Agustín
de Hipona (354-430 d.C.), africano de la provincia imperial de Numidia,
era un converso. Su madre era cristiana y su padre un pagano que no
ofrecía obstáculos a tales creencias y no impidió que conociera la
religión cristiana. Recibió una educación en el marco de la tradicional paideia
pagana: retórica y estudio de los autores paganos en una atmósfera
exclusivamente latina, pues el griego estaba desapareciendo de la
enseñanza en Occidente.
En el año 373, la lectura de una obra de Cicerón hoy perdida -el Hortensius-
le convirtió a la filosofía, que desde la época helenística se ofrecía
como una sabiduría integral en la que la razón alcanzaba un conocimiento
de la naturaleza que culminaba en un conocimiento, también racional, de
la divinidad como causa del orden cósmico y que fundamentaba una ética
susceptible de procurar la felicidad y la unión o «asimilación a lo
divino».
Frente
a la sabiduría filosófica, las Escrituras cristianas le parecían a
Agustín no solo «indignas de ser comparadas con la prosa perfecta de
Cicerón, sino también rudas y primitivas en su concepción antropomórfica
y personal de Dios».
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