miércoles, 17 de agosto de 2016

Una historia de la felicidad

Por J.R. Ayllón

Ningún proyecto les sería imposible. No conocerían el rencor, ni la amargura, ni la envidida. Pues sus medios y sus deseos se armonizarían en todo punto, en todo tiempo. Darían a este equilibrio el nombre de dicha y, con su libertad, su prudencia y su cultura, sabrían preservarla, descubrirla en cada instante de su vida común.
Perec


35. Una pareja en París

La cita de Georges Perec con la que abrimos este capítulo está tomada de su novela Las cosas. Se trata de un breve relato protagonizado por una joven pareja que sueña con ser feliz en un apartamento bien amueblado. La sala de estar tendría una librería de madera de cerezo y un diván de cuero negro. En invierno, corridas las cortinas, con varios puntos de luz y grandes zonas en penumbra brillarían todas las cosas: la madera barnizada, la seda densa y rica, el cristal tallado, el cuero... Sería un puerto de paz, una isla de felicidad.

A Jèrôme y Sylvie les habría gustado ser ricos. Habrían sabido vestir, mirar, sonreír como la gente rica. Les habría gustado andar, vagar, elegir, apreciar. Su vida habría sido un arte de vivir. De hecho, vivían rodeados por las ofertas falaces y cálidas de un París que era una perpetua tentación, y deseaban sucumbir a esa tentación cuanto antes y para siempre. Pero el horizonte de sus deseos estaba tenazmente cerrado y sus grandes sueños pertenecían al mundo de la utopía. Porque vivían en un piso diminuto. La falta de espacio resultaba agobiante ciertos días. Apenas podían moverse y respirar. Aunque se anexionaran en sueños los pisos contiguos, siempre acabarían encontrándose con lo suyo, lo único realmente suyo: treinta y cinco metros cuadrados.

Jèrôme tenía veinticuatro años. Sylvie tenía veintidós. Les hubiera gustado, como a todo el mundo, entregarse a un ideal, sentir una necesidad imperiosa que hubieran llamado vocación, una pasión que los hubiera empujado y colmado. Por desgracia, sólo conocían una: la de vivir mejor, y los agotaba. El enemigo era invisible y estaba dentro de ellos, los había podrido, gangrenado, destrozado. Perec nos dice que, en el fondo, Jèrôme y Sylvie eran dóciles productos de un mundo que se mofaba de ellos. De un mundo donde era obligado desear siempre más de lo que se podía adquirir. Por eso estaban hundidos hasta el cuello en una tarta de la que sólo obtenían migajas.

36. Un imposible necesario

Suelo abordar el tema de la felicidad con una historia que muestre a mis alumnos el carácter problemático de esa ineludible aspiración humana. Sólo entonces emprendemos un repaso a la historia del pensamiento, para ver cómo se ha interpretado a lo largo de los siglos la satisfacción e insatisfaccción de este deseo. A los sistemas éticos les gustaría conducirnos de la mano hasta la felicidad, y no se puede decir que no lo hayan intentado. Sobre todo en la antigüedad clásica se pensó que esa meta era asequible, y se identificó la felicidad con el placer, con la tranquilidad de espíritu, con la virtud..., sin que los resultados fueran muy satisfactorios.

En el inicio de la modernidad, los ilustrados fueron protagonistas de un renovado interés por la felicidad, concebida en la forma pragmática que se ha denominado utilitarismo. A comienzos del tercer milenio, la felicidad sigue siendo tan escurridiza e improbable como siempre.

"Me dice ven, y cuando voy se echa a volar". Así canta Ana Belán la atracción inevitable que convierte la vida humana en búsqueda constante de un paraíso que no encontramos en ningún mapa. La felicidad es la gran asignatura pendiente en el plan de estudios de la vida misma, la gran laguna de todo currículum. Porque la buscamos por dentro, por fuera, por encima y por debajo de todo lo que hacemos. Porque ocupa y envuelve nuestra vida entera, vestida casi siempre de ausencia. Julián Marías ha explicado admirablemente que las cosas que perseguimos nos interesan en la medida en que van a traernos la felicidad, o la van a hacer más probable, o la van a restablecer si se ha perdido. Y su contradictoria condición de "imposible necesario" muestra el peso real e inmenso que tiene en nuestras vidas.

Empeño que nos deja perplejos por su necesidad vital y su superlativa vaguedad. Porque el querer ser feliz no es objeto de libre decisión: constituye una exigencia que no puede quitarse de la circulación. De hecho, la felicidad puede definirse como el conjunto de todas aquellas cosas que la voluntad es incapaz de no querer. Josef Pieper, un reconocido filósofo alemán, explica que en el acto mismo de nuestra constitución como personas, sin que nadie nos preguntase, fuimos disparados como una flecha hacia un determinado blanco, y como consecuencia de ese inicial impulso, hay en nuestra trayectoria una inercia sobre la cual no tenemos poder alguno, porque esa fuerza impulsora somos nosotros mismos.

