor, como la recogida de la
hierba para los animales, y por ende condenadas por partida doble a
permanecer ignoradas: familiares, continuas, ordinarias, repetitivas y monótonas,
se realizan en su mayoría fuera de la vista, en la oscuridad de la casa,
o en los tiempos muertos del año agrícola.(74)
¿Cómo
no ver que, aun si son aparentemente reconocidas o ritualmente celebradas,
las actividades asociadas a la reproducción biológica y social de la
descendencia se hallan todavía muy depreciadas en nuestras sociedades? Si
pueden ser impartidas exclusivamente a las mujeres es porque son negadas
en cuanto tales y permanecen subordinadas a las actividades de producción,
únicas en recibir una sanción económica y un reconocimiento social
verdaderos. Se sabe que la entrada de las mujeres en la vida profesional
ha proporcionado una prueba asombrosa de que la actividad doméstica no es
socialmente reconocida como un verdadero trabajo: en efecto, negada o
denegada por su evidencia misma, la actividad doméstica ha continuado
imponiéndose a las mujeres por añadidura. Joan Scott analiza el trabajo
de transformación simbólica que los "ideólogos", aun los más
antagónicos a la causa de las mujeres, como Jules Simon, han debido
realizar, a lo largo del siglo XIX, para integrar en un sistema de
representaciones renovado esta realidad impensable que es la
"obrera", y sobre todo para rehusar a esta mujer pública el
valor social que debería garantizarle su actividad en el mundo económico:
transfiriendo, por un extraño desplazamiento, su valor y sus valores en
el terreno de la espiritualidad, la moral y el sentimiento, es decir,
fuera de la esfera de la economía y del poder, se le niega tanto a su
trabajo público como a su invisible trabajo doméstico el único
reconocimiento verdadero que constituye en adelante la sanción económica.(75)
Pero no hay necesidad de ir tan lejos en el tiempo y en el espacio social
para hallar los efectos de esa denegación de existencia social: como si
la ambición profesional fuera tácitamente rehusada a las mujeres, basta
que sean ejecutadas por mujeres para que las reivindicaciones normalmente
otorgadas a los hombres, sobre todo en tiempos cuando son exaltados los
valores viriles de afirmación del yo, sean de inmediato desrealizadas por
la ironía o la cortesía dulcemente condescendiente. Y no es raro que,
aun en las regiones del espacio social menos dominadas por los valores
masculinos, las mujeres que ocupan posiciones de poder sean de algún modo
sospechosas de deber a la intriga o a la complacencia sexual (generadora
de protecciones masculinas) las ventajas tan evidentemente indebidas y mal
adquiridas.
La
negación o la denegación de la contribución que las mujeres aportan no
sólo a la producción sino también a la reproducción biológica, corre
pareja con la exaltación de las funciones que les son impartidas, en
tanto objetos más que sujetos, en la producción y reproducción del
capital simbólico. Al igual que, en las sociedades menos diferenciadas,
eran tratadas como medios de intercambio que permitían a los hombres
acumular capital social y capital simbólico mediante matrimonios,
verdaderas inversiones más o menos arriesgadas y productivas que
facultaban a establecer alianzas más o menos extensas y prestigiosas, en
la actualidad intervienen en la economía de los bienes simbólicos en
tanto objetos simbólicos predispuestos y encargados de la circulación
simbólica. Símbolos en los cuales se afirma y se exhibe el capital simbólico
de un grupo doméstico (hogar, descendencia, etc.), ellas deben manifestar
el capital simbólico del grupo en todo lo que contribuye a su apariencia
(cosmética, indumentaria, etc.): por eso, y más que en las sociedades
arcaicas, están colocadas en el ámbito del parecer, del ser percibido,
del complacer, y les incumbe volverse seductoras mediante un trabajo cosmético
que, en ciertos casos, y sobre todo en la pequeña burguesía de
representación, constituye una parte muy importante de su trabajo doméstico.
Al
estar así socialmente inclinadas a tratarse a sí mismas como objetos estéticos,
destinados a suscitar la admiración tanto como el deseo, y en
consecuencia a atraer una atención constante a todo lo relacionado con la
belleza, la elegancia, la estética del cuerpo, la indumentaria, los
ademanes, se encargan de manera natural, en la división del trabajo doméstico,
de todo lo relacionado con la estética y, de modo más amplio, de la
gestión de la imagen pública y las apariencias sociales de los miembros
de la unidad doméstica, los niños, pero también los maridos, que les
delegan con harta frecuencia la elección de su ropa. Ellas asumen también
el cuidado y la preocupación del decoro de la vida cotidiana, del hogar y
su decoración interior, de la parte de gratuidad y finalidad sin fin que
encuentre siempre ahí su lugar, aun entre los más desheredados (los
apartamentos más sencillos de las ciudades obreras tienen sus macetas con
flores, sus adornos y sus cuadros). Son ellas quienes garantizan la gestión
de la vida ritual y ceremonial de la familia, organizan las recepciones,
las fiestas, las ceremonias (de la primera comunión a la boda, pasando
por la comida de aniversario y las invitaciones de los amigos) destinadas
a asegurar el mantenimiento de las relaciones sociales y de la irradiación
de la familia.
