Miguel Ángel Sabadell.
Llegadas estas fechas los medios de comunicación desempolvan la agenda navideña en busca de algún astrónomo que le diga unas cuantas palabras sobre la explicación astronómica de la estrella que guió a los Reyes Magos al portal de Belén. Y, como todos los años, aparecen las mismas “explicaciones”: que si un cometa, que si una nova (la de febrero del 5 a. C. tiene bastante predicamento), que una conjunción de planetas (como la de Júpiter y Saturno del 7 a. C. en la constelación de Piscis) o la doble ocultación de Júpiter por la Luna en 6 a. C. en Aries. Y si el periodista quiere un poco de polémica solo tiene que llamar a un ufólogo para que le diga que fue una nave extraterrestre. Lo que sería bueno es que los astrónomos, tan ufanos ellos buscando explicaciones a la estrella de Belén, también nos dijeran cómo un fenómeno celeste como cualquiera de los que han propuesto pudo hacer lo escrito por Mateo: “Y la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta que vino a pararse encima del lugar donde estaba el niño”. Ningún fenómeno celeste es capaz de aparecer en el cielo, dedicarse a guiar a unas personas a paso de camello y, encima, pararse sobre una casa por tiempo indefinido.
Salvo que pensemos en una nave extraterrestre.
¿Qué hacen entonces los astrónomos? Muy fácil: solo hay que empezar a interpretar, quitarle las características que molestan y poner otras más consonantes a nuestra idea. Utilizando esa misma técnica podemos afirmar convencidos que Arturo era la reina Ginebra: si le quitamos la barba, la armadura y el pene y le añadimos atributos femeninos… En definitiva, cualquier explicación astronómica que quiera darse es tan alocada como la de los fundamentalistas cristianos, que dicen que fue una luz “temporal y sobrenatural”.
Pero ninguno de los dos tiene razón.
Se puede decir más alto pero no más claro: la estrella de Belén no existió, es una invención de Mateo, el único evangelista canónico que la menciona. Marcos, el más antiguo de los cuatro evangelios, pasa del tema y empieza su relato con Jesús como discípulo de Juan el Bautista. De hecho, no menciona nada de la infancia de Jesús, al igual que Juan. Los primeros años de la vida del fundador del cristianismo únicamente le interesan a Mateo y Lucas, y ambos son contradictorios hasta tal punto que son irreconciliables salvo en la mente de los cristianos más fundamentalistas.
Mateo dice que Jesús nació en Belén de Judea, en su casa. Nada de cuevas, pesebres y pastores como Lucas. Pero como debe justificar que la familia acabara viviendo en Nazaret, hace viajar a la familia por el desierto -huyendo nada menos que a Egipto- por miedo a Herodes y siguendo las instrucciones de un ángel guardaespaldas. El pobre debe multiplicar su trabajo pues debe avisar en sueños a los magos para que eviten regresar a su tierra pasando por el castillo de Herodes y comunicarle la posición exacta del infante. Entonces éste se enrrabieta y manda asesinar a todos los niños menores de dos años; esta cifra nos indica que entre el nacimiento y la adoración de los magos han pasado bastante más que unos pocos meses.
Mientras esto sucede en Judea, Mateo lanza a dos padres con un niño de menos de dos años a cruzar el durísimo desierto del Sinaí como quien pasea por una huerta. Ahí es nada. Confortablemente viviendo en Egipto, a la muerte de Herodes deciden regresar e instalarse en Nazaret, en Galilea. ¿Por qué no vuelven a su casa en Belén? Porque el hijo de Herodes, Arquelao, reinaba en Judea y José “tuvo miedo de ir allá”. Eso sí, el buen padre (putativo) de Jesús no tuvo miedo de instalarse en Galilea, gobernada por otro hijo de Herodes, el cruel Herodes Antipas, futuro asesino de Juan el Bautista.
Ya ven, la historia de Mateo lo tiene todo: fenómenos sobrenaturales, misteriosos personajes orientales, crueles matanzas, persecuciones y huídas…
Pero Lucas no tiene tiempo para tanta monserga. Según él la familia vive en Nazaret y viaja a Belén a causa de un insensato censo romano que obligaba a sus ciudadanos a empadronarse en la ciudad de donde provenía su familia. ¿Se puede ver lo inútil -administrativamente hablando- de semejante censo? En el caso de José, se tenía que empadronar en la ciudad donde apareció su linaje, el de David, ¡algo que sucedió 1000 años atrás! ¿Se imaginan lo estúpido de tal censo, que obligaba a los judíos de la diáspora a cruzar todo el Mediterráneo para censarse en la ciudad de origen de su linaje? Y no solo eso, sino que era un censo de gran envergadura pues, como dice Lucas, César Augusto ordenó “que toda la tierra fuese empadronada“; esto es algo que no se hace en dos meses, sino que toma al menos algunos años. Pero José tiene prisa por quitarse el papeleo de encima y no se le ocurre mejor momento para echarse al camino y viajar 130 km bajo la amenaza de ladrones y salteadores que cuando su mujer está a punto de salir de cuentas. Ni pudo esperar una semana a que naciera su hijo.
Lo mejor queda para el final: Belén, una población cercana a Jerusalén y que contaba con multitud de posadas dedicadas a albergar a los miles de judíos que bajaban cada año a la ciudad santa para celebrar la Pascua, estaban todas al completo. Algo inaudito. Pero claro, se entiende si habían llegado para censarse todas las familias judías del linaje de David y encima lo hicieron al mismo tiempo…
Por cierto, la leyenda lucana obvia un pequeño detalle: José no tenía que salir de su casa en Nazaret porque un censo de César no tenía aplicación en Galilea, gobernada por el tetrarca Herodes Antipas.
Y un último detalle que añade más leña al fuego: si Jesús realmente nació en Belén, ¿por qué el evangelio de Juan insiste una y otra vez en que Jesús nació en Nazaret?
En resumen: los llamados relatos de la infancia del Nuevo Testamento no son más que creaciones artísticas salidas de la pluma de sus autores, y ya se sabe que la imaginación es libre y el papel aguanta lo que escribas. Lo único que sabemos con más o menos seguridad del nacimiento de Jesús es lo que los evangelistas Mateo y Lucas evitan decir en todo momento: que Jesús nació en Nazaret, en Galilea, y no en Belén, en Judea.
Ante semejante despliegue de pirotecnia narrativa, ¿cómo es que aún le damos vueltas a lo de la estrella guiando a unos magos-astrólogos? Porque a los astrónomos les encanta buscar explicaciones naturales a relatos mitológicos sin base real alguna. Al parecer, no han interiorizado estas palabras del filósofo francés Bernard Le Bovier de Fontenelle:
“Antes de explicar los hechos es necesario comprobarlos: de este modo se evita el ridículo de encontrar la causa de lo que no existe”.
Por supuesto, todo esto no quita que creyentes y no creyentes celebremos estas bonitas historias que forman parte de nuestro folclore y disfrutemos de una feliz Navidad… o fiestas del solsticio, según se mire.
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