Es
muy probable que cualquiera que paseara por las estribaciones
pirenaicas del Ariège, el 16 de marzo de 1244, pudiera divisar a
kilómetros de distancia gruesas columnas de humo conquistando los
cielos. La humareda tenía un origen muy concreto. Se nutría de las
numerosas hogueras situadas al pie del castillo de Montségur, diminuta
villa fortificada y asentada sobre una suerte de cono montañoso de 1208 m
de alto, con precipicios de 500 a 800 m de profundidad.
Entre las llamas crepitaban los cuerpos vivos de doscientos cátaros, aquellos que no quisieron abjurar de sus creencias y que junto a otros cientos habían defendido la plaza durante nueve meses. Su esfuerzo no había encontrado recompensa. El tenaz asedio de las tropas regias y pontificias consiguió rendirla para poner a sus ocupantes en manos de la Inquisición papal. No sabemos con seguridad cuántas personas mantuvieron aquella guarnición. Se conoce el nombre exacto de unos trescientos, aunque si les añadimos familiares y sirvientes anónimos, la cifra podría elevarse hasta el medio millar. Una sobrepoblación enorme para un lugar tan reducido y al que los cruzados del rey de Francia y del Papa de Roma calificaban como la sinagoga del Diablo.
Entre las llamas crepitaban los cuerpos vivos de doscientos cátaros, aquellos que no quisieron abjurar de sus creencias y que junto a otros cientos habían defendido la plaza durante nueve meses. Su esfuerzo no había encontrado recompensa. El tenaz asedio de las tropas regias y pontificias consiguió rendirla para poner a sus ocupantes en manos de la Inquisición papal. No sabemos con seguridad cuántas personas mantuvieron aquella guarnición. Se conoce el nombre exacto de unos trescientos, aunque si les añadimos familiares y sirvientes anónimos, la cifra podría elevarse hasta el medio millar. Una sobrepoblación enorme para un lugar tan reducido y al que los cruzados del rey de Francia y del Papa de Roma calificaban como la sinagoga del Diablo.
En
aquel pequeño burgo sobre un nido de águila se había refugiado el
grueso de la Iglesia cátara, un movimiento religioso que hacía una
lectura alternativa del mensaje cristiano, absolutamente rechazada por
la jerarquía eclesiástica más ortodoxa. Sus seguidores postulaban que el
mundo físico era una creación maligna y dominada por el diablo. Por
consiguiente, Cristo sólo podía tener una naturaleza fantasmal, nunca
componerse de carne y hueso, porque esto último equivaldría a hacerlo
partícipe del Demonio. Semejantes postulados cambiaban también el
sentido de la venida a la Tierra de Jesús. No aceptaban que hubiera
nacido para terminar con el pecado original, sino para explicar cuál
debía ser el camino de la liberación. La senda a recorrer por la cual el
Hombre habría de trascender su cobertura material y dejar aflorar
aquella verdadera dimensión angélica que vivía atrapada dentro de los
muros carnales de su ser.
Como
podemos ver, a juicio de los cátaros, la materia estaba asociada a todo
lo tenebroso y ralentizaba el proceso de salvación humana. El sexo, el
matrimonio, el bautismo católico, la eucaristía, el culto a la cruz, los
alimentos de origen animal como los huevos, la carne o la leche… eran,
cada uno de ellos, elementos que encadenaban aún más a este mundo
demoniaco. Por si fuera poco, la muerte en sí misma no proporcionaba la
libertad. Los seres humanos continuarían reencarnándose después de morir
a menos que optaran por romper la nefasta rueda en la que estaban
inmersos. La única salida posible venía de la mano del denominado
consolament, una suerte de bautismo espiritual que hacía ingresar al
receptor del mismo en la categoría de los perfectos. Dentro de tal
condición, sus miembros estaban obligados a llevar una vida austera,
generosa, sencilla, de pobreza absoluta, ausencia de bienes y moral
impecable. En ese camino de recogimiento y ascesis individual, la
Iglesia de Roma, con sus cargos eclesiásticos, rito, liturgias
sofisticadas, valiosos tesoros, diezmos, magníficos templos, monasterios
y demás ataduras terrenales, no tenía cabida.