Encargadas
de la gestión del capital simbólico de las familias, están llamadas a
trasladar ese papel al seno de la empresa, que les confía casi siempre
las actividades de presentación y representación, recepción y acogida,
y también la gestión de los grandes rituales burocráticos que, a
semejanza de los rituales domésticos, contribuyen al mantenimiento y al
aumento del capital social de relaciones y capital simbólico. Huelga
decir que esas actividades de exhibición simbólica, que son a las
empresas lo que las estrategias de presentación en sí son a los
individuos, exigen, para ser llevadas a cabo decentemente, una atención
extrema a la apariencia física y a las disposiciones a la seducción, que
son afines al papel más tradicional asignado a la mujer. Y es también
por una simple extensión del papel tradicional que se puede confiar a las
mujeres las funciones (a menudo subordinadas, aunque el sector de la
cultura sea uno de los pocos en donde pueden ocupar posiciones directivas)
de la producción o el consumo de los bienes y de los servicios simbólicos
o, más precisamente, de señas de distinción, luego los productos o los
servicios de belleza (peluqueras, especialistas en belleza, manicuristas,
etc.), hasta los bienes culturales propiamente dichos.
Agentes
privilegiados, al menos en el sentido de la unidad doméstica, de la
conversión del capital económico en capital simbólico, la gestión de
los ritos y las ceremonias destinados a manifestar el rango social de la
unidad doméstica, el más típico de los cuales es el salon littéraire
las mujeres juegan un papel determinante en la dialéctica de la presunción
y la distinción que constituye el motor de toda la vida cultural. A través
de las mujeres, o mejor dicho, a través del sentido de la distinción que
lleva a unos a alejarse de los bienes culturales devaluados por la
divulgación, o a través de la presunción que lleva a otros a apropiarse
en cada momento de las señales de distinción más visibles del momento,
se pone en marcha esta suerte de máquina infernal en la cual no hay acción
que no sea una reacción a otra acción, agente que sea realmente el
sujeto de la acción más directamente orientada hacia la afirmación de
su singularidad. Las mujeres de la pequeña burguesía, de las que se sabe
ponen una gran atención en el cuidado del cuerpo o la cosmética y se
preocupan por la respetabilidad ética y estética,(76) son las víctimas
favoritas de la dominación simbólica, pero también las agentes
designadas para turnar los efectos en dirección de las clases dominadas.
Atrapadas por la aspiración de identificarse con los modelos dominantes,
las mujeres se muestran más inclinadas a apropiarse a cualquier precio,
muy a menudo a crédito, de las propiedades distinguidas, distintivas de
los dominantes, y a imponerlas, con el fervor del recién converso, en
favor sobre todo del poder simbólico circunstancial que puede
garantizarles su posición en el aparato de producción o circulación de
los bienes culturales.(77) Convendría retomar aquí el análisis de los
efectos de dominación simbólica que se ejercen a través de los
mecanismos implacables de la economía de los bienes culturales para hacer
ver que las mujeres que no pueden lograr la emancipación (más o menos
aparente), salvo mediante una participación más o menos activa en la
eficacia de esos mecanismos, están condenadas a descubrir que no pueden
alcanzar su liberación real salvo mediante una subversión de las
estructuras fundamentales del campo de la producción y de la circulación
de los bienes simbólicos, como si éste no les diese los visos de
libertad más que para mejor conseguir de ellas la sumisión diligente y
la participación activa en un sistema de explotación y de dominio del
cual ellas son las primeras víctimas.(78)
Una libido institucional - notas
La
preocupación por la verdad, sobre todo en asuntos que, como las
relaciones entre los sexos, son particularmente vulnerables a la
transfiguración mistificadora, obliga a decir cosas que a menudo están
calladas y que tienen muchas posibilidades de ser mal entendidas, sobre
todo cuando parecen reconocer o recortar el discurso dominante. La
revelación, si está dedicada a aparecer a quienes toman partido por los
intereses dominantes como una denuncia parcial e interesada, tiene más
posibilidades de ser recusada por otros, que se dicen críticos, como
ratificación del orden establecido en cuanto que el modo más normal de
describir o registrar se inspira a menudo en la intención (subjetiva u
objetiva) de justificar y que el discurso conservador avanza a menudo sus
órdenes normativas bajo las apariencias del acta de comprobación.(79) El
conocimiento científico de una realidad política tiene, necesariamente,
efectos políticos que pueden ser de sentido contrario: la ciencia de una
forma de dominio, en este caso el dominio masculino, puede tener por
efecto reforzarlo -en la medida en que los dominantes pueden utilizarla
para "racionalizar" los mecanismos propios para perpetuarla-, o
puede tener el resultado de impedirlo, un poco a la manera de la divulgación
de un secreto de Estado, favoreciendo la toma de conciencia y la
movilización de las víctimas. Al igual que para abrir a la escuela una
posibilidad real de ser una "escuela liberadora", como se decía
antaño, y no para conservar las cosas como están, era preciso revelar
que la escuela era conservadora, es necesario hoy en día correr el riesgo
de que parezca que se justifica el estado actual de la condición femenina
mostrando en qué y cómo las mujeres, tal como son, es decir, tal como el
mundo social las ha hecho, pueden contribuir a su propia dominación.
