Patriarca de Constantinopla, cismático, murió en el año 489. Cuando Acacio aparece por primera vez en la historia fidedigna es como el orphanotrophos o dignatario encargado del cuidado de los huérfanos, en la Iglesia de Constantinopla. Por lo tanto, ocupaba un puesto eclesiástico que confería a su dueño un alto rango así como influencia curial; y si podemos tomar prestada una pista de su carácter verdadero, de las frases con las que Suidas trato de describir su indudablemente notable personalidad,
él desde el principio sacó el mayor partido de sus oportunidades. Él
parece haber afectado una atractiva magnificencia en su comportamiento;
era generoso, afable, noble en su conducta, refinado en el discurso y
amante de un cierto alarde eclesiástico. A la muerte del patriarca San Genadio I, en 471, fue elegido para sucederlo, y por los primeros cinco o seis años de su episcopado su vida estuvo bastante exenta de acontecimientos notables.
Pero surgió un cambio cuando el usurpador emperador Basilisco se dejó llevar a las enseñanzas del eutiquianismo por Timoteo Æluro, patriarca monofisita de Alejandría, quien por casualidad estaba en ese tiempo como invitado en la capital imperial. Timoteo, quien había sido llamado del exilio hacía poco tiempo, se empeñó en crear una oposición efectiva a los decretos de Calcedonia; y tuvo tal éxito en la corte que Basilisco fue inducido a publicar una encíclica o proclamación imperial (egkyklios) en la cual se rechazaba la enseñanza del Concilio. Acacio mismo pareció haber vacilado al principio sobre si añadir su nombre a la lista de obispos asiáticos que ya habían firmado la encíclica; pero advertido por una carta del Papa San Simplicio, a quien el siempre vigilante partido monástico le había informado sobre su actitud cuestionable, reconsideró su posición y se lanzó violentamente al debate. Este repentino cambio de frente lo redimió en la estimación popular, y se ganó la estima de los ortodoxos, particularmente entre las diversas comunidades monásticas a través de Oriente, por su actual ostentosa preocupación por la sana doctrina. La fama de su despertado celo llegó hasta Occidente, y el Papa Simplicio le escribió una carta de encomio. La principal circunstancia a la que debió su repentina ola de popularidad fue la habilidad con la cual logró colocarse a la cabeza de un movimiento particular del cual Daniel el Estilita fue tanto el corifeo como el verdadero inspirador. Por supuesto, la agitación fue una espontánea por parte de sus promotores monásticos y del pueblo en general, quienes detestaban sinceramente las teorías eutiquianas de la Encarnación; pero puede dudarse si Acacio, en la oposición ortodoxa ahora, o en esfuerzos heterodoxos en componenda luego, era algo más profundo que un político buscando conseguir sus propios fines personales. Él nunca pareció haber tenido una comprensión consistente de principios teológicos. Tenía el alma de un tahúr y jugó solo por la influencia. Basilisco estaba derrotado.
Retiró su ofensiva encíclica por una contra-proclamación, pero su rendición no lo salvó. Su rival Zeno, quien había sido fugitivo hasta el tiempo de la oposición acaciana, se acercó a la capital. Basilisco, abandonado por todos, buscó refugio en la catedral y el oportunista patriarca lo entregó a sus enemigos, según la tradición. Por un breve tiempo hubo un acuerdo total entre Acacio, el Pontífice Romano y el partido dominante de Zeno, sobre la necesidad de adoptar métodos rigurosos para hacer cumplir la autoridad de los Padres de Calcedonia; pero de nuevo estallaron los problemas cuando, en el 482, el partido monofisista de Alejandría intentó colocar por la fuerza al notorio Pedro Mongo en dicha sede contra los reclamos más ortodoxos de Juan Talaia en el año 482. Esta vez los hechos tomaron un aspecto más crítico, pues le dieron a Acacio la oportunidad que parecía haber estado esperando desde el principio de exaltar la autoridad de su sede y reclamar para ella una primacía de honor y jurisdicción sobre todo el Oriente, lo cual emanciparía a los obispos de la capital no sólo de toda responsabilidad con las sedes de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, sino también del Romano Pontífice. Acacio, que estaba ahora totalmente congraciado con Zeno, indujo al emperador a tomar partido con Mongo. El Papa Simplicio hizo una vehemente pero ineficaz protesta, y Acacio replicó presentándose como el apóstol de la reconciliación para todo el Oriente. Fue un esquema engañoso y de largo alcance, pero a la larga puso al descubierto las ambiciones del patriarca de Constantinopla y lo reveló, usando la iluminadora frase del Cardenal Joseph Hergenröther, como “el precursor de Focio.”