El
éxito de estos y otros planteamientos similares fue inmediato,
especialmente al sur de la Francia actual. El movimiento consiguió
granjearse el favor de personas pertenecientes a cualquier condición y
género. En unos cuantos años, casi en silencio, la Iglesia de Roma fue
progresivamente sustituida por la cátara y la mayoría de los fieles
-nobles o campesinos, hombres o mujeres- ingresaron en aquel
cristianismo alternativo dentro de la categoría de creyentes, que
implicaba una norma de vida menos exigente que la seguida por los
perfectos.
En
este punto, los católicos reaccionaron con significativa vehemencia:
durante varias décadas combatieron las doctrinas cátaras. A sus
seguidores los terminaron considerándolos reos de herejía y la
persecución adoptó la forma de cruzada. Desenvainaron las espadas, pero,
el papado no buscó sólo vencer, sino también convencer y eliminar el
mal de raíz. Así que la palabra encontró también su sitio en esta
dilatada contienda. Había que perseguir los individuos contaminados y
también las ideas contaminantes. Un cuerpo especializado y muy erudito
de religiosos, los dominicos de la mano del castellano Domingo de
Guzmán, se labraron un enorme prestigio en su labor de predicación
ambulante por aquellas tierras repletas de herejía. Otro cuerpo
institucionalizado conformado por cistercienses y luego monopolizado por
los propios dominicos, hizo una labor represora mucho más refinada.
Eran los inquisidores que bajo pena de penitencia en diferente grado,
cárcel o inmolación para los más pertinaces, se dedicaron a detectar y
acabar con cualquier delito de fe. Incluso, el año 1229, fue levantada
en Tolosa una Universidad para iluminar con enseñanzas verdaderas todas
aquellas regiones de los alrededores cubiertas por las tinieblas del
error.
Mediante
la espada y la palabra, sin que ni la una ni la otra les ahorrara
importantes reveses, los perseguidores, poco a poco, fueron ganando
terreno a la Iglesia cátara hasta lograr reducirla a su más mínima
expresión. Numerosos castillos, ciudades y señoríos de la Occitania
cayeron, uno tras otro, al paso firme de las huestes regias, nobiliarias
y de los inquisidores pontificios: Béziers y Carcasona en 1209,
Minerva, Termes y Puivert en 1210, Peyrepertuse en 1240… La presión
victoriosa de las tropas cruzadas, consiguió además que muchos señores
de la zona, antiguos simpatizantes de la causa cátara, cambiaran de
postura y acabaran sumándose a la coalición católica. Otros, mantuvieron
sus creencias y, por ello, perdieron sus patrimonios, sus villas y sus
castillos. Serán los faidits, los caballeros desposeídos,
obligados, por tanto, a buscar la protección y el amparo de otros
señores, todavía cátaros, que quisieran acogerlos.
Junto al Prado de los Quemados con el castillo de Montségur al fondo
Muchos de estos faidits,
como Pierre Roger de Mirepoix, se refugiaron también en Montségur y
allí pudieron contemplar cómo a los pies del mismo, un ejército de 1500
hombres comandado por el senescal de Carcasona, Hugo de Arcis, rodeaba
el castillo durante el verano de 1243. Los inquilinos del castillo,
seguramente, debieron advertir que estaban ante el asedio definitivo. El
concilio de Beziérs, poco tiempo atrás, había decidió cortar la cabeza
del Dragón cátaro y la decapitación del mismo pasaba por tomar aquella
fortaleza. Además, de Montségur habían partido, en la primavera
anterior, una treintena de hombres con una misión secreta: matar a los
dos inquisidores principales del papa que, itinerantes, iban realizando
su trabajo con vehemencia por toda la comarca. Informados de que se
encontraban descansando en Avignonet, un comando de quince caballeros
actuaron en complicidad con otros treinta habitantes de la villa,
quienes les abrieron las puertas de la torre donde aquellos se alojaban.