Se
conocen los peligros a los cuales se halla inexorablemente expuesto todo
proyecto científico que se define con relación a un objeto
preconstruido, en especial cuando se trata de un grupo dominado, es decir,
de una "causa" que, como tal, parece hacer las veces de
justificación epistemológica y eximir del trabajo propiamente científico
de construcción del objeto, y los estudios de la mujer, los estudios de
las minorías, los estudios sobre homosexualidad que en la actualidad
vienen a sustituir a nuestros estudios populistas de las "clases
populares", están sin duda menos protegidos contra la ingenuidad de
los "buenos sentimientos", que no necesariamente excluye el
interés bien entendido por los beneficios asociados a las "buenas
causas", que no tienen porqué justificar su existencia y que además
confieren a quienes se apoderan de ellas un monopolio de hecho (a menudo
reivindicado por la ley), pero llevándolos a encerrarse en una suerte de
ghetto científico. Transformar, sin otra forma de proceso, en problema
sociológico el problema social planteado por un grupo dominado equivale a
condenarse a dejar escapar lo que constituye la realidad misma del objeto,
sustituyendo una relación social de dominio por una entidad sustancial,
una esencia, pensada en sí misma y para ella misma, como lo puede ser (y
de hecho ya se hace por medio de los men's studies) la entidad
complementaria. Es también, simple y sencillamente, condenarse a un
aislacionismo que sólo puede tener efectos por entero funestos, cuando
conduce por ejemplo a ciertas producciones "militantes" a
acreditar a las fundadoras del movimiento feminista
"descubrimientos" que forman parte de los conocimientos más
antiguos y de los que con mayor antigüedad han admitido las ciencias
sociales, como el hecho de que las diferencias sexuales son diferencias
sociales naturalizadas. Si no se trata de excluir de la ciencia, en nombre
de no sé qué Wertfreiheit utópico, la motivación individual y
colectiva que suscita la existencia de una movilización política e
intelectual (y cuya ausencia basta para explicar la pobreza relativa de
los men's studies), queda que el mejor de los movimientos políticos está
destinado a hacer mala ciencia y, al final, mala política, si no logra
convertir sus pulsiones subversivas en inspiración crítica, y ante todo
de sí mismo. Esta acción de revelación cuenta con tantas más
posibilidades de ser eficaz, simbólica y prácticamente, cuanto se
desempeñe a propósito de una forma de dominio que descansa casi
exclusivamente en la violencia simbólica, es decir, en el
desconocimiento, y como tal, puede ser más vulnerable que otras a los
efectos de la destrivialización realizada por un socioanálisis
liberador. Sin embargo, debe hacerse dentro de ciertos límites porque
esas cosas son asunto no de conciencia sino de cuerpo, y los cuerpos no
siempre comprenden el lenguaje de la conciencia, y también porque no es fácil
romper la cadena continua de aprendizajes inconscientes que se logran
cuerpo a cuerpo, y con circunloquios, en la relación a menudo oscura en sí
misma entre las generaciones sucesivas.
Sólo
una acción colectiva que busque organizar una lucha simbólica capaz de
cuestionar prácticamente todos lo presupuestos tácitos de la visión
falonarcisista del mundo puede determinar la ruptura del pacto casi
inmediato entre las estructuras incorporadas y las estructuras objetivadas
que constituye la condición de una verdadera conversión colectiva de las
estructuras mentales, no sólo entre los miembros del sexo dominado sino
también entre los miembros del sexo dominante, que no pueden contribuir a
la liberación más que librando la trampa del privilegio.
La
grandeza y la miseria del hombre, en el sentido de vir, estriba en que su
libido se halla socialmente construida como libido dominandi, deseo de
dominar a los otros hombres y, secundariamente, a título de instrumento
de lucha simbólica, a las mujeres. Si la violencia simbólica gobierna al
mundo, es que los juegos sociales, desde las luchas de honor de los
campesinos kabilas hasta las rivalidades científicas, filosóficas y artísticas
de las señoras Ramsay de todo tiempo y lugar, pasando por los juegos de
guerra que son el límite ejemplar del resto de los juegos, están hechos
de tal modo que (el hombre) no puede entrar en ellos sin verse afectado
por ese deseo de jugar que es asimismo el deseo de triunfar o, por lo
menos, de estar a la altura de la idea y del ideal del jugador atraído
por el juego. Esta libido institucional, que reviste también la forma del
superyo, puede conducir también, y a menudo en el mismo movimiento, a las
violencias extremas del egotismo viril así como a los sacrificios últimos
de la abnegación y del desinterés: el pro patria mori nunca es sino el límite
de todas las maneras, más o menos nobles y reconocidas, de morir o vivir
por causas o fines universalmente reconocidos como nobles, es decir,
universales.
No
se ha visto que, por el hecho de estar excluidas de los grandes juegos
masculinos y de la libido social que se genera, las mujeres suelan
inclinarse por una visión de dichos juegos que no esté tan alejada de la
indiferencia que predica la cordura: pero esta visión distante que les
hace percibir, así sea vagamente, el carácter ilusorio de la ilusión y
sus apuestas, no tiene muchas posibilidades de estar en posición de
afirmarse en contra de la adhesión que se impone a ellas, al menos en
favor de la identificación con las causas masculinas, y la guerra contra
la guerra que les propone la Lisístrata de Aristófanes, en la cual
rompen el pacto ordinario entre la libido dominandi (o dominantis) y la
libido sin más, es un programa tan utópico que está condenado a servir
de tema de comedia.