La primera medida efectiva que adoptó Acacio en su nuevo rol fue redactar un documento, o serie de artículos, que constituyeron inmediatamente tanto un credo como un instrumento de reunión. Este credo, conocido por los estudiosos de historia teológica como el Henoticon, fue originalmente dirigido a las facciones irreconciliables en Egipto. Fue un argumento para la reconciliación sobre una base de reticencia y compromiso. Y bajo este aspecto sugiere una comparación significativa con otro y mejor conocido grupo de “artículos”, compuestos cerca de once siglos más tarde, cuando los líderes del cisma anglicano estaban hilando de una forma cuidadosa los extremos de la enseñanza romana por un lado y las negaciones luteranas y calvinistas, por el otro. El Henoticon afirmaba el credo Niceno-Constantinopolitano (es decir, el Credo de Nicea completado en Constantinopla) proporcionando un símbolo común o expresión de fe en el cual todas las partes pudiesen unirse. Cualquier otro symbola o mathemata fue excluido; Eutiques y Nestorio fueron evidentemente condenados, mientras que los anatemas de Cirilo fueron aceptados. La enseñanza de Calcedonia no fue muy repudiada pues fue pasada por alto en silencio; Jesucristo fue descrito como el “único Hijo de Dios engendrado…uno y no dos” (homologoumen ton monogene tou theou ena tygchanein kai ou duo . . . k.t.l. ) y no hacía referencia explícita a las dos naturalezas. Pedro Mongo naturalmente aceptó esta enseñanza vaga y acomodaticia. Talaia se negó a suscribirlo y salió para Roma, donde el Papa San Simplicio se hizo cargo de su causa con gran vigor.
La controversia se hizo interminable con el Papa San Félix III quien envió a Constantinopla dos legados obispos, Vitalis y Miseno para citar a Acacio ante la Sede Romana para juicio. Nunca fue la habilidad de Acacio tan notablemente ilustrada como en el predominio que adquirió sobre este desafortunado par de obispos. Los indujo a comunicarse públicamente con él y los envió de regreso a Roma ridiculizados, en donde fueron inmediatamente condenados por un sínodo indignado que criticó su conducta. Acacio fue señalado por el Papa Félix como quien ha pecado contra el Espíritu Santo y la autoridad apostólica (Habe ergo cum his . . . portionem S. Spiritus judicio et apostolica auctoritate damnatus); y fue condenado a la excomunión perpetua ---nunquamque anathematis vinculis exuendus. Otro mensajero, inapropiadamente llamado Tuto, fue enviado a llevar el decreto de esta doble excomunión a Acacio en persona; y él, también, como sus desventurados predecesores, cayó bajo el extraño encanto del cortés prelado, quien se ganó su lealtad. Acacio se negó a aceptar los documentos traídos por Tuto y le mostró su juicio sobre la autoridad de la Sede Romana, y del sínodo que lo había condenado, borrando el nombre del Papa Félix de los dípticos (o dipticón).
Talaia por su parte abandonó la pelea y consintió ser obispo de Nola, y Acacio optó por una táctica brutal de violencia y persecución, dirigida principalmente contra sus antiguos oponentes los monjes, colaborando con Zeno para la adopción general del Henoticon en Oriente. De esta manera manejó una política segura que parecía el premio por el cual había trabajado desde el principio. Era prácticamente el primer prelado en toda la cristiandad oriental hasta su muerte en 489. Su cisma sobrevivió unos treinta años después de su muerte, y fue acabado sólo por el regreso del Emperador Justino a la unidad bajo el Papa San Hormisdas en 519.