Los confabulados, aprovechando la oscuridad de la noche, pasaron a
cuchillo a los dos religiosos y a todo su cortejo. Cuentan algunas
crónicas que la población, al enterarse de lo sucedido, vitoreó jubilosa
a los asesinos en su camino de regreso, pero enervó hasta el infinito
el ánimo de los cruzados. Ante tales acontecimientos, Montségur debía
caer y cayó.
El
16 de marzo de 1244, bien pudieron tremolar las hogueras. Algo más de
doscientos perfectos se negaron a abjurar de sus creencias y fueron
pasto de las llamas. La tradición sitúa el lugar del holocausto en el
Prat dels Cremats, al pie de Montségur, donde un monolito de piedra hoy
día recuerda los hechos. Sin embargo, no resulta fácil dar por buena
esta identificación. Ni siquiera se sabe con certeza si ese mismo día
fueron quemados todos los renegados. Fuera esa jornada u otra venidera,
resulta incontestable por las diferentes fuentes que el fuego acabó con
el grueso de la Iglesia cátara tras la caída de Montségur. Después,
algún otro enclave permaneció en el tiempo, como Queribús, tomado por
los cruzados en 1255. Pero el movimiento cátaro en la práctica había
tocado ya a su fin en 1244. Las cenizas de los perfectos consumidos por
las llamas pasaron a surcar el viento de la historia y, sobre todo,
sirvieron para abonar el suelo de múltiples leyendas. De tres de estas
leyendas – el tesoro cátaro, el templo solar de Montségur y la presencia
del Grial- trataremos a continuación.
¿Hubo un tesoro cátaro?
Seguramente
uno de los autores contemporáneos que más ha contribuido a difundir la
mitología en torno a Montségur sea Gérard de Sède. Este autor con una
biografía bastante peculiar y gran éxito editorial, sobre todo a raíz de
su obra El tesoro cátaro, nos dice en la misma: Pero mientras se
elevaban las llamas, cuatro sombras salían del castillo y se
descolgaban, con ayuda de cuerdas, a lo largo de la vertiginosa pared
Oeste del pico. Eran los Perfectos Amiel Aicard, Hugo, Pictavin y otro
cuyo nombre es incierto. Llevaban consigo una manta anudada en forma de
hatillo. La fuga la había organizado Pierre-Roger de Miraepoix; su
pariente Arnaud-Roger de Mirepoix, testigo de los hechos, los contó más
tarde a la Inquisición, explicando: “Se hizo así para que la Iglesia de
los herejes no perdiese su tesoro.”
Desde
el Campo de los Quemados, los cátaros que se retorcían en las llamas
vieron encenderse una gran hoguera en la cumbre del Bidorta: los cuatro
evadidos les hacían saber que habían cumplido su misión.
¿Qué
tesoro contenía la flaciata, el petate de los cuatro Perfectos?
Seguramente que no era un tesoro monetario, puesto que las reservas de
oro y piedras preciosas de Montségur habían sido ya evacuadas cuatro
meses antes. Tratábase sin duda de archivos, de libros sagrados o de
unas reliquias; en todo caso, una cosa tan preciosa o tan secreta que en
modo alguno debía caer en manos de los perseguidores.
En
buena parte del resto de esta obra, Gérard de Sède coqueteará con la
idea del Grial, asociando su origen al país occitano donde dominara
antaño la religiosidad cátara. De este modo más o menos explícito, el
autor francés parece sugerir que ese tesoro secreto bien pudiera ser la
copa de la Última Cena. No bebe Gérard de Sède de fuentes propias, sino
ajenas. Otros autores antes que él difundieron la noticia del tesoro
cátaro en términos más o menos similares a los que él emplea, como
Napoleon Peyrat en 1870 o el erudito nazi Otto Rahn durante la década de
los treinta del siglo pasado.
¿Cuánto
hay de verdad y de ficción en los hechos narrados por dichos autores?