No
podría, sin embargo, sobreestimarse la importancia de una revolución
simbólica que busca trastocar, tanto en los espíritus como en la
realidad, los principios fundamentales de la visión masculina del mundo:
hasta tal punto es cierto que la dominación masculina constituye el
paradigma (y a menudo el modelo y la apuesta) de toda dominación, que la
ultramasculinidad va casi siempre de la mano con el autoritarismo político,
mientras que el resentimiento social más cargado de violencia política
se nutre de fantasmas inseparablemente sexuales y sociales (como lo
testimonian, por ejemplo, las connotaciones sexuales del odio racista o la
frecuencia de la denuncia de la "pornocracia" entre los
partidarios de revoluciones autoritarias). No debe esperarse de un simple
socioanálisis, aun colectivo, y de una toma de conciencia generalizada,
una conversión duradera de las disposiciones mentales y una transformación
real de las estructuras sociales mientras las mujeres continúen ocupando,
en la producción y la reproducción del capital simbólico, la posición
disminuida que es el verdadero fundamento de la inferioridad del estatuto
que le imparten el sistema simbólico y, a través de él, toda la
organización social. Todo lleva a pensar que la liberación de la mujer
tiene por condición previa una verdadera maestría colectiva de los
mecanismos sociales de dominación, que impiden concebir la cultura, es
decir, el ascenso y dominación en y por los cuales se instituye la
humanidad, salvo como una relación social de distinción afirmada contra
una naturaleza que no es otra cosa que el destino naturalizado de los
grupos dominados, mujeres, pobres, colonizados, etnias estigmatizadas,
etc. Queda claro que, sin estar aún todas y siempre completamente
identificadas con la naturaleza, contraste en relación a la cual se
organizan todos los juegos culturales, las mujeres entran en la dialéctica
de la presunción y la distinción en calidad de objetos más que de
sujetos.
NOTAS
1.
Lacan, J. Ecrits, Seuil, París, 1966, p.692.
2.
El vínculo entre el falo y el logos se encuentra condensado (según una lógica
que es la del sueño) en un juego de palabras característico de la lógica
del mito docto. La célebre descripción de la oposición entre el norte y
el mediodía, donde se ha visto la primera expresión del determinismo
geográfico, parece un ejemplo paradigmático de mito docto destinado a
producir ese "efecto ciencia" que he denominado efecto
Montesquieu (cfr. Bourdieu, P. "Le nord et le midi: contribution á
une analyse de l'effet Montesquieu", Actes de la recherche en
sciences sociales, núm.35, 1980, pp.21-25). Está asimismo en el juego de
palabras (y en particular a través del doble sentido cargado de
sobreentendidos) en el que los fantasmas sociales del filósofo
encontraban la ocasión de manifestarse sin tener que aceptar su culpa
(cfr. Bourdieu, P. L'ontologie politique de Martin Heidegger, Minuit, París,
1988).
3.
Speziale-Bagliacca, R. Sulle spalle di Freud, psicoanalysis e ideologia
fallica, Astrolabio, Roma, 1982, pp.43 y ss.
4.
Freud, S. "Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica
entre los sexos", en La vie sexuelle, PUF, París, 1977, pp.126 y
131.
5.
Llama la atención que el discurso feminista suela caer en el esencialismo
que reprocha, con razón, al "conocimiento masculino" (cfr. Féral,
J. Towards a theory of displacement, en Sub-stance, núm.32, 1981,
pp.52-64): no se terminará de recontar los enunciados (de la forma: la
mujer es plural, indefinida) que están dominados por la lógica profunda
de la mitología de la que toman la contrapartida (cfr. Irigaray, L.
Speculum, De l'autre femme, Minuit, París, 1977; Kristeva, J. "La
femme, ce n'est jamais ça", en Tel Quel, núm.59, otoño, 1974,
pp.19-25).
6.
La antropología comparada, a la cual se puede recurrir, corre el riesgo
de perder la lógica del sistema de las oposiciones pertinentes que no se
logra y no se entrega por completo más que en los límites históricos de
una tradición cultural (cfr. Héritier-Augé, F. "Le sang du
guerrier et le sang des femmes. Notes anthropologiques sur le rapport des
sexes", Cahiers du Grif, Tierce, París, invierno 1984-85, p.7-21).
En cambio, permite aparecer lo arbitrario de las oposiciones homólogas en
el interior de las cuales la oposición entre lo masculino y lo femenino
se halla sumergida (y naturalizada por el efecto de la coherencia sistémica).
Así, entre los inuit, la luna es un hombre y el sol es su hermana, las
cualidades que la tradición mediterránea atribuye a la mujer (como el frío,
lo crudo) y la naturaleza se asignan al hombre, mientras que el calor, lo
cocido y la cultura se asocian a la mujer, lo que no impide a los inuit
relegar a la mujer al universo doméstico y minimizar al máximo su papel
en la procreación (cfr. Saladin d'Anglure, citado por Héritier-Augé, op
cit.).
7.
Sobre el cuerpo y la práctica ritual como conservatorios (y no
"memoria") para transmitir y conservar el pasado véase:
Bourdieu, P. Le sens pratique, Minuit, París, 1980, sobre todo la primera
parte, capítulo 4.
8.
Cfr. Peristiany, J. (ed.) Honour and shame: the values of mediterranean
society, Chicago University Press, 1974; Pitt-Rivers, J. Mediterranean
countrymen. Essays in the social anthropology of the Mediterranean, Mouton,
París-La Haya, 1963.
9
Cfr. Gennep, Van. Manuel de folklore français contemporain, Picard, París,
3 vols., 1937-1958.
10.
Du Bois, P. Sowing the body, psychoanalysis and ancient representations of
women, Chicago University Press, 1988. Svenbro, J. Phrasikleia:
anthropologie de la lecture en Gréce ancienne, La Decouverte, París,
1988.
11.
En la cual, por ejemplo, Michel Foucault se encierra cuando, en el segundo
volumen de su Historia de la sexualidad, opta por iniciar con Platón su
indagación acerca de la sexualidad y el sujeto, ignorando autores como
Homero, Hesíodo, Esquilo, Sófocles, Herodoto o Aristófanes, por no
mencionar los filósofos presocráticos, entre quienes aflora con mayor
claridad el viejo sustrato mediterráneo.
