En
los 1 500 años transcurridos entre el colapso del mundo antiguo, por un
lado, y la formulación de la nueva filosofía y la nueva ciencia en el
siglo XVII, por otro, asistimos a la formación de la cultura y sociedad
de la Europa occidental.
En el punto de partida se produce la consolidación de la religión e iglesia cristianas y la desaparición del Imperio romano.
Desde
sus modestos orígenes como secta judía, el cristianismo se había
extendido, por obra de san Pablo, como religión universal, abierta a
todas las naciones, ya en el siglo I de nuestra era. El mensaje
cristiano, que ofrecía a todos los hombres la salvación en virtud de la
fe en Jesús como el Cristo resucitado, fue ganando progresivamente
adeptos en todas las regiones y estratos sociales del imperio.
Ya
en el siglo II se redactaron las primeras defensas de la nueva religión
por parte de apologetas cristianos, griegos y latinos, con la intención
de obtener de los emperadores romanos reconocimiento jurídico. Al mismo
tiempo proliferaron las sectas gnósticas, con sus variados sistemas
doctrinales y su afirmación de una minoría de hombres espirituales
salvados en virtud de un conocimiento (gnôsis) superior al de la multitud. La gnôsis amenazó con fracturar la unidad y distorsionar el mensaje cristiano.
En
el siglo III la incorporación al cristianismo de intelectuales paganos,
como Clemente de Alejandría y Orígenes, trajo consigo la inserción en la
religión cristiana de importantísimos componentes de la filosofía
platónica. Comenzaba así un proceso de construcción o interpretación
filosófica del dogma cristiano que, entre múltiples discusiones y
«desviaciones» condenadas como «heréticas», culminó en los siglos IV-V
con la formulación de dos dogmas fundamentales:
- El dogma trinitario (concilios de Nicea -325- y Constantinopla -381-), según el cual en Dios hay una sola sustancia en tres personas distintas.
- El dogma cristológico (concilios de Éfeso -431- y Calcedonia -451-), según el cual en Cristo, hombre perfecto y Dios perfecto, se unen las dos naturalezas, humana y divina, en una sola persona y sustancia.
El
edicto de Milán, promulgado por Constantino en el 313, ponía fin a las
persecuciones del siglo anterior, que se habían revelado ineficaces, y
concedía a la religión cristiana el mismo derecho que a todas las demás
«a rendir culto a Dios libremente» en pro de la paz y del orden
político.
A
partir de ese momento, la religión e Iglesia cristianas fueron objeto de
una especial atención y protección por parte de la institución
imperial, en virtud de la rentabilidad política que podía obtener de la
sólida implantación social y de la riqueza de la nueva religión. En este
nuevo marco, los cristianos, desde su firme convicción de ser la única
religión verdadera frente al error y superstición diabólica del
paganismo, desarrollaron una actitud de intolerancia, reclamando la
prohibición y persecución de la religión pagana, al tiempo que en sus
escuelas proscribían de la enseñanza a los autores y filósofos paganos.
Juliano,
denominado el Apóstata por los cristianos, intentó revitalizar, durante
su breve mandato como emperador (361-363), la religión pagana y
conferirle una organización estatal, al mismo tiempo que reprimía la
intolerancia cristiana con la proclamación de la tolerancia universal
(extendida a los cristianos). Pero este intento no sobrevivió a su
persona.
El
emperador Teodosio impuso en el 385 el credo niceno en toda la extensión
del imperio, decretando penas civiles contra los herejes. Los años
siguientes vieron diferentes medidas políticas contra los cultos y
ceremonias paganos. El cristianismo había vencido; comenzaba una época
nueva para el pensamiento.
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