Lo mejor es acudir directamente a las fuentes documentadas al respecto
que apenas son un puñado de noticias extraídas de las actas
inquisitoriales. Tras la caída de Montségur, los dominicos realizaron
diversos interrogatorios a aquellos cátaros que no persistieron en sus
creencias. En el testimonio de estas sesiones se consignan varias
alusiones al tesoro, no así en las crónicas de la cruzada que no dedican
ni una sola línea a la cuestión. Los extractos inquisitoriales son los
siguientes, por orden cronológico de su declaración (Realizo una
traducción personal directamente del latín conforme a la edición de los
textos ofrecida por Michel Roquebert en el apéndice 2 de su L’Epopee cathare. 4 Mourir à Montségur 1230-1244,
Villeneuve, 2007, pero tomo la adaptación al francés de los nombres de
lugares y personajes citados según la traducción realizada por Jean
Duvernoy en su Le Dossier de Montségur. Interrogatoires d’Inquisition 1242-1247, Toulouse, 1998).
El
heréje Mathieu me dijo que él mismo y Pierre Bonnet, diácono de los
herejes de Tolosa, salieron del castillo de Montségur y de allí sacaron
el oro y la plata e infinidad de monedas, la hicieron pasar por el lugar
donde los hombres de Camon montaban la guardia; los cuales les
indicaron a los herejes el sitio y los caminos por donde podían entrar y
salir libremente; los mencionados herejes fueron entonces hasta una
gruta fortificada de Sabartès que poseía Pons Arnaud de Châteauverdun.
En el tiempo de este año, cerca de la última fiesta de Navidad [Navidad de 1243] (Testimonio de Imbert de Salles tomado el 14 de marzo de 1244).
Oyó
decir a Raimond Monic que Amiel Aicard, Peytavi y otros dos herejes
fueron ocultados bajo tierra durante la rendición de los otros herejes y
sacados del castillo de Montségur. Él no sabe ni oyó decir quiénes les
sacaron del castillo ni el modo en que fueron sacados. Añade que él
mismo escuchó decir que los susodichos cuatro herejes que fueron sacados
del castillo de Montségur llegaron a la villa de Caussou y de allí a la
de Prades y al castillo de Usson con el hereje Mathieu, al cual
encontraron. Añade que en el castillo de Usson vivía Raimond de Caussou y
Guilliaume Caramelaire y los otros herejes susodichos. (Testimonio de Berenguer de Lavelanet, tomado el 21 de abril de 1244)
Cuando
los herejes salieron del castillo de Montségur, el cual debían entregar
a la Iglesia y al rey, Pierre Roger de Mirepoix retuvo en el dicho
castillo a Amiel Aicart y a su compañero Hugo, y la noche después de que
los otros herejes fueron quemados en grupo, el citado P. Roger cogió a
los mencionados herejes y escaparon. Esto fue hecho con la intención de
que la Iglesia de los herejes no perdiera su tesoro, que estaba guardado
en los bosques y aquellos dos lo sabían. Esto y eso oyó decir de
testimonio de Alzieu de Massabrac que les había visto y de Gillaume
Dejean de Lordat que les vio después de que escaparan del castillo.