Bibliografía: MANSI, Coll. Concil., (Florencia, 1742) VII, 976 1176; Epp. Simplicii, Papae, in P.L., LVIII, 4160; Epp. Felicis, Papae, ibid., 893 967; TEODORETO, Hist. Eccl.; EVAGRIO, Hist. Eccl.; SUIDAS, s. v.; TILLEMONT, Mémoires, XVI; HERGENRÖTHER, Focio, Patriarca de Cosntantinopla. (Ratisbona, 1867) I; MARIN, Les moines de Constantinople (París, 1897).
Fuente: Clifford, Cornelius. "Acacius." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01082a.htm>.
Traducido por Oralia Ortiz Rangel. rc
Pero surgió un cambio cuando el usurpador emperador Basilisco se dejó llevar a las enseñanzas del eutiquianismo por Timoteo Æluro, patriarca monofisita de Alejandría, quien por casualidad estaba en ese tiempo como invitado en la capital imperial. Timoteo, quien había sido llamado del exilio hacía poco tiempo, se empeñó en crear una oposición efectiva a los decretos de Calcedonia; y tuvo tal éxito en la corte que Basilisco fue inducido a publicar una encíclica o proclamación imperial (egkyklios) en la cual se rechazaba la enseñanza del Concilio. Acacio mismo pareció haber vacilado al principio sobre si añadir su nombre a la lista de obispos asiáticos que ya habían firmado la encíclica; pero advertido por una carta del Papa San Simplicio, a quien el siempre vigilante partido monástico le había informado sobre su actitud cuestionable, reconsideró su posición y se lanzó violentamente al debate. Este repentino cambio de frente lo redimió en la estimación popular, y se ganó la estima de los ortodoxos, particularmente entre las diversas comunidades monásticas a través de Oriente, por su actual ostentosa preocupación por la sana doctrina. La fama de su despertado celo llegó hasta Occidente, y el Papa Simplicio le escribió una carta de encomio. La principal circunstancia a la que debió su repentina ola de popularidad fue la habilidad con la cual logró colocarse a la cabeza de un movimiento particular del cual Daniel el Estilita fue tanto el corifeo como el verdadero inspirador. Por supuesto, la agitación fue una espontánea por parte de sus promotores monásticos y del pueblo en general, quienes detestaban sinceramente las teorías eutiquianas de la Encarnación; pero puede dudarse si Acacio, en la oposición ortodoxa ahora, o en esfuerzos heterodoxos en componenda luego, era algo más profundo que un político buscando conseguir sus propios fines personales. Él nunca pareció haber tenido una comprensión consistente de principios teológicos. Tenía el alma de un tahúr y jugó solo por la influencia. Basilisco estaba derrotado.
Retiró su ofensiva encíclica por una contra-proclamación, pero su rendición no lo salvó. Su rival Zeno, quien había sido fugitivo hasta el tiempo de la oposición acaciana, se acercó a la capital. Basilisco, abandonado por todos, buscó refugio en la catedral y el oportunista patriarca lo entregó a sus enemigos, según la tradición. Por un breve tiempo hubo un acuerdo total entre Acacio, el Pontífice Romano y el partido dominante de Zeno, sobre la necesidad de adoptar métodos rigurosos para hacer cumplir la autoridad de los Padres de Calcedonia; pero de nuevo estallaron los problemas cuando, en el 482, el partido monofisista de Alejandría intentó colocar por la fuerza al notorio Pedro Mongo en dicha sede contra los reclamos más ortodoxos de Juan Talaia en el año 482. Esta vez los hechos tomaron un aspecto más crítico, pues le dieron a Acacio la oportunidad que parecía haber estado esperando desde el principio de exaltar la autoridad de su sede y reclamar para ella una primacía de honor y jurisdicción sobre todo el Oriente, lo cual emanciparía a los obispos de la capital no sólo de toda responsabilidad con las sedes de Alejandría, Antioquía y Jerusalén, sino también del Romano Pontífice. Acacio, que estaba ahora totalmente congraciado con Zeno, indujo al emperador a tomar partido con Mongo. El Papa Simplicio hizo una vehemente pero ineficaz protesta, y Acacio replicó presentándose como el apóstol de la reconciliación para todo el Oriente. Fue un esquema engañoso y de largo alcance, pero a la larga puso al descubierto las ambiciones del patriarca de Constantinopla y lo reveló, usando la iluminadora frase del Cardenal Joseph Hergenröther, como “el precursor de Focio.”