12.
Bourdieu, P. "Lecture, lecteurs, lettrés, littérature", en
Choses dites, Minuit, París, 1987, pp.132-143.
13.
Como el tratado de cirugía que analiza Marie-Christine Pouchelle en Corps
et chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion, París, 1983.
14.
No sería oportuno hablar aquí de ideología. Si las prácticas rituales
y los discursos míticos cumplen incuestionablemente una función
legitimadora, jamás encuentran su principio, contrariamente a las
afirmaciones de ciertos antropólogos empeñados en legitimar el orden
social. Es notable que la tradición kabila, no obstante organizada según
la división jerárquica entre los sexos, no propone mitos justificatorios
de esta diferencia (salvo tal vez el mito del nacimiento de la cebada,
cfr. Bourdieu, Le sens pratique, op cit., p.128, y el mito que trata de
racionalizar la posición "normal" del hombre y de la mujer en
el acto sexual). La concepción que imputa los efectos de legitimación a
acciones intencionalmente orientadas a la justificación del orden
establecido no vale ni para las sociedades diferenciadas, en las cuales
las acciones de legitimación más eficientes son dejadas a instituciones
como el sistema escolar y a mecanismos que aseguran la transmisión
hereditaria del capital cultural. En Kabilia todo el orden social funciona
como una inmensa máquina simbólica fundada en la dominación masculina.
15.
Sobre la estructuración del espacio interior de la casa ver: Bourdieu, P.
Le sens pratique, op cit., pp.441-461, y sobre la organización de la
jornada, pp.415-421.
16.
Aunque no todas las sociedades han sido estudiadas, y las que lo han sido
no necesariamente han buscado aclarar la naturaleza de la relación entre
los sexos, no es descabellado pensar que, con toda probabilidad, la
supremacía masculina es universal (cfr. Héritier-Augé, op cit.).
17.
Es lo que dice la lengua cuando, por hombre, entiende no sólo al ser
humano varón sino al ser humano en general, y emplea el género masculino
para hablar de la humanidad. La fuerza de la evidencia dóxica se observa
en que esta monopolización gramatical de lo universal, hoy en día
reconocida, no aparece en su verdad sino después de la crítica femenina.
18.
Para un cuadro detallado de la distribución de las actividades entre los
sexos, véase: Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., p.358.
19.
Las pláticas y las observaciones realizadas en el marco de nuestras
investigaciones sobre el mercado de la casa permiten verificar que, todavía
en la actualidad y cerca de nosotros, la lógica de la división de las
tareas, nobles o triviales, entre los sexos, conducía a menudo a un
reparto de los papeles que deja a la mujer el cuidado de hacer las compras
ingratas, como preguntar los precios, verificar las facturas, pedir las
rebajas, etc. (cfr. Bourdieu, P. "Un contrat sous contrainte",
en Actes de la recherche en sciences sociales, núm.81-82, marzo de 1990,
pp.34-51).
20.
La "intuición femenina" es un caso particular de la lucidez
especial de los dominados que ven más de lo que son vistos. Cfr. Van
Stolk, A. y C. Wouters. "Power changes and self-respect: a comparison
of two cases of established-outsiders relations", en Theory, culture
and society, núm.4, 1987, pp.477-488. Los mismos autores sugieren que los
homosexuales, habiendo sido criados como heterosexuales, han interiorizado
el punto de vista dominante, por lo que pueden adoptar ese punto de vista
sobre ellos mismos (lo que los condena a una discordancia cognitiva y
valuativa que podría explicar su lucidez especial), y pueden comprender
mejor el punto de vista de los dominantes de lo que éstos alcanzan a
entender el suyo.
21.
Se puede preguntar si, como sugiere la definición de los diccionarios, la
virtud no es identificada con la "castidad" o la "fidelidad
sentimental o conyugal". Como siempre, la relación entre dominantes
y dominados no es simétrica: se concede tanto más a los hombres la
potencia sexual y su ejercicio legítimo cuanto que son más poderosos
socialmente (salvo, tal vez, como lo han mostrado algunos escándalos
recientes, en Estados Unidos), mientras que la virtud de las mujeres es
tanto más controlada, de hecho y de derecho, en la mayoría de las
sociedades, cuanto más ocupen un rango social más elevado.
22.
Sobre esta relación y las condiciones de su funcionamiento véase:
Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.266-268.
23.
Ya desarrollé ese punto en Esquisse d'une théorie de la pratique, Droz,
Ginebra, pp.195-196, y en Le sens pratique, pp.115-116.
24.
Entre ellos las etnias estigmatizadas por el hecho de su origen étnico o
religioso, marcado o no por algún rasgo físico -por ejemplo, el color de
la piel-, representan el caso límite.
25.
Es el tipo de elección que toman, de manera más o menos consciente,
quienes, preocupados por la rehabilitación, quieren a toda costa hablar
de "cultura popular".
26.
Sobre la institución de una nobleza escolar a través de la fractura
instaurada por el concurso y el trabajo de imposición y de inculcación
realizado por la institución escolar, véase: Bourdieu, P. La noblesse
d'Etat, Minuit, París, 1989.
27.