Ocurrió en la semana antes de Ramos [21 al 27 de Marzo] (Testimonio de Arnaud Roger de Mirepoix, tomado el 22 de abril de 1244)
Oyó
decir a los herejes Bernard Guilhem y Bernard de Auvezines en la liza
donde él montaba guardia con aquellos herejes, que los herejes Amiel
Aicard y Huc habían sido sacados del castillo de Montsegur con una
cuerda por el precipicio bajo el castillo de Pierre Roger, durante la
noche del día que el castillo fue entregado a las manos del rey y de la
Iglesia. Interrogado sobre quién sacó a aquellos herejes, respondió que
no lo sabía. (Testimonio de Guillaume de Bouan de Lavelanet tomado el 2 de mayo de 1244)
Oyó
decir por los herejes que, cuando salieron del dicho castillo de
Montsegur y fueron entregados a los Galos, en la noche anterior salieron
herejes de dicho castillo. En el tiempo de este año y después de la
cuaresma [Hacia el 13 de marzo] (Testimonio de Bernard Cairole, llamado de Joucou, tomado el 3 de mayo de 1244)
Reconstrucción ideal de Montségur durante el dominio cátaro
¿Qué
veracidad podemos darle a estos testimonios obtenidos bajo
interrogatorio inquisitorial? En principio, no parece que fueran tomados
bajo tortura, porque ésta se generalizó en las prácticas de la
Inquisición después de 1260. De todas formas, es bien sabido que hay
otras maneras igualmente artificiales y muy eficaces de inducir una
confesión. Aún así, la reiteración de los comentarios y el contenido de
los mismos, permite aceptar sin mayores problemas la existencia de un
tesoro en Montségur y la puesta en fuga de varios cátaros para
trasladarlo a otro lugar. Esta operación se habría llevado a cabo en dos
momentos:
El
primero estuvo destinado a esconder aquellos bienes preciados fuera del
castillo. En opinión del historiador Michel Roquebert, los cruzados
católicos, hacia la Navidad de 1243, iniciaron una aproximación
definitiva a las inmediaciones de Montségur. Entonces los asaltantes
llevaban unos siete u ocho meses de asedio y consiguieron avanzar hasta
el pie mismo de la montaña. La proximidad del enemigo pudo hacer que los
cercados optarán por trasladar fuera de la plaza aquellos enseres más
valiosos ante la amenaza de una conquista inminente. Dos cátaros, entre
ellos un diácono de la iglesia de Tolosa, habrían sido los autores de la
operación. Por otro lado, el superar a los centinelas enemigos debió
resultarles una tarea bastante fácil, puesto que el testimonio de Imbert
de Salles detalla que los vigilantes eran oriundos de Camon. Esta
localidad estaba a unos 20 kilómetros de Montségur y, seguramente, las
huestes católicas habrían reclutado allí algunos de sus hombres. La
ventaja para los fugados fue que Pierre Roger de Mirepoix, co-señor de
la guarnición de Montségur, tenía lazos familiares directos con aquella
villa: el ama de cría de su hijo era oriunda de aquella población y a la
vez esposa de uno de sus hombres de mayor confianza. Por lo que bien
pudieron mover los hilos de ese parentesco para ganarse la complicidad
de los soldados de Camon y facilitar la escapada.
Por
último, el custodio del tesoro y dueño de la gruta fortificada donde,
según Imbert, quedó aquel alojado, era miembro de la familia
Châteauverdun, la cual había demostrado repetidas veces su apego a la
causa cátara. Ahora bien, ¿de qué cueva se trataba? No puede
determinarse con certeza. Sabemos que este tipo de grutas fortificadas o
expulgas resultaban habituales en la región como la que en la
actualidad pueden contemplarse en Bouan. Un documento de febrero de 1213
nombra seis de estas cuevas en manos del conde de Foix: Souloumbrié,
Subitan, Ornolac, Verdun, Alliat y Niaux. Por su parte, Napoleón Peyrat a
finales del siglo XIX creyó identificar la cueva del tesoro cátaro en
Lombrive, tras seguir ciertas tradiciones populares que hoy en día se
han demostrado falsas.
Gruta fortificada o expulga de Bouan
El
segundo momento, de la operación habría tenido lugar la víspera de la
entrega del castillo. Dos hombres habrían sido ocultados bajo tierra en
algún punto de Montségur, para abandonar el mismo una vez hubiera sido
desocupado por los cátaros. Su cometido seguramente sería localizar el
tesoro y llevar las pertinentes instrucciones acerca de qué había que
hacer con el mismo.
Finalmente,
algunos detalles que se han sumado a la leyenda como el petate portado
por los fugados o las señales de humo realizadas desde el monte Bidorta,
indicando el éxito de la escapada, no tienen ninguna base documental.
Es más, las hogueras en la cumbre de dicho monte quizás atiendan a un
episodio anterior que, efectivamente, se produjo de esa manera. Así, en
mayo de 1243, uno de los sargentos de Montségur, Escot de Belcaire
acordó con el coseñor del castillo Pierre Roger de Mirepoix que haría
unas hogueras informando de que había alcanzado la cima del Bidorta. La
imaginación de los escritores posteriores debió tomar este dato y
combinarlo con la evasión realizada un año después.