Sabemos que no sabemos dónde buscarla, pero la buscamos con todo lo que somos y tenemos. Ella, por su parte, juega con nosotros porque llega sin previo aviso y se va cuando quiere. Goza de completa libertad e independencia para entrar y salir de nuestra vida. Y cuando se digna visitarnos, su visita es fugaz y caprichosa, siempre nos coge por sorpresa, y la experimentamos como un regalo inmerecido. Así lo expresa Pedro Salinas:

Y súbita, de pronto
porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso,
vino. Tan vertical,
tan gracia inesperada,
tan dádiva caída,
que no puedo creer
que sea para mí.

37. En Grecia y Roma

Aristóteles constata que casi todo el mundo llama felicidad al máximo bien que se puede conseguir, pero reconoce que nadie sabe exactamente en qué consiste. Unos creen que es el placer, la riqueza o los honores. Otros piensan que es otra cosa. A menudo, la misma persona cambia de opinión y, cuando está enferma, piensa que la felicidad es la salud; si es pobre, la riqueza; si es inculta, la cultura. Para constatar que casi nadie sabe exactamente en qué consiste la felicidad, el lector puede lanzar esa pregunta entre sus amigos.

La historia, por boca de sus máximos protagonistas, le da puntualmente la razón. Sólo dos ejemplos. Abderramán III, en cincuenta años de poder y esplendor, nos dice que anota en su diario "los días de pura y auténtica felicidad que he disfrutado: suman catorce". Napoleón, jovencísimo dueño y señor de media Europa, escupe aburrimiento, asegura que la grandeza y la gloria le resultan insípidas, y nos regala esta perla: "A mis veintiocho años he agotado todo".

Por naturaleza, el hombre es animal, es racional y es social. Desde las primeras páginas de la Ética a Nicómaco, Aristóteles retrata al hombre excelente como una síntesis de tres formas de vida: la biológica, la social y la intelectual. Nuestra naturaleza necesita salud, alimento y otros cuidados, pero el que quiera ser feliz no necesitará esos bienes exteriores en gran número y calidad, pues con recursos moderados se puede lograr la excelencia. La vida en sociedad es otra condición necesaria de la felicidad. Y en el origen y plenitud de la vida social, la amistad. "Sin amigos nadie querría vivir, aunque tuviera todo tipo de bienes". Por eso, "sería absurdo atribuir al hombre feliz todos los bienes y no darle amigos, que parecen constituir el mayor de los bienes exteriores".

El análisis aristotélico de la felicidad es completo y matizado. Su resumen, empleando sus mismas palabras, podría ser lo que sigue: la felicidad consiste en la virtud, sin olvidar que necesitamos bienes materiales, pues es muy difícil hacer algo cuando se carece de recursos; y entre esos recursos, los amigos y las riquezas. Y como esto no depende totalmente de nosotros, está claro que la felicidad requiere cierta buena suerte. En este sentido, si algo es un don divino, más debe serlo la felicidad, puesto que es la mejor de las cosas humanas.

Séneca y los estoicos proclaman que la felicidad se encuentra en la liberación de las pasiones. Para evitar desengaños, cultivan la indiferencia hacia los bienes que la fortuna puede dar o quitar. El estoico quiere ser autosuficiente, bastarse a sí mismo. Se diría que pretende ser feliz con independencia de la misma felicidad, sustituyendo la felicidad por el sosiego. Pero la pretensión de amputar el deseo es imposible. Y si fuera posible, su fruto serían seres humanos disecados.

38. Ilustrados y utilitaristas

La felicidad fue la gran obsesión del Siglo de las Luces, tan próximo al nuestro en sus planteamientos de fondo. "No tenemos otra cosa que hacer en este mundo que procurarnos sensaciones y sentimientos agradables", escribía Madame du Châtelet, la gran amiga de Voltaire. El mañana es incierto y el más allá está oscuro. Busquemos la felicidad en la tierra. Y pronto. Así razonaban los moralistas ilustrados. Su filosofía tendrá una sola meta: la búsqueda y captura de la felicidad.

Deberíamos recordar, aconseja uno de ellos, que los egipcios no fueron felices, ni los cultivados griegos, ni los poderosos romanos, ni la Europa cristiana. Y no lo fueron porque nunca se lo propusieron seriamente, científicamente. La felicidad de los ilustrados es calculada y programada, y ello les exije conformarse con un producto devaluado. Para los creyentes en la diosa Razón, moderar la imaginación y razonar a fondo es el punto de partida de una vida feliz. La imaginación no debe anticipar los males, ni magnificarlos, y tampoco debe perseguir alegrías inaccesibles y multiplicar los espejismos. Con la serena razón debemos ver la vida como es, sin pedir lo que no puede ser. No nos quejemos de una condición mediocre. Pensemos cuántas calamidades no hemos tenido que soportar. "Los esclavos, los que no tienen de qué vivir, los que sólo viven con el sudor de su frente, los que languidecen con enfermedades crónicas, son una gran parte del género humano. ¿Qué ha faltado para que fuésemos de ella? Aprendamos cuán peligroso es ser hombres y contemos las desdichas de que estamos exentos como otros tantos peligros de que hemos escapado" (Fontenelle, Du bonheur).

