El
tercero de los elementos que han pervivido hasta nuestros días a causa
de la romanización es la religión cristiana, que es la mayoritaria en la
España actual.
Una época de tolerancia
Durante
los primeros siglos de dominio romano, las autoridades respetaron los
cultos de los pueblos indígenas de Hispania, de base animista, lo que
significa que adoraban a los elementos de la naturaleza. Conforme aquel
dominio se fue fortaleciendo, algunas de las deidades de los pueblos
sometidos se confundieron con las de los romanos que, a su vez, las
habían heredado de los griegos. La tolerancia de las autoridades en
materia religiosa exigía a cambio el culto al emperador como elemento de
cohesión de los habitantes del imperio.
Orígenes de la religión cristiana y su influencia en Hispania
Esta
actitud de tolerancia se vio comprometida cuando nació el cristianismo
predicado por Jesús. La nueva religión, que era rigurosamente
monoteísta, se oponía tanto a los dioses de los pueblos prerromanos como
al culto al emperador, lo que motivó su persecución por parte del
Estado. Pese a ello, el cristianismo se fue difundiendo, a veces de
forma totalmente clandestina, desde las ciudades.
El
cristianismo debió llegar a la península Ibérica a mediados del siglo
II, probablemente, desde el norte de África. Pero fue después de que el
edicto de Milán, del año 313, autorizara a la Iglesia a realizar un
culto público, cuando los cristianos hispanos dieron muestras de
actividad. Uno de sus jefes más acreditados, Osio de Córdoba, intervino
en la redacción del Credo niceno o símbolo de la nueva fe en el Concilio
de Nicea del año 325.
Frontal de un sarcófago paleocristiano del siglo V.
Organización de la Iglesia hispana
En
el año 380, el emperador Teodosio, de origen hispano, dispuso que el
cristianismo fuera la única religión oficial del imperio. Entonces, la
Iglesia de Hispania, como la de las restantes regiones, se organizó.
La
Iglesia siguió el modelo de la administración civil romana: creó
provincias, presididas por un arzobispo o metropolitano. Las provincias
se dividieron en diócesis, que estaban gobernadas por un obispo.
Junto
a esa Iglesia secular, otras personas que aspiraban a una vida de
oración y penitencia empezaron a crear pequeños monasterios. Fueron el
embrión del monacato, también llamado Iglesia regular.
La
nueva religión impregnó la cultura romana en muchos sentidos. En las
creaciones artísticas buscó el simbolismo religioso más que la belleza
estética, según se observa en los sarcófagos paleocristianos, como el de
Santa Engracia de Zaragoza o el de Écija. En las creaciones literarias
exaltó las virtudes de los mártires de las persecuciones, de mano de
poetas como Prudencio. En la interpretación de la historia, sustituyó el
concepto de azar, propio de la tradición clásica grecorromana, por el
de providencia, donde mediaba la intervención de Dios.
Según
Paulo Orosio, discípulo de San Agustín, Dios es el motor de la historia
y su evolución responde a un proyecto divino. Precisamente, como parte
de ese proyecto, Dios permitía que los bárbaros, los germanos, entraran
en el imperio romano. Era el medio utilizado por Él para promover su
conversión al cristianismo.
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