En
relación al posible contenido del tesoro se ha especulado mucho. Uno de
los testimonios inquisitoriales hablaba explícitamente de oro, plata e
infinidad de monedas. A ciertos autores les resulta extraña una
descripción de tales características dentro de un movimiento religioso
que predicaba la vida austera y desapropiada. Lo cierto es que este
régimen de existencia era así de sobrio, pero exclusivamente para los
perfectos de la comunidad. El resto podía tener bienes e incluso se
buscaba incentivar la economía burguesa –comercial y artesanal- para que
la riqueza generada llegara, tras su reparto, a todo el mundo. Además,
durante el asedio de Montségur, el capital acumulado en el castillo
sirvió para adquirir víveres en los pueblos de los alrededores, comprar
voluntades enemigas y pagar la protección de mercenarios, entre otras
acciones habituales durante un conflicto armado. Así, que en principio,
no hay indicios para sospechar o concebir la existencia de un contenido
extraordinario dentro del tesoro cátaro. Los inquisidores ni siquiera
parecieron preocuparse demasiado por su destino o por sus
características. Las alusiones en las actas son bastante sucintas y más
dedicadas obtener los nombres de los implicados que procurar información
sobre los enseres evadidos. Por su parte, los asediados, tal vez,
depositaron en la salvaguarda de aquel tesoro la esperanza de poder
seguir financiando la lucha armada desde otro lugar, aunque se rindiera
Montségur.
¿Fue Montségur un templo solar cátaro?
A
esa pregunta se encargó de responder positivamente Fernand Niel en
varios trabajos publicados desde 1950 hasta finales de los años setenta.
Montségur, la montagne inspirée, Paris, 1950; Montségur, le site, son histoire, Grenoble, 1961 o Les Cathares de Montségur,
1976 serían sus títulos más destacables. Este Ingeniero e historiador
galo llenó sus escritos con detalladas y meticulosas mediciones,
cálculos, ejes, trazas, etc. realizadas sobre los lienzos y muros del
castillo actualmente conversados y presuntamente atribuidos a los
cátaros. La conclusión de sus cavilaciones fue que tanto el trazado como
el alzado de aquel inmueble no se hicieron de forma caprichosa. Todo lo
contrario. Estuvo perfectamente planteado conforme a unas directrices
muy precisas a través de las cuales la fortaleza quedaba configurada
como un templo solar y zodiacal al servicio de la Iglesia cátara. En
síntesis, Fernand Niel llegó a aseverar que el edificio debía de poder
pasar por una fortaleza; las disposiciones del plano de construcción
tenían que dar de manera “disimulada”, por medio de alineaciones
apropiadas, las principales direcciones del sol naciente.
El
procedimiento técnico operado por Niel resulta relativamente sencillo
(Ver Fig. 1). A partir del plano actual del castillo, numeramos todas
las esquinas y ángulos del perímetro exterior de la fortaleza (Letras
mayúsculas de la A a la H). Luego, sobre estos puntos base se trazan una
serie de líneas paralelas que los unan entre sí. Además, se determina
la existencia de otros puntos secundarios significativos siempre que se
guarden ciertas proporciones con respecto a los puntos principales. Así,
h se obtiene al ser la mitad exacta del muro H-A, c es el medio de D-C,
mientras que a surge al cumplirse que aA=B A/3, de idéntico modo b’ y
a’ (b’C=CB/3 y a’B=BA/3). A partir de los puntos principales y
secundarios se pueden obtener las siguientes líneas absolutamente
paralelas: E-h, FA, ca, b’a’. Finalmente, se busca la correlación de
dichas directrices, puntos principales y puntos secundarios con
posiciones solares y astrológicas. El resultado sería el siguiente:
- Desde la mitad b hasta H: Equinoccios 21 marzo y 23 septiembre
- a’H: Solsticio de verano
- fA (f como medio de CF): 21 enero (Acuario) y 22 noviembre (Sagitario)
- CH 19: febrero (Piscis) y 23 (Escorpión)
- Bh: 20 abril (Tauro) y 23 agosto (Virgo)
- a’’H (a’’=BA’/2): 21 mayo (Géminis) y 22 julio (Leo)
Fig. 1: Ejes astronómicos establecidos por F. Niel en Montsegur
En definitiva, concluye Fernand Niel que existe
en Montségur un sistema que permite identificar las salidas del sol en
fechas destacadas del año, solsticios y equinoccios, correspondientes al
comienzo y final de las estaciones. Ahora bien, ¿qué significado
práctico o doctrinal tendrían para los cátaros estas alineaciones
astronómicas? A su juicio, podría relacionarse con la celebración de la
fiesta del equinoccio de primavera, correspondiente a la Pascua
cristiana. Y, además, esa vinculación tendría un origen maniqueo,
sustrato religioso que habría podido servir de inspiración a las
doctrinas cátaras.