Sobre las razones que me han llevado a sustituir la noción de rito de
institución (palabra que debe entenderse en el sentido a la vez de lo que
está instituido -la institución del matrimonio- y del acto de instituir,
la institución del heredero) a la noción de rito de paso, que debe su éxito
inmediato al hecho de que no es una premonición de sentido común
convertida en concepto de conducta cuerda. Véase: Bourdieu, P. "Les
rites d'institution", en Ce que parler veut dire, Fayard, París,
1982, pp.121-134.
28.
La tradición europea, que permanece viva en el inconsciente masculino
europeo contemporáneo, asocia el valor físico o moral con la virilidad
y, al igual que la tradición bereber, establece explícitamente un vínculo
entre el volumen de la nariz (nif), símbolo del pundonor, y el supuesto
tamaño del falo.
29.
El lazo morfológico, a primera vista sorprendente, entre abbuch, el pene,
y thabbucht, el seno, puede explicarse por el hecho de que representan dos
manifestaciones de la plenitud vital, de lo vivo que da vida, a través
del esperma y la leche. (Igual relación entre thamellalts, el huevo, símbolo
por excelencia de la fecundidad femenina, e imellalen, los testículos).
30.
Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.412-415.
31.
Cfr. Bourdieu, P. Ibidem, pp.452-453 (sobre los esquemas lleno/vacío y
sobre el llenado) y también p.397 (sobre la serpiente).
32.
Se observa que no se puede comprender la percepción ordinaria en su
verdad salvo a condición de exceder la alternativa del constructivismo
idealista y del objetivismo realista.
33.
Cfr. Bourdieu, P. Le sens pratique, op cit., pp.426 y ss.
34.
Estas palabras están empapadas de tabú, así como los términos anodinos
en apariencia como duzan, los asuntos, los utensilios; laqul, la vajilla;
lah'wal, los ingredientes, o azaakuk, la cola, que les sirven con
frecuencia de sustitutos eufemísticos.
35.
Sartre, J.P. L'etre et le néant, Gallimard, París, 1943, p.706.
36.
Ibidem, pp.699-701; subrayados del autor.
37.
Ibid., p.701.
38.
Ibid., p.702.
39.
Pouchelle, M. Corps et chirurgie á l'apogée du Moyen-Age, Flammarion,
París, 1983. Como Marie-Christine Pouchelle, que muestra que el hombre y
la mujer son dos variantes, superior e inferior, de la misma fisiología,
Thomas Laqueur estableció que hasta el Renacimiento no se dispone de términos
anatómicos para describir en detalle al sexo de la mujer, que se le
representa como compuesto de los mismos órganos que el del hombre, pero
organizados de otra forma (cfr. Laqueur, Th. "Orgasm, generation and
the politics of reproductive biology", en C. Gallagherand y Th.
Laqueur (eds.), The making of the modern body: sexuality and society in
the nineteenth century, University of California Press, Berkeley, 1987).
40.
Yvonne Knibiehler muestra cómo, al prolongar el discurso de los
moralistas como Roussel, los anatomistas de principios del siglo XIX,
sobre todo Virey, tratan de encontrar en el cuerpo de la mujer la
justificación del estatuto social que le asignan en nombre de las
oposiciones tradicionales entre el interior y el exterior, la sensibilidad
y la razón, la pasividad y la actividad (cfr. Knibiehler, Y. "Les médecins
et la nature femenine au temps du Code Civil", en Annales, núm. 31,
1976, pp.824-845).
41.
Laqueur, Th. W. "Amor Veneris, Vel Dulcedo Appeletur", en M.
Feher con R. Naddaf y N. Tazi (eds.), Zone, Parte III, Zone, Nueva York,
1989.
42.
Según Charles Malamoud, el sánscrito emplea para calificarla la palabra
Viparita, que es utilizada también para designar el mundo al revés, en
sentido de arriba a abajo.
43.
Ese mito fue recopilado en 1988 por Tassadit Yacine (le agradezco que me
lo haya querido comunicar).
44.
El simple uso de la palabra sexualidad puede fomentar una lectura etnocéntrica.
En ese mundo que se podría decir enteramente sexualizado, nada es
propiamente hablando sexual en el sentido moderno, y secularizado, del término:
además de otras razones por las que las realidades sexuales no están
constituidas en estado separado, en ellas mismas (como, por ejemplo, en la
intención erótica), y están entrelazadas en el sistema de las
oposiciones que organizan todo el cosmos.
45.
Como lo muestra bien Yvette Delsaut en un texto inédito, es mediante un
trabajo muy semejante de formación o, mejor aún, de reforma del cuerpo y
de los usos del cuerpo, las elecciones estéticas, vestimentas y cosméticas,
que la institución escolar trataba de imponer ambiciones, pero encerrándolas
en sus propios límites, a las hijas de las clases "modestas"
que destinaba a la profesión de institutriz (cfr. Delsaut, Y. "Carnets
de socioanalyse, 2: Une photo de classe", en Actes de la recherche en
siciences sociales, núm.75, noviembre de 1988, pp.83-96).
46.
Sobre la palabra qabel, él mismo vinculado a las orientaciones más
fundamentales de toda la visión del mundo, véase: Bourdieu, P. Le sens
pratique, op cit., p.151.
47.
Toda la ética (por no hablar de la estética) participa del conjunto de
los adjetivos fundamentales (elevado/bajo, derecho/torcido, rígido/flexible)
de los cuales una buena parte designa asimismo posiciones o disposiciones
del cuerpo, o de tal o cual de sus partes.
48.