La primera medida efectiva que adoptó Acacio en su nuevo rol fue redactar un documento, o serie de artículos, que constituyeron inmediatamente tanto un credo como un instrumento de reunión. Este credo, conocido por los estudiosos de historia teológica como el Henoticon, fue originalmente dirigido a las facciones irreconciliables en Egipto. Fue un argumento para la reconciliación sobre una base de reticencia y compromiso. Y bajo este aspecto sugiere una comparación significativa con otro y mejor conocido grupo de “artículos”, compuestos cerca de once siglos más tarde, cuando los líderes del cisma anglicano estaban hilando de una forma cuidadosa los extremos de la enseñanza romana por un lado y las negaciones luteranas y calvinistas, por el otro. El Henoticon afirmaba el credo Niceno-Constantinopolitano (es decir, el Credo de Nicea completado en Constantinopla) proporcionando un símbolo común o expresión de fe en el cual todas las partes pudiesen unirse. Cualquier otro symbola o mathemata fue excluido; Eutiques y Nestorio fueron evidentemente condenados, mientras que los anatemas de Cirilo fueron aceptados. La enseñanza de Calcedonia no fue muy repudiada pues fue pasada por alto en silencio; Jesucristo fue descrito como el “único Hijo de Dios engendrado…uno y no dos” (homologoumen ton monogene tou theou ena tygchanein kai ou duo . . . k.t.l. ) y no hacía referencia explícita a las dos naturalezas. Pedro Mongo naturalmente aceptó esta enseñanza vaga y acomodaticia. Talaia se negó a suscribirlo y salió para Roma, donde el Papa San Simplicio se hizo cargo de su causa con gran vigor.
La controversia se hizo interminable con el Papa San Félix III quien envió a Constantinopla dos legados obispos, Vitalis y Miseno para citar a Acacio ante la Sede Romana para juicio. Nunca fue la habilidad de Acacio tan notablemente ilustrada como en el predominio que adquirió sobre este desafortunado par de obispos. Los indujo a comunicarse públicamente con él y los envió de regreso a Roma ridiculizados, en donde fueron inmediatamente condenados por un sínodo indignado que criticó su conducta. Acacio fue señalado por el Papa Félix como quien ha pecado contra el Espíritu Santo y la autoridad apostólica (Habe ergo cum his . . . portionem S. Spiritus judicio et apostolica auctoritate damnatus); y fue condenado a la excomunión perpetua ---nunquamque anathematis vinculis exuendus. Otro mensajero, inapropiadamente llamado Tuto, fue enviado a llevar el decreto de esta doble excomunión a Acacio en persona; y él, también, como sus desventurados predecesores, cayó bajo el extraño encanto del cortés prelado, quien se ganó su lealtad. Acacio se negó a aceptar los documentos traídos por Tuto y le mostró su juicio sobre la autoridad de la Sede Romana, y del sínodo que lo había condenado, borrando el nombre del Papa Félix de los dípticos (o dipticón).
Talaia por su parte abandonó la pelea y consintió ser obispo de Nola, y Acacio optó por una táctica brutal de violencia y persecución, dirigida principalmente contra sus antiguos oponentes los monjes, colaborando con Zeno para la adopción general del Henoticon en Oriente. De esta manera manejó una política segura que parecía el premio por el cual había trabajado desde el principio. Era prácticamente el primer prelado en toda la cristiandad oriental hasta su muerte en 489. Su cisma sobrevivió unos treinta años después de su muerte, y fue acabado sólo por el regreso del Emperador Justino a la unidad bajo el Papa San Hormisdas en 519.
Bibliografía: MANSI, Coll. Concil., (Florencia, 1742) VII, 976 1176; Epp. Simplicii, Papae, in P.L., LVIII, 4160; Epp. Felicis, Papae, ibid., 893 967; TEODORETO, Hist. Eccl.; EVAGRIO, Hist. Eccl.; SUIDAS, s. v.; TILLEMONT, Mémoires, XVI; HERGENRÖTHER, Focio, Patriarca de Cosntantinopla. (Ratisbona, 1867) I; MARIN, Les moines de Constantinople (París, 1897).
Fuente: Clifford, Cornelius. "Acacius." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907. <http://www.newadvent.org/cathen/01082a.htm>.
Traducido por Oralia Ortiz Rangel. rc
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