Con este pragmático realismo, administremos nuestros pequeños pero reales bienes. Huyamos de las alboratadas pasiones, que sólo provocan trastornos y penas. Busquemos la vida tranquila y la armonía con nosotros mismos. Y si alguien piensa que esa vida es aburrida, no discutiremos con él: ¿qué idea tendrá de la condición humana el que se queja de estar sólo tranquilo? Es cierto que la mala fortuna siempre nos puede jugar una mala pasada, pero si estamos alerta podemos prevenir muchos azares. En la medida en que vigilamos, somos los conductores de nuestra propia vida. Vivamos en el presente y llenemos nuestros días de sus pequeñas alegrías: una conversación agradable, un rato de deporte, una lectura. Lo presente es lo que importa, pues el porvenir es un charlatán que nos engaña a menudo. No nos pongamos trágicos, ni siquiera al pensar en la muerte; ni siquiera al tenerla delante. Cultivemos el buen humor, ese vestido que deberíamos llevar todos los días. Pongamos sobre nuestra nariz unas gafas benevolentes para que todo adquiera color risueño. El día que los hombres sonrían desaparecerán muchos venenos del espíritu.

Al establecimiento de la felicidad universal debía contribuir una nueva virtud: la tolerancia universal. Si alguien niega su necesidad y sus ventajas, puede ser considerado como un auténtico monstruo. Hemos de convivir por el respeto, no por el hierro y el fuego. Por desgracia, el optimismo universal de los ilustrados no desembocó en la tolerancia ni en la concordia política. Los filósofos no gobernaron los Estados, pues lo siguieron haciendo los eternos Maquiavelos. Tampoco hubo, por supuesto, paz universal. El progreso científico también hizo progresar la capacidad militar de destrucción. En cualquier momento, el hambre y la peste aparecían y diezmaban algunas provincias. "En todas partes se sufría, como es ordinario. Sin embargo, la Europa occidental quería persuadirse de que vivía en el mejor de los mundos posibles; y la doctrina del optimismo era su gran recurso" (Paul Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII).
La felicidad ilustrada tiene su traducción pragmática en Gran Bretaña: el utilitarismo. Se trata de una nueva versión del hedonismo, al modo de Epicuro: buscar inteligentemente el placer y evitar el dolor. Ahí está la felicidad, único fin de los actos humanos para Stuart Mill, "única prueba por la cual se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste debe ser el criterio de la moral". Aunque parece un criterio moral claro y verificable, no lo es en absoluto. Sus propios fundadores no se ponen de acuerdo. Bentham ideó un cálculo hedonístico para medir la mayor felicidad posible para el mayor número posible. A su juicio, sólo el placer es la fuente genuina de la felicidad. Después, Mill distinguió entre placeres inferiores y superiores, según un criterio cualitativo: "Es mejor ser un Sócrates desgraciado que un cerdo satisfecho".

MacIntyre, en su Historia de la Ética, señala que el problema de escoger como criterio moral conceptos como placer, deber o felicidad consiste en su degeneración. Nacen como nociones que apuntan a ciertas metas, y se transforman en posibilidad de dirigirse a cualquier meta. Si placer y felicidad significan algo diferente para cada persona, el utilitarismo ya no sirve como criterio, y si significan algo determinado, entonces es falso que todos los hombres lo deseen o deban desearlo. Por otra parte, sólo se debe aspirar a la felicidad para el mayor número cuando en la sociedad se aceptan normas básicas de conducta decente. ¿Qué aplicación tendría el principio de máxima felicidad en una sociedad que pone su aspiración común en el asesinato en masa de los judíos?

39. Teresa de Calcuta en internet

Encontré su resumen de la felicidad navegando por la red, como un tesoro a la deriva informática, como un regalo capaz de sorprender a cualquier internauta. Transcribo lo que apareció en mi pantalla:

El día más bello: hoy.
La cosa más fácil: equivocarse.
El obstáculo más grande: el miedo.
El mayor error: abandonarse.
La raíz de todos los males: el egoísmo.
La distracción más bella: el trabajo.
La peor derrota: el desaliento.
Los mejores maestros: los niños.
La primera necesidad: comunicarse.
La mayor felicidad: ser útil a los demás.
El misterio más grande: la muerte.
El peor defecto: El mal humor.
El ser más peligroso: el mentiroso.
El sentimiento más ruin: el rencor.
El regalo más bello: el perdón.
Lo más inprescindible: el hogar.
La ruta más rápida: el camino correcto.
La sensación más grata: la paz interior
El arma más eficaz: la sonrisa.
El mejor remedio: el optimismo.
La mayor satisfacción: el deber cumplido.
La fuerza más poderosa: la fe
Los seres más necesitados: los padres.
Lo más hermoso de todo: el amor.

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