La presencia de Dios en el hombre y en el mundo embebe la fiesta y la
reunión, creando una atmósfera contemplativa. Ninguna de las dos es
frívola, y en la más alegre y ruidosa celebración está Dios en todos y
entre todos, que son juntos su templo. Cristo se hace presente en el
Espíritu, que es su don. El gozo, que se manifiesta en lo exterior, se
alberga en lo íntimo, la efusión nace dle manantial que brota siempre.
Tal celebración requiere hombres profundos, pero el cristiano, curtido
por una dedicación que es la vida entera, no es imberbe de espíritu. Va a
la celebración a expresar la experiencia de Dios en su vida; se supone
que esa experiencia existe.
La celebración auténtica estimula también a la contemplación. La unión en Cristo, percibida en la presencia corporal, en la sonrisa aceptadora, en la comunión confiada, revela la presencia del Espíritu de Dios. "Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios en vosotros, ¿por qué lo hace?, ¿porque observáis la Ley, o porque escucháis con fe?" (Gál 3,5). La experiencia y el brío de la fe común destacan la acción del Espíritu; él alienta en lo profundo del hombre, renovándolo interiormente, dándole paz honda y ánimo para lo bueno, encajando sus aristas e integrando su ser; así lo dispone a amar. Esto es contemplativo; en medio del bullicio se sienten las realidades basales, con una intuición del centro y un calor medular. La fiesta lleva a la reflexión y contemplación personal.
La psicología moderna insiste sobre el poder integrador de la amistad, única línea útil para el desarrollo del hombre. Pero el amor no es abstracto; necesita ver, tocar, expresarse, codearse. Se manifiesta sobre todo con obrar: "Obras son amores", pero también con buenas razones. El amor cristiano no encierra, universaliza; san Pablo prevenía a los gálatas contra las muestras de afecto de ciertos sectarios: "El afecto que esos os tienen no es bueno; quieren aislaros para acaparar vuestro afecto" (4,17).
Es lo opuesto del amor cristiano, que, en vez de acaparar, estimula y abre.
Se habla de cómo educar a los jóvenes cristianos y se proponen cursos de religión. Pero no se educa sólo ni principalmente con el entendimiento, sino con la vida entera; será respirando la atmósfera de un grupo cristiano maduro, dedicado, alegre y comunicativo donde el joven encontrará su experiencia de fe. No basta instruir, hay que iniciar con el ejemplo. No es suficiente que un padre dé buenos consejos a su hijo; el niño aprende menos de las palabras del padre que de su modo de reaccionar ante las circunstrancias; se da cuenta de las inflexiones de su voz, de la cólera o dominio de sí, de los valores que estima. Lo que diga será siempre confrontado con su proceder y éete será el que prevalezca. Si no coinciden, ¿cómo será aceptado por guía?, y ¿qué esperanza queda de educar al hijo?
La contemplación nace al contacto con lo profundo de la realidad o, dicho de otro modo, con la realidad total, en la cual Dios se manifiesta; realidad del propio ser, de la relación humana y del mundo. La fiesta descubre precisamente el cimiento de la realidad entera, el amor de Dios, en la experiencia de libertad, hermandad y alegría; por eso es esencialmente contemplativa. La vida entera enderezada por la intención, consciente o implícita, que la orienta hacia Dios y el prójimo, es oración; por eso tiende a momentos de concentración y soledad, para enfocar hacia Dios no sólo la intención, sino también la mente. Siendo la celebración zumo de la vida, ha de tener por fuerza el elemento contemplativo; y no sólo con la intención, sino además con la experiencia y la profesión explícita, manifestadas en el borboteo del gozo.
Contemplación es la experiencia gozosa de una presencia; la presencia se percibe unas veces en el cuarto con la llave echada, otras en el tranquilo conversar y otras en la algazara y regocijo común de los que Cristo ha liberado.
La celebración auténtica estimula también a la contemplación. La unión en Cristo, percibida en la presencia corporal, en la sonrisa aceptadora, en la comunión confiada, revela la presencia del Espíritu de Dios. "Cuando Dios os concede el Espíritu y obra prodigios en vosotros, ¿por qué lo hace?, ¿porque observáis la Ley, o porque escucháis con fe?" (Gál 3,5). La experiencia y el brío de la fe común destacan la acción del Espíritu; él alienta en lo profundo del hombre, renovándolo interiormente, dándole paz honda y ánimo para lo bueno, encajando sus aristas e integrando su ser; así lo dispone a amar. Esto es contemplativo; en medio del bullicio se sienten las realidades basales, con una intuición del centro y un calor medular. La fiesta lleva a la reflexión y contemplación personal.
La psicología moderna insiste sobre el poder integrador de la amistad, única línea útil para el desarrollo del hombre. Pero el amor no es abstracto; necesita ver, tocar, expresarse, codearse. Se manifiesta sobre todo con obrar: "Obras son amores", pero también con buenas razones. El amor cristiano no encierra, universaliza; san Pablo prevenía a los gálatas contra las muestras de afecto de ciertos sectarios: "El afecto que esos os tienen no es bueno; quieren aislaros para acaparar vuestro afecto" (4,17).
Es lo opuesto del amor cristiano, que, en vez de acaparar, estimula y abre.
Se habla de cómo educar a los jóvenes cristianos y se proponen cursos de religión. Pero no se educa sólo ni principalmente con el entendimiento, sino con la vida entera; será respirando la atmósfera de un grupo cristiano maduro, dedicado, alegre y comunicativo donde el joven encontrará su experiencia de fe. No basta instruir, hay que iniciar con el ejemplo. No es suficiente que un padre dé buenos consejos a su hijo; el niño aprende menos de las palabras del padre que de su modo de reaccionar ante las circunstrancias; se da cuenta de las inflexiones de su voz, de la cólera o dominio de sí, de los valores que estima. Lo que diga será siempre confrontado con su proceder y éete será el que prevalezca. Si no coinciden, ¿cómo será aceptado por guía?, y ¿qué esperanza queda de educar al hijo?
La contemplación nace al contacto con lo profundo de la realidad o, dicho de otro modo, con la realidad total, en la cual Dios se manifiesta; realidad del propio ser, de la relación humana y del mundo. La fiesta descubre precisamente el cimiento de la realidad entera, el amor de Dios, en la experiencia de libertad, hermandad y alegría; por eso es esencialmente contemplativa. La vida entera enderezada por la intención, consciente o implícita, que la orienta hacia Dios y el prójimo, es oración; por eso tiende a momentos de concentración y soledad, para enfocar hacia Dios no sólo la intención, sino también la mente. Siendo la celebración zumo de la vida, ha de tener por fuerza el elemento contemplativo; y no sólo con la intención, sino además con la experiencia y la profesión explícita, manifestadas en el borboteo del gozo.
Contemplación es la experiencia gozosa de una presencia; la presencia se percibe unas veces en el cuarto con la llave echada, otras en el tranquilo conversar y otras en la algazara y regocijo común de los que Cristo ha liberado.
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