En este clima de igualdad, la celebración es risueña y aceptadora,
procurando que nadie se sienta cohibido o preterido. Si en el reino de
Dios los más humildes son los que importan más (Mt 18,1-4), lo mismo
debe ocurrir en la celebración; todo con sencillez y genuinidad. La
aceptación, que nace de la benevolencia cristiana, es general, de modo
que todo miembro encuentra una atmósfera acogedora. La estima mutua y
difusa, la alegría bulliciosa o tranquila esponjan el corazón y dan
ánimos a los retraídos. También la sencillez ha de tener su precedente
en la vida; sólo quien escarda continuamente la cizaña de la ambición
puede ser sencillo y no darse importancia. Mientras uno represente un
papel, su persona está ausente, y si acaricia pretensiones, no hay
comunicación con los demás ni presencia del Espíritu. Tenderá a brillar,
a decir algo que impresione y que sonará a hueco, cuando lo que debe
resaltar en la reunión es la sinceridad y la modestia. Además, en fin de
cuentas, no impresiona tano lo que se dice como lo que leen los otros
entre líneas; y en este intersticio está escrita la vanidad o se
trasluce el Espíritu de Dios.
La comunidad aceptadora es por necesidad indulgente, comprensiva, no propensa a la censura mutua: "Acogeos unos a otros como Cristo os acogió a vosotros" (Rom 15,17). Y Cristo no nos cogió con pinzas y gestos de asco, como habría pronosticado un filósofo, sino que se vino a vivir con nosotros sin miedo a mancharse. El tocó a los leprosos y se dejó tocar por una pecadora pública, conversó con una malcasada y se recostó a la mesa con gente descreída y ladrona. Tuvo una caricia para los niños, una recomendación suave para la adúltera y no se irritó ante las pocas entendederas de Nicodemo. Comunidad aceptadora, personalizante, que se conoce por el nombre y está abierta al recién llegado; lugar donde cada uno tiene libertad para ser él mismo en el encuentro con los demás y con Cristo.
Todo lo que el Nuevo Testamento enseña sobre el amor cristiano se aplica de modo especial a la celebración. La Iglesia o asamblea de Dios, que se realiza como nunca en el grupo reunido, manifiesta por su amor ser principio del reino de Dios, territorio del señorío de Cristo. Allí se sienten el entusiasmo de la fe y el calor de la hermandad, y sólo en ese clima se hace presente el Señor. No podemos pronunciar el "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20) si la comunidad no es un grupo de hermanos.
Un caso triste sucedió en Corinto. Los cristianos solían empezar comiendo juntos para acabar con la eucaristía; parece que cada uno contribuía a la cena según sus recursos (1 Cor 11,22), pero en vez de esperarse unos a otros para ponerlo todo en común (ibíd. 33), cada uno se adelantaba a comerse lo suyo (ibíd. 21) sin repartirlo, y los más pobres quedaban humillados (ibíd. 22): "Mientras uno pasa hambre, el otro está borracho" (ibíd. 21). La conclusión de san Pablo es ésta: "Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor" (ibíd 20). No hay que engañarse; la división en bandos, la falta de hermandad y la ofensa a los humildes hacen de la eucaristía una blasfemia; cuerpo de Cristo son la comunidad y el pan, quien insulta a uno insulta al otro; por eso "el que come y bebe sin valorar el cuerpo (en ambos sentidos), se come y bebe su propia sentencia" (ibíd. 29).
La comunidad aceptadora es por necesidad indulgente, comprensiva, no propensa a la censura mutua: "Acogeos unos a otros como Cristo os acogió a vosotros" (Rom 15,17). Y Cristo no nos cogió con pinzas y gestos de asco, como habría pronosticado un filósofo, sino que se vino a vivir con nosotros sin miedo a mancharse. El tocó a los leprosos y se dejó tocar por una pecadora pública, conversó con una malcasada y se recostó a la mesa con gente descreída y ladrona. Tuvo una caricia para los niños, una recomendación suave para la adúltera y no se irritó ante las pocas entendederas de Nicodemo. Comunidad aceptadora, personalizante, que se conoce por el nombre y está abierta al recién llegado; lugar donde cada uno tiene libertad para ser él mismo en el encuentro con los demás y con Cristo.
Todo lo que el Nuevo Testamento enseña sobre el amor cristiano se aplica de modo especial a la celebración. La Iglesia o asamblea de Dios, que se realiza como nunca en el grupo reunido, manifiesta por su amor ser principio del reino de Dios, territorio del señorío de Cristo. Allí se sienten el entusiasmo de la fe y el calor de la hermandad, y sólo en ese clima se hace presente el Señor. No podemos pronunciar el "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20) si la comunidad no es un grupo de hermanos.
Un caso triste sucedió en Corinto. Los cristianos solían empezar comiendo juntos para acabar con la eucaristía; parece que cada uno contribuía a la cena según sus recursos (1 Cor 11,22), pero en vez de esperarse unos a otros para ponerlo todo en común (ibíd. 33), cada uno se adelantaba a comerse lo suyo (ibíd. 21) sin repartirlo, y los más pobres quedaban humillados (ibíd. 22): "Mientras uno pasa hambre, el otro está borracho" (ibíd. 21). La conclusión de san Pablo es ésta: "Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor" (ibíd 20). No hay que engañarse; la división en bandos, la falta de hermandad y la ofensa a los humildes hacen de la eucaristía una blasfemia; cuerpo de Cristo son la comunidad y el pan, quien insulta a uno insulta al otro; por eso "el que come y bebe sin valorar el cuerpo (en ambos sentidos), se come y bebe su propia sentencia" (ibíd. 29).
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