Sin
embargo, esta cuidada hipótesis encuentra su punto más flaco,
precisamente, en aquello que parecía más evidente: el actual castillo de
Montségur, los pocos muros que de él se conservan en el presente y que
sirvieron a Niel como imprescindible fundamento para todos sus cálculos,
no fueron levantados por los cátaros. La fortaleza, una vez tomada en
1244, debió de ser destruida y levantada después con otro diseño por los
nuevos señores de la plaza, la familia Lévis. De tal forma que, en todo
caso, la prodigiosa orientación solar del edificio, de ser cierta,
cabría atribuirla a estos nobles católicos y no a los herejes. Ante un
dictamen así, se desmorona gran parte del atractivo y valor singular de
los análisis de Fernand Niel.
Los
indicios al respecto son rotundos y podemos agruparlos por su
naturaleza en históricos, arqueológicos, artísticos y doctrinales.
Por
un lado, resultaba habitual que la Iglesia católica y el poder real
mandaran arrasar los lugares donde habían habitado cátaros una vez
dichas poblaciones eran conquistadas. Para el caso que aquí nos ocupa,
ya en 1241 el monarca francés ordenó al conde de Tolosa, Raimundo VII,
destruir Montségur, en cuanto pudiera tomar posesión de ella y añadió
que luego sería comprobada tal demolición. No existe evidencia
documentada de que ese derribo fuera llevado finalmente a cabo. Sin
embargo, desde la arqueología pueden confirmarse algunos extremos. Por
ejemplo, en las terrazas de la cara norte del pico, bajo la torre del
homenaje, se ha detectado la presencia de parte del primitivo poblado
cátaro. Apenas los cimientos de unas pocas viviendas. Las fuentes
medievales aluden a la existencia de, al menos, una veintena de casas en
la cumbre. Todas las cuales habrían sido arrasadas tras la ocupación.
También las excavaciones han sacado a la luz restos de muros de defensa,
barbacanas y torres en otros puntos de la cima. Elementos que junto con
la barriada antedicha, igualmente, debieron de ser eliminados por los
nuevos señores del lugar. ¿Corrió la misma suerte el castillo? Parece
ser que sí. Hay aspectos formales del mismo, como el aparejo de los
sillares, cuyo tamaño resulta demasiado grande, bien tallado y ajustado
para tratarse de una obra de principios del siglo XIII. De idéntico
modo, el uso del arco apuntado en la torre del homenaje resultaría
demasiado inesperado en el tiempo de ocupación cátara.
Valorados
todos estos elementos, la conclusión del Groupe de Recherches
Archeologiques de Montsegur et Environs (GRAME), no puede ser más
elocuente: No se conserva ninguna traza en las ruinas actuales ni
del primer castillo que fuera abandonado en los comienzos del siglo XII
(denominado Montségur I), ni de aquel que construyera Raimon de
Pereilles hacia 1210 (Montségur II) que se corresponde al período de dominio cátaro (GRAME, Montsegur: 13 ans de rechreche archeologique, Lavelanet, 1981, pág. 76).
Un
último argumento al respecto lo encontraríamos en las doctrinas
cátaras. Estos creyentes no sentían ninguna admiración por los astros
celestiales, puesto que eran obras bajo dominio del Demonio. Rendirles
culto o regir su vida cotidiana por ellas habría sido todo un
despropósito.