Como se ha podido apreciar en el mito original, donde descubría con
estupor el sexo de la mujer y el placer (sin reciprocidad) que se le
revelaban, el hombre se sitúa, en el sistema de las oposiciones que lo
unen a la mujer, del lado de la buena fe y de la ingenuidad (niya), antítesis
perfectas de la astucia diabólica (that'raymith).
49.
Primero, al menos en el caso de las sociedades norteafricanas, sobre el
plano físico, como lo certifica el testimonio, recogido en 1962, de un
farmacéutico de Argel, es muy frecuente y común entre los hombres
recurrir a los afrodisíacos, por otra parte presentes en la farmacopea
tradicional. La virilidad es la prueba de una forma más o menos
disfrazada de juicio colectivo, con ocasión de los ritos de desfloración
de la recién casada, pero también a través de las conversaciones
femeninas que, como lo prueban los. registros que llevé a cabo, en los años
sesenta, ocupan un lugar destacado en las cosas sexuales y en las proezas
o fallas de la virilidad. En las sociedades diferenciadas, donde la fuerza
de la diferenciación social tiende a disminuir cuando se asciende en la
jerarquía social (o, al menos, hacia las regiones del campo del poder),
el peso de la carga viril se ejerce particularmente sobre los dominados
que enfrentan cada vez más a menudo exigencias imposibles.
50.
Toda la moral del honor no es más que el desarrollo de esta fórmula
fundamental de la illusio viril.
51.
Virginia Woolf tenía conciencia de la paradoja, que no sorprenderá a
quienes tienen de la literatura, y de sus propias vías de verdad, una
visión simplista: "Prefiero, siempre que la verdad sea importante,
escribir ficción" (Woolf, V. The pargiters, Harcourt Brace
Jovanovich, Nueva York, 1977, p.9). Más aún: "Es probable que la
ficción aquí contenga más verdad que hechos" (Woolf, V. A room of
one's own, Leonard y Virginia Woolf, Londres, 1935, p.7).
52.
Woolf, V. To the lighthouse. En México se puede conseguir una traducción
de esta obra: Al faro, Antonio Marichalar (trad.), Hermes/Sudamericana, México,
1987 (n. 53. La palabra paterna se sitúa espontáneamente en la lógica
de la predicción conjuradora o profiláctica, que anuncia el futuro
temido para exorcizarlo, y también como una amenaza ("terminarás
mal", "nos deshonrarás a todos", "no lograrás jamás
tu bachillerato") y cuya confirmación mediante los hechos ofrece la
ocasión de un triunfo retrospectivo ("te lo dije"), compensación
encantada del sufrimiento causado por la decepción de no haber sido
sacado del error ("esperaba que me hicieras mentir"). 54. Y
también, si se quiere, la respuesta de la señora Ramsay, que opone al
veredicto paterno un cuestionamiento de la necesidad o una afirmación de
la contingencia fundadas en un puro acto de fe: "Pero tal vez haga
buen tiempo, creo que lo hará". 55. "Si James hubiera tenido a
su alcance una hacha, un atizador o cualquier otro instrumento susceptible
de clavarse en el pecho de su padre y de matarlo ahí mismo, de un golpe,
lo habría hecho. Tales, así de extremas, eran las emociones que el señor
Ramsay hacía nacer en el corazón de sus hijos con su sola presencia
cuando estaba ante ellos, presente a su manera, delgado como un junco,
estrecho como una hoja de cuchillo, con la sonrisa sarcástica que
provocaba en él no sólo el placer de desilusionar a su hijo y
ridiculizar a su mujer, no obstante superior a él en todos los aspectos
(a ojos de James), sino además de la secreta vanidad sacada de la
rectitud de su propio juicio".
56.
To the lighthouse, pp.10-11; cursivas del autor.
57.
Ibidem, pp.45-46; cursivas del autor.
58.
" sin replicar, y adoptando la actitud de una persona aturdida y
cegada, ella inclinó la cabeza No había nada que decir".
59.
Esto se aprecia en la participación que las mujeres jóvenes de las
clases populares prestan a las pasiones deportivas de "su"
hombre, y que, por su carácter decisorio y afectivo, no puede aparecer a
los hombres más que como frívola, hasta absurda, por la misma razón,
por otra parte, que la actitud opuesta, más frecuente en el matrimonio,
es decir, la hostilidad celosa en cuanto a una pasión por cosas a las
cuales no tienen acceso.
60.
La función protectora de la señora Ramsay es evocada en varias
ocasiones, sobre todo a través de la metáfora de la gallina que aletea
para proteger a sus polluelos: "tomaba bajo su protección la
totalidad del sexo que no era el suyo y eso por razones que no alcanzaba a
explicar".
61.
Al evocar explícitamente el veredicto a propósito del paseo al faro y al
pedir perdón a la señora Ramsay por la brutalidad con la cual la ha
asestado (él le hace cosquillas "no sin cierta timidez, en las
piernas desnudas de su hijo"; propone "muy humildemente" ir
a pedir consejo a los guardias costeros), el señor Ramsay traiciona que
esta negativa rotunda tiene que ver con la escena ridícula y con el juego
de la illusio y de la desilusión. 62. Se descubre más tarde que ella
conocía perfectamente el punto sensible en que su marido podía en
cualquier momento ser conmovido: "Ah, ¿pero cuánto crees que durará?
preguntó alguien. Es como si ella tuviera antenas que se proyectaban
hacia afuera temblando y que, al interceptar ciertas frases, llamara la
atención sobre éstas. Esta era una de ellas. Sintió el peligro
proveniente de su marido. Una pregunta de ese tipo llevaría, estaba casi
segura, a alguna afirmación que le haría pensar en lo que su propia
carrera había tenido de fallido. ¿Cuánto tiempo continuaría leyendo?
se preguntaría al instante".