Cabe
preguntarse, entonces, si Niel erró en sus apreciaciones astronómicas.
Es una posibilidad cierta. Pero si damos sus cálculos por correctos,
¿fue la orientación de Montségur sólo producto del azar o, en efecto,
los arquitectos del nuevo edificio siguieron alguna idea zodiacal
preconcebida? Desde luego, dicho patrón de diseño no pudo ser cátaro por
lo argumentos antes enumerados, pero tal vez pudiera salvarse parte del
planteamiento de Niel si aceptamos que los nuevos señores de Montségur,
la católica familia Levi, quisieron que la luz del Sol de la Iglesia
purificara aquel lugar ocupado y contaminado por la funesta herejía
cátara. Así, desde la ortodoxia romana resultaría más aceptable la
presunta orientación estelar de la fortaleza que desde la heterodoxa. De
todas formas, incluso para fundamentar esta hipótesis sería necesario
contar con evidencias documentales más explícitas de las que disponemos
en la actualidad.
¿Custodiaron los cátaros el mítico Grial en Montségur?
El
autor que con más ahínco ha postulado la posibilidad de que el Santo
Grial estuviera alguna vez alojado en Montségur fue Otto Rahn. Buena
parte de su formación académica en Historia, Filosofía y Derecho la
consagró al estudio de la literatura artúrica, entendiendo esta no como
un relato completamente legendario, sino poseedor de un fondo de verdad.
Fruto de todo este empeño personal fueron sus dos principales
monografías: La Cruzada contra el Grial, publicada en Friburgo el año
1933 y La Corte de Lucifer editada cuatro años después. Gracias a ellas
adquirió una notable reputación intelectual dentro del partido nazi.
El
principal fundamento de sus pesquisas lo tomó durante un largo viaje
por el pirineo occitano. En el mismo pudo recabar diferentes leyendas y
tradiciones populares, entre ellas, ésta que le transmitió un pastor de
la comarca en 1931: Cuándo todavía se mantenían en pie las murallas de
Montségur, los Puros guardaron en ella el Santo Grial. El castillo
estaba en peligro. Las huestes de Lucifer se encontraban ante sus
murallas. Ansiaban poseer el Grial para ponerlo en la diadema de su
príncipe. A partir de esta clase testimonios y otros recabados en los
alrededores, combinados con el análisis de los textos artúricos, Rahn
concluyó que el legendario Montsalvat, castillo custodio del Grial
mencionado en Parsifal, perfectamente pudiera haber sido en la realidad
Montségur. Posteriormente, otros muchos autores han tirado de este hilo
hasta hacer una madeja enorme de gran eco mediático a través de
publicaciones, documentales y películas de todo tipo.
¿Tiene
fundamento esta hipótesis? En verdad ninguno. Ya quedó dicho que los
cátaros negaban la naturaleza carnal de Jesús. La aceptaban como
puramente ilusoria puesto que defendían su condición exclusivamente
fantasmática o angelical. Por lo tanto, sentían un absoluto desprecio y
negación de todo aquello que pudiera hacer creer en la existencia de una
carne y una sangre procedente de Cristo. En el mismo sentido, el
movimiento cátaro rechazaba la eucaristía, mientras que la sagrada copa
les recordaba directamente dicho sacramento. Y, finalmente, no
contemplaban en ningún caso la veneración de un objeto material, porque
su propia esencia les supondría apegarse a un plano de la realidad que,
igualmente, les repugnaba por concebirlo en manos del demonio.
BIBLIOGRAFÍA:
M. Roquebert, L’Epopée cathare. 4. Mourir à Montségur 1230-1244, Villeneuve d’Ascq, 2009.
S. Nelli, Montségur. Mythe et Histoire, Monaco, 1996.
P. Labal, Los cátaros: herejía y crisis social, Barcelona, 1995.
J. Duvernoy, Le dossier de Montségur. Interrogatoires d’Inquisition 1242-1247, Toulouse, 1998.
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