63.
Ibid., p.126.
64.
Woolf, V. Tres guineas.
65.
Ibidem.
66.
" su madre mirándolo guiar diestramente las tijeras en torno al
refrigerador, lo imaginaba sentado en un sillón de juez, todo de rojo y
armiño, o en vías de dirigir alguna empresa seria en un momento crítico
del gobierno de su país".
67.
Kant, E. Antropología desde el punto de vista pragmático. En la
continuación del texto, Kant, por una de esas "degradaciones
encadenadas" que traicionan las asociaciones del inconsciente, pasa
de las mujeres a las "masas", de la renuncia que está inscrita
en la necesidad de delegar a la "docilidad" que conduce a los
pueblos a dimitir en beneficio de "padres de la patria". 68.
Esto contra la tendencia a encerrar todos los intercambios sexuales del
universo burocrático, sobre todo entre patrones y secretarias, en la
alternativa del "acoso sexual" (sin duda aún subestimado por
las denuncias más "radicales") y del uso cínico e instrumental
del encanto femenino como instrumento de poder. El efecto mismo del
encanto que es inherente al poder consiste en impedir discernir, en una
relación afectiva (o sexual) entre personas de rango estatutario
diferente, la parte del constreñimiento y la parte de la seducción. Cfr.
Pringle, R. Secretaries talk, sexuality, power and work, Allen and Unwin,
Londres/Nueva York, 1988, en especial las pp.84-103.
69.
"Luego decía: `Dios mío'. Añadía: `Mañana seguramente llueve'.
Decía: `No lloverá'. Y he aquí que una perspectiva divina de seguridad
se abría instantáneamente ante ella. No había nadie a quien
reverenciara tanto" (To the lighthouse).
70.
"Las mujeres por siglos sirvieron a los hombres de espejos, poseían
el poder mágico y delicioso de reflejar una imagen del hombre dos veces más
grande que la naturaleza" (Woolf, V. A room of one' own, op cit.).
71.
En la medida en que ella se inspira en la intención de romper con las
impresiones superficiales "torciendo la batuta en el otro
sentido", esta evocación de la visión femenina del papel bueno
corresponde a un estado de la división del trabajo entre los sexos que,
en numerosos puntos, está superado, en especial con la abolición de la
segregación sexual en la escuela y en muchos otros lugares públicos y
con el acceso de una parte cada vez más importante de la población
femenina a la enseñanza superior y a la vida profesional (a veces en
posiciones tradicionalmente consideradas masculinas), tanto como de
cambios que implican el deterioro del modelo tradicional de la mujer en el
hogar y en la vida doméstica, sin hablar del efecto, indiscutible aunque
diferenciado socialmente, de las luchas feministas que se constituyen como
políticas, es decir, como posibilidad de cuestionar y transformar, las
diferencias naturalizadas del orden antiguo. Queda que, en la situación
de transición, el estado arcaico que ha sido evocado aquí sobrevive
todavía mucho tiempo en las prácticas y en las disposiciones
inconscientes.
72.
Cfr. Thomas, J. "Women and capitalism: oppression or emancipation? A
review article", en Comparative studies in society and history, núm.30,
1988, pp.534-549.
73.
Cfr. Bourdieu P. y M. de Saint Martin. "Le patronat", en Actes
de la recherche en sciences sociales, núm.20-21, 1978, pp.3-82.
74.
La tesis de Mary O'Brien según la cual la dominación masculina es
producto del esfuerzo de los hombres para superar su alienación de los
medios de reproducción de la especie y para restablecer la primacía de
la paternidad disimulando el trabajo real de las mujeres en el parto,
omite señalar ese trabajo "ideológico" en sus bases, es decir,
en las constricciones del mercado de los bienes simbólicos y en la
necesaria subordinación de la reproducción biológica a las necesidades
de la reproducción del capital simbólico. Cfr. O'Brien, M. The politics
of reproduction, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1981.
75.
Scott, J. W. "L'ouvriére, mot impie, sordide", Le discours de
l'économie politique française sur les ouvriéres (1840-1860), en Actes
de la recherche en sciences sociales, núm.83, junio de 1990, pp.2-15 (en
especial p.12).
76.
Cfr. Bourdieu, P. La distinction, Critique sociale du jugement, Minuit,
París, 1979, pp.226-229; Ce que parler veut dire, op cit.
77.
Cfr. Bourdieu, P., con la colaboración de S. Bouhedja, R. Christin y C.
Givry, "Un placement de pére de famille. La maison individualle:
specificité du produit et logique du champ de production", en Actes
de la recherche en sciences sociales, núm.81-82, marzo de 1990, pp.6-33.
78.
Se podría mostrar que toda una serie de estrategias de subversión
propuestas por el movimiento feminista (como la defensa del aspecto
natural o la denuncia del uso de la mujer como instrumento de exhibición
simbólica, sobre todo en la publicidad) descansan en la intuición de los
mecanismos evocados aquí. Pero esta intuición parcial debería
extenderse a situaciones en las cuales las mujeres pueden tener toda la
apariencia de ejercer las responsabilidades de un agente que actúa al
mismo tiempo que permanecen prisioneras de una relación instrumental.
79.
El texto de Kant citado aquí ofrece un ejemplo notable de este efecto retórico.
Fin
Fuente: La
ventana, revista de estudios de género de la Universidad de Guadalajara
(México) nº3 1996.
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